John Foden, servidor allá por 1982 en el Ala de la RAF de Alemania para Su Majestad La Reina, cuenta sus planes a un grupo de soldados, algunos también corredores como él de larga distancia. Y les conmina a ponerle muchas piernas y algo de cerebro a uno de los mitos de la Antigüedad. Foden había leído sobre las andanzas de Filípides, aquel al que varias fuentes clásicas como Plutarco o Herodoto le atribuirían haber sido el mensajero que corrió en el 490 aC hasta Atenas para llevar noticias desde la batalla de Maratón (a unos treinta kilómetros mal contados de las actuales avenidas de Atenas).
Pero Foden no cayó atraído por la misma leyenda que el barón Pierre de Coubertin, la que daría origen en 1896 a la más exigente de las pruebas del programa olímpico, el archiconocido maratón. Según las escrituras de Herodoto que consultó el inglés, los atenienses habrían enviado primero a un mensajero desde Atenas hasta la enemiga Esparta para pedir ayuda de cara a la batalla de Maratón.
El correoso Filípides habría corrido más de doscientos veinte kilómetros. En un día y pico. Ahora piense usted si lo de los cuarenta y dos kilómetros se le hace bola. Es más: Filípides, por la cosa de currar de mensajero del ejército de la polis ateniense, regresaría al día siguiente metiéndose entre pecho y espalda otros doscientos y pico kilómetros. Corriendo y encomendándose a Hermes, el dios mensajero y protector de viajeros.
¿Qué pájaros tenía en la cabeza Foden para diseñar, con unos arqueólogos y unos mapas sacados de la fotografía aérea, un posible recorrido entre Atenas y Esparta, bordeando una costa del Egeo del que sólo sabían tres cosas cogidas por alfileres? Lo que quiera que fuese dio lugar en 1982 a la prueba más exigente del calendario del atletismo actual: el Spartathlon.
El soldado británico consiguió los permisos necesarios del gobierno griego para organizar la llamada expedición RAF, liar a sus Inglorious Four, que contaban con más o menos experiencia maratoniana, y otros seis soldados más como apoyo logístico para la barbaridad deportiva que contaban los historiadores helenos. La premisa propuesta fue que había que darse un máximo de treinta y seis horas para un recorrido que hoy, ya asentado como evento, se extiende sobre 246 kilómetros.
No hace falta decir que la cosa salió medianamente bien, que algunos de los ingleses consiguieron demostrar que era factible, y que ahora el Spartathlon es la meca de la ultradistancia (pruebas que sobrepasen el maratón). La salida de una urbe como Atenas se efectúa por carreteras y barriadas que en los ochenta eran duros arrabales con una contaminación angustiosa, perros salvajes y un tráfico ajeno a los deportistas.
La cosa mejora bastante el día de hoy y el campo de batalla tira por la autovía costera que se dirige a lugares con resonancias telúricos como Corinto o Nemea. Por si la distancia a recorrer fuera poco, tras atravesar el canal de Corinto, abierto en el siglo XIX, y con cien kilómetros en las piernas se abre un Peloponeso agreste y las dificultades de la Grecia rural se unen a la bárbara distancia, asciendéndose el Monte Partenio en mitad de una noche violentos combates contra el cansancio.
La fama de la prueba no hizo sino crecer tras las primeras ediciones. La línea de meta está situada en la actual Esparta y los corredores terminan la prueba tocando los pies de la gigantesca estatua del rey Leónidas, tras lo cual beben agua simbólicamente de un cuenco y reciben una corona de laurel.
¿Y los aspirantes a dejarse media vida corriendo no un maratón sino seis encadenados? Lo cierto es que el carácter épico de esta enormidad se extiende a lo largo de toda la ruta. Corriendo día y noche por carreteras de todo tipo, atravesando aldeas y senderos de explotaciones agrícolas, los participantes han de superar exigentes puntos de corte intermedios. Esto ha hecho que la organización ponga unas duras condiciones de clasificarse para poder tomar la salida en el Spartathlon.
Se requiere acreditar unas marcas al alcance de muy pocos, como por ejemplo haber corrido más de 110 kilómetros en menos de doce horas, o haber terminado una de un demencial ramillete de pruebas de ultradistancia que se reparte por todo el mundo. Aun así más de trescientos participantes llegan con los deberes hechos desde todo el mundo. Pero la brutalidad del Spartathlon reduce a la mitad a los llegados a los pies de Leónidas.
La pregunta es inmediata. Conociendo el rendimiento de los deportistas de élite y amateurs todo el mundo en el siglo XXI, ¿cómo de plausibles son las hazañas míticas de mensajeros como Filípides hace 2.500 años? Hoy día está totalmente asumido que existieron los hemerodromoi, mensajeros corredores que no tenían nada que ver con soldados voluntarios. Ni siquiera, conociendo las lógicas de las guerras, que fueran esclavos forzados a estas labores.
La respuesta que dan historiadores como Victor Matthews es que serían corredores profesionales, entrenados y dedicados exclusivamente a este oficio bélico. Los relatos hablan de que Filípides llegó antes de terminar el segundo día. Por tanto se estima que tardó menos de cuarenta horas, un logro ejecutable viendo cómo los vencedores del actual Spartathlon se ventilan la distancia en poco más de veinte, y siendo treinta y seis horas el tiempo de cierre de meta.
Otras fuentes clásicas apoyan el hecho de que distancias similares podían ser frecuentes y logradas en un tiempo idéntico. Plutarco habla de un hemeródromo llamado Euchidas, que corrió desde la recién terminada batalla de Platea (479 aC) hasta Delfos para regresar al día siguiente sobre un recorrido estimado por las fuentes en mil estadios.
Un estadio medía unos doscientos metros en la Griega clásica, con lo que de nuevo estamos hablando de correr durante doscientos kilómetros. Para quien esté como un poseído rastreando ahora mismo literatura sobre el tema, sobre el mito de Filipides y la batalla de Maratón, que por favor asuma que esa llegada al trote a Atenas y la declaración «hemos vencido» (nenikekamen) y posterior fallecimiento del héroe runner se reparte entre otros protagonistas como un correo llamado Eucles de Tersipo, según el mismo Plutarco.
Sea como fuere, la existencia de los corredores profesionales en la Grecia clásica parece probada. Herodoto menciona más de estos tipos duros que se ponían al servicio de unos ejércitos: durante las guerras con los persas, un corredor avisa a los espartanos que Mardonio (el gigantesco comandante de los collares de la película 300) que aquellos están invadiendo Argos. El cronista Diodoro cuenta en 362 aC cómo el rey espartano Agesilao II envía un hemeródromo cretense de reconocida fama de Tegea a Esparta para avisar del acercamiento del tebano general Epaminondas.
El culto a los corredores en Creta está fuera de toda duda. En Olimpia figura la inscripción de Filónides, hijo de Zoites, hemeródromo del rey Alejandro Magno y bematistes (agrimensor) de Asia. Esto amplía el uso y las referencias históricas a corredores que ayudaban a medir grandes distancias por pasos, como si fueran sistemas de información geográfica.
El bravucón Filónides, según Plinio el Viejo, habría competido frente a un espartano en un evento puramente deportivo sobre 1.200 estadios (240 kilómetros) entre Sicyon y Elis y más lejos. Sin duda alguna había una conexión espiritual en Grecia entre la carrera a pie y las deidades. No en vano tenían a Hermes, el dios olímpico mensajero.