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El golf, buscar cobre y encontrar oro

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Si sois jóvenes y aún estáis a tiempo, intentad conseguir un trabajo cubriendo el circuito europeo de golf, o como se llame ahora. Nunca nadie os dará un consejo tan bueno como este, en serio. A mí no me lo dio nadie y por eso, cuando lo descubrí, ya era demasiado tarde.

Lo del golf lo descubrí porque Castellón acogió durante varios años uno de los torneos del circuito europeo. En mi antiguo periódico ocurrió lo mismo que solía ocurrir con el fútbol playa o la música y los festivales: cuando no sabían a quién enviar, me enviaban a mí a que me diera el aire. Yo estaba acostumbrado al frenesí del fútbol y sus dramitas semanales, y aún me impacta recordar lo que sentí al llegar al campo de golf y acceder a la carpa habilitada para los medios. Se podía tocar el contraste. En el fútbol todo el mundo tiene prisa, todo el mundo está crispado, todo el mundo se agobia y la tensión se percibe diáfana en el ambiente. Todo el mundo parece jugarse «algo», a todo el mundo le afecta lo que pase. Lo del golf es otra historia, casi de otro planeta. Como deporte, pertenece a otra especie.

En el golf la cadencia es amable. Toxicidad, fuera; mala vibra, fuera. Me quitas el sitio, te doy la mano. En el golf todo eran facilidades. En el golf escuchabas palabras como «gracias» o «por favor». Sonreías sin darte cuenta. Esto recuerdo del golf: sol tostado, paisaje verde, catering generoso, gente guapa y café ilimitado; seres educados en un tono de decibelios adecuado. Y lo mejor de todo: me daba absolutamente igual quien ganara. Y algo aún mejor que lo mejor: a mis jefes les daba más igual todavía. Podía escribir lo que quisiera. A nadie le importaba.

En los días previos al torneo, además, se disputaba el llamado ProAm. Los profesionales se mezclaban para jugar con famosos de diferentes escalas. Había toreros, políticos y empresarios varios, estaba Rafa Nadal y gente súper válida que ahora mismo no recuerdo, y había colección de cromos del fútbol, que era lo que a mí me interesaba. Pasaba Johan Cruyff con las manos en los bolsillos y lo entrevistabas. Javier Clemente respondía preguntas en el caminito del hoyo 9 al 10, y también cruzaba por ahí algo tan exótico como Alberto Belsué. Y si te aburrías te comías un helado. Así era el golf: buscar cobre y encontrar oro.

Cuando comenzaba el torneo de verdad, las opciones se multiplicaban. Podías quedarte en la zona de prensa, donde actualizaban los resultados en unos grandes paneles manuales, o seguir on line la jornada. Si necesitabas vitamina D, podías dar una vuelta: seguir algún partido en concreto, deambular por el campo en silencio o elegir un enclave privilegiado y dejar que los diferentes partidos desfilaran. Yo encontré un árbol clave semioculto en el green del hoyo más cercano. Ahí podía llevarme el portátil y darle a la tecla, tranquilo y feliz, avanzando lo del teletrabajo e inventando el periodismo-picnic.

En ese refugio lo pensé por vez primera: «Podría llevar esta vida». Podría dejar el fútbol, podría dejar de salir entre semana, podría huir de la realidad y adaptarme a esta rutina sana. Viajar cada semana a donde fuera el torneo, escribir sin traumas hasta el domingo y repetir otra vez el proceso, sin ansia y con calma. Podría trabajar sin sufrir, pero lo descubrí demasiado tarde, y ya no era lo suficientemente libre. Las ataduras adultas, ya se sabe. Por eso doy ahora el consejo, quizá, por si ayudo a alguien.

Cosas que descubrí demasiado tarde: para jugar a fútbol hay que correr como si fueras el malo del patio del colegio, lo difícil no es cuidar a los hijos sino a los padres y trabaja en algo que te guste, pero no te importe, si puedes, y sabes.

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