Es muy probable que, si buscas información sobre la historia de la exploración polar, termines encontrándote con una charla, una conferencia o un libro de Javier Cacho (Madrid, 1952). Apasionado de las regiones polares, Cacho es uno de los divulgadores más destacados de la era heroica de la exploración polar. Físico de formación, escritor y divulgador de corazón, participó en la primera expedición científica española a la Antártida y fue jefe de la base antártica española Juan Carlos I.
Quedamos en dar un paseo desde Atocha hasta su banco favorito del Retiro para hablar de héroes como Scott, Shackleton, Amundsen o Nansen, para que me cuente cómo un niño «normalito, muy normalito» de Vallecas acaba teniendo una isla con su nombre en la Antártida, Cacho Island, y qué se siente al pisarla. Sin embargo, por temor a que empiece a llover, terminamos tomando un café en una terraza en el centro y me quedo sin saber cuál será ese banco.
Este año comenzó fuerte, Javier.
Comenzó muy fuerte por casualidad. Hice una expedición a la Antártida que me pidió que organizase la Sociedad Geográfica Española. Me ha encantado. Volví y, al mes de volver, me fui al Ártico.
¿De la Antártida al Ártico?
Sí, me convertí en bipolar (risas). Me fui al Ártico para una campaña para fotografiar auroras que teníamos organizada. Fotografiar auroras desde un globo a treinta kilómetros de altura, evitando toda la contaminación lumínica, la humedad, el vapor de agua, los aerosoles de la atmósfera…
Bueno, lo típico que hacemos todos cualquier fin de semana
No, no he viajado mucho. Este año ha sido especialmente complicado, por cosas mías. He hecho un viaje a Bulgaria, del que acabo de regresar. He ido a Barcelona a dar una conferencia y dentro de poco me voy a los fiordos noruegos en una goleta, que es una cosa que llevo haciendo varios años seguidos.
Es un tema turístico, pero vamos dando conferencias a los pasajeros en una goleta preciosa de tres palos por los fiordos noruegos, muy tranquilos. Una belleza de sitio. Viendo auroras. Después vuelvo y a los dos días me voy a una conferencia en Tenerife sobre exploradores polares que me pidieron hace un montón de tiempo.
Hablando de exploradores polares, en tu libro Amundsen-Scott, duelo en la Antártida, mencionas un encuentro decisivo en la historia de la exploración polar: el de Sir Clements Markham, presidente de la Royal Geographical Society, y el capitán Scott en junio de 1899. Dices que, aunque nadie sabe de qué hablaron, fue gracias a ese encuentro casual que Scott se convirtió en el líder de la futura expedición a la Antártida. Cuentas que Markham no creía en el azar y que estaba convencido de que todo sucede por una razón. ¿Y tú? ¿Crees que existe el azar?
No. Queda mal decir esto, pero no, no, yo creo que no existe el azar. Hay algo más por aquí detrás. No soy una persona religiosa. No he ido a misa desde que me casé, más o menos, con algún bautizo y cosas de ese estilo, pero aquí hay algo más que los científicos decimos: «esto no se ve, no se toca, no se oye, pues no existe». Aquí pasan muchas más cosas.
¿Tú crees?
Sí, Yo tengo sensación de cosas… Por ejemplo, fenómenos como telepatía.
¿Sí?
Es que me ha pasado muchas veces. Estás pensando en alguien: «Bueno, voy a ver si llamo a Menganito» y, de repente, suena el teléfono y es Menganito. Ese tipo de cosas. Yo no pretendo convencer a nadie de nada, pero creo que las cosas no pasan por azar. Hay algo que estructura todo esto. No me digas cómo ni de qué manera.
A veces nos empeñamos a hacer unas cosas y luego, cuando dejamos de hacerlas, cogemos lo que sería el buen camino y es cuando hacemos las cosas. Creo que era Einstein quien decía (con voz solemne) «yo en la vida, siempre que he llegado a una diversificación de caminos, entre las dos opciones, he tenido claro por cuál tenía que tirar».
Bueno, quizá a esos no les hace falta ninguna ayuda exterior, por así decirlo, pero a los que somos un desastre y vamos de forma errática por la vida, a veces nos hace falta algo que diga: «Sigue por aquí, que a ti lo que te gusta es esto, que tú estás más preparadito para esto que para otras cosas».
Luego echas la vista atrás y parece que hay una cierta estructura, ¿no?
Correcto. Yo, si he hecho la vista atrás, en el momento actual, pues digo: «Claro, si es que mi vida ha sido la Antártida y gracias a la Antártida he llegado a todo lo que he hecho». Ahora mismo, lo más grande y noble, que es tener una isla con mi nombre en la Antártida y, por lo tanto, ser inmortal. Lo siento mucho (risas).
¡Cacho Island! Ahora hablamos de ella.
Y ahora va a salir un sello.
¿Qué me dices? ¿Un sello de Cacho Island?
Sí, señora. Correos emite el día 23 un sello de la isla de Cacho.
Pero Javier, ¿esto como lo vive uno? Tener una isla con tu nombre, tener un sello…
No sé. Como una broma. Bueno, no como una broma. Yo entré en la Antártida por el tema del agujero de ozono. Me iba muy bien en la Antártida, porque me gustaba mucho aquello, Después decidí salirme del grupo de investigación y hacer otras cosas. O sea, que de repente erré el camino.
No tenía claro dónde iba y me fui a hacer otra cosa. Gestión de proyectos para mi institución. Las cosas no me fueron bien por ahí y, de repente, alguien dice: «Oye, Javier, vete a trabajar al programa Antártico». Y volví a trabajar al programa Antártico. Y ahí seguí.
Continué varios años, un par de campañas Antárticas, donde conocí a los búlgaros, etc. Después, habían pasado casi diez años y, de repente, una persona me llama por teléfono y me dice: «Javier, ¿te quieres ir de jefe de base a la Antártida? Y yo dije que sí. Y volví otra al corralito Antártico.
¿Por qué escribes libros sobre exploradores polares?
Por un rebote de la vida. En el 89 escribí un libro sobre el agujero de ozono, de divulgación. El libro quedó bien. Le gustó mucho al editor y se publicaron 10.000 ejemplares, pero no seguí por ese camino. De repente, años después, me llamaron del Parque de las Ciencias de Granada, porque iban a hacer una gran exposición de la Antártida y querían hacer un ciclo de conferencias sobre la Antártida y habían contado conmigo para hacer una: «La exploración en la Antártida desde el Renacimiento hasta la edad heroica».
Desde el Renacimiento. Casi nada.
Pero yo no me he preparado para ser escritor. Quiero decir, que hay gente que de pequeñito escribe o gente que lee mucho, novelas, lo que sea. Yo hice un bachillerato técnico, que ahora sería el equivalente a un FP. O sea, un bachillerato para el hijo de un trabajador de Vallecas, que su vida iba a ser de mecánico en un garaje.
¿Eres hijo de un trabajador de Vallecas?
Sí. Mis padres se empeñaron en que hiciese carrera y la hice.
Entonces no eras un niño que soñaba con ir a la Antártida ni con los exploradores polares ni con ser escritor y físico… ¿Cómo era tu familia?
Era lo suficientemente generosa y con amplitud de miras para querer que yo, que era el mayor, bueno, y los dos siguientes después, hiciesen carrera. En ese entorno social no era corriente que los hijos estudiasen en carrera. Lo corriente era que en cuanto tuviesen 16 años les pusieran a trabajar para que llegase dinero a casa.
Recuerdo que a mis padres siempre les decían sus amigos: «¿por qué no ponéis a Javi a trabajar?». «No, vamos a dejar que termine el bachillerato». «¿Por qué no ponéis a Javi a trabajar?» «No, vamos a dejar que termine la carrera».
Eso no era corriente.
No era corriente en esa época, en esa clase social. Mi padre era un cartero, con lo cual para mí el sello es emocionante. Mi abuela fue señora de la limpieza en Correos. Se recorría los pasillos de Correos de rodillas, limpiando el suelo. No había fregonas. Mi madre tenía un poco más de cultura; había hecho bachillerato, que era mucho para aquello tiempos, y también trabajó en Correos.
Se sacó las oposiciones de Correos y trabajó a un nivel más alto que mi padre. Y yo he trabajado en Correos de turronero, en las navidades, para sacar unas pesetas cuando necesitaban gente que les manejase las felicitaciones de Navidad. Y por eso nos llamaban los turroneros y me pagaban un poquito de dinero.
Éramos todos universitarios, que debíamos de ser más dóciles. Los tres hermanos hemos trabajado de turroneros, con lo cual para mí el sello de Correo de la isla de Cacho es muy emocionante, porque lo viví como un regalo a mi familia. Es un reconocimiento a mi familia.
¿Cómo acabas estudiando Física?
Pues porque tenía un buen profesor que en sexto nos daba Electrónica. Y dije: «Yo quiero hacer Ingeniería electrónica». Y en séptimo nos dio Físicas. Y dije: «Yo quiero hacer Físicas».
Lo que hace un buen profesor.
Yo creo que entre sexto y séptimo le pedí a él algún libro para leer durante el verano. Y entonces me dijo: «Cómprate este». Principios de la física. Un tocho así. Todos los principios de la física, toda esa fase apasionante de la física de 1900, finales del siglo XIX y todo el avance de la física atómica. Era un libro muy divertido, porque contaba no solamente la física, sino también cómo vivían los científicos. La mayor parte de los científicos eran alemanes.
Cómo llegaba el fin de semana y todos se iban al monte. Se iban a refugios de montaña y allí seguían con sus teorías. A mí aquello me quitó el arquetipo de científico raro, extraño, aburrido, para encontrarme con científicos muy normales y con físicos muy normales. Gracias a este profesor. Y gracias a la generosidad de mis padres, que también me permitieron comprarme un libro que sería caro en aquel momento.
¿Qué tal te fue en la carrera?
Había un tema que siempre me había entusiasmado, que eran las nubes. Yo me pasaba mucho tiempo así, mirando las nubes. A mí las nubes me gustan mucho. En aquel momento, me hacía ilusión. Y cuando tuve que elegir especialidad, elegí Física de la atmósfera por las nubes.
¿Por qué las nubes?
Porque me gustaban las nubes y me siguen gustando. Quédate mirando una nube, por favor. Esas nubes algodonosas, como los nimbos de primavera y de verano que van creciendo delante de tus ojos. Eso es un espectáculo de la naturaleza. Nos vamos a ver auroras y no vemos esto. Pues ahí, otra vez, llegó un profesor y dio una clase sobre el ozono y a mí me entusiasmó.
Entonces le dije: «Oiga, que me ha gustado mucho la clase que ha dado. ¿Dónde puedo aprender más del ozono?». Empecé a pasarme horas y horas en la biblioteca del Meteorológico pensando: «A este le gusta el ozono y a mí me gusta el ozono. Voy a hacer un trabajo sobre el ozono y se lo voy a entregar. A ver si de esa manera me puedo quedar a trabajar en la universidad como profesor», porque a mí siempre me ha gustado enseñar, divulgar. Pasé tres o cuatro meses trabajando en ese tema y escribiéndolo con máquina de escribir, clic, clic, clic, clic, clic. 100 páginas. Y, de repente, cuando se lo fui a entregar, me dijeron «Ya no trabaja con nosotros.
Se ha ido. Enséñeselo al catedrático». A don Joaquín Catalá. Entonces tuve que ir a enseñárselo al catedrático, a don Joaquín Catalá, temblándome los pies. «Mire, don Joaquín, que yo he hecho esto». «¿Quién le ha mandado hacer eso?». Se lo debió hojear, le debió gustar y me llamó. Entonces mi carrera, que siempre había sido de aprobados o suspensos para septiembre, de repente en cuarto y quinto fue de sobresalientes y matrículas. No digo que en todas las asignaturas, pero casi.
Entonces… ¿Empezaste a ser un alumno brillante a los veinte años?
Sí, porque me gustaba, porque por fin había encontrado lo que me gustaba, que era el campo de la atmósfera. Mis padres no se lo creían. Entonces, a finales de quinto curso, me llama el catedrático: «Cacho, venga conmigo, que nos vamos a ir al INTA, que allí han comprado el primer instrumento de España para medir el ozono y usted de eso sabe mucho». En el INTA me ofrecieron trabajar con ellos.
Bien, ¿no?
Me fui a la Comisión Nacional de Investigación del Espacio y por una parte bien y por otra parte mal. Quiero decir, a mí me gustaba ser profesor. A mí me gustaba divulgar y eso lo cambié por un plato de lentejas, en cierta manera. Era solo investigación y el mundo de la enseñanza lo dejé atrás. Luego siempre me he arrepentido.
Bueno, no me he arrepentido del pasado, porque no tiene sentido, pero hice otro cambio de agujas al que me han hecho volver otra vez ahora. «Déjate de investigación pura y cuenta lo que sabes, que es lo que a ti te gusta. Y es con lo que disfrutas. Y lo haces bien». Todas mis conferencias, en general, me salen muy bien. ¿Cómo? No lo sé, pero me salen bien.
Se lo pasa bien la gente conmigo y yo también. Hago conferencias en las que todo el mundo está encantadísimo. ¿Existe el azar? Bueno, no sé si existe el azar. Más bien creo que o tú mismo vas moviendo las cosas o alguien mueve un poquito las cosas, no lo sé.
¿Como científico has disfrutado?
Como científico no he disfrutado demasiado.
¿Ni en la etapa de la investigación del ozono?
Sí, toda esa época sí me gustaba, pero ahí siempre me faltaba algo. Era una carrera demasiado competitiva. Se publican montones de papers, montones de libros, tienes que estar enterándote de todo para estar ahí haciendo cosas. Después, yo soy un científico intuitivo. A mí me gusta intuir cosas. Y claro, la ciencia cada vez es menos de intuiciones y más de artificios, de artificios matemáticos.
¿Cómo te afectó cuando se descubrió la gravedad del agujero de ozono?
Fue un momento apasionante de mi vida. Solamente tres personas en España sabíamos de la existencia, por así decirlo, del ozono. Mi mujer (trabajábamos en el mismo grupo de investigación), otro compañero, que era muy físico y no le gustaba ni hablar a la prensa ni dar charlas ni conferencias, y yo. Me afectó en el sentido de que, por un rebote de la vida, pude participar en la primera expedición científica española en la Antártida.
¿Cómo fue ese rebote?
Estaba montándose una expedición oceanográfica a la Antártida y querían y no querían que fuese alguien más de otras instituciones. Como en este caso era el ozono y eso acababa de aparecer, al final me dijeron que sí. Yo tenía que conseguir los fondos de mi director. Entonces mi director no nos recibía, no nos recibía… Al final nos recibió un viernes y la expedición salía el lunes. Mi mujer siempre recordará que tenía cistitis y lo pasó fatal preparando todo el equipamiento.
¿Tu mujer fue contigo?
No, no.
Como científica, ¿le hubiera gustado?
Sí, pero teníamos una hija de un año y dos meses. Entonces yo estuve, participé en esa expedición. Cuando volví de la Antártida, los medios de comunicación me preguntaban. Di charlas y más charlas y entrevistas y más entrevistas. Todo el mundo quería saber del agujero de ozono. Y eso era lo que me gustaba a mí, la divulgación.
¿Tú tenías un diario en la Antártida, como los exploradores polares de la edad heroica?
Siempre me he sentido en la obligación de escribir un diario de lo que he sentido cada día, pero más proyectándolo hacia mi familia, para que mi familia viese cómo estaba, lo que había hecho, lo que estaba ocurriendo. Más proyectándolo hacia ellos que hacia mí.
¿Qué le dirías ahora a ese Javier que está a punto de irse a la Antártida por primera vez?
Uf, pues le diría que lo va a pasar mal, porque cuatro meses en un barco… Había dos barcos, uno oceanográfico y un barco pesquero que hacía apoyo. Yo fui en el barco pesquero, donde vi toda esa estructura social: capital, suboficial y prole. Es como retroceder cincuenta años en la estructura social de un país. Vi cosas muy fuertes.
¿Cómo qué?
Tuve un enfrentamiento con el capitán del barco. Fue una cosa aparentemente ridícula, pero me declaró personal non grata en el barco.
¿Por qué?
Porque en un barco el capitán es Dios. Recuerdo un día que estaba hablando con el médico, que éramos muy amigos, y me viene el segundo oficial y me dice: «Javier, qué dice el capitán, Manolo, que vayas a verle». Le dije: «Dile que voy luego, que estoy aquí». Y al otro le rebotó que yo dijese eso y me volvió a decir: «Oye, que dice Manolo que vayas ya». Entonces yo dije: «Dile a Manolo que estoy con un amigo y que voy dentro de un poco».
A Manolo, el capitán Manolo.
Exacto, y apareció el capitán Manolo, bufando, diciendo que cuando un capitán dice algo, se obedece. Entonces me dijo «Ahora te considero personal non grata».
Pero ¿qué pasa en un barco con una persona non grata?
Pues que no me hablaba nadie, María.
Perdona que me ría, Javier.
Sí, sí, sí, María, sí. No te puedes imaginar. No hablaba conmigo nadie. Estaba prohibido. Yo no me jugaba nada, pero ellos se jugaban que el capitán les contratase para el siguiente viaje de pesca. Es que es muy serio. Estuve durante unos diez días en los que no me hablaba nadie. Nadie.
Yo iba por los pasillos y nadie me hablaba, como si fuese una sombra. Solamente me hablaba el médico, que fue mediando y consiguió poquito a poquito convencerle. Llegó un momento en que rehicimos la amistad. Fue un momento muy duro y, por otra parte, un momento bonito, porque de repente veías a la marinería, que sabía lo que había pasado, que a escondidas me hacían gestos.
No te puedes imaginar lo que significa eso. El pequeño gesto de alguien. Te das cuenta de que te está diciendo: «Tío, joder, aguanta, aguanta». No puedes imaginar lo que se siente cuando nadie te habla, cuando todo el mundo te hace vacío.
Lo duro entonces no fue la Antártida, lo duro fue el capitán Manolo.
No, lo duro no fue la Antártida. Fue vivir allí en ese barco. Además, yo me mareaba mucho, con lo cual también…
¿Y una vez en la Antártida?
Bajé a algunas bases antárticas y vi lo que se vivía allí. Eran unas navidades y bajamos a una base argentina. Vi un mundo muy distinto. Por una parte, eran unos paisajes de ensueño. Hablé mucho con el jefe de la base y me contaba historias.
Era un militar joven y me contaba lo duro que era estar ahí sin las familias. Y me contaba que, en la fiesta de Navidad, después de la gran cena, la bebida y tal, todo el mundo se retiró a las ventanas y se quedaron por las ventanas mirando al infinito, en silencio.
Me dijo: «Yo también lo hice y me di cuenta de lo que hacían mis hombres, que era pensar en su gente, pero lo curioso es que todos nos pusimos, no en las ventanas que daban a la bahía, que era preciosa, con icebergs y acantilados llenos de nieve y de hielo, sino en las ventanas que daban a unos farallones de roca que había detrás». Estaban a cuatro metros, luego no se veía nada nada, pero era dirección norte, en dirección a Argentina, a sus familias.
Eso es muy bonito.
Sí, les dimos la alegría cuando fuimos. Es la alegría que sientes cuando después de estar mucho tiempo viviendo en un entorno muy limitado… Me ha pasado muchas veces. Luego, cuando estuve en la Antártida como Jefe de base, estás un tiempo con gente, solos, y de repente te llega un coreano que viene a investigar y te da una alegría verle… Es que no te lo puedes imaginar, porque son seres humanos como tú, porque descubres que son de tu misma especie.
Igualito que en Madrid.
Allí te das cuenta de eso. Después es un desastre la relación, porque el tipo no habla inglés, tiene otra cultura, otra religión, otra forma de pensar… Es decir, que luego, probablemente, no puedas ser su amigo y la conversación no pasa más que de cuatro palabras tontas. Pero sigue siendo miembro de tu especie. Y hay como, siempre lo he dicho, una especie de pacto. Cuando le das la mano, sin quererlo, estás haciendo un pacto que dice que si a ti te pasa algo, vas a arriesgar tu vida por salvarte.
¿Piensas que los seres humanos tenemos sentido de la especie?
No, lo hemos perdido, lo hemos perdido. Yo lo descubrí en la Antártida y me cuesta mucho mantenerlo. Yo siempre cuento de la Antártida la parte más dura, que es que lo pasamos mal. Tu familia allí, tu mujer allí…
Tu niña creciendo…
Y te lo estás perdiendo y no eres consciente de que te lo estás perdiendo. Yo era consciente cuando me iba de que mi mujer iba a ser la misma cuando volviese cuatro meses después, más o menos, pero mi hija no. Mi hija iba a pasar de un año y tres meses a un año y siete meses…
¿Merece la pena?
¿Merece la pena? En aquel momento tomé la decisión de que, bueno, era un daño colateral. Pero sí, sientes miedo. Si aquí, ahora mismo, se nos cae el techo y a mí se me rompe el hombro, llamas al 112 y viene el Samur y me llevan a un hospital. Allí se te cae el techo y te rompes el dedo meñique, y en nuestra base, que en aquel tiempo no teníamos médico, pues vas al cocinero y te lo arregla (risas).
Pero ahora hay internet y hay de todo allí, ¿no?
Bueno, ahora sí, ya todo ha cambiado, pero si te pasa algo, ¿dónde está el 112? ¿Y si le pasa algo a tu familia? Yo he hablado con mi mujer por telegrama. La primera vez que fui, hablé con ella por telegrama.
¿Y ahora?
Ahora sí, ya puedes estar todo el día enganchado a Internet: «Te mando una foto del pingüino para que la vea el niño». Pero, pese a todo, si le pasa algo a tu mujer, a tus padres, a quien sea, ¿dónde estás tú? A 14.000 kilómetros. Y no hay una línea aérea.
¿Qué recuerdas de ese Javier que volvió de aquel primer viaje a la Antártida?
Yo volví encantado, pese a toda la dureza de la expedición. Esos encuentros en las en la base argentina de las Islas Orcadas, esa naturaleza me atrajo irresistiblemente y, por suerte, también por casualidad, pude ir otra vez, en este caso a una base argentina, a pasar tres meses. Y también viví momentos muy duros. Yo allí iba con mi compañero de trabajo, que en aquel momento era, no sé si mi mejor amigo, pero casi. Y allí perdimos la amistad.
¿Por qué?
Por la tensión que había entre los dos. A él no le gustó la Antártida. En la Antártida hay quien va y le gusta nada más llegar, y hay quien va y dice: «Que me saquen de aquí ya».
¿Sí?
Sí, sí. Porque sientes ese miedo, ese alejamiento, esa preocupación, esa fragilidad de tu vida y dices: «Yo aquí no pinto nada».
¿En la Antártida es peor el frío o la convivencia?
La convivencia, sin lugar a dudas. El frío, pues te tapas más o menos y ya está. Y los peligros de fuera, pues con precaución y con inteligencia lo vas sorteando. Pero la convivencia… No nos enseñan. Claro, es que estamos todos muy mal, los casados o solteros con relación estable, pues te pasas ahí unos meses que nada de nada.
Y esas cosas producen tensión en el organismo, somos así. Y si no tienes mujer, no tienes hijos, no tienes a nadie a tu alrededor o no tienes un amigo con quien tener una confidencia, pues te vas cargando. Entonces tienes un roce con alguien, una tontería pequeña, y de repente ese alguien duerme en la litera donde duermes tú, en el piso de arriba. Y cuando llega la noche se sube y se tira un pedo. Y entonces, María, ¿qué haces?, ¿coges un cuchillo y le matas diciendo «cabrón» o piensas «pobrecillo, se le habrá escapado»?
Si los pingüinos hablaran…
Si los pingüinos hablaran, dirían: «Están locos estos romanos». Igual que Obélix. Los pingüinos, cuando llega el invierno, salvo el pingüino emperador, todos se van, dejan la Antártida y se van a regiones más suaves climáticamente, a las islas subantárticas. Y muchos de nosotros muchos nos quedamos allí, en esas condiciones que son francamente duras.
¿Tú has estado en la noche Antártica?
Sí, estuve unos meses en la noche Antártica.
¿Y cómo es una noche de seis meses?
En la altitud que yo estaba no llegaba a ser seis meses. Deberíamos tener dos horas de luz y otras cuatro de crepúsculo.
¿Cómo afecta eso a la gente?
Más o menos se lleva bien. Yo no lo llevo mal. También está como tú veas las cosas, por ejemplo, toda la toda la historia de los exploradores polares, finales del XIX y comienzos del XX, todo era: «Qué dura es la noche polar, es terrible ese frío, esa soledad, eso se te mete en el alma y te atrapa, pero por la patria, por la reina, hemos sobrevivido, hemos decidido seguir, porque los hombres somos así…».
Cuentan esas cosas de cara a la galería para poder vender más libros, para que digan: «Joder, un héroe auténtico». Llegó Josephine Peary, la mujer del explorador Robert Peary, que fue con él a la segunda expedición. Se pasó con él un año entero allí, con su gente. Pasó varios inviernos y lees su diario y dice: «Jo, qué bonita es la noche. Todo estrellas.
El cielo estrellado, qué preciosidad, es que me quedaría mirándolas horas y horas. Y las auroras bailando encima de ti, qué espectáculo. Y cuando llega la primavera y se quita el deshielo y llegan miríadas de aves a poblar, en nuestro caso Groenlandia…». Y dice: «Eso es un espectáculo que tu corazón se siente revivir, y ves que entre el hielo comienzan a aparecer plantitas y flores de todos los colores…». Y entonces tú dices: «Bueno, estos han estado en dos árticos, en dos mundos distintos». O sea, que todo depende de cómo enfoques tú las cosas.
¿Cuándo comenzaste a sentir el deseo de escribir sobre los grandes exploradores polares como Scott, Amundsen, Shackleton o Nansen?
Cuando me di cuenta de que se habían ido olvidando sus grandes hazañas y que necesitábamos recordarlas con un lenguaje y un punto de vista actual. Necesitamos ejemplos de valor, decisión, empatía para mantener en nosotros viva la ilusión de hacer algo grande con nuestras vidas.
¿Cuál es tu explorador polar favorito y por qué? ¿Qué crees que podemos aprender de ellos en la actualidad?
Sin lugar a dudas es Fridtjof Nansen, al que todos los grandes exploradores de su época (Scott, Shackleton, Amundsen…) le consideraban como un referente y acudían a él para pedirle consejo. Además de sus gestas como explorador, ideó equipos que se han seguido usando, casi sin cambios, durante décadas, como un tipo de trineo o una cocina eficiente, sin olvidar el mítico barco de quilla redondeada con el que cruzó el océano Ártico.
Pero, sobre todo, me atrae su humanidad, su compromiso con su sociedad y, luego, cuando la Primera Guerra Mundial devastó Europa, su compromiso personal con los más necesitados, sin importarle su nacionalidad, religión o cultura. Como botón de muestra el «pasaporte Nansen», que permitió a decenas de miles de personas rehacer su vida. Nansen es algo más que un explorador polar, es una persona que quiso cambiar el mundo. Y en cierta medida lo consiguió. Lástima que hoy se haya casi olvidado su ejemplo.
¿Qué explorador de la edad heroica de la exploración polar sería mejor amigo tuyo?
Les admiro a todos ellos, a cada uno de un aspecto diferente, pero no me considero con talla suficiente para llegar a ser amigo suyo. Los amigos se deben aportar mutuamente y yo no creo que les pudiese aportar mucho.
Creo que me llevaría mejor con Scott, porque pese a ser militar y pese a ser muy reservado, tengo la intuición de que nos parecemos mucho, en el sentido de que a los dos se nos apareció la virgen. Tu estás pensando que tu camino es ese y, de repente, hay un cambio de vías y apareces en un sitio donde no tenías que aparecer. Y apareces y lo haces bien.
A él le gustaba la ciencia y daba mucha cancha a sus científicos. Le gustaba que sus científicos le contasen a todo el mundo lo que hacían, lo que estudiaban, para que todo el mundo estuviese enterado. Era un tío muy autoritario y eso le hacía muy rígido en ciertas ocasiones, pero sabía pedir perdón con facilidad. Cuando se equivocaba, el rebote se le pasaba enseguida y, por lo visto, sabía pedir… Bueno, no pedir perdón, porque un militar no pide perdón, pero sí acercarse un poquito y bueno, ya sabes, perdón sin decirlo.
Su equipo lo consideraba un buen hombre, ¿verdad?
Sí, y alguna cosa que no he contado en el libro es lo bien que se lo pasaban. Cuando hacían una reunión en su tienda, eran risas y risas y risas hasta que ya decía: «Señores, que nos hemos reunido para decidir algo. Basta ya, venga, vamos a centrarnos en lo nuestro».
Incluso con Evans.
Incluso con Evans. Se lo pasaban bien. Eran gente joven y sabían disfrutar de la vida. Todo ha quedado tan épico siempre que eso no se ha contado. Y es una pena, porque parece que estaban todos siempre amargados ahí, luchando… Cuando empujaran el trineo, pues estarían empujando el trineo, pero cuando se relajaban, pues eran muy amigos. También me siento muy unido él porque él era un escritor de intuición, como yo.
Scott no era escritor, pero escribía de maravilla: «Si hubiéramos vivido, hubiese podido contar una historia que hablase del heroísmo y el valor de mis compañeros, que hubiese conmovido el corazón de los británicos. Tendrán que ser estas notas garabateadas en vuestros cuerpos sin vida, quienes la cuenten». Un tío que se está muriendo y escribe eso…
¿Qué crees que quería Scott?
Es muy difícil saber los deseos íntimos de las personas. Ambición personal, cumplir una obligación para su patria, hacer algo grande con su vida, sentirse orgulloso de sí mismo… Somos un calidoscopio de sentimientos y como los calidoscopios la imagen que ofrecemos cambia con cada movimiento.
Pero ¿cuáles eran sus motivaciones? ¿O fueron cambiando? Él no era inicialmente un explorador.
Bueno, Scott fue allí como un militar, sabiendo que todos los marinos que históricamente habían sido jefes de expedición luego habían ascendido en la carrera militar rápidamente y habían llegado a almirante.
No se le puede culpar. Eso es una gran motivación.
Es una motivación, igual que seguro que los científicos que iban, pues a lo mejor lo que querían era llegar a ser rector de la universidad o decano de su facultad.
Otra forma de supervivencia.
Sí, a mí no me parece que esa motivación se le pueda… Te decía que cuando están volviendo del Polo Sur Scott, Bowers y Wilson, el médico, Wilson ha encontrado fósiles de plantas en la Antártida. Antes de que se publicase La deriva de los continentes de Wegener, con lo cual había dos posibilidades, que en la Antártida hubiese habido plantas antes de esa masa inmensa de hielo y la otra es que se hubiese desplazado, cosa que tampoco era conocido.
O sea, que era el gran descubrimiento. Ellos cogen dieciséis kilos de fósiles y los van cargando. Se murió Oates y ya dicen: «Aquí o aligeramos y vamos más rápido o cascamos». En ese momento tiran todo, empiezan a tirar cosas, el teodolito, la cámara fotográfica, todo fuera.
Iban a tirar los fósiles y dice Wilson: «Amigos, os pido que no los tiréis. Porque este es el gran descubrimiento de la expedición. Si nos salvamos, es el gran descubrimiento que llevaremos al mundo. Si no nos salvamos, nuestros compañeros vendrán a buscar nuestros cadáveres se encontrarán nuestros diarios, se encontrarán los fósiles y llevarán el gran descubrimiento al mundo». A mí me parece de una grandiosidad eso. Hay grandiosidad.
Hay poesía ahí.
Hay poesía detrás y generosidad. Y sus amigos le dijeron que sí. Igual que cuando Scott, cuando están a esas famosas once millas del último depósito y no pueden hacerlo en un día y Scott comienza a tener dificultades, sus compañeros no le dejan. Esa es una parte de la historia que se ha contado muy poquito. No le dejan. Le podían haber dicho: «majete, pues aquí te quedas y nos vamos». O le podían haber contado cualquier historia y, sin embargo, le dicen «somos amigos».
Si pudieras tener una conversación con cualquier explorador de la edad heroica, ¿quién sería y qué le preguntarías?
Elegiría a Nansen, pero no creo que le preguntase nada, me limitaría estar a su lado y verle actuar. En especial en los últimos años de su vida cuando trató de hacer algo por los desfavorecidos, por los que sufren.
¿Qué es, de todo lo que has averiguado, lo que más te ha impactado de estos exploradores de la edad heroica?
La repercusión que tuvieron (y todavía tienen) en la sociedad. Sus aventuras no se escribieron únicamente en los libros de historia, sus gestas conmovieron a sus contemporáneos, para los mayores eran motivos de orgullo, para los jóvenes eran ejemplos a seguir. Sus proezas llegaban hasta los pueblos más apartados, hasta los lugares más humildes, difundiendo la audacia, el coraje y el ansia de conocer de aquellos exploradores.
¿Y algo que te haya impactado verdaderamente?
Lo que más me ha impactado es una frase de Nansen, cuando le cuentan la historia de Shackleton, que se había quedado a 100 millas del polo y había dado marcha atrás para que no muriese ninguno de esos hombres, él dice: «El polo no vale una vida». Y eso me ha impactado mucho, porque yo creo que es una frase algo más que polar. Tantas veces nos metemos en nuestro trabajo para lograr algo y perdemos la vida en ello.
¿Y qué es para ti lo que vale una vida?
No lo sé, pero sé que centrarnos en algo material, exclusivamente material, no vale el esfuerzo. Vale más el esfuerzo de estar preocupado por tu familia, por tus amigos, disfrutar de la vida, vivir la vida. Vale más eso. Vale más eso que lograr algo supergrande.
¿Queda algo por saber de los grandes exploradores de la edad heroica?
Queda mucho por saber. Cada descubrimiento nos abre nuevas interrogaciones, pero, sobre todo, en estos momentos creo que necesitamos saber cómo construir una nueva estructura social y un nuevo orden internacional basado en el respeto mutuo y en la solidaridad que nos merecemos por ser miembros de la misma especie.
Creo que siempre podemos explorar un poco el alma de los exploradores. A mí me gusta. Trato de describir mucho el alma de los exploradores, sus sentimientos. Todo eso falta. Yo ahora lo enfocaría más hacia ellos.
¿Tú hubieras arriesgado tu vida por ser el primero en pisar el Polo Sur?
No, en absoluto. Arriesgaría mi vida por un amigo, por un compañero o un proyecto que fuera importante para la humanidad, pero no para alimentar mi ego.
Javier, en un mundo donde la tecnología nos permite acceder a cualquier rincón del planeta, ¿tú crees que todavía hay lugar para la aventura y el descubrimiento en la exploración polar?
Pues claro. La tecnología nos permite ver hasta el lugar más recóndito del planeta, pero «ver» no lo es todo. Los humanos necesitamos sentir los lugares, da igual que otros ya los hayan pisado, son nuestras propias sensaciones las que nos hacen vivir, experimentar los lugares de forma única.
Vamos a cambiar de tema. El cambio climático. ¿Qué le dirías a los que lo niegan?
Bueno, a los que niegan el cambio climático les diría que son un poco tontorrones, que no han salido de muchas cosas. También a los científicos del resto del mundo les diría que mirásemos más al sol, que lo hemos estudiado muy poquito y quizás parte de lo que está ocurriendo son procesos naturales, otra parte no.
En cualquier caso, estamos esquilmando los recursos del planeta y eso es todo lo que tenemos. Hay que reducir el consumo. Ayer la charla la terminaba como un predicador. Bueno, lo disfracé citando una frase de Erich Fromm: «Señores, tenemos que elegir entre ser o tener».
Ser o tener.
Esa es la gran pregunta. Tenemos que reducir el consumo que tenemos y si no lo reducimos se va el planeta al carajo.
Le decías en el 2012 a Javier Reverte, en una charla, que había en la Antártida veinte turistas por cada científico.
Sí, yo creo que ahora hay más. Están hablando de que este año irán ciento y pico mil turistas. Muchos no se bajan del barco, pero muchos sí. Siguen en caminitos… Pero sí, sí. Ahora mismo se habla de que hay como 10.000 científicos y 100.000 turistas. Yo creo que mantenemos esa proporción, más o menos.
¿Eso es sostenible?
A lo mejor exageré yo en su momento. Ni es sostenible ni deja de ser. Es una puñetera realidad. Y la puñetera realidad económica no la podemos cambiar. El turismo, a mí me gusta viajar, pero el turismo es un engendro que hemos creado que está conmocionando todo el planeta. pero no podemos pararlo.
No podemos pararlo y el turismo antártico, pues no se puede parar. Se pueden dar normas para que los buques contaminen menos, para que no se dejen residuos, para que bajen menos, para que bajen pisando por el mismo sitio, para que se descalcen o se limpien las botas antes de bajar, etcétera. Podemos hacer todo ese tipo de cositas pequeñitas para evitar que causen más destrozos, pero está ahí.
Háblame de Cacho Island. ¿Dónde está? (Dibujo en un folio un mapa de la Antártida bastante discutible).
Es muy pequeñita. Aquí están las Shetland del Sur. Hay varias islas. Una de ellas es la de Livingston, que es donde está la base española. Aquí está la de Decepción.
Como un donut.
Como un donut. Y esto es la península de Byers y aquí hay otra isla que está muy cerquita de la península de Byers, por tanto, de Livingston, que se llama Snow. Totalmente cubierta de nieve. Y aquí había una península en una bahía preciosa.
Yo bromeo diciendo que apareció mi isla por el cambio climático, pero también fue gracias a que probablemente haya habido corrientes por esta zona. Entonces esto, que son 150 metros, que se creía que era hielo sobre roca, pues se fue el hielo y se vio que era barro. Este trozo ya no forma parte de la península, sino que es una isla que no tenía nombre. Entonces mis amigos búlgaros decidieron ponerle mi nombre.
¿Por qué?
En la justificación oficial, porque formé parte de la primera expedición científica española a la Antártida, por los años que he sido jefe de base, por los trabajos de divulgación que he tenido y por el apoyo que he dado al programa Antártico. Y, por otro lado, por el apoyo que les he dado a los búlgaros. La colaboración con los búlgaros ha sido siempre muy estrecha.
¿Has visitado tu isla?
Sí, me llevaron a visitarla.
¿Y cómo se siente una persona cuando pisa su propia isla?
Pues muy emocionado, la verdad.
¿Hiciste algo especial allí en tu isla?
Pues mira, lo llevé preparado. Esto sí te lo voy a contar. Lo llevé preparado, porque si yo tengo una isla es porque a lo largo de mi vida ha habido personas que me han ido dando toquecitos, ayudándome a llegar donde he llegado. A lo más que he podido llegar, es a tener una isla, porque es ser inmortal.
El almirante Bellingshausen, que fue uno de los descubridores de la Antártida, dijo en 1820 o 1821 o 1822, cuando acababa de poner el nombre a unas islas que había descubierto (les puso el nombre de Pedro I y Alejandro. Eran sus dos emperadores. Pedro I, el Grande): «El tiempo, el gran destructor de hombres, erosiona todos los monumentos que se hagan a los grandes hombres, pero los nombres de las islas que yo he dado a mis dos emperadores permanecerán por siempre».
Como un recuerdo a sus años. Yo me considero así, soy inmortal, soy alguien que voy a seguir existiendo. Pensé mucho en quiénes eran las personas que habían jugado un papel importante en mi vida: amigos, familiares, profesores, jefes… Y junté una lista de unos diez o quince. Busqué sus fotos, las amplié, las recorté al tamaño de una brújula (tenía una brújula que me regaló un amigo hace mucho tiempo). Puse sus caritas en la tapa de la brújula y la llevé conmigo todo el viaje.
Cuando bajamos a la isla, le pedí a la gente que venía conmigo: «Dejadme unos minutitos, por favor, yo solo». Entonces me alejé, busqué la playa, no busqué nada, me daba igual. Busqué un sitio que me gustaba, una piedra bonita. Levanté la piedra bonita y fui sacando las fotos de todas esas personas y las fui dejando en el suelo.
Y fue muy bonito, porque los descubrí de nuevo. O sea, a mí se me había olvidado a quiénes había elegido. Yo había preparado la lista, había preparado las fotos, pero cuando las fui cogiendo era como si los descubriese de nuevo. ¡Menganito! Claro, joder, claro, claro, claro. Y los fui depositando uno a uno. Los tapé con la piedra y solamente tengo una foto que me hizo una chica.
Pasó por allí y me pidió perdón. Dijo: «Javier, no lo he podido resistir». Estaba arrodillado, pero arrodillado porque era la forma cómoda, no es que fuese un acto así… Por favor, no vayas a pensar… Lo de estar en cuclillas.
(Risas) Estabas haciendo un altar. Es bonito, o sea que al final son diez, quince personas las que…
No sé cuántas son, tendría que verlas a todas. Un puñado de personas que han hecho un papel importante en mi vida. Vivas, perdón, muertas. Tenía que estar muerta, claro, no voy a poner a un vivo yo ahí.
¿Ah, personas muertas?
Sí, claro, claro.
¿Las fotos de las personas que llevaste ya estaban muertas?
Claro, eran las fotos de personas muertas. No vivas. No, no, no, no me digas por qué decidí hacer eso. No me digas por qué. Son tonterías de uno. Era mi isla, ¿no? Pues hago lo que quiero en mi isla (risas).
Por supuesto, por supuesto.
No llevé más que caritas de personas que ya habían fallecido.
A los vivos se lo puedes decir
Bueno, a lo mejor sí, a lo mejor por eso… No sé por qué, no sé por qué elegí a los que están muertos, ¿no? No me lo he planteado, fíjate, ahora me lo acabas de plantear. ¿Por qué no elegí a los vivos?
Me contaste hace unos días que tenías un banco favorito en el Retiro. ¿Tienes un trozo de hielo favorito en la Antártida? (Saco mi dibujo de la Antártida, una especie de nube de preescolar).
Sí, sí.
¿En mi mapa no está?
No, no, no, porque era en las proximidades de la base Juan Carlos I… Era un lugar donde había un pequeño montículo, que se ganaba un poquitín de altura, donde nunca había nadie y yo me subía allí y me quedaba mirando siempre hacia las montañas.
Eso era dirección noroeste, pero no por noroeste, sino porque había unas montañas preciosas delante de mí y me quedaba intentando que se me grabasen en el cerebro. No lo conseguí. Por mucho mirar, mirar, mirar… No lo conseguí, todo se disipa, joder, las neuronas no funcionan nada bien para esto, al menos para mí. Eran momentos de relajación o de meditación o de tranquilidad. Ese lugar siempre me relajaba mucho.
Para finalizar, ¿Cuáles son tus próximos proyectos y qué legado te gustaría dejar?
Este año he dedicado mucho tiempo a viajes y conferencias, pero ahora ha llegado el momento de volver a mis libros. Tengo muy avanzado un libro sobre exploradores árticos y otro que había empezado hace tiempo y luego lo he parado sobre exploradores antárticos olvidados. Como ves, mi mundo sigue siendo bipolar. Aunque mi cabeza sigue siendo un hervidero de proyectos y me gustaría organizar actividades con jóvenes, tengo un par de ideas, pero todavía tienen que tomar forma y… Hasta aquí puedo leer No se debe vender la piel del zorro antes de cazarlo.
En cuanto a qué legado me gustaría dejar, pues es muy sencillo: mis libros. Todo lo demás es muy volátil. Doy muchas charlas en colegios y sé que a veces las palabras pueden despertar alguna vocación científica; también las conferencias o las entrevistas o la radio pueden hacer que alguien vuelva su mirada hacia la exploración polar y sus protagonistas, y eso es bueno.
Pero los libros son otro nivel, al menos para mí. Verás, una entrevista por radio puede ser escuchada por miles de persona, al igual que un artículo en la prensa, mientras que un libro puede no ser leído por tantas personas, pero llega más al corazón y al intelecto y, además, aunque no vuelvas a leerlo en la vida, sabes que lo tienes en algún lugar de tu biblioteca y, de alguna manera, te habla desde allí.