Imagine el lector a un brillante aprendiz de tenista, de diez años de edad, con todo un incógnito pero prometedor futuro por delante. ¿Qué es lo mejor —y al mismo tiempo lo peor— que le puede ocurrir? Sólo hay una cosa lo bastante poderosa y ambivalente, tan beneficiosa y a la vez tan perjudicial, como para cubrir los dos extremos del espectro. Y esa cosa es la fama. Esta es la historia de un tenista que ha ascendido y ha caído varias veces —aunque no se sabe muy bien desde dónde ni hasta dónde— durante su carrera deportiva. No llegó a lo que se dijo que llegaría, pero tampoco ha caído a donde parecía a punto de caer. Ha tenido tiempo de ser encumbrado, vituperado… y olvidado. Este es el blues de Donald Young.
El tenis norteamericano abdica de la corona
Para entender el fenómeno Donald Young, hay que entender primero de dónde venía el tenis norteamericano y en qué punto estaba cuando la prensa decidió volcarse con el prodigio de Chicago, la gran esperanza negra de la raqueta.
En la era ATP, el tenis masculino norteamericano —entendido como un todo: jugadores, asociaciones, escuelas, público, prensa— ha estado muy mal acostumbrado. Y estuvo mal acostumbrado durante bastantes años, hasta prácticamente el cambio de siglo. Ellos mandaban, ellos ganaban, ellos eran los número uno. Muchos de los nombres más importantes que han hecho historia vinieron de los Estados Unidos: siempre había uno de ellos en la cumbre o muy cerca de alcanzarla, reinando o asediando al rey. Los jugadores de aquel país produjeron, además, algunas de las rivalidades más notorias que ha visto esta disciplina. Podría hacerse historia hasta muy atrás, pero vayamos directamente a los años noventa, que es la década que realmente nos interesa porque fue la última década de hegemonía de la —hasta entonces— imparable maquinaria tenística trasatlántica.
En 1990, el estadounidense Pete Sampras emergió como un fenómeno casi sin precedentes y en las siguientes doce temporadas se llevó a casa nada menos que catorce grandes trofeos, adelantando en el palmarés a nombres hasta entonces intocables como Rod Laver o Björn Borg, y a leyendas en blanco y negro como Bill Tilden, Roy Emerson o Ken Rosewall. Sampras se convirtió en el tenista con más títulos del Grand Slam de la historia. Si bien Pete Sampras no fue especialmente carismático y quizá no fascinó tanto a los aficionados como otros grandes del pasado, elevó el listón como nunca antes y protagonizó varios hitos y récords históricos impresionantes. Con Sampras, los Estados Unidos estaban dejando, por enésima vez, una huella imborrable en la historia del tenis. Sampras era la expresión de un dominio ancestral.
Para colmo, el gran rival de Pete Sampras, el hombre que le obligó a batirse en muchas tardes y noches mágicas durante aquel periodo, era también estadounidense: André Agassi. Se enfrentaron nada menos que treinta y cuatro veces en total, en las que su odio mutuo sólo hizo que crecer… la feroz competitividad de los campeones estadounidenses hace que rara vez consigan llevarse bien. Aunque la verdad es que Sampras y Agassi no eran propensos a organizar trifulcas como otros rivales norteamericanos del pasado. Hablo, cómo no, de aquellos atroces (pero divertidos, ¡para qué negarlo!) concursos de barriobajerismo entre John McEnroe y Jimmy Connors. Esto de odiarse sobre la pista era una cosa muy entre americanos, como lo prueba que el trato de McEnroe con su otro gran rival, el sueco Borg, fuese siempre exquisito. Volviendo a Sampras y Agassi, ambos tuvieron la decencia de dejar los numeritos embarazosos de avinagrada animosidad para las exhibiciones posteriores a su retiro o para comentarios extemporáneos y sarcasmos varios en los medios. Pero en competición se supieron comportar. ¿El resultado final de su rivalidad? Bastante igualado. Fue un notable choque de titanes, con unos EEUU asentados como primera potencia mundial del tenis, sin un competidor directo por el que inquietarse, y dos yankees peleando por robarle la gloria al otro. En aquellos años, la épica venía vestida de barras y estrellas.
Pero Pete Sampras no podía durar siempre. En el 2002 se retiró en lo más alto, tras ganar su último US Open en su trigésimo cuarto choque con su odiado André Agassi. Sampras, para quien siempre contaban los Slams mucho más que el resto de torneos, fue listo al retirarse justo entonces: sabía perfectamente que ya no era el mejor (había abandonado el nº1 del ranking años atrás, tras haberlo ocupado durante seis temporadas consecutivas), que su carrera estaba decayendo y que aquel título grande sería muy probablemente el último. Decidió pues dar un sonoro adiós con aquel postrer momento de gloria, jubilándose como campeón vigente del prestigioso US Open.
¿Qué le esperaba al tenis norteamericano tras la retirada de Sampras? Su coetáneo Agassi tardó algo más en retirarse y de hecho, tras unos años muy dubitativos, vivió una segunda juventud a sus treinta y dos años. Pero tampoco Agassi podía dominar ya, aunque ganó su último grande en pleno 2003. Providencialmente, apareció otro talento norteamericano llamado Andy Roddick en el que algunos quisieron —quizá demasiado pronto—ver a un Sampras en ciernes. Roddick tenía un servicio que era como un misil, una derecha agresiva, una actitud muy atlética sobre la pista. Era como una versión 2.0 de Sampras, no tan perfecta como la primera, pero lo bastante prometedora para depositar algunas esperanzas en él. Como queriendo demostrar que esas esperanzas tenían fundamento, en ese mismo 2003, el “año uno después de Sampras”, Andy Roddick se estrenaba con su primer y único título del Grand Slam en Flushing Meadows, venciendo en la final del US Open a un exhausto Juan Carlos Ferrero (que estaba en su gran año: campeón de Roland Garrós y nº1 mundial, temporada mágica del valenciano que desgraciadamente nunca se repitió). Así, Roddick sucedía en el título del US Open a Sampras y ya de paso le paraba los pies a Ferrero: los norteamericanos respiraban tranquilos… había recambio.
Pero Roddick no dominó como se esperaba, o mejor dicho, como esperaban sobre todo en su país. Cuando con la súbita e inesperada decadencia de Ferrero, Roddick ya estaba frotándose las manos pensando en los títulos que estaban por venir, un suizo del que se venía hablando maravillas por su inspiración extravagante, pero que no había terminado de centrarse, un tal Roger Federer, despertó de su letargo juvenil y se convirtió básicamente en la versión raqueta en mano de Superman. Aunque Roddick siguió siendo un jugador sólido durante años (jugó tres finales en Wimbledon y una más en el US Open… en todas esas finales cayó víctima del suizo, convertido en su pesadilla particular), el gigante Roger Federer le condenó a una existencia sin más títulos grandes. En otras palabras: los Estados Unidos habían dejado de dominar el palmarés. Para colmo, Federer daba muestras de que sería capaz de superar a Sampras en el ranking histórico, cosa que al final, como hoy ya sabemos, terminaría consiguiendo. El reinado norteamericano había terminado y su orgullo tenístico no parecía capaz de asimilarlo. Su mejor hombre, Roddick, se convirtió de la noche a la mañana en un juguete en manos del genio suizo. Los propios aficionados norteamericanos —que lo perdonan todo menos la derrota— empezaron a mirar a Roddick con cinismo, como si el pobre tipo tuviese culpa de haber coincidido en el tiempo con El Despertar de La Bestia.
Para colmo, Estados Unidos dejó de ser una potencia hegemónica no sólo en títulos del Grand Slam sino también en el porcentaje de jugadores de élite que colaban en el Top 100. Otros países comenzaron a soplarles la nuca: Rusia, Argentina, Francia, y sobre todo España. El sistema español de academias de tenis terminó igualando o incluso superando en potencia al hasta entonces todopoderoso sistema norteamericano. Antes, el sueño de las grandes promesas de todo el mundo era ser admitidos en una escuela estadounidense. Ahora, España se estaba llevando una respetable cuota de esas grandes promesas, algunas de las cuales llegaron a situarse entre la flor y nata del tenis internacional habiéndose entrenado no en Florida, sino en Barcelona o Valencia. Tendencia que ha continuado hasta hoy.
Los aficionados norteamericanos no fueron ajenos a todo esto, y no pudieron dejar de notar que su país había perdido la posición de privilegio. Ahora tenían que compartir o incluso ceder la hegemonía tenística a esa exótica España, país perdido en algún rincón del globo y que estaba empezando a acumular títulos a una velocidad inaudita. Y como suele suceder en un país cuando sus deportistas dejan de dominar cierta disciplina, el tenis perdió popularidad en los Estados Unidos. La prensa que antes hablaba de las andanzas de Agassi y de sus amoríos con Brooke Shields ahora se centraba en las ozorianas aventuras de Tiger Woods.
Pronto estuvo claro que se necesitaba algo para volver a despertar el interés de la nación por el tenis: se necesitaba un niño prodigio. Y los niños prodigio nacen, no se hacen. ¿O sí?
Quien desató la tormenta fue John McEnroe, ayer exquisito genio de la volea y bocazas profesional en la pista; hoy comentarista simpático y en cierto modo todavía bocazas profesional tras los micrófonos. McEnroe, por decirlo de manera llana, no se calla ni debajo del agua. Literalmente. Y no me refiero sólo a que no deja de parlotear cuando comenta los partidos, sino que es incapaz de no meter baza hasta en el precio de la gasolina, si se tercia. Aunque he de decir que me cae bastante bien… hoy, porque en sus años de jugador a veces daban ganas de sacarlo de las pistas a collejas, aunque su juego era una verdadera belleza, uno de los pocos que resiste una comparación estética con el de Federer. Y además —cedamos un instante al más bajo chauvinismo— McEnroe ha sido uno de los mayores fans y apologistas de Rafa Nadal desde el principio, cuando al español aún se le discutían (fuera de España sobre todo) muchas de las virtudes que con el tiempo terminó demostrando. Pero a lo que íbamos, decíamos que la charla de McEnroe es como el cosmos: no tiene fin. Y claro, cuando alguien dice muchas cosas todo el tiempo, siempre se le escapará alguna que, incluso dicha con la mejor voluntad del mundo, tiene consecuencias imprevistas.
En 1999, durante un torneo al que McEnroe —como de costumbre— acudió como comentarista (y a veces como jugador del circuito senior) el zurdo cogió una raqueta y de manera informal intercambió unos cuantos golpes con un recogepelotas, un niño de diez años llamado Donald Young. Que resultó ser un muy prometedor embrión de tenista, aunque hay muchos niños prometedores que después no llegan a nada y diez años de edad es demasiado pronto como para realizar juicios aventurados. Young aún estaba por echar los dientes de leche, tenísticamente hablando, y un cómodo anonimato —con la tranquilidad que conlleva— hubiese sido el mejor entorno en que desarrollar sus cualidades. Como sucedió con Rafa Nadal, del cual poca gente había oído hablar en España antes de su explosión en la Copa Davis, pese a su precocidad, pese a sus tremebundas condiciones y pese al hecho de ser sobrino directo de un famoso futbolista del Barça y de la selección nacional. Con todo eso, Nadal no tuvo que sufrir el acoso ni la presión de una exposición temprana a la fama. Pero en Estados Unidos se toman estas cosas más a la tremenda, especialmente cuando su tenis estaba siendo superado sobre las pistas y fuera de ellas, necesitaba desesperadamente un revulsivo y la aparición de un niño prodigio era como agua caída del cielo. Además hablamos de John McEnroe… quien, como ya hemos comentado, no podía sencillamente callarse. Tenía que salir y decirlo, con una frase que cambió la carrera del pequeño Young para los restos:
«Tiene las manos de otro zurdo que yo conozco»
El otro zurdo que McEnroe conocía era, evidentemente, él mismo… el propio John McEnroe. Porque, para quien no esté especialmente familiarizado con el tenis, cuando se dice que alguien tiene las manos de McEnroe es como decir que tiene las manos de Andrés Segovia o que maneja los pinceles como Rembrandt. Fue un comentario hecho a vuelapluma, con buena intención, aunque McEnroe no es tonto y sabe la enorme repercusión que adquiere cuando él opina sobre una nueva promesa. John McEnroe, uno de los artistas y estetas por excelencia no ya del tenis, sino probablemente de todos los deportes, acababa de decir públicamente que había reconocido a otro artista, con ese sexto sentido que suponemos tienen los genios para detectar a otros genios. La prensa norteamericana, enternecida por el pequeño Young o sencillamente alborotada ante la posibilidad de terminar recobrando el trono, se volcó en la historia. Donald Young, a los diez años de edad, había sido oficialmente investido en los medios como nueva gran promesa del tenis americano.
…a los diez años.
Naturalmente se puso en marcha una de las más eficaces y demoledoras maquinarias de la sociedad estadounidense: el hype. Cuando allí elevan a alguien a los altares, sus altares son más altos, más luminosos y más espectaculares que los de ningún otro país. El hype norteamericano implica que cualquier individuo, objeto, suceso o concepto adquiere una resonancia nacional inmediata (y «nacional» en Estados Unidos, ¡es algo muy grande!) y salta a las revistas y a los programas de televisión. Se habla de él, ella o ello en todas partes, sencillamente porque es el tema del momento y está de moda. Nada ni nadie puede seguir siendo anónimo cuando la maquinaria del hype se apodera de él. Y si los padres de Young hubiesen sido algo más prudentes, quizá hubiesen corrido a esconderse en algún rincón perdido del mundo —España hubiese sido un buen destino— pero no podemos culparles por querer aprovechar la oportunidad de recibir patrocinios y ayudas con los que financiar la evolución deportiva de su hijo. Y además, al principio, tanta expectativa no pareció descentrar al chaval. Donald Young no dejó de ser un buen jugador infantil de la noche a la mañana. Mientras fue junior obtuvo resultados más que satisfactorios a nivel internacional. Olía a estrella en ciernes.
Pero la avaricia de sus padres, o su excesiva ambición, o quizá sencillamente su falta de sensatez, les hicieron lanzar a Donald como profesional a una edad muy temprana. Demasiado temprana. Con sólo quince años estaba jugando sus primeros torneos profesionales, algo poco común en el tenis masculino. Eran torneos de bajo nivel, pero jugados por tenistas adultos ya formados. Debutar tan pronto es algo que también hizo, por ejemplo, Rafael Nadal. Pero había una diferencia fundamental entre ambos tenistas: a los quince años Nadal era un jugador precoz y su tenis estaba ya a un considerable nivel, tras haberlo cultivado durante varios intensos años en la calmada sombra del anonimato. Nadal podía ganar o perder más o menos partidos cuando debutó, pero también era capaz de jugarle de tú a tú a tenistas adultos. Estaba preparado para saltar a la arena y aprender. Ha habido algunos casos así: Borg, Chang, Becker… pero no es habitual que un tenista esté preparado para dar el salto definitivo tan pronto.
Y Donald Young no lo estaba.
Los resultados de Young durante sus primeros años de evolución en el tenis profesional fueron pobrísimos, incluso teniendo en cuenta su juventud e inexperiencia. No era un profesional precoz como Nadal, sino sencillamente un junior al que se había empujado a la piscina demasiado pronto y que estaba empezando a ahogarse. Su potencial era evidente, pero era como una naranja arrancada demasiado pronto del árbol y a la que, por tanto, le costará mucho más madurar adecuadamente… si es que lo consigue alguna vez. Aún no se le podía sacar jugo. Recuerdo cuando vi jugar por primera vez a Donald Young en uno de estos partidos profesionales: la sensación como espectador fue una especie de dolor punzante. Una mezcla entre piedad y cierta vergüenza ajena. Aquel no era su sitio. No estaba preparado. Era, obviamente, un jugador con buenas maneras… para ser un junior. Todavía jugaba como un junior. Y él mismo se daba cuenta: resultaba patente por su actitud, su expresión y el modo en que parecía casi avergonzado por lo poco que aportaba sobre la pista. Aunque, como no podía ser menos en un adolescente envuelto en semejante oleada de publicidad, el chaval se dejaba a veces llevar por el ego y se daba ciertas ínfulas. Pero hasta él mismo parecía entender que las cosas no estaban funcionando. Ni resultaba cómodo para él jugar en el ámbito profesional, ni resultaba cómodo para nosotros verlo tan lastimosamente fuera de lugar.
Algunas voces, no muchas, se alzaron ya al principio señalando lo evidente: Donald Young todavía no pertenecía al mundillo profesional. Por mucho que doliese, tenía que dar un paso atrás, tragarse el orgullo de estrella inminente y volver a objetivos más modestos y naturales para su edad. Pero sus padres no quisieron darse por vencidos tan pronto. No funcionó. Y no es que a Young no se le concediesen oportunidades para ponerse al nivel de las expectativas creadas. Por ejemplo, a menudo se le concedían Wild Cards, esto es, unas invitaciones que los organizadores o bien la USTA (Asociación Estadounidense de Tenis) tiene reservadas para que accedan a un torneo ciertos jugadores que normalmente no estarían clasificados para esa competición. Se suelen usar estas Wild Cards, estas invitaciones, para que jóvenes talentos puedan ir adquiriendo experiencia y se vayan familiarizando con la alta competición sin necesidad de haberse clasificado por la vía ordinaria, la cual es bastante exigente y difícil.
Donald Young acudía a dichos torneos gracias a esas Wild Cards… y perdía prácticamente siempre en la primera ronda, y de manera desangelada y triste además. No sólo era derrotado —algo más o menos previsible dada su juventud— sino que no mostraba indicio alguno de estar capacitado para desenvolverse y crecer en el tenis profesional. Invitación tras invitación y derrota tras derrota, las apariciones de Young en los torneos comenzaban a resultar dolorosamente embarazosas. Sus padres, que habían fomentado el revuelo mediático y desde luego habían sacado provecho monetario, empezaron a ser objeto de duras críticas. Que si habían condenado a Donald a pasar vergüenza sobre las pistas para poder cobrar esponsorizaciones y contratos publicitarios varios, que si habían arruinado el potencial de su hijo, que si estaban dando un mal ejemplo a otros padres de deportistas jóvenes y prometedores.
Los padres de Young se defendían citando ejemplos como el de Nadal, aprovechando el momento en que el mallorquín explotó finalmente en el circuito: si el español lo había hecho, ¿por qué su hijo no? Pero ya decíamos, hay comparaciones odiosas. En los inicios de Nadal como profesional quinceañero, no sólo obtuvo alguna que otra victoria sino que incluso en sus derrotas despertaba comentarios de admiración por su nivel de juego. Pero Young aparecía cada vez más a disgusto sobre la pista, sabiendo —como sabíamos todos— que era un niño jugando a un juego de hombres. Aun así, se lo siguió viendoasiduamente en prensa deportiva con dieciséis, diecisiete años… la expectación crecía y crecía, de manera cada vez más irrealista. Y él no se veía capaz de responder. Era, empleando palabras exactas, un espectáculo patético. Patético e innecesario.
Con el paso de los años, las voces en contra del modo en que había sido gestionado su talento se convirtieron en un clamor. Los aficionados norteamericanos se sintieron engañados por la maquinaria publicitaria sobre la posible nueva gran estrella de su tenis: ¿de verdad es éste el nuevo McEnroe? ¿En qué se parecen sus manos a las del otro zurdo? ¿Qué clase de broma es ésta? Donald Young no iba a llegar a ninguna parte, pensaron. Reapareció el cinismo típicamente estadounidense hacia los perdedores, que a veces resulta francamente cruel. El tenista vio cómo se le echaba de los altares de una sonora patada, con la misma facilidad con que antes se le había elevado a ellos. Incluso se comenzó a criticar el hecho de que se le concediesen Wild Cards en torneos celebrados en EEUU por el mero hecho de ser americano, mientras que había otros talentos de la misma edad que merecían más esa plaza… aunque fuesen extranjeros. Y esta crítica la hacían los propios aficionados estadounidenses. Los americanos se habían cansado de ver a Young perder.
Es fácil entender el efecto que todo esto tuvo en el ánimo del jugador. Empezó a mostrarse disgustado, errante y desganado. Por momentos nos temimos que colgara la raqueta, como para darle la razón al mundo. Lo cual hubiese sido un final bastante triste para un jugador que tuvo y tiene talento, no obstante el fracaso estrepitoso de su temprano salto al mundillo profesional. Cumplió 18, 19, 20 años… sin lograr resultados ni mostrar grandes avances. Uno no tenía nunca claro si todavía seguiría jugando a los veintiuno, edad que cumpliría en este 2011, o si habría tirado la toalla antes. La prensa se olvidó de él y su figura se diluyó en la sombra. A principios de este mismo año, ya prácticamente nadie hablaba de Donald Young en Estados Unidos. A punto de cumplir veintiún años, ya no era una estrella. Los pocos que todavía le mencionaban, usaban ese término tan terrible: Donald Young era un «juguete roto».
Con Twitter llegó el escándalo
En su primera mitad, este año 2011 se desarrolló de la peor forma posible. No en lo tenístico, porque Donald Young empezó a dar (¡por fin!) alguna muestra de que su evolución se estaba desatrancando. Empezaban a llegar algunos resultados dignos de mención: nada espectacular, pero todo un acontecimiento en comparación con los años anteriores de constante bochorno. Pero el año sí empezó mal en lo mediático. Muy mal.
Poco después, la USTA tenía derecho a algunas Wild Cards para el torneo francés de Roland Garros con las que invitar a tan importante evento a varios jugadores y jugadoras de su elección. Y Donald Young acababa de ganar por primera vez un torneo profesional de categoría menor: un «challenger», que no es lo mismo que ganar un torneo ATP, pero que es un buen comienzo sin duda. Acostumbrado como estaba a recibir Wild Cards año tras año con resultados deportivos mucho peores, pensó que ahora que por una vez presentaba ciertos resultados la invitación a París estaba asegurada. De hecho su padre envió un e-mail a la USTA para solicitar esa Wild Card. Pero en la USTA estaban probablemente cansados de desperdiciar invitaciones en un antiguo niño prodigio que, sí, había mejorado, pero parecía haber perdido definitivamente el impulso necesario para convertirse en estrella. Además la solicitud llegó muy a última hora.
En todo caso el joven tenista ya no era una excitante novedad, tras haber pasado toda su adolescencia arrastrándose penosamente por el circuito profesional. La prensa ya hacía tiempo que lo ignoraba, el público apenas recordaba su existencia y los más aficionados al tenis en EEUU preferían hacer como que no existía. Con veintiún años y un lustro de fracasos profesionales a sus espaldas, la fama y prestigio de Donald Young habían sido triturados por las, a veces útiles, pero con frecuencia temibles ruedas dentadas del “hype”.
Así pues, la USTA decidió no concederle esa invitación a Young, que se quedaría fuera de Roland Garros. Y el jugador volvió a saltar a las secciones de deportes de los periódicos y noticiarios norteamericanos, no ya por su potencial tenístico sino sencillamente porque al conocer que no acudiría a Roland Garros, se le calentó la boca —o más bien se le calentó el teclado— y soltó en Twitter una perla cuya tremenda repercusión probablemente no esperaba:
«Fuck USTA! Their full of shit! They have fucked me for the last time!»
O sea, en castellano: «¡Que le jodan a la USTA! ¡Están llenos de mierda! ¡Me han jodido por última vez!». Los mismos periódicos y cadenas de televisión que hacía ya tiempo habían dejado de nombrarlo se hicieron eco —mucho eco— de su salida de tono. Sólo hay algo que atrae tanto a los medios norteamericanos como los ganadores, y ese algo son los juguetes rotos. Con una dureza por momentos excesiva, la prensa aprovechó el explosivo tuit malsonante para cebarse en la figura de Young: que si era un niño mimado, que si se creía más que otros jóvenes talentos que habían demostrado más que el, que si era un bocazas y un inmaduro… También para, una vez más, recrearse en lo inadecuado de la política con que sus padres habían conducido su carrera. Algunos medios daban por enterrada la carrera del jugador hablaron incluso de «suicidio profesional». Patrick McEnroe, uno de los mandamases del tenis americano y antiguo capitán del equipo de Copa Davis, tuvo palabras para Young no tan amables como las de su famoso hermano John: «Francamente, estoy ofendido. Me siento ofendido por la gente de nuestro equipo que han trabajado muy duro para intentar ayudar a Donald. Porque cuando dijo eso, creo que muchos miembros del equipo se lo han tomado como algo personal. Creo que Donald debería pedir disculpas por lo que ha dicho».
Y Donald Young terminó pidiendo disculpas, claro. Pero no sin que su comentario hubiese provocado una onda expansiva de dimensiones inesperadas —cuando crees que los periodistas se han olvidado de ti, basta un tropezón para que encuentren un filón en la nueva historia y te vuelvan a dedicar titulares— y tampoco sin que su imagen pública hubiese sufrido un más que considerable revés. Muchos pensaron que no se recobraría de esta. Justo cuando estaba empezando a mejorar…
¿Redención?
Pero Young pudo con todo ello. Sobrevivió al escándalo sin venirse abajo. Los años de presión mediática perjudicaron muchísimo el desarrollo de Donald Young como tenista, pero al menos dejaron una secuela positiva: le endurecieron frente a las críticas. O eso podemos deducir del hecho de que, durante el resto de 2011, cuando se preveía que todo el revuelto organizado con su desafortunado exabrupto en Twitter le descentraría hasta el punto de hacerle caer en un pozo, siguió mejorando.
Nuevamente, la prensa norteamericana volvió a preguntarse —ahora con más prudencia y discreción, y sin tanta campanada— cuáles eran las verdaderas posibilidades de Donald Young en el futuro. Ya nadie esperaba que fuese un nuevo Nadal ni se confíaba en que devolviera a los Estados Unidos a la posición de privilegio, pero tampoco tenía mucho sentido seguir descartándole sólo porque sus primeros años fueron una embarazosa travesía en el desierto. Lo cual no es poco, teniendo en cuenta que en muchos momentos llegó a parecer que Young nunca podría evolucionar, que su potencial había sido totalmente abortado por las circunstancias anómalas, que sus padres se habían cargado su carrera y que nunca iba a llegar a ninguna parte.
La historia de Donald Young nos enseña sobre todo una cosa: aunque finalmente consiga convertirse en un sólido jugador de élite, la insensatez y la avaricia de sus padres le han hecho vivir unos años de vacío deportivo —y probablemente también vital— que se hubieran podido evitar fácilmente pensando menos en el dinero y más en las verdaderas necesidades del chaval. Estuvieron cerca, muy cerca de echarlo completamente a perder.
Así que cuando oigan nombrar a Donald Young no piensen que es un jugador salido de la nada. Al contrario, tiene toda una historia detrás, una larga historia: subió, cayó, fue olvidado, volvió a subir, volvió a caer… así suena el blues de Donald Young.
Muy buen texto.
¿Se ha retirado ya?