Justo antes de tirar Gonzalo Montiel el último penalti para dar la séptima Europa League al Sevilla, el chaval que tenía sentado delante de mis narices en el Puskás Arenas se quitó el polo. Iba celebrar un nuevo título de su equipo, pero tapó Rui Patricio. El chico había visto todos los lanzamientos con su polito blanco puesto, sin el torso al descubierto, y todos fueron para adentro. Se lo quita y fallamos, ya hay que ser gafe. Póntelo ahora mismo, le dijimos: «No te cargues el trabajo de ciento veinte minutos por querer celebrar antes que nadie».
El resto de la historia os la sabéis: Anthony Taylor mandó a repetir el tiro y Montiel, otra vez, metería el penalti del título; el gol que apenas doce horas después tuve que tatuarme en la misma Budapest, fruto de una apuesta. Sí, me he tenido que tatuar el gol de Gonzalo Montiel. En el instante en que nos proclamamos campeones, no pensé en que a la mañana siguiente pasaría por las agujas. Recuerdo abrazarme a la mujer que había pasado toda la final a mi derecha, junto a su padre, mientras decenas de cuerpos se iban al suelo, entrelazados, berreando por un equipo de fútbol. Supe que su nombre era Paula, y no nos dijimos adiós al acabar la celebración. De hecho, apenas pudimos hablar durante el partido. Solo sabía de ella que su sevilllismo le hizo llorar durante toda la prórroga y que acabó la tanda de penaltis esmorecida. También su padre.
Miento si digo que encadené más de dos frases durante las tres horas de partido. A mi izquierda tenía a Nacho, amigo y gran lector del fútbol, con quien solo compartí onomatopeyas y sonidos guturales. Lo único que decíamos con claridad era «vaya partidazo de Suso». Esa frase la repetimos diez o doce veces. El resto, nada. Mis amigos y yo solo cantábamos y nos abrazábamos sin motivo aparente. Por estar allí, incluso cuando el equipo iba perdiendo.
Cada uno de nosotros encontró su ritual dentro del partido. Un hechizo íntimo. El mío fue colocar el pie derecho sobre mi asiento y el izquierdo en el de delante, porque así estaba cuando Gianluca Mancini se marcó en propia puerta. Antes, en el descanso, con 0-1 abajo, fui al baño a echarme agua en la cara y beber un poco. Sin cruzar palabra con nadie. Y empatamos. Así que hice lo mismo después del minuto noventa, del ciento cinco, ciento veinte y en el descansito previo a la tanda de penaltis. También me cambié de posición la bufanda sobre el cuello cuando metió Dybala, y así se quedó hasta que nos proclamamos campeones. Y nunca paré de cantar. Mis amigos tuvieron otras manías, muy locas también. Como las de cualquier sevillista. Todas merecieron la pena al ver a Jesús Navas e Ivan Rakitic alzar al cielo de Budapest el séptimo paragüero.
La Europa League de la épica
Esta Europa League del Sevilla será una de las más recordadas. El equipo ha estado a punto de quedarse fuera en todas las rondas, no ha pasado ni una sin verse en un aprieto. En dieciseisavos, el PSV se puso a un gol de igualar a última hora; en Estambul, Fenerbahçe jugó más de media parte a un solo tanto de empatar la eliminatoria; el Manchester United nos estaba dando un meneo histórico en Old Trafford hasta que se marcaron los dos goles en propia; la Juve metió primero en el Sánchez-Pizjuán y, durante unos minutos, estábamos eliminados; y la Roma empezó ganando la final. El Sevilla siempre ha estado bailando al filo de la navaja. Y ahí está, heptacampeón de la Europa League.
Además, ha sido un año especialmente duro. Hemos tenido que acompañar al equipo a estadios desagradables, ver partidos muy dolorosos e incluso pensar que, de verdad, nos íbamos a Segunda División. La primera vez que lo medité fue después de perder en Girona. Me hice a la idea de que, la temporada que viene, cambiaría los Bernabéu, Camp Nou, Wanda, Madrigal o Villamarín por los Romareda, Plantío, Alcoraz o Sardinero. Prometí que ahí estaría, con mi Sevilla, pero deseaba que no fuera así. Ningún cuerdo quiere caer en ese pozo, que nos arruinaría deportiva y económicamente.
Es un acto de justicia que seamos campeones. Primero, por Mendilibar. Porque una vida de barro, de esfuerzo y de humildad, merece la pena. Es el primer culpable de que seamos campeones, pocos se lo merecen más que él. Su nombre ya forma parte de la extensa leyenda europea del Sevilla. Él nos llevó hasta Hungría y esta plata es el reconocimiento a una carrera de otros muchos éxitos.
Cada loco con su tema
En la previa del partido, había un aura mágica que envolvía las almas sevillistas. Nos habían dulcificado, teníamos esperanzas en un equipo que llevaba tres cuartos de temporada arrastrando las calzonas domingo sí y domingo también. La frase más cuchicheada en la fan zone era «si el Sevilla hace lo que tiene que hacer esta noche, ¿qué?» y mirábamos para arriba con un resoplido. Ay, si lo hace.
Los locales nos grababan atónitos. ¿Quiénes eran esos hombres y mujeres que habían coloreado de blanco su ciudad? ¿Por qué no paraban de cantar cosas sobre una gitana loca que les echó las cartas, diciendo que su Sevilla iba a ser campeón? ¿Quién era esa gitana, la esposa del tío mío que me dijo qué equipo es el mejor? ¿De qué escuela viene la filosofía yonkigitana con la que ese equipo había llegado hasta la final? Por las calles, en los bares, en el metro… los húngaros querían inmortalizar la energía que transmitía el sevillismo. Budapest iba a ser blanca, inmaculada y campeona al acabar la noche.
Durante la previa del encuentro, quise conocer los amuletos que la gente había llevado consigo a la final. Di con estampitas de vírgenes y cristos, camisetas históricas que le habían acompañado en otras finales, colgantes rarísimos, objetos preciados por la familia, entre otras cosas. Cada cual, más impresionante y valiosa que la anterior. Yo no llevaba nada embrujado, pensé asustado, más que la bufanda de los resultados favorables –cada vez que la llevo a un estadio, el equipo saca un resultado positivo, que no siempre la victoria–. Por camiseta me puse un trapo blanco de festival kalimotxero en que ponía: Peña Sevillista El Viso del Alcor. Con mi pueblo a la final.
El sevillismo llegó al estadio como un líquido blanco que se derrama por entre las calles, la masa sevillista se hacía sonar a cientos de metros con un comportamiento modélico. La espectacularidad del Puskás Arena nos esperaba. En sus aledaños perdí mi DNI, por cierto. Entre el primer y segundo punto de control, mi carné decidió no acompañarme en la final. Ahí se queda para siempre. Me gusta pensar que está en alguna comisaría de Budapest y que, por la mañana, un agente húngaro lo ve y piensa que tiene a un heptacampeón de la Europa League sobre el escritorio. Ya le digo que no volveré a recuperarlo. Si ese carné no quiso estar en mi bolsillo durante la final, no tengo interés por volver a verlo.
Del encuentro puedo decir poco. En estos partidos, la mente no me da para analizar nada. Lo que voy a recordar del encuentro será a mi amigo y a mí destacando acciones puntuales, como el partido de Suso o de Rakitic, el palo del croata al filo del descanso y los innumerables cortes de balón de Fernando. Por lo demás, casi nada. Fue el partido que he visto con mayor tensión de mi vida. En un momento dado de la prórroga, miré al cielo negro de Budapest y deseé que se acabara aquello. Me daba igual quien ganara, aunque prefería a los míos, pero que no me costara la salud.
Y otra vez con la copa
¿En qué se piensa cuando tu equipo se proclama campeón? En la gente que no está, sin duda. Yo pensé en mi padre, el responsable directo de que mis amigos y yo estuviéramos allí. Él me transmitió el sevillismo y también él hizo las gestiones para que mis amigos y yo empezáramos a sacarnos el abono del Sevilla con trece años. Este es el primer título de nuestro equipo con él en el tercer anillo del Pizjuán. A los minutos de ganar, me enteré de que el chaval que tuvo que ponerse el polo para que fuésemos campeones también había perdido a su hermano, de veintitrés años, por un maldito cáncer hace solo uno. En cada punto del graderío había una historia de recuerdos, familiares que no están, gente que se ha quedado en tierra porque ya no están para tantos trotes, ilusiones o de la simple afición desbocada. Cuando se llora por una victoria, es que hay cosas detrás del simple partido. El fútbol no es importante, en realidad. Es un entretenimiento pagano, una pista por la que hacemos despegar esos sentimientos que llevamos en capilla.
Saliendo del estadio, completamente ronco y con la catarsis de ser campeones recién estrenada, mi amigo Carlos se volvió y me dijo: «Illo, ¡el tatuaje!» Había olvidado por completo que, en la previa del encuentro, le dije: «Si el Sevilla hace lo que tiene que hacer, me hago un tatuaje del gol que nos dé la victoria». Y a mí me podrán reprochar muchas cosas, pero nunca que falto a la palabra.
A la mañana siguiente, busqué el local de tatuajes a nuestro apartamento y me planté para explicar lo que quería. En veinte minutos, entre un Curro, el de la Expo ’92, y una caricatura de la cara de mi difunto padre, apareció un área de fútbol, con portería, media luna y una línea de puntos que representa el último disparo de Gonzalo Montiel. El Sevilla era campeón.
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