Verano de 1991. Felipe González sigue siendo carismático. La URSS se cae a cachos. Comienza en serio la guerra de Yugoslavia. En septiembre ve la luz el Nevermind de Nirvana y, en las artes, la alegría se convierte en algo de mal gusto. Los grupos de música españoles abandonan el español como lengua vehicular. Llegan las camisetas XXL. Los walkmans, con auto-reverse. En 1991, no es que el fútbol fuese más romántico, es que era una cuestión de fe. No se televisaban todos los partidos. Lo que no venía en el Don Balón no existía. Se enteraba de cómo jugaba su equipo el que iba al campo. Al Bernabéu costaba mil pesetas en el segundo anfiteatro de pie, verlos entrenar en Plaza Castilla, cien. Pero a mucha de la gente que acudía a una u otra cosa, a veces con sus bricks de vino en la mano elegantes y señoriales, les daba igual. Querían victoria, destrucción. Ese año, el Real Madrid no se lo estaba dando.
El club tenía muchos y diversos problemas en la plantilla, pero el más notable estaba atrás. Tras la marcha de Óscar Ruggeri, don Predag Spasic no había dado lo que se esperaba de un central de 1,90 natural de Kragujevac, Serbia. No solo eso, Spasic será recordado para la posteridad por marcar el gol de la victoria del FC Barcelona en un derbi en el Camp Nou. Un remate certero, directo. Imparable. Solo se podía pasar más vergüenza ajena por esas fechas con VIP MAR, emitido desde Marbella por Telecinco.
La solución a ese problema, popularmente conocido como «la maldición del central», fue Ricardo Roberto Barreto da Rocha. Si no funcionaba buscar un defensa como mandan los cánones en la que fue la capital de Serbia durante la Primera Guerra Mundial, se volvía al viejo truco de coger a alguien con bigote. El pretexto, la excusa que dieron, fue que había hecho una muy buena Copa América con Brasil.
Los que completamos el álbum de cromos de Panini de Italia 90 le recordábamos porque salía mirando con cara de que alguien se estaba riendo de él o pensando que le habían puesto el himno muy bajito. Estaba como mosqueado. También, porque en el famoso cruce de octavos contra Argentina, falló a puerta vacía en un córner, no llegó a rematar. Y por supuesto, por tener el honor de agarrar a Maradona e intentar tirarlo como fuera mientras el barrilete cósmico se sacaba de la manga un pase a Canigga para que marcara el gol de la victoria.
No era un jugador normal. Y tampoco lo fue en el Madrid. No sé si fue incluso peor que Spasic, pero, en un principio, sobre el papel, aquello prometía. Robert Prosinecki, mejor jugador de Europa. Gheorghe Hagi, el Maradona de los Cárpatos. Y Rocha, el central de Brasil. Podrían haber pasado a la historia, pero a quien se recuerda es a Koeman, Laudrup y Stoichkov. Veamos por qué.
Cuentan las crónicas que Rocha fue de lo mejorcito de su equipo, por no decir lo único presentable, en el inicio de la temporada 91-92. Buen partido en Cádiz, contundente contra el Valladolid —aunque todo lo que sucedió ese día quedó eclipsado por el incidente entre Valderrama y Míchel- y el mejor contra el Slovan de Bratislava junto a Buyo, lo que demostraba, entre otras cosas, que el equipo se estaba defendiendo demasiado.
Así lo entendió Mendoza, que rápidamente trajo de director técnico a su amigo el holandés Leo Beenhakker. «Haré el trabajo que hacía Molowny», «vengo a trabajar en la sombra», «nunca seré el entrenador», declaró. Lo que sucedió después tiene gracia.
A Radomir Antic le defendían los resultados. Contra el Barça en casa, por ejemplo, se dejó una impresión bastante decente aunque se empató a uno. Robert Prosinecki marcó el gol del Madrid de falta. Rocha aquel día jugó con gripe y solo aguantó la primera parte, el equipo se hundió en cuanto se fue al vestuario. Además de una serie de yoyah bastante interesantes, dejó detalles como anticiparse a Stoichkov y dejársela de tacón a Chendo.
Diez minutos después del tacón, Laudrup, con toda la clase y la elegancia que le caracterizaban, le pegó una patada en la boca a Rocha desde atrás. Jugar de tacón tenía un precio, eran las normas no escritas. Aunque Rocha manco no era y cinco minutos después volvió a derribar a Stoichkov con una entrada directa al talón y en el lance, de paso, se tiró de culo sobre su cabeza. Qué edificante era el balompié entonces.
Con aquella inyección de moral, ver que el campeón no estaba para ganar al Madrid, el equipo fue tomando forma; forma rocosa, concretamente. Rocha daba palos detrás, pero por delante tenía a gente seria que jugaba circunspecta como Milla y Fernando Hierro. El malagueño mandaba y marcaba cada jornada, explotó como futbolista. Los amantes del fútbol de vencer poniendo mueca de asco, de que se contabilicen los goles y las bajas, estaban de enhorabuena, pero desgraciadamente, el que mandaba, Ramón Mendoza, no. Le costaba soportar las críticas. El presidente anhelaba «jugar bien», como hizo el Madrid de su Quinta en los ochenta. Seguía con la morriña esteta. Declaró expresamente que la plantilla era muy buena y que por eso se iba líder, no por Antic, el entrenador.
Por entonces, Rocha, silenciosamente, nos demostraba de qué pasta estaba hecho. Jugaba partidos muy completos, era insuperable, pero en Riazor, por ejemplo, en el minuto uno dejó solo a Claudio Barragán, que no supo agradecer el favor. Tenía esos detallitos e iban llegando por goteo, como cuando empieza a llover. Pese a todo, tras ganar por dos a cero al Mallorca, la defensa del Real Madrid era la menos goleada de la era Mendoza.
Un dato que contrastaba con la irregularidad del equipo, capaz de palmar contra el «Neuchatel de los egipcios», —Hany Ramzy, Ibrahim Hassan y Hossam Hassan— y a los pocos días meterle cinco al Español en Sarrià ante la atenta mirada del serbobosnio Dusan Mijic, integrante de la Vojvodina que le chuleó el campeonato yugoslavo 88-89 al Estrella Roja y el Hajduk Split. Pero esa es otra historia. Aquel día Milic le cedió amablemente un balón a Míchel para que marcara y a final de año fue pasaportado al Palamós con un lacito. El caso es que el Madrid cuando parecía que molaba, pinchaba.
Mendoza entonces hacía chistecitos. Dijo un día «Antic, en el descanso de este partido, no está cesado, al término del encuentro, ya hablaremos». Nadie como él y su fina ironía para transmitir tranquilidad a la plantilla. Rocha, por su parte, seguía siendo el mejor del equipo junto a Hierro. El brasileño en Atocha se marcó un partidazo ante la Real Sociedad de Oceano, Carlos Xavier y Kodro, que era la sensación de los resúmenes del domingo. La crónica del Mundo Deportivo fue muy descriptiva:
El brasileño estuvo infranqueable en todo momento, aunque para ello tuviese que recurrir al juego duro; la máxima «puede pasar el balón, pero nunca el jugador» la siguió al pie de la letra.
No le faltaban recursos. En la vuelta contra el Neuchatel, donde se marcó un autogol el egipcio Ibrahim Hassan, Rocha dijo que como en la primera parte lo vieron crudo, en el descanso «rezaron mucho» y «surtió efecto». Cuando no debió de rezar fue contra el Atlético de Madrid. Venían de dos empates, contra Zaragoza y Oviedo, y ganar al vecino era una necesidad acuciante. Rocha hizo, en sus propias palabras, su peor partido con el Real Madrid. Luis Aragonés destrozó a la defensa blanca con sus jugadas de estrategia. En el gol de Manolo falló Rocha y Futre, al que debía marcar, se lo pasó pipa los noventa minutos.
Finalmente, Antic se fue a la calle. Iba líder, sí. pero perdió en Valencia, el Madrid ganó al Tenerife en casa pidiendo la hora y empató a uno con el Cádiz. Demasiado para Mendoza. Nada más ser despedido, el serbio fue a consolarse a casa de su amigo y excompatriota Robert Prosinecki, lesionado de gravedad, como todo el mundo recuerda, e iniciándose en el mundo de la noche de una de las ciudades más divertidas de Europa en aquel momento. Tenían al Barcelona segundo a tres puntos. El serbio ese año había logrado una racha de veinticinco de veintiséis puntos posibles en trece jornadas, pero lo mandaron a casa. La situación era como para cabrearse.
Con Benhaker pronto se dejó ver el «buen fútbol», el «jogo bonito» y todas esas cosas. Derrota contra el Valladolid de los colombianos y nuestro amigo Engonga y derrota contra el Sevilla. Rocha fue claro y meridiano con los periodistas: «Somos un mal equipo».
Al Camp Nou se fue como al matadero. El Barça estaba crecido y el Madrid era un hazmerreír. A los pocos minutos, Koeman clavó un obús de falta como pocos se recuerdan. Rocha estaba desbordado, más perdido que una rana en el mar, pero, mira tú por dónde, el que apareció fue Butragueño. Se hizo una jugada excepcional por la izquierda, metió un pase medido a Hierro quien fusiló a Zubizarreta literalmente, porque la pelota le golpeó en el esternón al vasco como una bala, aunque el rebote fuera luego para dentro.
No estaban muertos. Quedaba mucha liga. El Real Madrid salió muy reforzado de ese empate a uno, pero a los pocos días llegó un rival de cierta entidad y Ricardo Rocha demostró por primera vez, ya a las claras, su don para lucirse en las grandes ocasiones. Era el Torino; el Torino de Rafael Martín Vázquez, el hijo pródigo, que había abandonado la casa que le vio nacer. Otra audacia de Mendoza.
En la ida se ganó 2-1. El paisano de Rocha, Walter Casagrande, marcó el 0-1. Fue un espantajo de gol. Habría sido feo hasta en un campo del norte completamente anegado. Lentini chutó sin ángulo, raso, a la base del palo y no me pregunten qué hizo Buyo porque aún no lo sé. El balón bailó ska por encima de su cuerpo, le cayó a Casagrande dando botecitos y la enchufó a placer. Rocha era su marcador.
La rueda de prensa fue memorable. Doce aficionados del Torino fueron agredidos en las puertas del estadio, a uno le rompieron el peroné, y al autobús del equipo se le apedreó y se le rompieron las lunas. El jefe de prensa italiano le espetó a Leo Beenhakker «¡Los españoles sois unos animales!». Y el holandés, metido súbitamente en la piel de un español, replicó: «El Torino ¡a tomar por culo!».
De menos risa fue a que a las dos de la madrugada, en el kilómetro 161 de la N-V, un camión cargado con troncos perdió el control y la carga cayó por toda la carretera. El coche en el que volvía a casa de ver el partido Juan Gómez «Juanito» esquivó los troncos, pero no a un camión portugués que se había detenido. La leyenda blanca perdió la vida en el acto.
En el partido de vuelta, Rocha fue el más desafiante de los blancos. «Los del Torino no son más hombres que nosotros», dijo a los medios. Hombres tal vez no, pero como futbolistas, Lentini se coló por la derecha nada más empezar, centró al área y ahí apareció Ricardo Rocha para despejar de chilena o tijereta o no se sabe qué. Es cierto que si no despejaba venía Casagrande por una autopista para rematar a placer, pero es que despejó a la escuadra donde no podía llegar Buyo.
Con eso ya estaban clasificados, pero por si acaso, el belga Enzo Scifo tocó para Rafael Martín Vázquez, que abrió para Lentini y el Gianluigi la volvió a liar. Se internó en el área, sorteó a Chendo con un regate y centró a Fusi, que se limitó a tirar a puerta con toda su alma como era su obligación, y ahí estaba de nuevo el dúo cómico. El balón pasó por entre las piernas de Rocha y Buyo, volviendo de donde había dejado Lentini a medio Madrid clavado, intentó pararla con el pie dando una patada al aire inverosímil. De propina, esa semana el Barça se calificó para la final de la Copa de Europa en Wembley.
En la prensa se empezó a comparar a Rocha con Spasic por eso del autogol en un momento clave, aunque se reconocía que se había mostrado muy seguro durante todo el año. Mano a mano con Sanchís, habían permitido que Hierro se preocupara de atacar en el centro del campo con notable éxito y, la verdad, era cierto. Era un central excepcional. Aunque hay que decir que el principal activo de Rocha como defensa era su temeridad. Se iba al suelo con facilidad y violencia en cuanto tenía a alguien enfrente. Los antimadridistas dirán que como era merengue podía hacer todas esas guarrerías y lo mismo llevan razón. De hecho, si no lo he soñado, Núñez se quejó de que entraba siempre con los dos pies por delante y se refirió a él como «negrito».
En el último tramo de liga, las diferencias entre Madrid y Barcelona nunca se agrandaron. Una semana, un gol de Alejandro dio al Real Burgos un empate a uno en el Camp Nou y el Madrid lo tenía todo de cara. A la siguiente, Marius Lacatus le clavaba un gol a Buyo por entre las piernas de Miguel Porlán Chendo y volvía la igualdad. Sin embargo, con todo en contra, el Madrid acabó fuerte, con buen tono. En dos partidos memorables de Rocha, los blancos vencieron al Atlético y al Valencia. Ya solo había que ir a Tenerife y ganar el último partido.
Buen rollo no había en el equipo. Rocha dijo a la prensa «hay un par de jugadores en el Real Madrid que están como muertos». Se refería tal vez a Milla y Luis Enrique. Pero daba igual. En Tenerife, Hagi marcó uno de los goles del año, el Madrid se puso 2-0. La liga estaba ganada. Solo había que dormir el partido. Telemadrid estaba echando una corrida de toros e interrumpía la emisión para poner los goles. En las Ventas estaban más pendientes del fútbol que de la lidia. Todo era fiesta. Emoción.
Estebaranz acortó distancias. 2-1. Y llegó el desastre. Pizzi se fue por la derecha, chutó a puerta de mala manera y Rocha, que estaba cubriendo a Pier, despejó con todas sus fuerzas… dentro de la portería. Casi revienta el balón del chut. Empate. En pocos segundos, derrota. La ejecución del 3-2 también fue inenarrable, aunque solo participaron Buyo y Sanchís.
En cualquier caso, la Revista Real Madrid le dio el premio al jugador más destacado de la campaña. Y el siguiente bochorno, la derrota contra el Atlético en el Bernabéu en la final de Copa del Rey, con goles de Futre y Schuster, se la perdió. De hecho, nadie la tomó con él. En la Ciudad Deportiva la gente pitaba a Míchel y a Sanchís. Se estaba gestando aquello del «menos millones y más cojones». Finalmente, de esta temporada, no hubo mejor análisis que el de Chendo: «El Barcelona ha ganado la liga porque ha quedado campeón».
A poner orden llegó Benito Floro, el nuevo Arrigo Sacchi, anunció Mendoza a sus palmeros. Vino Zamorano. Se esperó a Prosinecki, que volvía de la recuperación. Se mantuvo a Rocha y se echó a Hagi, solo podían jugar tres extranjeros. El cuarto sería Esnáider, una joven promesa argentina que nada más debutar en el Bernabeu con 19 años tuvo una ocasión y fue directa al pecho del portero.
La temporada 92-93 fue la de la eclosión del Superdépor y la llegada a nuestro campeonato de un Diego Armando Maradona. El Madrid comenzó como era Floro, frío. Ciertamente aburrido, pero en el fútbol de esos años en el orden estaba la virtud. No obstante, su equipo también fue irregular. En la UEFA empató a uno con la Politécnica de Timisoara y Rocha volvió a demostrar con sus declaraciones que había muy buen rollo en la plantilla:
Tenemos que cambiar la manera de actuar porque hemos jugado contra un equipo de tercera categoría y, en la segunda parte, nosotros hemos sido de cuarta. Debimos ganar 0-3 y a punto hemos estado de perder por ese resultado. Este ha sido el peor partido desde que estoy en el club. No hace falta que hablemos los jugadores, todos sabemos qué pasa aquí. El Real Madrid le tiene que echar cojones y no se los echa.
Se metió a la grada en el bolsillo. Cosa que era lo mejor que podía hacer, por otra parte, porque poco después, ante el mencionado Superdépor, quizá se metió el mejor autogol de toda su carrera. Minuto ochenta, un centro del Deportivo al área, suavecito, y lo cabeceó al hueco. Impecable. Mejor que Spasic. Como los mejores rematadores británicos de antaño. Y antes, el anterior gol del Dépor fue un centro de Hierro atrás que dejó pasar Rocha al portero inexplicablemente, la recogió Bebeto muy agradecido y empató. Goles delirantes para que le remontaran al Madrid. Una vez más.
Lo gracioso es que ese año, jugando en horizontal como jamás haya hecho un equipo, —el Madrid recordaba a lo que se encontró Homer Simpson el capítulo en el que fue a ver un partido de fútbol— al final se hizo una temporada bastante decente. Al Barcelona se le ganó en casa. Al Sevilla de Maradona se le metieron cinco. El equipo acababa arriba. Sonaban ecos de la eficacia de Antic, con un juego adusto, de mantener la posesión y dar pocas concesiones. No era refrescante, tenía mucho más glamour el Barça, pero en Concha Espina siempre se ha tratado de ganar todo a todos siempre y luego ya veremos si las triangulaciones son alta cocina.
No obstante, las desgracias fueron llegando como siempre le pasa al Madrid cuando se muestra burbujista, esto es, al primer cruce con un equipo serio. En la UEFA fue contra el PSG. En el Parque de los Príncipes cayeron cuatro. El primero de córner, con Rocha en el primer palo. En el segundo poco pudo hacer, en la repetición a cámara superlenta se le ve como espectador privilegiado asistir a todo un rondito. En el tercero, se comió un amago y salió volando. Y en el cuarto, otra vez le tocó disfrutarlo en primera fila. Fue una carnicería.
Al final de la temporada, el Madrid logró eliminar al Barcelona en las semifinales de la Copa del Rey. Fue el último gran partido de Rocha vestido de blanco. Pero, ay, había que volver a Tenerife. Rocha fue baja por una rotura de fibras. Mendoza ya le había dicho que no seguiría en el Real Madrid. Los Ultras Sur hicieron un mural gigante con su caricatura pidiendo que se quedase. «Rocha se queda, Rocha no se vende», coreaban. Su última aportación fueron estas declaraciones a la prensa: «Seremos campeones en la última jornada». El Tenerife no opinó lo mismo.
Así, con muchísimo cariño, sin acritud ninguna, hubo que decirle adiós a este señor. Siempre se le ha tenido en estima, pese a la abultada nómina de situaciones esperpénticas. Entre otras cosas, porque después su plaza de extranjero la ocupó Claudemir Vitor Marques, natural de Mogi Guaçu, y aquello ya fue porno duro. Para otro día.
Aquí en Argentina llegamos a verlo quemar sus últimos cartuchos en Newell’s y daba muestras todavía de su calidad, incluso se hablaba de que Maradona quiso llevarlo a Boca.
Todo se resume en una palabra: Negreira
Pingback: 'Macarena', de Los del Río: un documental sobre cómo conquistar el mundo - Jot Down Cultural Magazine
Pingback: Nando Martínez: «Ahora no es igual en Coruña, la gente es deportivista hasta la médula, pero no es lo que vivimos nosotros»