«No debe de haber demasiadas cosas que ver en Zambia. Bueno sí, Kalusha Bwalya». No se equivocaba Leo Beenhacker, uno de los mejores entrenadores holandeses de todos los tiempos, en la primera parte de su frase. Conocida como Rodesia del Norte por obra y gracia de los colonos ingleses —Doctor Livingstone, supongo—, forjada a sangre y fuego, con el virus del Sida afectando al 16% de la población y con una esperanza de vida tercermundista, Zambia resulta uno esos puntos geográficos del mundo donde, como en algunas favelas de Brasil, «si los pobres nacieran sin culo, la mierda sería oro». Consumida por su caos político y por la extrema pobreza, que contrastan con los safaris turísticos y sus interminables sabanas, los niños juegan al fútbol en los terrenos baldíos bañados en las aguas del río Zambeze, el caudal que da nombre al país. Ahí, en esas tierras, nació Kalusha Bwalya, el único nombre propio por el que Beenhacker consideraba que merecía la pena recordar aquel paisito enterrado, sin mar, en las entrañas del corazón africano.
Hijo del hambre, Kalusha Bwalya era uno de los secretos mejor guardados del fútbol de Zambia. Criado en un suburbio pobre del barrio de Mufulira Male, como tantos otros niños del África Negra, Kalusha perseguía una pelota de trapo. Soñaba con ser un goleador, con ayudar a su familia y con jugar, quizá algún día, en Europa. Era rápido como un leopardo y un demonio en el área. Un atleta soberbio, un prodigio que mezclaba lo mejor de los genes africanos con la magia de los latinos. Así lo entendió el fútbol belga cuando el Círculo de Brujas, a través de un video, decidió ficharle por 25000 dólares. En Flandes hizo gala de su instinto y su apetito goleador, lo que le catapultó hasta convertirse en Jugador del Año en África, siendo tercero en el Balón de Oro y además, nominado como uno de los más destacados del año por la prestigiosa publicación France Football. Después, junto a Romario o Kieft, integraría la delantera explosiva del PSV Eindhoven, un gran club de Holanda. Fue entonces cuando recibió una llamada telefónica de un viejo zorro de los banquillos, Leo Beenhacker, ex del Real Madrid, que estaba probando fortuna en la Liga de Mexico y que, gracias a Bwalya, había ubicado a Zambia en el mapa geográfico. En tierra de mariachis, el leopardo de Zambia explotaría como goleador de primer orden, llegando a ser la estrella del América de Mexico.
Antes, con Kalusha Bwalya como atracción y gran referente, Zambia había alcanzado la gloria en los Juegos Olímpicos de Seúl, en 1988, goleando sin paliativos a la gran favorita, Italia, por 4 a 0. Bwalya y sus compañeros, después de hacer añicos los pronósticos con la exhibición de Kalusha ante el excéntrico Walter Zenga, acabaron cayendo ante Alemania, pero los expertos vaticinaban que estaban destinados a ser la alternativa de poder en la Copa del Mundo de 1994. El destino no lo quiso así. El 27 de abril de 1993, la selección de Zambia, debía coger un avión en Libreville, Gabón, con destino Senegal, para sellar el que sería su pasaporte al Mundial de Estados Unidos. El seleccionador Chola incluyó en la convocatoria a todas sus estrellas, a excepción de su mejor jugador, Kalusha Bwalya, aún convaleciente de una lesión. La estrella de Zambia insistió en viajar con el resto del equipo, incluso llegando a las manos con su entrenador, pero se quedó en tierra. Se fue a casa, maldijo su inoportuna lesión y pensó que acababa de dejar escapar la gran oportunidad de su carrera deportiva.
En la medianoche del 28 de abril, el avión de las fuerzas aéreas que transportaba a la selección de Zambia, que había realizado una parada para repostar combustible en Libreville, comenzó a hacer ruidos extraños. Minutos después, la tripulación cayó en la cuenta de que se había incendiado uno de sus motores y, de forma repentina, el aparato se precipitó al vacío. El avión, modelo de Havilland DHc-5 Buffalo, se estrellaba contra las revueltas aguas del océano. A bordo viajaba una expedición compuesta por 30 personas, 24 futbolistas y seis miembros del cuerpo técnico. Todos encontraron la muerte en aquel trágico e inexplicable accidente.
Diez horas después, la esperanza de Zambia, el delantero Kalusha Bwalya, encendía la radio para escuchar la última hora de sus compañeros. El relato del locutor consiguió que un escalofrío recorriera su espalda. «El avión donde viajaba la selección nacional se ha estrellado. No se han registrado supervivientes». Bwalya entró en estado de shock. Sus compañeros y amigos, Chomba, Chabaia, Makinka o Chikabala, artífices de la heroica victoria frente a Italia en los Juegos Olímpicos, habían perecido. Y a él, que habría dado la vida por embarcar en aquel maldito vuelo, su lesión le había salvado la vida. Zambia se tiñó de luto y las autoridades organizaron un funeral en memoria de los caídos con honores de Jefe de Estado. Kalusha Bwalya, abatido, destrozado por la irreparable pérdida de compañeros y amigos, decidió visitar las tumbas de sus malogrados compañeros de vestuario. Rezó por todos ellos, elevó una plegaria al cielo y se comprometió, durante una comparecencia pública, a honrar su memoria: «Jamás volveré a celebrar un gol, mis compañeros merecen ese silencio. Lo fácil sería arrojar la toalla, pero no lo haremos. Así es la muerte, así es la vida. Ha muerto una parte de Zambia, pero está por llegar una nueva Zambia».
Sin prisa, pero sin pausa, Bwalya comenzó a reconstruir su selección. Primero rescató para su país a Johnson, su hermano, y luego reclutó a Charles Musonda, entonces en la liga belga. Con Bwalya como héroe, ya con 32 años, Zambia alcanzó las semifinales de la Copa África ante Túnez, en un torneo donde Bwalya anotó cinco goles. No era suficiente para Kalusha. Aún afectado por el accidente que le había privado del mejor equipo de su país y de varios de sus mejores amigos, él siguió ejerciendo su oficio de goleador en sitios tan remotos como México (Necaxa, León, Iraputo) o Emiratos Árabes (Al Wahda). Nunca tuvo problemas con el idioma, porque hablaba futbolés, y se comunicaba gracias a un dialecto universal, el gol. Pero cuando colgó las botas, a los 37 años, en el Correcaminos mexicano, en Segunda división, decidió probar suerte en los banquillos. Primero debutó en el modesto Potros de Marte en su adorado México y después, cuando adquirió experiencia y conocimientos, pasó a ser seleccionador nacional de Zambia. A pesar de no lograr el billete para Alemania 2006, viajó por diferentes países como embajador de Zambia, tratando de conseguir patrocinadores, material deportivo y nuevos conocimientos organizativos para el fútbol de su país. Comparado con mitos africanos como George Weah (Liberia), Roger Milla (Camerún) o Abdi Pelé (Ghana) cuando era jugador, Kalusha Bwalya se empeñó en hacer un último servicio a su país.
Lo hizo desde el sillón de la presidencia de la Federación de Zambia. Desde el despacho, gracias a su experiencia como jugador fetiche del pueblo y a sus conocimientos del fútbol europeo (el Círculo de Brujas le fichó gracias a un vídeo y fue delantero centro del PSV Eindhoven), Bwalya fue construyendo, poco a poco, los cimientos de una selección capaz de hacer que su pobre país se sintiera orgulloso. Bajo el lema patrio, One Zambia, one nation, fue dando pequeños pasos para mejorar la competitividad de un equipo sin grandes jugadores. Contrató a Herve Renard como seleccionador, con la esperanza de conseguir que la palabra equipo se cumpliera en toda la extensión de la palabra. Lo consiguió. A pesar de que apenas un componente de la selección actuaba en clubes europeos —Mayuka, en Young Boys suizo, era la excepción que confirmaba la regla—, Bwalya y Renard tenían fe en armar un bloque compacto. El objetivo, dejar el pabellón alto en la Copa de África que se iba a disputar en Guinea Ecuatorial y Gabón, la tierra donde aquel maldito avión modelo Buffalo se había estrellado. La crítica especializada sostenía que con aquella tragedia aérea aún grabada a fuego, Zambia sería presa fácil de las grandes potencias africanas, como «Las estrellas negras» (Ghana) o «Los elefantes» (Costa de Marfil), equipos mucho más cualificados y occidentalizados, con grandes estrellas como Ayew o Gyan, o Yaya Touré o Didier Drogba, respectivamente. Pero la crítica se equivocaba.
Como en un guión de Hollywood —la industria jamás rechazaría un guión adaptado de esta historia basada en hechos reales—, Zambia fue regateando todos los obstáculos que encontró en el camino. Pasó con apuros en cuartos de final, se plantó en semifinales para derrotar contra todo pronóstico a Ghana gracias a un gol de Mayuka y se enfrentó a la todopoderosa Costa de Marfil en la gran final. La esperanza de uno de los países más pobres del planeta Tierra se hizo pelota, Musonda se lesionó y tuvo que ser llevado en alzas por sus compañeros, el seleccionador nacional hizo gala de un temple y una ambición sin límites y Zambia, haciendo realidad el sueño de Cenicienta, plantó cara a «Los elefantes». Drogba pudo acabar con su sueño desde los once metros. Pero cuando chutó, fue como si el espíritu de los desparecidos en la tragedia aérea apareciese, desde algún lugar del estrellado cielo africano, para atraer el balón y desviarlo hacia su hábitat natural, las nubes. Drogba, perseguido por alguna ignota maldición esotérica con las penas máximas, entró en barrena. Zambia, en estado de éxtasis. Kalaba, Mayuka y Katongo, la trilogía «naranja», comenzaron a soñar más fuerte que su rival. Sentían que los espíritus de 1993 estaban con ellos. Y tras una tanda de penaltis tan emocionante como interminable, zanjada por un gol de Sunzu, la «nueva Zambia» que profetizó Kalusha Bwalya se proclamó reina de África.
Diecinueve años después de llorar la muerte de la generación más brillante de su historia, Zambia derramaba lágrimas de felicidad por su primera, sorprendente y merecida Copa África. Kalusha Bwalya, el delantero que escapó de las garras de la muerte al no subir a aquel avión, había cumplido su promesa como presidente de la Federación. Casi veinte años antes había visitado, tumba por tumba, a sus compañeros fallecidos. Les juró que no descansaría hasta forjar una «nueva Zambia». Dos décadas después, Bwalya cumplió su juramento. Su país había ganado la Copa África. Y Kalusha, al fin, pudo llorar. De felicidad.