Pienso (en un Mundial), luego existo (los años se me echan encima). Descartes podría llevar el 10 a la espalda si asumiera mi filosofía futbolera. En buena parte la vida son Mundiales transcurridos. El ciclo de la existencia va de cuatro en cuatro años. Quiero decir con esto –si es que algo quiero decir– que recordar un Mundial te hace viejo, aunque uno, al evocar su historia, quiera presumir agónicamente de veteranía más que de vejez. No sé si hay alguien que pueda compartir esta idea. Admito que igual se trata sólo de un inicio de artículo fallido.
Pero voy a lo mío (pienso, luego insisto). Creo que la historia de los Mundiales, espejo de nuestras vidas, es la crónica de un gran ‘pudding’ de anécdotas (lo del ‘pudding’ se me ocurre sobre la marcha, en homenaje a la patria de sus inventores, que son los mismos creadores del ‘football’). El Mundial de Rusia 2018, por ejemplo, fue el de los porteros egipcios. El guardameta Mohamed El Shenawy se negó a recibir su premio como MVP del partido contra Uruguay. Adujo que estaba patrocinado por la marca cervecera Budweiser y él era mahometano de estricto cumplimiento. A la par, el otro arquero egipcio, Essam El-Hadary, se convirtió en el jugador más longevo en disputar un Mundial: 45 años y 161 días. Desde la primavera árabe en la plaza Tahrir de El Cairo, Egipto no había dado tanta noticia.
A Italia 90 se le recuerda en clave pestífera o, si se quiere, como la copa del mundo que perdió el control de esfínteres. Fue el Mundial de los cagones y los meones. En un Inglaterra-Irlanda, Gary Linecker se hizo caca literalmente por culpa de un desajuste intestinal. No le dio tiempo a ir a los vestuarios. Y Goycoechea, portero argentino, se meó encima también porque, tras finalizar en empate el partido Argentina-Yugoslavia, no pudo ir a los vestuarios para aliviarse antes de la ejecución de la tanda de penaltis. Tampoco tuvo tiempo, pero fue el héroe del pipí.
El Mundial de Corea del Sur-Japón de 2002 es recordado con mucho amor por España no sólo por Al-Gandhour, el célebre árbitro egipcio. Fue también el Mundial de Satán. Un pastor de la Iglesia Protestante de Seúl llegó a los tribunales para pedir que a los jugadores coreanos no se los denominara como los «diablos rojos». No llegó a puerto la reclamación y Satán sudó la camiseta hasta semifinales, cuando Corea fue apeada por la muy luterana Alemania (un consuelo al menos para el pastor de Seúl). Todo esto lo recuerda Luciano Wernicke en su libro sobre historias insólitas en los Mundiales.
Recuerdo bien el asesinato del jugador Andrés Escobar en Medellín, Colombia, autor infortunado del gol en propia meta contra Estados Unidos. Yo hacía prácticas en el periódico ‘El Mundo’, en su vieja sede de calle Pradillo de Madrid. El cable de EFE me dejó patidifuso. Los colombianos fueron eliminados del Mundial. En consecuencia, los narcotraficantes, esos benefactores del bien común, perdieron mucho dinero en el negocio de las apuestas. Escobar el bueno merecía morir. Eso sí, de lo que no me acordaba es que el Mundial de Estados Unidos 1994 fue el de la Copa del Mundoque demostró que jugar con peluquín era posible. Así lo hizo el portero búlgaro Boris Mihailov. Algún puntilloso dirá que fue posible porque era portero y no jugador de campo. Inconformistas hay siempre.
Para mí, pensándolo ahora en diferido, Sudáfrica 2010 no fue el del éxtasis con el gol de Iniesta. Fue, más bien, el Mundial donde Yugoslavia dejó de existir como largo y sangriento sepelio. El serbio Dejan Stankovic, excelso mediocentro (hoy entrenador de la Sampdoria), se convirtió en el único futbolista internacional de todo tiempo que jugó tres mundiales distintos con tres selecciones diferentes por culpa de los desguaces balcánicos. Con Yugoslavia (Francia 1998), con Serbia-Montenegro (Alemania 2006) y, finalmente, con Serbia a secas (Sudáfrica 2010).
Del Mundial de Brasil 2014, más allá de la infamante goleada que Alemania le infligió a los brasileños (7-1), recuerdo un dato peregrino. Brasil 2014 hizo historia también porque fue el Mundial en el que un jugador lució a la espalda, sobre el dorsal, el nombre más largo jamás impreso en una camiseta de fútbol. Fue el caso del griego Sokratis Papastathopoulos. Ahí queda eso. Dicen que el fútbol griego es tosco, ¿pero a quién le importa si depara estas otras perlas?
Viene todo esto a cuento –y voy acabando ya– por el próximo Mundial 2026 (yo tendré 56 palos para entonces, incluidos todos los postes y largueros). Será una Copa del Mundo en plan trípode: la organizarán Estados Unidos, Canadá y México. Pero, trío 2026 aparte, esta edición pasará a la historia –y no como anécdota memorable– por ser el Mundial de la obesidad. Sí, demasiada grasa. Contará con 48 equipos (no los 32 de ahora), tendrá 40 días de competición y se jugarán 103 partidos (40 más que en el último formato en Qatar).La obesidad mórbida amenaza el fútbol (¿no es sospechoso que este Mundial se celebre en Estados Unidos, el hogar de los obesos?).
Acabo con legítimo mal humor. Yo creía que ya tenía suficiente con el calvorota Infantino, el VAR y el Mundial a deshoras estacionales tras lo de Qatar. Pero se ve que no. Ahora quieren un Mundial lleno de grasa. ¿No es hora de levantarse y protestar incluso con justificada violencia? ¿No es hora de marcarnos un Israel y un Francia con algaradas callejeras? Basta de profanaciones sentimentales. El fútbol que queremos –o que muchos queremos– lo están convirtiendo a la fuerza en el título de unas memorias: ‘El mundo de ayer’. Y ya sabemos cómo acabó el autor de ese libro, abrazando la tiniebla…
«Against Modern Football» (‘No al fútbol moderno’). Nos queda este lema por el que luchar dentro y fuera de los estadios. Cincuentones del mundo, ¿no sería bonito que sudáramos la camiseta por la causa?
Sergio Goycochea no se meó encima, sino que orinó contra el poste del arco con los compañeros cerca para que no se viera.
Esto luego de convertiría en una cábala antes de cada definición por penales.