¿Muslo o pechuga? ¿Cara o Cruz? ¿Carne o pescado? ¿Beatles o Stones? La vida está llena de esas encrucijadas que, sin ser necesariamente trascendentales (la cosa no es de vida o muerte, digamos), a veces las tomamos a pecho hasta extremos irracionales.
Una de esas disyuntivas se le presenta a un seguidor del béisbol que viva en Europa, donde el fútbol está, como Dios, en todas partes —y si no Dios, al menos Manuel Vázquez Montalbán o Juan Villoro lo han certificado como una religión—. El que quiere ver béisbol (béisbol del bueno, quiero decir) está obligado en cambio a madrugar, negociar horas de sueño con su pasión, alterar sus hábitos.
¿Fútbol o béisbol?
Omnívoro como soy —aprecio el muslo y la pechuga, los Beatles y los Stones, la carne y el pescado, la cerveza y el ron—, disfruto tanto del fútbol como del béisbol, aunque no «por igual». Ambos representan cosas muy distintas en mi imaginario y, ya siendo objetivos, conviene admitir que no sólo se trata de dos deportes diferentes, sino también antagónicos.
No resulta imposible, pues, gozar de ambos; lo que resulta dificilísimo es unirlos: desde los horarios, las geografías y los compañeros hasta los rituales de sus respectivos disfrutes, te deparan una situación que roza la esquizofrenia. Sobre todo, cuando llega, y esto siempre pasa, la hora de explicar por estos predios en qué consiste ese deporte estadístico —al que también le llamamos «juego» o «pasatiempo»—, sin límite de horario, donde un jugador puede estar sin moverse buena parte del partido y en el que está prohibido el empate.
Recurrir al cine, en principio, no es mala idea, dado que si el fútbol se comporta como un Thriller, el béisbol es mucho más parecido a un Western —con esa tensión continua entre el lanzador y el bateador entrada tras entrada—. En el béisbol algo hay de ajedrez y en el fútbol hay mucho de guerra (estilo legión romana). Por otra parte, si las leyes del fútbol son sencillas —hay quien afirma que por eso es el deporte más comprendido en el mundo—, las del béisbol obedecen a códigos y posibilidades que remiten a la jurisprudencia.
El béisbol enciende pasiones, pero es excesivamente tertuliano. Y no puede ser de otra manera, tratándose de un juego lleno de tiempos muertos, tan propicios al perrito caliente, la cerveza y al intercambio dialéctico con los otros, en particular los adversarios. No es infrecuente sentarse en el estadio entre gente que va por el equipo contrario sin que sea necesario, como sí ocurre en el fútbol, que la policía se vea obligada a parcelar las aficiones para evitar la violencia.
El fútbol no es exclusivamente un deporte estadístico. El béisbol siempre lo es. Para abordar sus imponderables, el entrenador serbio Vujadin Boskov —aunque también Johan Cruyff, El Profeta de Gol, y unos cuantos tras él— solía acudir a la tautología: «Fútbol es fútbol». El béisbol suele explicarse por la paradoja, de ahí ese refrán que parece sacado de Lao Tse: «la pelota es redonda y viene en caja cuadrada».
Béisbol y fútbol están más vinculados a la cultura de lo que creemos aunque, por supuesto, no de la misma manera.
En su imprescindible historia del béisbol cubano, A Pride of Havana, el catedrático de literatura en Yale, Roberto González Echevarría, nos descubre que la literatura y la pelota (como se le conoce en Cuba) estuvieron mezclados hasta el punto de que en las primeras décadas del siglo XX llegaron a compartir los mismos clubes.
El fútbol, por lo general, no ha conocido esta simbiosis, aunque tampoco le ha faltado conexión literaria. Dejando a un lado los casos de Eric Cantona —estrella del Manchester United y asimismo agitador, compositor o actor— o de Gaizka Mendieta —Valencia, Lazio, Barcelona, Middlesbrough—, un reconocido melómano, está el caso, excepcional, del futbolista lector: Valdano, Pardeza, Guardiola. Y están los ejemplos, más abundantes, de escritores entregados a su causa —desde Peter Handke hasta Enrique Vila-Matas, pasando por Roberto Fontanarrosa o David Trueba—. Practicantes todos ellos de «la lealtad mayor», como le llamó Javier Marías, en su tributo a Vázquez Montalbán, al compromiso futbolero —uno puede cambiar de pareja, de partido político, de sexo, de país, incluso hay quien se cambia de biografía, pero es muy extraño cambiar de equipo.
El béisbol ha tenido también sus rapsodas. Y el mismo Joe Di Maggio, famoso por un talento fuera de lo normal como jugador, por pertenecer a los Yankees y por su matrimonio con Marilyn Monroe, llegó a admitir que sin los elogios de Hemingway su gloria habría sido menor. Esto por no mencionar a Borges, quien llegó a considerar el béisbol como un «libro raro que se escribe a la vista de los espectadores».
El cuanto al cine, no cabe duda de que el béisbol supera al fútbol, aunque es justo reconocer que aquí juega con ventaja: béisbol y Hollywood son productos estadounidenses por excelencia. Aún así, el fútbol tiene su filmografía, que va desde Evasión o Victoria —con Michael Caine, Sylvester Stallone y el propio Pelé en el elenco— hasta Quiero ser como Beckham, pasando por el documental de Kusturica sobre Maradona. En el caso español, se ha impuesto la comedia, como en los casos de Matías, juez de línea o El penalti más largo del mundo.
Claro que estas películas no alcanzan el glamour de The Natural (con Robert Redford) o alguna de Kevin Costner —un figura que lleva algún tiempo en declive, pero al que no se le puede negar el mérito de ser, sino el mejor, uno de los mejores actores que se ha marcado un «wind up» como Dios manda en la gran pantalla—. Y ya metidos ahí, vale la pena recordar que si Marilyn estuvo casada con Di Maggio, a Madonna llegó a adjudicársele algún romance con Álex Rodríguez o José Canseco —aparte de haber protagonizado Ellas dan el golpe, una comedia ligera sobre una liga femenina de béisbol durante la segunda guerra mundial.
Hay otras diferencias, digámoslo así, irreconciliables. En fútbol, es imposible cuantificar un juego perfecto —aunque en distintas épocas se haya hablado de perfección en el Brasil de Pelé, el Ajax de Cruyff, el Madrid de Di Stéfano o este Barça de Messi—. En el béisbol, en cambio, un juego sí puede considerarse perfecto, siempre, eso sí, a mayor gloria del pitcher. «Basta» con que a este no le conecten ni un solo hit, ni le hagan carreras, ni su equipo cometa errores a la defensa.
En ambos casos, como en la mayoría de las aficiones deportivas, se trata de darle continuidad a la niñez, si bien el fútbol tiene más agudizado el infantilismo. El béisbol tiene otra solemnidad; aunque sólo sea por los uniformes, más «adultos», de los jugadores y por esa especie de smoking que usan los árbitros.
Unificar las dos pasiones, esa doble cuota de irracionalismo, puede ser, según se mire, una bendición o una esclavitud. Da igual. Cuando suena el silbato o el Umpire grita «¡Play!» se produce el Big-Bang y comienza el mundo; quiero decir, el juego.
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