Hace un cuarto de siglo, el 13 de septiembre de 2007, un reponedor de supermercado de 33 años era acusado en Moscú de 49 cargos de asesinato. El New York Times abría con la noticia y destacaba su plan y motivación: matar a una persona por cada casilla de un tablero de ajedrez. Alexander Pichushkin era el asesino en serie más prolífico de la Rusia postsoviética. Aquel día de otoño estaba encarcelado en el tribunal, los familiares exigían la pena capital.
Durante el proceso, quedó demostrado que el acusado quería llegar a asesinar a 64 personas, se quedó en 49 y 11 de ellas aparecieron durante el juicio, la policía no tenía conocimiento de ellas. Pichushkin elegía a sus víctimas entre alcohólicos, ancianos y drogadictos. Su modus operandi era simple: emborracharlos y matarlos a golpes. Jugó con ventaja porque nadie denunciaba las desapariciones o tardaba demasiado tiempo en hacerlo.
Antes de ser conocido como El Asesino del Tablero de Ajedrez, en la prensa era conocido como el Loco de Bitsevsky, el parque donde cometía sus crímenes. Acababa con ellos a martillazos y los arrojaba a una alcantarilla. Fue condenado a cadena perpetua.
De niño, fue abandonado por su padre cuando tenía 10 meses. Años después, se cayó de un columpio y sufrió, según su madre, una grave lesión en la cabeza que le afectó a la corteza frontal. Su habla y escritura se vieron perjudicadas. También se volvió introvertido, agresivo y compulsivo.
Su madre lo envió a un internado para niños con necesidades especiales, pero fue víctima del bullying. Le tuvo que salvar su abuelo, que vio que a pesar de su inteligencia, en clase los profesores no trataban de motivarlo. El hombre le adoptó, lo sacó del centro y se mudó con él. Fue en su casa donde empezó a desarrollar una atracción y un talento precoz para el ajedrez. Según cuentan las crónicas, durante ese periodo el joven trastornado consiguió olvidar su tristeza y agresividad, sus impulsos psicópatas, inmerso en el juego del ajedrez.
Por eso acabó en el parque Bitsevsky, donde es frecuente, como en cualquier país eslavo, que se organicen espontáneamente partidas de ajedrez al aire libre. Durante ese periodo, como se le daba bien el juego, lograba ganar a muchos jugadores, que solía ser gente mucho mayor que él. Eso subió su autoestima. Pero todo cambió cuando murió su abuelo, se quedó sin alguien que le controlara. Comenzó a beber y se considera que pudo hacerlo para contener sus instintos criminales. Según confesó, ya había matado por primera vez en 1992 a un compañero de clase.
Estuvo cinco años sin actuar, pero sin la figura del abuelo, cuando iba a jugar al ajedrez al parque, aprovechaba para abusar de niños. Les colgaba boca abajo de un árbol y los grababa con una cámara. Parece que veía esos vídeos una y otra vez hasta que, en 1999, volvió a asesinar.
Elegía a sus víctimas entre gente desamparada, pero la investigación encontró que veinte de los asesinados habían jugado al ajedrez con él. Tras su detención, en los interrogatorios explicó que tenía un tablero de ajedrez, sobre el cual iba colocando una ficha y un número. Entre sus delirios narcisistas, estaba el de haber ideado un método de asesinato propio. Golpeaba a sus víctimas con un martillo en el cráneo y luego les clavaba una botella de vodka. Esa fue la muerte que encontraron los ancianos que habían jugado al ajedrez con él y fueron asesinados en el parque.
Como suele ocurrir en estos casos, mientras estaba en prisión recibió cartas de fans. Cuando tenía 42 años, empezó a escribirse con una tal Natalya, de Nyagan, la ciudad en la que nació Maria Sharapova. La prensa rusa sacó el tema rápidamente, puesto que ella quería casarse con él. En los reportajes llamó la atención un detalle, la mujer se había tatuado el rostro del asesino sobre un tablero de ajedrez.
Es curioso en esta historia cómo el ajedrez juega un papel sanador, cuando Pichushkin consigue con el juego centrarse en algo estimulante y no dejarse llevar por su lado oscuro, para luego convertirse en un fetiche. Si recurrimos a los anales de Chess Notes encontramos el caso de Percival Leonard Taylor, de Brighton, que fue condenado por el asesinato de un farmacéutico. Durante los 12 años que estuvo esperando la pena de muerte, solo pudo resistir la ansiedad jugando al ajedrez.
Según publicó CHESS en 1940, dijo: «Creo que fue el ajedrez lo que salvó mi razón. Me enseñó a jugar un hombre y leí todos los libros que había en la biblioteca. Me sentaba durante horas aprendiendo jugadas. Fui capitán de equipos de ajedrez y de damas».
Hay más casos similares citados. John Reginald Halliday Christie, asesino de seis mujeres, que mientras esperaba la pena capital, jugó durante años al ajedrez con los guardias de la prisión. De hecho, llegaron a apodarle «El campeón de ajedrez». No es raro que los asesinos, mientras esperaban su cita con el patíbulo, jugasen al ajedrez con los que les custodiaban. Ocurrió lo mismo con Neville George Clevely Health, asesino de dos mujeres. Estaba vigilado día y noche y el tedio y la tensión entre ambos solo podían resolverla con los trebejos.
Otro asesino en serie británico, Ian Brady, autor de cinco asesinatos, jugó sin parar en la cárcel de Parkhurst en la Isla de Wight con Graham Young, que había envenenado a tres personas. Es curioso lo que trascendió de estas partidas. Young elegía las fichas negras porque le recordaban a las SS nazis. Todo esto demuestra la tremenda amplitud del ajedrez, capaz de salvar en vida, así como servir de catalizador de las bajas pasiones más infames.
Muy bien todo pero un cuarto de siglo no va desde 2007 a 2023. Le faltan algunos años para ello, exactamente 9.
Pingback: Un muerto por cada casilla del tablero: Pichushkin, el asesino del ajedrez