Contra todo y contra todos. Ese es el lema del noventa y cinco de las aficiones españoles, de nuestro equipo, e incluso de aquellas que pueden presumir de millones de aficionados en todo el mundo. Ese ha sido el lema también de la selección española salvo, quizá, en los plácidos años de Vicente del Bosque. Y esto último, también, con matices: en Sudáfrica se le tiró todo el mundo a la yugular cuando perdió contra Suiza, así que, en rigor, su único torneo tranquilo fue la Eurocopa de 2012.
En España, el fútbol no se entiende solo como una afirmación, sino como una venganza. Algo que pasarle por la cara a otro. La selección llegó a la Eurocopa del año pasado cuestionada desde todos los ámbitos, con una plantilla inesperada y un entrenador cuya independencia no sentó nada bien a ningún sector de poder. Asediada por las críticas y con un juego errático, España llegó a semifinales del torneo y no se metió en la final porque Italia estuvo más acertada en los penaltis. Aquello era un éxito, pero nadie quiso apropiárselo, así que quedó ahí, colgando, a la espera del siguiente ajuste de cuentas.
Algo parecido pasó en la Nations League de ese año, cuando el equipo se quedó a un gol en fuera de juego -nos explicaron que no, que Mbappé estaba habilitado, pero ni lo entendimos entonces ni lo entenderíamos ahora- de ganar el torneo. Otro éxito sin padres porque Luis Enrique no es un tipo revanchista. Luis Enrique no es Clemente con media sonrisa desafiando a todos y recitándoles la última victoria. Luis Enrique, simplemente, es un tipo que pasa de todo lo que no le interesa y que centra los focos en él solo porque nadie acaba de saber muy bien de qué va. Y eso es raro, claro. Incluso sospechoso.
Por eso mismo, por esa continua sospecha que de por sí despierta el cargo de seleccionador y mucho más en el caso de un seleccionador que no compadrea con nadie, España llegó al Mundial de Qatar tan cuestionada como había llegado a las dos competiciones anteriores. Con necesidad, de nuevo, de reivindicarse, vaya. Y lo hizo en el primer partido con siete goles ante un equipo que, dos jornadas después, le llegaría a dejar fuera del torneo durante tres agónicos minutos. Un buen equipo, vaya. O, al menos, competitivo.
La exhibición contra Costa Rica despertó tantos elogios, unió tanto al aficionado en torno a un equipo ilusionante, dinámico, atrevido, postadolescente… que, por primera vez desde que yo sigo este tipo de torneos -y van unos cuantos-, los ataques de la prensa acabaron en disculpas. El público, en general, no quería oír hablar mal de Luis Enrique, no quería sumarse a ningún linchamiento, no sentía que aquel tipo les fuera tan ajeno como sí lo sentían los medios. La comunión entre afición, seleccionador y jugadores era total. No había, pues, enemigos, o su papel era muy residual, casi esperpéntico. Ahí se jodió el invento por completo.
La lucha adolescente contra el tedio
Determinadas reacciones a las convocatorias de los seleccionadores despiertan cierta ternura, sobre todo conforme van pasando los años y uno ve repetidos siempre los mismos argumentos: no, a la selección no van los mejores. Nunca han ido los mejores. A la selección van los que saben jugar de la manera a la que quiere jugar su entrenador, que, además, es el que los elige. Todos los debates sobre Nacho Fernández, Iago Aspas, Brais Méndez y ese largo etcétera nunca dejaron de tener un punto artificial: no tiene sentido pedir jugadores cumplidores, aseados, de aprobado alto, incluso notable, cuando la propuesta va por otro lado: la temeridad, con todas sus consecuencias.
Y así, incluso ante Alemania, Luis Enrique llenó el campo de chavales: Gavi, dieciocho años; Pedri, diecinueve; Ferran, veintidós; Dani Olmo, veinticuatro; Unai Simón, veinticinco. Desde el banquillo, Nico Williams, veinte, y Alejandro Baldé, diecinueve. Con todo el respeto, uno espera de estos chavales que no sean Nacho Fernández, que no sean Mikel Merino. Espera un cierto grado de locura y de imprevisión. Un atreverse constante, un continuo de tempestad y calma. Así fue hasta el 1-0 y luego fue otra cosa. Todo era tan perfecto, que España se aburrió de sí misma. ¿Qué es la adolescencia sino una lucha contra el tedio? El resultado acallaba cualquier crítica, daba la clasificación y consolidaba a un grupo cuyo futuro debería ser mejor que el presente. Menudo coñazo.
Si jugar al fútbol en España es jugar «contra todo y contra todos», ¿qué quedaba ya por demostrar? España se aburrió tanto que Alemania empató y no ganó de milagro. España salió contra Japón con un aire tan funcionarial, tan melancólico, tan nostálgico de sus partidos enloquecidos, de sus 5-3 contra Croacia, de sus goles en el último minuto contra Portugal, que, en cinco minutos, vio como un 0-1 relativamente cómodo se convertía en un 2-1 amenazante. Tanto que, como decía antes, durante tres minutos aproximadamente le dejó fuera del Mundial.
La segunda parte de España contra Japón fue la segunda parte de un equipo con miedo. Un equipo que se mira las manos y se pone un auricular en la oreja para calcular qué resultado le conviene. Un equipo conservador, aburrido, que no arriesga por si acaso, que ha perdido la tensión competitiva y el desparpajo y no sabe cómo encontrarlo. «Colapso», lo llamó Luis Enrique en rueda de prensa. No hubo cambio alguno sobre el terreno de juego. La misma apatía, la misma corrección, los mismos pases mil veces practicados en el entrenamiento y que, a menudo, acababan en contras japonesas.
«El fútbol no tiene memoria»
España se hundió en la mediocridad cuando lo único que no puede permitirse es ser mediocre. España ha venido a Qatar a mandar. Ha venido a atreverse. Ha venido a asombrar al mundo, aunque por el camino pierda en octavos de final. No ha venido a pasarse la pelota mil veces sin profundizar porque eso ya lo hizo hace cuatro años contra Rusia y, desde entonces, la historia de la selección ha sido la historia de una huida desesperada, casi furtiva, de ese partido. Luis Enrique consiguió unir a la España futbolística por la mezcla de estilo y resultados. Renunciar a los dos le va a costar caro en los próximos días. Vendrán marejadas.
Y, tal vez, siguiendo el argumento, eso sea lo mejor para el equipo. Tal vez, este equipo necesite un enemigo real, de entidad, una amenaza que agite el avispero e incomode a las avispas. De este equipo se dijo el día después de ganarle a Costa Rica que, si no ganaba el Mundial, «habría que considerarlo un fracaso». Estos días, sospecho que se pedirá que se vuelvan nadando o cosas por el estilo y se analizará cuántos puntos nos ha costado cada minuto que Luis Enrique ha pasado en Twitch. Lloverán los huérfanos.
Pero España saldrá ante Marruecos en octavos y competirá. Más que nada porque, como decía Luis Aragonés, «el fútbol no tiene memoria» y porque Marruecos es un muy buen equipo, pero incluso los muy buenos equipos a determinadas alturas sienten vértigo. España necesita que alguien le dé un azote en el culo, que le llame la novia, no sé, que vuelva a sentirse joven e insaciable. «Tenían veinte años y estaban locos», escribí en medio de la orgía del primer partido, más que nada porque entendí que la idea era esa. Y que esa idea era irrenunciable: la locura, el hambre, la agitación. Sin eso, todo lo demás son ejercicios vacíos. Fútbol de salón.
Quedan cuatro partidos. Alguien los ganará y será campeón del mundo. Lo normal es que no sea España por una cuestión de lógica: su mejor jugador debería estar en el Europeo Sub-19 de turno y no aquí. Ganar es complicado. Ganar con postadolescentes lo es mucho más, solo que uno se lo perdona al entrenador porque la juventud, en sí, es atractiva, como lo puede ser el exceso de veteranía. Otra cosa es ver a jóvenes jugando como abuelos. Eso, no. Eso, nunca. El reto de España a partir de ahora no será ganar -o no solo-, será recuperar la comunión con el público. Una comunión que se basa en la diversión. Ver a España es divertido. O debe serlo. Esa es la condición de posibilidad, ahora falta creérselo de nuevo.
Si, como dice el autor del artículo, Luis Enrique llena el campo de chavales, es porque lo llena con lo que él se ha llevado a Catar. Pero el problema no es que sean chavales. El problema es que son un portero que se pasa el partido jugando a la ruleta rusa, unos centrales tan patéticos que al final en esa posición juega un centrocampista, un centro del campo de nivel Europa League, un único delantero centro que es suplente habitual en todos sus equipos, un jugador que apenas ha jugado esta temporada porque pasa más tiempo lesionado que listo para competir, el novio de su hija, dos o tres jubilados que sus equipos quieren echar pero a Luis Enrique le valen, un jugador más conocido por sus desapariciones en el campo que por su rendimiento, otro que si no recuerdo mal lleva la alucinante cifra de 19 partidos jugados en liga en toda su carrera, …
¿Y lo de que España juega con postadolescentes, que dice el autor de este artículo? Hombre, es cierto que la sociedad actual está muy infantilizada, pero vamos, que la edad media de esta selección está por los 26 años, con lo que la adolescencia ya les queda un poco lejos. ¿Son postadolescentes Busquets (34 años), Alba y Azpilicueta (33 años), Morata, Sarabia, Koke y Carvajal (30 años), Llorente y Raya (27 años), Asensio y Rodri (26 años) o Robert Sánchez, Unai Simón, Pau Torres y Carlos Soler (25 años)?
Si con los mimbres que se ha llevado consigue Luis Enrique hacer un buen cesto y ganar el Mundial, tendrá todo el mérito y podrá ser considerado un genio como entrenador de lo de dar patadas a un balón. Pero si pierde, entonces la culpa también será solo suya, que se lo ha buscado con ganas, porque mira que no hay jugadores con más experiencia internacional (y, aunque esto es subjetivo, también mejores) que los que se elegido.
Yo no lo hubiera dicho mejor.
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