¿Asustaban al rival con su sola mención ya antes de salir y pisar el campo? Sí. ¿Fue uno de los mejores equipos de todos los tiempos? Sí. ¿Era quizá la más formidable maquinaria ofensiva que ha visto el fútbol? Sí. ¿Podían llegar a jugar como se había visto pocas veces y como probablemente nunca más se ha vuelto a ver? Sí. ¿Era una constelación irrepetible de genios del balón, algo tan excepcional que ni su propio país ha podido replicar? Sí. ¿Eran los favoritos para ganar el Campeonato Mundial de 1982? Sí. Pero ¿fueron campeones? No. Los caprichos del destino impidieron que la última generacion de dioses brasileños del fútbol se coronase como parecía escrito en la profecía.
Tomemos por ejemplo el Barcelona de Guardiola: es como una orquesta perfectamente entonada tras años y años de academia, en la que hay algún que otro virtuoso improvisador capaz de salirse ocasionalmente del guión, pero que básicamente interpreta una ordenada sonata que sigue al pie de la letra lo que dicta la partitura. Pero imaginemos ahora un equipo que era como uno de aquellos grupos de jazz en los que no había partitura —o a la partitura no se le hacía caso— y en donde cada instrumentista era un virtuoso con tendencia a inventar sus propias melodías, hasta el punto de que ni ellos mismos sabían qué música iban a estar tocando unos pocos compases después. Un equipo que era como el “be-bop” del fútbol, al que resultaba casi imposible frenar porque resultaba casi imposible prever. Un equipo al que ya se le había otorgado la copa de campeón antes de iniciarse el Mundial porque nadie podía imaginar que semejante conjunción de talentos fuese a encontrar un rival cuya defensa no fuesen capaces de doblegar. Un equipo que durante el Mundial marcó quince goles en ocho partidos, más de los que los campeones marcaron en todos sus once encuentros. Una escuadra de maravilla, los X-Men del balompié.
Pero los hados del fútbol no siempre son justos, o consideran que la justicia nada tiene que ver con el arte.
El equipo que tenía que ganar
Brasil tenía una deuda pendiente con la Historia. Ya habían ganado tres títulos mundiales en cuatro ediciones, gracias a un par de generaciones de futbolistas extraordinarios (la del 58 y la del 70) que habían reunido más técnica e inventiva individual que ninguna otra escuadra hasta entonces. Dos oleadas de jogo bonito representadas —que no resumidas— por el legendario Edson Arantes do Nascimento.
Pero los años setenta habían sido decepcionantes. En 1970 los brasileños habían asombrado al mundo con lo que muchos consideraron entonces el equipo de fútbol más grande de todos los tiempos, llevándose el título casi por aclamación cuando apabullaron a los italianos con un rotundo 4-1 en la final. Pero en el campeonato de 1974, huérfana de Pelé, la “canarinha” intentaba en vano apurar los últimos posos de aquella generación de fábula y se presentó en el torneo insegura y titubeante: en la segunda fase de grupos fue enviada a casa por la Holanda de Rinus Michels, que estaba inventando el fútbol moderno (el “fútbol total”) y que hizo que el “fútbol samba” de los brasileños pareciese repentinamente anárquico y obsoleto. También en el siguiente Mundial, en 1978, tuvo Brasil un comienzo algo dubitativo, pero en la segunda fase el equipo se puso las pilas: los nuevos valores brasileños empezaron a carburar. Sin embargo, tras un tenso empate a cero con Argentina, los brasileños quedaban fuera del torneo a causa del “goal average”, ya que los argentinos le hicieron seis tantos a Perú en la última ronda (goleada que despertó todo tipo de sospechas y habladurías). En todo caso, ni en el 74 ni el 78 acudió Brasil al campeonato con un plantel que hiciese olvidar a sus ilustres predecesores del 58, 62 y 70. El fútbol de carnaval había dado el relevo al más ordenado y sistemático fútbol europeo y Brasil ya no dominaba el cotarro. Incluso en su propio continente parecía haber sido superado por el fútbol argentino, que estaba más cerca de los planteamientos europeos que de la pura improvisación brasileira, y que se había llevado un título mundial. Título polémico, pero título al fin y al cabo.
Todo este aparente declive cambió en las fases previas del Mundial de España. La efervescente cantera brasileña había producido otra cosecha de Gran Reserva, una absurdamente brillante colección de talentos que durante la fase de clasificación y los amistosos previos había demostrado con claridad una verdad temible: no había ningún tipo de jugada ofensiva que aquellos tipos no fuesen capaces de elaborar. Literalmente. Sus momentos de inspiración, aquellos clímax futbolísticos en que los brasileños empezaban a improvisar como si estuviesen siendo iluminados por fuerzas celestiales, dejaban boquiabiertos a los espectadores y sembraban pánico entre los rivales. Cualquier combinación de pases y cualquier carambola ofensiva, por extraña o improbable que pudiera parecer, podía ser ejecutada por las botas encantadas de aquellos magos del balón. Se los comparaba sin complejos con los fabulosos equipos que le habían dado tres títulos mundiales a Pelé.
El corazón del equipo era el diabólico Zico —su apodo era “el Pelé blanco”, eso lo dice todo—, un mediapunta de habilidades inverosímiles, cerebro rápido y remarcable carácter. Capaz de generar casi cualquier tipo de pase ofensivo en las situaciones más difíciles, un regateador que podía desorganizar toda una defensa con un par de quiebros, un impresionante rematador, un gran lanzador de faltas… en definitiva, uno de los grandes. Un jugador infravalorado, o más bien poco conocido, por parte del público actual. Tres cosas impidieron que su nombre se haya revalorizado todavía más en la historia del fútbol: una, y quizá la más importante, que nunca ganó un Mundial. Dos, que fue eclipsado por la fulgurante ascensión de Diego Armando Maradona. Y tres, que desgraciadamente apenas jugó en Europa. Demostró sus asombrosas capacidades durante una apoteósica temporada en Italia, vistiendo la camiseta del Udinese: 19 goles en 24 partidos durante su primer año… en el ultradefensivo y durísimo Calcio de los ochenta, disputándose el título de máximo goleador con otro de los grandes de su tiempo, Michel Platini (el francés se llevó el «Pichichi» con 20 goles, uno más que el brasileño, pero Zico se había perdido cuatro partidos). Pero, pese a que su fútbol puso de manifiesto que podía romper esquemas en Europa, Zico, tras poner patas arriba el Calcio, regresó a Brasil el año siguiente, donde siguió jugando durante años y de donde ya sólo salió para una prejubilación dorada en Japón.
Zico estaba rodeado por una galería insólita de fantásticos jugadores, comenzando por el incomparable “doctor Sócrates”, de muy alta estatura para un futbolista —medía más de 1’90— pero cuya pequeña talla de pie, delgadez y excepcional sentido del equilibrio le permitían tener tanta cintura como un jugador de 1’75. Era un mediocampista excepcionalmente rápido y hábil, con una especial querencia hacia el juego preciosista y los pases inverosímiles, gracias a lo cual era un perfecto complemento para las laberínticas jugadas de Zico. Sócrates era en cierto modo como un Larry Bird del fútbol: su propósito era hacerlo todo bonito y espectacular incluso en momentos difíciles, incluyendo los lanzamientos de penalti. Desde luego, el ver a un jugador de su estatura correteando por el campo como una liebre y regateando a jugadores que deberían desafiar su centro de gravedad era toda una visión. Jugó un año en Italia, como Zico, pero también regresó rápidamente a Brasil, descontento por la disciplina que le exigían allí («hay más cosas en la vida aparte del fútbol»). Eso sí, Sócrates era un hombre cultivado, nada que ver con el prototipo de futbolista intelectualmente ramplón. Cuando Zico no componía mágicas combinaciones con Sócrates, podía hacerlo con Falcao, un volante que también cultivaba el gusto por la complicación y la filigrana, además de ser (también) un excepcional tirador y muy resolutivo de cara a puerta. La gran especialidad de Falcao eran las apariciones por sorpresa entre líneas: se situaba inteligentemente a medio camino del ataque brasileño, con un envidiable sentido del movimiento sin balón (un jugador a estudioar en las escuelas de fútbol) y cuando decidía pasar a la ofensiva, apareciendo de la nada, solía crear el más absoluto desconcierto en las zagas rivales. Falcao cedía parte de su fama ante Zico y Sócrates, pero hubiese sido la primera estrella en cualquier otra selección del mundo. Es más, Falcao no sólo triunfó en Italia como Zico sino que aguantó el ritmo de competición europeo y fue durante varios años buque insignia de la Roma, a la que condujo a ganar varios títulos, ganándose el apodo de «rey de Roma». Además de Zico, Sócrates y Falcao, engrosaban el plantel de talentos nombres como Eder, un veloz extremo que era otro de los especialistas en lanzar libres directos increíbles, Cerezo, otro centrocampista virtuoso, o aquel inigualable Junior, un lateral izquierdo de técnica tan exquisita e inventiva tal, que solía unirse al mediocampo ofensivo; de hecho, pese a comenzar como lateral, acabaría siendo el cerebro creador de juego en el Torino italiano.
En cuestión de talento individual, aquel equipo flaqueaba solamente en la portería. Y quizá, aunque algo menos, en el puesto de ariete. No pudo acudir al Mundial el joven delantero Careca, otro futbolista de fantasía que poco más tarde sería el perfecto contrapunto de Maradona en el Nápoles. Ante esta y otras ausencias (como la de Roberto «Dinamita») terminó jugando el Mundial como delantero centro Serginho: quizá el único jugador de ataque de aquel equipo que no tenía una técnica exquisita ni un talento fuera de lo común. Era sencillamente un buen delantero centro al modo clásico, un buen rematador, pero incapaz de inventar las diabluras propias de casi todos sus compañeros. Aun así, solía cumplir su papel… y cuando no, estaban todos los demás para marcar goles desde cualquier ángulo y de cualquier manera imaginable.
En resumen, el Brasil de 1982 era un equipo hecho para triunfar; un cúmulo de virtuosismo y fantasía futbolística que nunca más se ha vuelto a reunir en una sola alineación inicial. Era como un equipo de videojuego o, como diría Valdano, un equipo “de dibujos animados”.
Prácticamente nadie en la prensa mundial discutía el aplastante favoritismo de aquella Brasil para el Mundial 82. Había, claro está, algunos rivales muy potentes. Estaba Argentina, la vigente campeona, en la que coincidían el crepúsculo de Kempes con el amanecer internacional de Maradona. Por descontado estaba la potentísima Alemania de Rumenigge y Littbarski, así como una Italia repleta de nombres (Rossi, Altobelli, Gentile, Bergomi, etc) que trataba de recuperar su lugar en la Historia tras haber sido apisonada años atrás por el Brasil de Pelé. Y no se puede olvidar al otro equipo favorito de muchos amantes del fútbol, la exquisita Francia de Michel Platini y su “fútbol de salón”, que terminó metiendo incluso más goles que la propia Brasil en el mismo número de partidos (si bien con rivales ligeramente más fáciles). Grandes equipos todos ellos, pero que palidecían junto al brillo de la escuadra brasileña entrenada por Tele Santana. Demasiados genios juntos como para no ser los aplastantes favoritos. La unanimidad era total.
Contra la roca soviética
Comenzó la primera fase de grupos del Mundial, cuyo sorteo había consistido básicamente en descubrir quiénes serían los infortunados obligados a compartir grupo con el superequipo brasileños. Los “agraciados” fueron la URSS, Escocia y una de las “Marías” del torneo, Nueva Zelanda.
El partido inicial del grupo enfrentó a los brasileños con la URSS. Los soviéticos, que no solían tener suerte en los mundiales pese a presentar habitualmente equipos muy sólidos, demostraron ser una selección más que respetable y ofrecieron un partido mucho más competido e intenso de lo que nadie podría haber supuesto. Los europeos no sólo no se arredraron sino que intentaron explotar el que era tradicionalmente punto débil de las escuadras brasileñas: la escasa disciplina defensiva. Triangulando, con un juego de pase ordenado y preciso, inspirado en lo que Holanda había inventado algunos años atrás, los soviéticos crearon varias oportunidades claras. Finalmente se adelantaron a la media hora de juego con un disparo lejano que los brasileños vieron pasar ante sí totalmente atónitos y que el guardameta Waldir Peres dejó torpemente escurrirse entre sus manos. Los cariocas llevaban treinta minutos de Mundial y habían dejado entrever su posible Talón de Aquiles: la defensa. La URSS continuó con su juego “a lo Barcelona” tratando de mantener la inesperada ventaja, pero los brasileños eran simplemente demasiado buenos como para permitir que los dos puntos (lo que entonces valían las victorias) se les fuesen de las manos. Empezaron a intentar devolver la moneda con varios tiros lejanos hasta que Sócrates, con su habitual elegancia, su portentosa capacidad para crear ocasiones de la nada y su no menos portentoso disparo, buscó un pasillo con el que divisar puerta y tras quitarse a un par de defensas de encima marcó desde fuera del área, empatando el encuentro.
Aun así, los soviéticos siguieron sin venirse abajo y continuaron creando ocasiones, incluido un gol anulado por el árbitro. Resistieron como jabatos el envite rival aunque ninguna defensa del mundo podía estar preparada para cuando empezaba a funcionar la fantasía brasileira: casi al final del partido, Falcao dejó pasar un balón entre sus piernas —con esa tranquilidad de que sólo los brasileños eran capaces, como si estuviesen jugando en el barrio en vez de en un Mundial— para que Eder, en un gesto técnico de circo, la elevase ligeramente ante sí, habilitándose una terrorífica volea que dejó clavados a defensores y portero rival. Uno de los goles del Mundial. 2 a 1, Brasil terminaba ganando lo que había sido un encuentro más duro de lo esperado, el más difícil hasta el encuentro con Italia.
El primer partido había dejado una moraleja clara: haciendo un fútbol muy ordenado y preciso como el de los rusos podía llegar a crearse ocasiones ante Brasil… el problema era que por cada ocasión propia, Brasil creaba tres o cuatro a su vez, desde cualquier distancia y ángulo. La URSS había jugado un grandísimo partido pero se necesitaba algo más que eso para tumbar a los favoritos. ¿Cuántos equipos más serían capaces de jugarles así a los brasileños? Presumiblemente, no muchos. Y de todos modos los soviéticos habían perdido.
Comienza el festival
El siguiente rival era Escocia en una de sus mejores versiones, que contaba incluso con alguna estrella de renombre —como Archibald— y que no era ni mucho menos una escuadra a menospreciar, como demostró su posterior y trabajado empate con la potente URSS. De hecho aquella Escocia era un equipo bastante más relevante a nivel europeo de lo que pueda serlo la Escocia actual, y no se clasificó para la siguiente ronda del Mundial por los pelos (la diferencia de goles, en detrimento del equipo soviético).
Los escoceses, de hecho, también empezaron su partido frente a Brasil adelantándose en el marcador, aprovechando la excesiva calma de los favoritos: consiguieron marcar en el minuto 18, rentabilizando uno de los típicos desconciertos de la zaga brasileña. De nuevo Brasil empezaba perdiendo. Era el segundo partido que los favoritos iban a tener que remontar. Pero dichos favoritos no querían volver a sufrir… así que a los pobres escoceses les tocó pagar los platos rotos. Zico empató con el que fue otro de los goles del Mundial —un libre directo que limpió las telarañas de la escuadra— y a partir de ahí fue todo una mera cuenta atrás para la victoria brasileña. Otros tres goles finiquitaron el destino escocés: un cabezazo increíble de Oscar rematando uno de aquellos corners envenenados típicos de aquella Brasil, una endemoniada vaselina de Eder desde una esquina del área y un chut de tiralíneas de Falcao (que por cierto era la guinda del pastel en un extraordinario partido del centrocampista). Pese al pundonor demostrado por los escoceses —los brasileños hablarían después de ellos con bastante respeto—los cuatro goles en contra bien pudieron haber sido seis o siete: Escocia había pagado con creces el pecado de intentar emular a la URSS y de haberle creado problemas a la todopoderosa Brasil.
En la tercera jornada, Brasil le endosó otros cuatro tantos a la débil Nueva Zelanda sin apenas despeinarse, en un partido que no tuvo mayor trascendencia, pero que nos permitió guardar alguna jugada de videoteca. Especialmente por parte de Zico, quien se dio el lujo de abrir el marcador con un extraordinario remate de tijera. La superioridad carioca era tan aplastante que el encuentro fue básicamente una pachanga para que los brasileños entrenasen de cara a la próxima ronda. Cerraron la primera fase de grupos en primer lugar, con tres victorias en tres partidos y diez goles a favor.
La primera fase, pues, había puesto sobre la mesa las credenciales brasileñas: sí, presentaban un cierto desorden defensivo, pero lo compensaban con una inagotable capacidad para crear ocasiones de gol. Prácticamente cualquiera de sus jugadores podía anotar o generar una asistencia en un momento dado, y las defensas rivales estaban obligadas a tener ojos en la espalda porque no había un único jugador a quien marcar, ¡todos los brasileños eran peligrosos! Zico, naturalmente, era la estrella; pero Falcao, Sócrates, Eder, Cerezo y compañía habían demostrado envergadura futbolística como para convertirse en revulsivos y romper un partido en cualquier momento. ¿Quién iba a poder detener a esta maravilla?
El Grupo de la Muerte
La segunda fase dividió a los clasificados en grupos de tres equipos que se jugaban directamente el pase a semifinales: sólo el primero de cada grupo seguiría adelante. Normalmente esta segunda ronda hubiese debido ser un paseo militar para Brasil, que, sobre el papel, esperaba en su grupo rivales respetables, pero asequibles (para ellos), como Bélgica o Polonia. Pero los resultados irregulares de la primera fase —belgas y polacos vencieron sus respetivas primeras fases contra pronóstico— hicieron que en el grupo se juntasen nada menos que Brasil, Argentina e Italia. El “grupo de la Muerte” se convirtió en el infierno futbolístico de 1982 e hizo que el otro grupo fuerte (el de Alemania, Inglaterra y el equipo local, una inoperante España) casi pareciera un torneo veraniego.
Los argentinos habían comenzado su fase inicial con problemas: tras perder con Bélgica en un tropezón inicial, tenían que resolver la papeleta en su segundo partido frente a unos crecidos húngaros que le habían hecho diez (¡10!) goles a El Salvador. Y los argentinos hicieron el trabajo con el que fue el primer partido estelar del joven Maradona en un Mundial: los argentinos vencieron por 4 a 1, con un terrorífico “Pelusa” que marcó dos goles, casi hizo un tercero y creó varias ocasiones más. Así pues, Argentina se clasificó pero tuvo que ceder el primer puesto del grupo a los belgas, con lo que los argentinos estaban condenados a vérselas con Brasil.
Mucho peor había sido el inicio de Italia, que se había clasificado sin ganar un solo partido en la primera fase: tres ramplones empates eran todo su bagaje (a cero con Polonia, a uno con Perú y Camerún). El equipo italiano había despertado serias dudas sobre su rendimiento y era especialmente discutida la presencia de su antigua estrella, el delantero Paolo Rossi, que había cumplido una larguísima sanción a causa de un asunto de apuestas ilegales. Rossi, que había terminado su exilio legal poco tiempo atrás, no parecía estar en forma para retornar a la alta competición en semejante escenario. Sin embargo, pese a su pobrísima actuación en la primera fase y las agrias críticas de prensa y público, el seleccionador italiano se negó a sacarle del equipo titular y mantuvo su confianza en él para la segunda ronda, decisión contracorriente que terminaría determinando el destino del campeonato.
Así que el “Grupo de la Muerte” iba a empezar con estos ingredientes: un Brasil a pleno rendimiento como absoluto favorito, una Italia adormecida y decepcionante, y una Argentina en la que el joven Maradona estaba dando pinceladas de genio pero también estaba revolviéndose como un gato en mitad de un equipo que empezaba a parecer oxidado y desorganizado, cuyo sistema de juego primaba a los vetersanos e ignoraba sus capacidades. Sobre el papel, Brasil tenía todas las de ganar. Pero de nada sirven los pronósticos: los tres partidos del «Grupo de la Muerte» debían jugarse y el fútbol siempre suele tener sorpresas.
La debacle de Argentina
El primero de los partidos, Italia frente a Argentina, se resolvió de manera inesperada: finalmente, las habilidades defensivas de los italianos empezaron a dar sus frutos, como harían tantas veces a lo largo de los años, e Italia ganó su primer partido del torneo por 2-1 a los vigentes campeones. Tras su portentosa exhibición ante Hungría, el nombre de Diego Armando Maradona era el único que parecía contar sobre el campo y todos los ojos estaban puestos en él. Incluidos los del defensa italiano Claudio Gentile, que le haría uno de los marcajes al hombre más férreos y eficaces de la historia, con sus buenas dosis de brusquedad —no quiero pensar en qué ocurriría si a alguien se le ocurre defender así a Messi hoy en día— y que para asombro de propios y extraños consiguió anular al astro argentino. Maradona se topó con el sabueso más duro de roer de toda su carrera. Gentile, preguntado tras el partido por lo brusco de su marcaje, respondería con una celebérrima máxima: “el fútbol no es para bailarinas”. Eran los años ochenta.
Así pues, tras la derrota inicial, los argentinos acudieron al partido contra Brasil a la desesperada. Necesitaban una victoria contundente y aun así sólo podrían confiar en la suerte para clasificarse. Los brasileños, en cambio, estaban bien tranquilos. Eran sabedores de que en el equipo argentino había un genio, pero que en el suyo propio había varios.
Los argentinos entraron al campo con ímpetu ofensivo, pero su sistema de juego resultó inoperante, no tanto por el esquema en sí, sino por el error de sacar a sus estrellas de sus posiciones naturales. Menotti se empeñó en seguir colocando a Maradona como delantero, en contra de los instintos innatos del jugador —esto es, crear juego desde atrás— y las tareas de construcción quedaron en manos de los veteranos Ardiles y Kempes, un delantero centro goleador que de repente jugaba como medio centro. Los argentinos apretaron durante diez minutos, pero sin crear ocasiones, hasta que Zico empujó al fondo de la red el rebote en el larguero de uno de aquellos temibles lanzamientos de falta de Eder (algunos lo consideran uno de los mejores libres directos jamás ejecutados). Era el primer ataque serio de los brasileños y era el primer gol.
Los argentinos no se descompusieron, pero quedó claro que su sistema ofensivo no funcionaba y los brasileños se limitaron a jugar con calma, sacando provecho de la confusión argentina con mucha inteligencia y saber hacer. El esquema de Menotti estaba resultando —excepto en el aspecto defensivo, donde su «achique de espacios» funcionaba a la perfección— un verdadero desastre. Kempes, muy alejado del área, donde siempre había sido realmente peligroso, deambulaba sin rumbo por el centro del campo y tuvo que ser sustituido. Ardiles, cerebro oficial del equipo, sencillamente desaparecía durante largas fases del partido y Maradona, aislado arriba y casi sin recibir balones, iba de un sitio a otro con expresión de frustración. Al comenzar la segunda mitad, Argentina sólo dio algunas muestras de peligro cuando sus jugadores jóvenes intentaban algo distinto: ya fuese el delantero Ramón Díaz, que había saltado al campo con muchas ganas en sustitución de un mortecino Kempes, o el propio Maradona, que harto de no recibir el balón empezó a moverse por distintas zonas del campo, y fue quien creó el poco peligro de la escuadra argentina cada vez que bajaba al centro del campo para buscar un balón que nunca le llegaba. Llegó incluso a provocar un penalti que no fue pitado. Aun así, el sistema argentino seguía sin tenerle en cuenta como cerebro del equipo y el partido se caracterizó por algo que unos años después hubiese resultado impensable: el ataque albiceleste progresaba sin pasar necesariamente por las botas de Maradona. Menotti prefería confiar en la veteranía de la columna vertebral del equipo que había sido campeón cuatro años antes, frente a la juventud del entonces nuevo jugador del Barcelona, pero los veteranos de Argentina demostraron estar oxidados y faltos de ideas. Maradona lo intentó, pero estaba solo y aún no tenía el prestigio suficiente como para justificar que todo el peso de su escuadra descansara sobre sus hombros, algo que sí estableció como norma Bilardo cuatro años más tarde.
De todos modos, poco tenían que hacer los argentinos ante un rival tan formidable. Los brasileños, contemplando la evidente desorganización del rival, seguían a lo suyo con total calma. Por una vez no se apresuraban en atacar todo el tiempo. Cedían la posesión a Argentina y cuando llegaba su turno probaban lo que tan bien sabían: disparos a puerta desde lejos y alguna que otra combinación imprevisible de pases fulgurantes, sabiendo que tarde o temprano sonaría la campana. Y sonó: en el minuto 66, un contragolpe perfectamente ejecutado por Zico y Falcao facilitó un nuevo gol de Serginho. Un 2-0 prácticamente imposible de remontar que dejaba a los argentinos, vigentes campeones, fuera del Mundial. Junior marcaría el 3-0 pocos minutos después.
La parte final del partido fue una agonía para Argentina, eliminada y desmoralizada, que intentaba al menos marcar el “gol del honor”. Maradona, crecientemente frustrado por la ineficiencia de su equipo, por estar fuera de sitio en el campo y por alguna que otra entrada de los brasileños —aunque el partido fue generalmente muy limpio— se ganó la tarjeta roja a cinco minutos del final. El brasileño Batista había hecho una entrada peligrosa sobre uno de sus compañeros y Maradona decidió tomarse la justicia por su mano con una patada bastante sucia sobre el jugador rival. Se despedía así de su primer Mundial. Poco después los argentinos marcaron finalmente, antes del pitido final: el resultado fue 3-1. No fue un partido grandioso, pero sí la demostración de que los brasileños, en ocasiones, podían jugar inteligentemente con el resultado e incluso defenderlo. En ocasiones.
La tragedia de Sarriá: un clásico para la posteridad
Brasil afrontaba su partido contra Italia con mucho optimismo. Los italianos habían hecho pocos méritos durante el torneo y su mayor y único logro había sido conseguir neutralizar a un Maradona ya de por sí infrautilizado por el sistema de Menotti. Pero el juego italiano no había convencido. Parecía imposible que aquella escuadra “azzurra” tuviese las armas para neutralizar a todos los brasileños —quienes esperaban un fuerte marcaje sobre Zico… lo cual no les preocupaba—; ni que decir tiene para dejar fuera del campeonato a una Brasil que tras golear a Argentina sólo necesitaba un empate para clasificarse. Pero el fútbol es, a veces, un deporte de alineaciones planetarias y casualidades místicas. Puede suceder que un Argentina-Brasil siga toda la lógica el fútbol, que ocurra lo previsto y que las cosas funcionen tal y como era de suponer viendo cómo se organizaban los dos equipos sobre el terreno. Pero también puede suceder que durante un Italia-Brasil los astros (los del cielo, y también los del césped) decidan volverse locos y alterar el destino que estaba escrito. De poco hubiesen servido las ocasionales distracciones defensivas de los brasileños si hubiesen jugado contra la Italia que se enfrentó a Argentina.
Pero aquel día tenía que suceder lo inesperado. Tras todo un campeonato de vagabundeo fantasmal, decidió resucitar de entre los muertos Paolo Rossi, iniciando una asombrosa racha de seis goles en tres partidos que grabaría su apellido en la crónica dorada de los Mundiales. Discutido —con razón— por periodistas y aficionados, habiendo estado prácticamente inerte durante todo el campeonato, pero mantenido por su seleccionador contra viento y marea, el delantero que había pasado años alejado de los terrenos de juego eligió aquel preciso día para entrar en la Historia, interponiéndose en el camino de una de las escuadras más maravillosas que ha visto el fútbol, y en uno de los partidos más dramáticos de los campeonatos mundiales.
Empezó el Brasil-Italia en el campo de Sarriá, con todas las apuestas a favor de Brasil. Les bastaba un simple empate.
Cuando Rossi marcó a los cinco minutos de partido, la verdad es que pareció un mero accidente, como el que ya habían sufrido los brasileños frente a la URSS y también frente a Escocia. Cabrini, uno de los hombres del partido, dibujó un perfecto centro aéreo y Paolo Rossi, que era un verdadero maestro del desmarque, apareció por sorpresa a un lado de la portería y remató de cabeza a placer. Bueno, Rossi había sido conocido por ser un delantero oportunista y siempre pueden ocurrir estas cosas: los brasileños se recuperaron del pequeño “shock”, se recompusieron rápidamente y empezaron a buscar el empate haciendo lo que mejor sabían hacer: atacar. La máquina de genios se puso a carburar y ya en las siguientes jugadas crearon varias oportunidades que eran como las gotas que anuncian el chaparrón. De hecho, tardaron sólo siete minutos en empatar el partido, marcando uno de los goles más famosos de aquel extraordinario equipo. Sócrates le hizo un pase vertical a Zico y comenzaba a correr hacia el área, mientras Zico hacía un quiebro y —con uno de sus típicos movimientos desequilibrantes— destrozaba la defensa italiana, devolviendo otro pase en profundidad a Sócrates, quien en vez de centrar anotó de forma inverosímil, aprovechando un pequeñísimo hueco entre poste y portero. El balón no había dejado de ir siempre hacia arriba y las dos estrellas cariocas se las arreglaron para mantener el movimiento vertical de la pelota ellos solos frente a prácticamente todo el equipo rival. Como decía con total asombro el comentarista: “that was magic!”. Vuelvan a observar la jugada fijándose no en los jugadores, sino sólo en el camino que sigue el balón, como si los futbolistas fuesen invisibles. El balón, nada más salir del campo brasileño, parece atraído por la porteria rival como por un imán. Fútbol ofensivo en estado químicamente puro.
Las cosas parecían haber vuelto a su cauce. Brasil, teniendo el empate que les clasificaba, volvió a controlar el balón con su característica tranquilidad. Demasiada tranquilidad. Aunque es difícil culpar a un equipo que se sentía tan abrumadoramente superior. Pronto cometieron el error garrafal de confiar en su fluidez combinatoria allá donde menos hubiesen debido hacerlo: en su propia defensa, frente a la frontal del área. Una salida desde atrás aparentemente inocua terminó en otro «accidente» cuando un pase horizontal mal medido fue robado por el atentísimo Rossi, que corrió hacia puerta y volvió a marcar a placer. Italia volvía a ponerse por delante y aún se estaba jugando poco más de la mitad del primer tiempo. El partido estaba empezando a tener pinta de terminar convirtiéndose en una locura, y ya sabemos que si hay alguien que sabe sacarle partido a la locura, ese alguien es Italia.
Durante el resto de la primera mitad y parte de la segunda, los brasileños volvieron al ataque para intentar empatar nuevamente, mientras Italia aguantaba el envite (aunque realmente estaba en su salsa: encerrada atrás y esperando la oportunidad de lanzar sus contragolpes). Finalmente los sudamericanos consiguieron la igualada cuando Falcao, haciendo gala de la envidiable sangre fría de aquel equipo, buscaba un hueco en la defensa y marcaba con un disparo de tiralíneas. Brasil, con el empate, volvía a estar clasificada.
Pero quedaban más de veinte minutos de juego y si algo nos ha enseñado el fútbol es que los minutos suelen jugar a favor de Italia. Poco después del empate de Brasil, un lanzamiento de corner propició que se juntasen el hambre y las ganas de comer: un momentáneo desorden defensivo de los brasileños y el oportunismo de un Paolo Rossi que completaba un “hat trick” y volvía a dejar a Zico y los suyos fuera del Mundial. Esta vez, no hubo tiempo para un tercer empate. Los italianos hicieron lo que mejor saben hacer: encerrarse atrás y defender el resultado frente a unos angustiados brasileños que veían vaciarse el reloj de arena a toda velocidad. La fantasía carioca había remontado el partido dos veces, pero pedir que lo hicieran una tercera y contrarreloj era algo excesivo incluso para ellos. Nuevamente se lanzaron al ataque, pero esta vez, con el partido finalizando, tenían además la seria preocupación de que un rápido contragolpe con su propio campo prácticamente vacío propiciase un cuarto gol italiano. Y de hecho estuvo a punto de suceder, cuando Antonioni vio anulado un gol por fuera de juego, tras una de aquellas contras letales de los transalpinos. Para añadir más drama al asunto, el portero italiano Dino Zoff detuvo un envenenado remate de cabeza sobre la mismísima línea de meta (a primera vista el balón parecía haber entrado y por ello los brasileños reclamaron gol, aunque las repeticiones muestran que no traspasó la línea). Los minutos se consumieron inexorablemente y la varita mágica de Brasil no consiguió el último truco, el que les hubiese permitido pasar a semifinales. Sólo hubiesen necesitado un empate y se les había escapado de las manos. Fue Italia la que se clasificó y terminaría siendo campeona, con un Rossi que volvió a marcar dos tantos en la semifinal y otro en la final frente a Alemania.
Adiós a una era
La “tragedia de Sarriá” fue uno de los más épicos partidos de la historia de los campeonatos mundiales de fútbol, pero también el final de una era futbolística que quizá nunca regrese: la era del fútbol romántico, la era del arte por el arte y el ataque a toda costa.
Ellos eran la alegría del fútbol. El Brasil de 1982 iba en contra de casi todos los dictámenes del fútbol moderno que ya estaba imponiéndose en el mundo. No se preocupaban por la defensa, no les interesaba la posesión del balón si no era para crear jugadas verticales, daban más importancia a la improvisación individual que al sistema, valoraban más el talento que el orden, y su única y absoluta preocupación era el gol. Una utopía futbolística que los entrenadores actuales considerarían inaceptable, porque el único modo de que hoy un equipo lograse funcionar cediéndolo todo a la imaginación sería que estuviese compuesto por un plantel de jugadores comparable… y eso es algo que simple y llanamente no ha vuelto a suceder.
Para el forofo resultadista siempre cuenta más una victoria que un partido bellamente jugado, pero hay que reconocer con admiración el empeño de Brasil, como país futbolístico e incluyendo también a su público, por intentar prolongar la validez de la fantasía como componente primordial del arte del balompié. Después de 1974 el fútbol de carnaval había parecido algo del pasado, una reliquia de cuando Pelé aún caminaba sobre las aguas, pero Zico y compañía, como su entrenador y como todo el país, se negaron a ceder ante la llegada del fútbol-orden. Lo intentaron. No funcionó. Y fue la última oportunidad para el fútbol-arte en estado salvaje. Con el tiempo incluso Brasil ha tenido que imponer el orden en sus combinados nacionales, pero el intento de 1982 no solamente fue loable como expresión de una filosofía deportiva, sino absolutamente apabullante como producción futbolística en sí. Podemos tomar como comparación inevitable el fútbol actual del Barcelona, epítome del juego moderno y refinación final del “fútbol total” de Rinus Mitchell. Es un equipo cuyo también admirable sistema siempre termina pareciéndose a sí mismo, mientras que la Brasil de 1982 era una constante caja de sorpresas: no había manera humana de dibujar un esquema que resumiera el juego de aquel equipo, porque absolutamente todo su fútbol se cimentaba en la ocurrencia individual momentánea. Y aun así, su juego de equipo —en ataque, que no en defensa— era sensacional: todos los jugadores sabían situarse para desahogar a quien condujese el balón, pero en su fútbol de toque no había nada de la elaboración orquestada de un equipo moderno, sino un mero fluir hacia delante confiando siempre en que quien recibiese el balón tenía la capacidad de seguir interpretando la samba, llevando el cuero a donde los brasileños pensaban que debía estar: cerca del área contraria. Aquel Brasil era, en términos escolares, el “equipo de los buenos”, el que no necesitaba pensar en cómo jugar y se limitaba a torear a sus contrincantes a golpe de talento.
Una de las facetas más llamativas de aquel equipo era precisamente su actitud de apabullante confianza: incluso cuando empezaban un partido perdiendo, ellos seguían haciendo lo suyo, sabedores de su total superioridad. Confiaban en las musas al igual que un pianista de jazz confía en que sabrá encontrar las notas cuando se sienta a improvisar. No se echaban atrás, no hacían veinte pases seguidos en su campo, o dicho más bíblicamente: no tocaban el balón en vano. El fútbol es ataque, pensaban, y actuaban en consecuencia. Aquello tenía la contrapartida de hacerles más vulnerables en defensa de lo que hbiesen debido. De hecho, el que precisamente Italia les echase de un Mundial ejemplifica la llegada de los años ochenta: la progresiva implantación de las defensas duras, del fútbol de músculo, del resultadismo. El “fútbol samba” era como un dinosaurio en plena extinción, el fútbol romántico que moría a finales del siglo XX como el ajedrez romántico había muerto a finales del XIX.
Aun así, en Brasil tardaron en aceptar que futuros seleccionadores reconvirtiesen sus equipos nacionales en versiones más o menos imitativas del esquema futbolístico europeo. Aunque, como decíamos, terminó sucediendo porque tenía que suceder. Era, supongo, una metamorfosis inevitable: de todos modos, aunque Brasil ha seguido gestando grandes jugadores, no se ha vuelto a producir una conjunción como la de 1982. Hay que ser realista: aquel fútbol no volverá y su glorioso canto de cisne no produjo un título mundial, así que para muchos aficionados —sobre todo jóvenes— aquel equipo es una más de tantas historias del abuelo Cebolleta. No pueden creer, porque nunca lo han visto, que hubiese un equipo con tantos Messis y Cristianos Ronaldos juntos. Aquel Brasil no ganó y por tanto su enorme, apabullante superioridad técnica no está probada para quien no se haya molestado en investigarlos. Pero la poesía del fútbol no está en los resultados, sino escondida entre líneas en las páginas de la historia: quizá, con el paso de los años, algunos hayamos terminado encontrando más fascinante la idea de pensar en aquel Brasil como en los grandes perdedores, que imaginándolos alzando una copa mundial. Como en las viejas películas de Humphrey Bogart, donde quien intenta hacer de la vida un arte nunca gana, pero es el personaje con más encanto del guión.
Por el momento, siempre es interesante proyectar uno de aquellos partidos ante espectadores actuales que los desconocen y observar sus rostros cuando empiezan a contemplar algo que nunca habían visto antes. La reacción inevitable es, cómo no, el asombro: el fútbol tiene una memoria muy corta, pero una historia muy larga. Sería un tanto arrogante pensar que el fútbol más bonito lo estamos viendo ahora, en pleno 2011, porque érase una vez un tiempo en que Zico, Sócrates, Falcao, Eder, Cerezo, Leandro y Junior jugaron juntos…