A vista de dron, de entre la escombrera de la ciudad de Karahmanmaras, la imagen se ha repetido como fúnebre reclamo en los informativos. Desde arriba, cercada por el picadillo y la devastación, se veía algo parecido a un prado verde: era un campo de fútbol. Se hallaba lleno de tiendas blancas, cómo de acampada. Cada una de estas pagodas se convirtió en el hogar portátil de los supervivientes del terremoto.
Igual sucedía en el polideportivo de Karahmanmaras. Pero aquí, la inquietante diferencia era que el recinto aún se mantenía en pie, sin visibles fisuras, pese a las réplicas del seísmo (no por menores menos acongojantes). El parquet se hallaba lleno de refugiados, heridos y damnificados. De una pared figuraban dos grandes retratos de Atatürk, el padre de la moderna Turquía, y de Recep Tayyip Erdogan, el actual mandamás desde hace veinte años. En enclaves de la Turquía profunda, como Karahmanmaras, la figura de Erdogan ya se muestra sin tapujos a la altura del valedor histórico de la patria. Pero este apunte, metido aquí de matute, no es el asunto de la presente. Los polideportivos, como el de esta ciudad destruida, se erigen hoy como modernos pabellones multiusos (multidisciplinar es el término habitual), pensando en albergar conciertos, ferias de muestras o de cualquier otra suerte festiva. Pero ocurre también que, a menudo, se convierten en tanatorios (recuérdese la pandemia) o en albergues y refugios cuando la naturaleza se despereza mostrando su ira agazapada (incendios, riadas, seísmos).
Todo el sureste de Turquía, sin olvido de la infausta Siria, se ha derrumbado por el movimiento de tripas de la tierra. El resto lo ha propiciado el cemento precario y las raíces blandengues de los edificios. Decía Julio Camba que en las guerras aprendemos geografía a medida que la cañonería la va destruyendo. Con el terremoto de Turquía quien más y quien menos ha aprendido dónde se hallan en Anatolia las ciudades de Adana, Malatya, Gaziantep, Karahmanmaras, Osmaniye, Diyarbakir o Antakya. Mientras escribo la presente, el número de víctimas casi llega sólo en Turquía a los 30.000 fallecidos.
El deporte turco está aportando su cuota de duelo. La catástrofe ha arrojado cifras anónimas a granel. Pero poco a poco vamos sabiendo que algunos muertos tienen sus nombre y apellidos. Ha muerto la jugadora de baloncesto de la selección turca Nilay Aydogan (se encontraba en Malatya visitando a sus mayores). También ha aparecido muerto bajo los escombros el jugador Cemal Kütahya, capitán de la selección nacional de balonmano. Ha perecido en Antakya, la antigua Antioquía, en la hoy región de Hatay, primer lugar de prédica para San Pablo y donde los seguidores de Jesús fueron llamados cristianos por vez primera. El gran capitán apareció junto a su hijo también muerto de apenas cinco años, mientras su esposa, embarazada, y su suegra seguían desaparecidas bajo el picadillo.
El portero Ahmet Turkarslan, del Yeni Malatyaspor (segunda división del fútbol turco), fue de los primeros fallecidos cuyo nombre se conoció. Acaba de saberse que el ghanés Christian Atsu, jugador del Hatayspor de la Superliga turca (y ex del Málaga, Chelsea y Newcastle), ha aparecido muerto bajo los escombros, pese a que se le había dado por rescatado días atrás (el director deportivo del club y un intérprete también podrían estar sepultados a la espera aún de poder dar con sus cuerpos). En Hatay, una de las provincias más arrasadas por el seísmo, han fallecido también casi todas las jugadoras del equipo femenino de voleibol. Igual infortunio han padecido sus homólogos masculinos del equipo de vóley de Malatya. Por su parte, la Federación Turca de Lucha también dio a conocer la muerte en Karahmanmaras de tres atletas. Es seguro que de entre el anonimato de víctimas aflorarán nuevos nombres y apellidos de más deportistas profesionales.
La Superliga turca de fútbol se ha suspendido hasta marzo. El infausto lunes 6 de febrero, el día del apocalipsis en el sureste de Turquía, tenían que disputarse aún tres partidos de la última jornada. Equipos de la máxima categoría de esta zona del país, caso del Hatayspor, ha anunciado su retirada de la competición (su entrenador Volkan Demirel, ex portero del Fenerbahçe y de la selección turca hizo un emotivo llamamiento en las redes para ayudar a los damnificados). El Gaziantep FK, que iba a ser el próximo rival del actual líder Galatasaray, podría anunciar también su renuncia. Asunto muy menor el de rehacer el calendario deportivo cuando todo o casi todo alrededor está por rehacerse de aquí a tres años como mínimo.
A decir verdad los terremotos en Turquía forman parte de una especie de condena asumida. Pero cuando se viaja hasta la linde entre oriente y occidente uno se olvida de todo temor disuasorio. Durante unos años visité Estambul con relativa frecuencia por causa de algún que otro trasunto literario. Siempre intenté conocerla a pie hasta donde lo elefantiásico de la urbe me lo permitió. Nada como deambular abstraído bajo el síndrome de Babia en mitad del gran manicomio.
Con la mente puesta en las ciudades machacas por el seísmo, me he ido acordando estos días de los campos de fútbol con los que solía toparme inusitadamente en mis paseatas. A menudo lo hacía bajo la lluvia, el aguanieve y el viento helador del Bósforo en invierno. No hablo de los grandes estadios faraónicos de los tres grandes conocidos (Fenerbahçe, Galatasaray y Besiktas). Hablo, por ejemplo, del estadio del Kasimpasa Spor Külübü, donde antaño hizo sus pinitos como el buen jugador que fue el propio Erdogan (de ahí que el estadio lleve hoy por hoy el nombre del mandatario).
Asomado desde un aparcamiento en la zona alta de Sishane (no lejos del legendario Hotel Pera Palas), me gustaba contemplar la zona abigarrada y montuosa de Tepebasi, que se unía a Kasimpasa por el efecto de la gran metástasis: el cemento. De entre la aglomeración de pisos, alminares de mezquitas y antenas parabólicas, los focos del estadio del Kasimpasa sobresalían de entre aquel inmenso puchero urbanita, donde no se distinguía la niebla de la cortinilla de lluvia boba ni del humo de las estufas.
Se ha sabido que el gran Andrea Pirlo, actual entrenador del Fatih Karagümrük FK (ocupa un honroso puesto medio en la Superliga), se ha involucrado como el que más en la recogida de alimentos y enseres para los damnificados de los terremotos. Me he acordado también cómo de camino a las murallas bizantinas, hacia la puerta de Edirne y la zona depauperada de Sulukule, me topé en medio de los bulevares y edificios monocordes del gran distrito de Fatih con el estadio de Vefa, donde juega el Karagümrük sus partidos. Otras veces, recorriendo la vastedad del Estambul histórico, no me topaba con campos de fútbol en forma de estadios, sino con simples terrenos de juego, desnudos a la vista pero con sus dos porterías. Hacían la vez de espacios verdes, al igual que los parques descuidados y que los numerosos y ondulantes cementerios, sembrados por estelas blancas o por cipos de antiguas lápidas, y con los que uno se encontraba agradablemente al no estar acotados como espacios para la muerte, separándolos de las cuitas de los vivos.
Me pregunto ahora qué será de estos estadios secundarios del gran Estambul cuando llegue –porque llegará– el devastador seísmo que se espera que ocurra algún fatídico día bajo la falla del Mar de Mármara (el último de 1999, fraguada en la cercana capital de Izmir, la antigua Esmirna, causó 17.000 víctimas y se dejó sentir aterradoramente en Estambul). Me causa una mezcla acaso malévola de aprensión, pavor agazapado y morbo. Cierto es que los focos y graderíos del estadio del Kasimpasa próximo al Cuerno de Oro, saliendo como salían de entre tanto cemento, es una imagen que retengo y que, como digo, se me vuelve siniestramente fantasiosa cuando la imagino ahora machacada por el terremoto que habrá de llegar.
He leído que el cuerpo de la desafortunada Nilay Aydogan, la jugadora de baloncesto de la selección nacional muerta en Malatya, ha sido enterrada en el cementerio de Kulakziz, que se halla precisamente en el barrio de Kasimpasa. «Que Dios tenga misericordia de nuestra preciosa atleta, mis condolencias para su familia y nuestra comunidad», dijo de ella el muy compungido Hedo Türkoglu, presidente de la Federación Turca de Baloncesto y antaño conocido jugador de la NBA. Visité el cementerio de Kulakziz alguna que otra tarde, mientras caía el ocaso del invierno sobre la ribera opuesta del Cuerno de Oro, donde las más grandes mezquitas históricas. Estambul es en gran parte una megaurbe joven, tumultuosa, alegre y frenética. Pero yo hallé –o quise hallar tal vez– una ciudad hermosamente triste y a ratos apagada. Sobre aquella estampa de Kulakziz de hace unos años, ahora incorporo al recuerdo, como torpe señal de respeto, la lápida de «nuestra preciosa atleta».
Leí su libro en Madrid, recreando mis paseos invernales por Estambul. Recordaba el gélido y húmedo aire del invierno en el Bósforo, las grúas que ví junto al Cuerno de Oro, la desolación de arrabal de los huertos de las viejas murallas bizantinas, tal y como usted lo describía en su excelente libro.
Mi esposa es de allí y siento un profundo terror con solo imaginar levemente las consecuencias del próximo seísmo en la bella, desordenada y caótica ciudad de Estambul cuando la falla que se extiende por el Mar de Mármara, continúe con su dinámica geológica, totalmente ajena a la vida humana.
No hay suficientes palabras para describir lo que Turquía y Siria están viviendo a causa del terremoto.