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El mejor tirador de la historia

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Foto: Cordon Press

Del nacimiento del baloncesto a nuestros días dos fundamentos técnicos presentan una mayor evolución: el manejo del balón y el tiro exterior. Pero su crecimiento no siempre fue de la mano. En los años setenta el manejo del balón se disparó a gran velocidad mientras que el tiro exterior estabilizó su ritmo asimilando un nuevo contexto que haría de antesala a otro salto mayor.

Y es cosa reciente que cuando el manejo del balón parece haber alcanzado un umbral de estabilidad, el tiro exterior no lo conoce y sigue creciendo sin avistar horizonte. Al extremo de estar a punto de absorber al primer factor y ser hoy testigos —a través de un único jugador— del primer ejemplo de fusión material entre ambos recursos. Para llegar a algo así han debido transcurrir casi ciento veinticinco años.

En primer lugar cabe definir qué es el tiro exterior, algo que damos por hecho pero que el baloncesto tardó más de medio siglo en concebir, reconocer e integrar en su totalidad, en hacerlo como un recurso más en el orbe de fundamentos destinados a vertebrar el juego. Por definición, lanzar (shoot) ignora la distancia.

Se lanza a canasta con una bandeja o con un triple. Y en el origen, en su primera experimentación, la única luz se reducía al lanzamiento, a sacar aire entre el confuso nudo de brazos para poder arrojar el balón. Y pasará mucho tiempo antes de referir el tiro como un tipo de acción con distancia por medio y antes de bautizar al tirador como algo próximo a un especialista en el acierto exterior. Será entonces cuando el shooter cobre realidad material como término para definir al jugador competente en la distancia y más tarde el sharpshooter como condición maestra.

Para conseguir algo así eran necesarias tres cosas: algún tipo de formato unánime en su ejecución, una destreza regular en el tiro a distancia —superior a cinco metros— y una ampliación del vocabulario para toda suerte de tiros no exteriores, una nomenclatura específica que crecerá en paralelo al enriquecimiento técnico del juego.

Santi Aldama (Foto: Cordon Press)

Durante algún tiempo los historiadores especularon sobre el origen del lanzamiento exterior. No investigaban el nacimiento de una aptitud, sino del recurso estable. Como la solución no era fácil ni única emplearon una coartada más sencilla: el origen del «tiro en suspensión». Ese era el formato a explorar. Consideraban, con razón, que el jump shot era el detonante original, el embrión de la técnica del tiro exterior y el punto de partida para toda posterior evolución.

Acordaron situar la invención en la escena universitaria y fecharla en torno a los primeros años treinta, lo que implicaba que durante las cuatro décadas anteriores (1891-1931) el lanzamiento a distancia —paradójicamente el más prolífico— carecía de propietarios únicos, de jugadores cuyo primer rasgo fuera el acierto exterior. Los investigadores habían encontrado por fin la morfología raíz. Pero al precio de desestimar el segundo principio: la destreza, fuese o no regular.

Y sin embargo la hubo. De entre la oscura casuística de aquel primer tercio de siglo, cabe rescatar el increíble caso del minúsculo Barney Sedran (1,63 m / 52 kg), figura que enmarcar dentro de la durísima trayectoria vital del baloncesto judío en el noreste de los Estados Unidos. «Debido a su pequeño tamaño Sedran se vio obligado a desarrollar una destreza especial en el tiro exterior con resultados insólitos por aquel entonces.

En 1914, jugando para Utica en la New York State League ante el equipo de Cohoes, Sedran lograba anotar hasta diecisiete lanzamientos de entre seis y siete metros de distancia en aros sin tablero» (Invasión o victoria, p. 35). Sedran precisaba ese hábito porque el salvaje interior le estaba vedado.

Su caso simboliza un extremo, tal vez el más brillante en aquel primer tercio de siglo. Pero también el paradigma de la futura evolución técnica, de su eterno combustible: la necesidad de agudizar el ingenio para poder sobrevivir en un entorno adverso. Aunque el suyo fuera de un grado inimaginable hoy día. La prolongada era de la cages (jaulas) seguirá siendo por siempre la más cruda y violenta en la historia del juego. Las veladas se cobraban en sangre el precio de poder subsistir.

Abundando en la exploración del formato original, era, pues, necesario encontrar ejemplares que ejercieran un contagio mayor, que abandonaran su papel de excepción. De entre los diversos trabajos para encontrar la semilla del tiro exterior destaca la obra The Origins of Jump Shot (John Christgau, 1999) por su acierto en concentrar al grupo de pioneros cuyo influjo fue erosionando la técnica en el lanzamiento de media y larga distancia que hasta entonces había imperado hegemónica: el tiro de pecho con los pies en el suelo (set shot).

La obra, sin embargo, no estuvo exenta de críticas por su excesiva audacia en conceder el origen de la suspensión a un único jugador —John Miller Cooper, durante un partido de Missouri en 1931— en lugar de distribuirlo, como poco, en el octeto formado por Belus Van Smawley, Bud Palmer, John Gonzalez, Whitey Skoog, Dave Minor, Johnny Adams, el propio J. M. Cooper y Kenny Sailors.

Precisamente a Sailors brinda el Basketball Hall of Fame el honor de la invención, pudiendo incurrir en el mismo exceso de Christgau en reducirla a un solo nombre. A esta segunda tesis ha acudido como apoyo la reciente obra Basketball Innovator and Alaskan Outfitter (Lew Freedman, 2014).

No obstante ambas fuentes se justifican por contar con una información verificable, con un mayor número de pruebas en el baloncesto profesional hasta 1951. Pero igualmente quedarían sepultados otros posibles, como Bevo Francis o Frank Selvy, quien años después de anotar cien puntos (Furman Vs. Newberry, NCAA, 1954) aseguraba que al menos una docena de sus cuarenta y una canastas habrían sido triples en el baloncesto moderno, para lo que era necesaria una habilidad similar a la de Cooper o Sailors.

Posteriormente buena parte de la literatura sobre el tiro exterior, sobre el formato técnico que heredará el futuro, atribuía a Hank Luisetti lo que en justicia correspondía en mayor medida a Paul Arizin (1950-1962), el principal responsable de la vertiginosa divulgación del jump shot en la NBA camino de la primera modernidad en los años sesenta.

Joe Fulks (Foto: Wikipedia)

Arizin triplicaba la importancia de Joe Fulks en la extensión de aquella técnica propiciando de paso la referida ampliación de la nomenclatura al bautizar como leaning jumper un pequeño molde de la suspensión —opuesto al fade away— que consistía en despegar el salto hacia delante dejando atrás al defensor. A diferencia de sus contemporáneos, de aquella colonia pionera, la suspensión de Arizin persistía lanzando a solas, de manera que a la intención de sortear las manos defensivas se añadía el recurso como tal, un patrón regular desde el que lanzar a distancia. El dominio de aquella innovadora técnica, como Fosbury en el salto de altura, permite estimarlo en perspectiva como el mejor tirador del mundo en los lejanos años cincuenta.

Y sin embargo su logro sería mayor. Porque de manera aún precaria, como un caldo primordial, Arizin estaba gestando la herramienta viva para el crecimiento del tiro exterior; para que a través de la imitación el proceso iniciara su futura progresión. Los jugadores comprendieron que en la forma residía además buena parte de la solución al misterio: instrumentalizar los mecanismos de la suspensión exterior «servía para sortear la defensa a la vez que favorecía la eficacia —del 29,3 de acierto en 1948 se avanza a un 43,7 en 1968 en NCAA y del 34 en 1950 al 44,6 en la NBA de 1968» (Iconografía de una reliquia futura, 2011).

Se abría camino. Y en aquella década de los cincuenta la NBA reúne a los primeros virtuosos de la distancia. Intrépidos ejemplares como Bill Sharman, Gene Shue, Richie Guerin, Jack Twyman o George Yardley, entre otros, arroparán la creación de Arizin encumbrándola hacia un nuevo nivel, un vasto espacio que pronto ampliarán Sam Jones, Elgin Baylor y Oscar Robertson incorporando de forma natural el lanzamiento a un despliegue de muy superior versatilidad a lo conocido hasta entonces. El proceso es irreversible y estimula el lanzamiento exterior como cualidad técnica indispensable hasta incrementar, en los próximos años, la primera floración de perfiles que definir por su precisión a distancia.

En la década de los sesenta Adrian Smith (1961-72) dota al tiro de una estructura formal sólida, un patrón técnico de seguridad cuyo diseño elemental alcanza a nuestros días. En Smith residen ya todos los ingredientes de la moderna técnica de lanzamiento: tronco alzado, suspensión baja y mecánica frontal para un yacimiento ofensivo que abundaba en torno a los seis metros.

El avance es tan decisivo, tan abrumadoramente útil, que separados por décadas apenas habrá diferencia formal entre Smith y Kyle Macy, John Paxson o Kirk Hinrich. Esa vía abierta por Smith será explotada paralelamente por John Havlicek, que añadirá a la suspensión a distancia una personal interpretación dactilar en la «mecánica oblicua».

Jerry West (1973). Imagen: cortesía nba.com
Jerry West (1973). Imagen: cortesía nba.com

Pero sin duda la mayor vanguardia de aquella década, de resultados muy por encima del resto, pertenece a la figura de Jerry West (1960-74). Su maniobrabilidad como base, escolta y alero presenta su principal fortaleza en una gran diversidad de tiro con especial importancia en el rango exterior.

No se trata de puntuales aciertos sino de una constante exhibición de solvencia en el lanzamiento que le convertirá en 1968 en el primer exterior en alcanzar un true shooting del 59%, anotando nada menos que 26,3 puntos por partido. Con distancia por medio West representa la realidad más avanzada hasta entonces, añadiendo al sorteo defensivo de la suspensión preámbulos de desplazamiento, el nuevo factor crucial que incorporar a la evolución: el «tiro en movimiento».

El legado de aquellos vanguardistas, como en otros órdenes de la vida, residía en fundar una ortodoxia a través de la cual calibrar toda derivación posterior. No solo en cuanto a forma. También como impacto general en el baloncesto colectivo, donde el tiro exterior comienza a configurar una provincia a la vez autónoma y componente. De esa autonomía darán cuenta los jugadores; de la integración táctica del tiro, su creciente influjo en la victoria final.

Los años setenta abren con el estallido de los mejores Knicks, que cuentan el perímetro entre sus principales poderes. Lo hacen por medio de Walt Frazier y Bill Bradley, a quienes incluso apoya Dave DeBusschere antes de sumarse Earl Monroe y el insólito Jerry Lucas. La década abre también con el mayor acierto de tiro (46%, 1970) en los primeros treinta años de liga (1946-1976). De entre las muchas consecuencias de la relajación táctica de aquel periodo destaca el mayor desarrollo técnico conocido entre los jugadores pequeños: una multiplicación de recursos que parecen concentrarse en el manejo y avance con balón.

Paralelamente, la innovación del triple en la ABA estimula la apertura exterior promoviendo un elenco de artilleros, los primeros a gran distancia, en jugadores como Darel Carrier, Glen Combs, George Lehmann y sobre todo Louie Dampier. Un perfil desinhibido que en la NBA absorberán en primera instancia Brian Taylor y Fred Brown, y al margen del triple, una primera fiebre exterior en las tallas menores, la misma cadena genética que une a Calvin Murphy y Allen Iverson.

Jerry Lucas (Foto: Wikipedia)

Bajo un aparente caos los años setenta camuflan la gestación de un nivel superior en la práctica totalidad de aspectos del juego. Y el tiro no será una excepción, prodigándose su mayor volumen en la media distancia. Por eso los tiradores coinciden en los setenta con los anotadores, prototipos de gran repertorio y rango elástico como venían preludiando Dave Bing, Phil Chenier o Jimmy Walker.

Será en la segunda mitad de la década cuando más prospera este modelo por ejemplares como David Thompson, Adrian Dantley, Alex English, Walter Davis, Julius Erving o George Gervin. Aquel desenfreno en la mid range resiste hasta bien entrados los años ochenta en compactos puñales ofensivos como Brian Winters, Andrew Toney, Sidney Moncrieff, Marques Johnson, Bernard King, Ricky Pierce o Sleepy Floyd.

De aquella regularización de la media distancia beberá también Michael Jordan. La destreza en distancias mayores abre igualmente otro primer ramillete de perfiles en Kiki Vandeweghe, Scott Wedman y un incipiente Danny Ainge que tienen en común delinear un privilegiado empleo largo de la muñeca.

En apenas una década son ellos quienes mejoran la fiabilidad exterior de Bradley, Havlicek, Van Arsdale, Westphal o Archibald. Para entonces el tiro exterior es ya un arma reconocible. Convive con todo lo demás. Y para alcanzar el siguiente nivel será necesario abrir un nuevo territorio que inaugura en 1979 el establecimiento del triple en la NBA.

Hacia esa fecha preguntarse por el mejor tirador de la historia es plantear una formulación más bien retórica. Pero hacerlo con perspectiva invita a formar un podio de tres nombres de facultades extraordinarias que actúan como propulsores de los mayores avances en la precisión a distancia, en estático y en movimiento: Jerry West, Rick Barry y Pete Maravich. Estrictamente en términos de lanzamiento Barry mejora todas las prestaciones de West refinando la suspensión y acampándola en los seis metros. Barry aleriza el tiro a la modernidad como ningún otro jugador hasta entonces.

Rick Barry (1975). Imagen: cortesía nba.com
Rick Barry (1975). Imagen: cortesía nba.com

Pero el mayor salto lo proporciona Pete Maravich (1970-80), que eleva las virtudes de ambos a niveles desconocidos y, sobre todo, a distancias nunca antes empleadas. Es tal la suficiencia anotadora de Maravich desde su paso por LSU (44,2 puntos en cuatro temporadas) que según avanza su carrera, prodigará más y más lanzamientos desde siete y ocho metros sin mayor motivo que satisfacer un instinto superdotado, lo que le sitúa fuera de todo precedente.

De entre los innumerables rasgos que convierten su perfil técnico en único, uno de los más olvidados y que mejor ratifica su condición underground refiere una obsesión por abundar en tiros que la ABA premiaba ya con tres puntos, como si precisara de demostrar esa fortaleza en una liga que carecía de triples. El estreno de su temporada junior se disputó en el Loyola Field House de Nueva Orleans, que contaba con líneas triples porque allí jugaban los Buccaneers de la ABA.

Maravich anotó cincuenta y dos puntos en una serie de veintidós de treinta y cuatro. «Al menos la mitad de sus canastas —atestiguaba Ron Higgins— lo fueron por detrás del triple». Extendidas a lo largo de su carrera, estas demostraciones puramente narcisistas de un delirante explorador ofensivo confundían a las defensas rivales, en palabras de Will Peneguy, «bordeando lo criminal».

Su última temporada, devastado por las lesiones, coincide con el estreno de la línea de tres puntos y jugando de manera inconexa para Jazz y Celtics lega una corta y reveladora serie de diez de quince. Seis años ya retirado, en el partido de las leyendas en Dallas, Maravich conserva aún una quirúrgica alquimia de manos anotando lanzamientos exteriores en carrera y parada a dos pies más propios del futuro que de un jugador (retirado) de su época.

Así pues, una antología de la distancia en la NBA hasta la fundación del triple en 1979 contemplaría al trío formado por Jerry West, Rick Barry y Pete Maravich como el frente más avanzado en el arsenal de tiro exterior en el curso de la liga.

Pete Maravich

Tardase más o menos en reaccionar, la historia técnica de la NBA se vería fragmentada en dos partes desde el establecimiento del triple, una maniobra inicialmente diseñada para desalojar los aledaños del aro de una peligrosa (y violenta) sobrecarga interior que con el paso del tiempo abrirá la media pista transformando el baloncesto para siempre.

La década de los ochenta verá el repunte de todos y cada uno de los pilares que lo sustentan como juego, deporte e industria. Y abrir ese periodo con la línea de tres puntos, el cambio más importante desde el reloj de posesión (1954), incubará la semilla de un recurso que lenta y silenciosamente condicionará por completo la futura química del juego.

Será a partir de 1985 que los primeros especialistas —Michael Adams, Danny Ainge, Dale Ellis— mejorarán lo inmediatamente anterior, aquellos albores del triple como acto de voluntad técnica (Mike Dunleavy, Darrell Griffith, Michael Cooper, W. B. Free) sin que ello erosione otras facultades, tales como la dirección de juego, para lo que despuntarán a finales de la década John Stockton y Mark Price.

No obstante los años ochenta ceden el testigo a una nueva hegemonía, una presencia que añade a su inmenso caudal de aptitudes una muy específica que suplanta el trono de la distancia de manera incuestionable. Larry Bird (1979-92) no solo contribuyó a dotar al triple de una personalidad por fin definida. También de toda suerte de lanzamiento exterior como a salvo de adversarios, crono o dificultades de repetición. Bird simbolizará como ningún otro hasta entonces lo que años después se estudiará como hot hand o repentinos trances de acierto.

Durante su carrera el mito de Indiana excedió «todo volumen imaginable de migraciones al hierro. No en vano seguirá siendo en el futuro verdaderamente complicado desplazar a Bird del Top 5 histórico de tiradores en potencia versátil. Los concursos de triples, por ejemplo, favorecen la emergencia de los microflujos.

En palabras de los investigadores este tipo de juegos «ofrecen oportunidades para ir más allá de los límites de la experiencia ordinaria». (…) Cuando este concurso de lanzamiento era un embrión el alero de los Celtics daba un salto en el tiempo. En su ronda final, al instante de comprobar que el primer lanzamiento quedaba milimétricamente corto Bird corregía en una fracción decimal ingresando acto seguido en trance de tiro (11/11), estirando en apariencia el minuto en más de sesenta segundos. Uno de tantos trances, tal vez más que nadie, en sus trece años de carrera» (Baloncesto y fase de flujo, 2012).

La biografía técnica de Larry Bird, su tipología como tirador (más singular por su mecánica lateral abierta), instaló siempre su más reconocible despliegue en una inflexión muy suave de la distancia, como una dulcificación del tiro que tras él nadie ha repetido. En algunos de sus trances sumergió el lanzamiento a canasta en algo muy próximo a la experiencia visionaria, un plano muy superior de rendimiento al que muy pocos han podido acceder. En ese nivel exclusivo su noche del 12 de marzo de 1985 sigue representando una cumbre a salvo del tiempo. Nada recoge con más fuerza su esencia como tirador total ni abre mayor brecha con el pasado que aquella esotérica velada.

Imagen: cortesía nba.com
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Bird simbolizó además nuevamente una pauta según la cual el mejor tirador de la historia coincidió siempre en tiempo presente, como si en el incesante avance del juego, esa particular supremacía se instalara constantemente en el umbral del tiempo. Bird coronó ese trono al entero siglo XX. A partir de él la progresión del tiro y la proliferación de tiradores se disparan camino de una mayor eficiencia, lo que comienza a dificultar la nueva hegemonía en un solo hombre. Porque la mejora es intensa y masiva.

El híbrido que forman los Pistons campeones y la primera trilogía de los Bulls abre una primera exteriorización del juego. Esta actúa como detonante para la primera generación de triplistas que conocerá la NBA y que encuentra su sentido cronológico en la década de los noventa, a la que diseñará tanto como el implacable repunte de la energía defensiva.

Se trata de una generación que combina especialismo y reconversión, esto es, una menor versatilidad en el tiro del que prácticamente desaparece la mid range, una deserción a la que contribuye acercar el triple medio metro entre 1994 y 1997. La medida estimula el desenfreno de todos, formando una legión numerosa que a medida que avanza la década busca sanear la trinchera interior en términos de artillería provocando un nuevo y vibrante panorama exterior que se extiende hasta la entrada del nuevo siglo.

Lo hace a través de nombres como Trent Tucker, Craig Hodges, Jon Sundvold, Dennis Scott, Chuck Person, Dell Curry, Dan Majerle, Vernon Maxwell, Dana Barros, Hersey Hawkins, Rex Chapman, Kenny Smith, George McCloud, Wesley Person, John Starks, Joe Dumars, Tim Hardaway, Mitch Richmond, Hubert Davis, Allan Houston o Glen Rice. Nace así la primera sociedad civil del triple, que no dejará de aumentar al divulgarse por completo e imponerse este recurso como un bien común y ya no solo al alcance de unos pocos.

En ese nuevo paisaje despuntan a diversa escala Chris Mullin, Jeff Hornacek, Reggie Miller, Drazen Petrovic y Steve Kerr. Mullin y Hornacek actúan como eslabones, como los últimos herederos de la mid range de los ochenta capaces, por calidad de tiro, de adaptarse a la nueva fiebre, que a la retirada de ambos no habrá hecho más que comenzar.

Imagen: cortesía nba.com
Imagen: cortesía nba.com

Reggie Miller (1987-05) adentra el lanzamiento a su fase automática, asemejándolo al comportamiento de un arma de fuego. Como tirador obsesivo, alcanza tal grado de maestría en el plano más terminal del tiro que recrudece su rendimiento en el llamado clutch, de mayor repetición cuanto más se vean reducidos el crono y la ventaja del marcador. Su percusión en escenarios de mayor temperatura —«When the game is on the line I want the ball»— le conceden en plena transición de siglo una primacía en un factor cuya importancia no dejará de crecer.

Miller ostenta la mejor marca de triples en una edición de playoffs en los primeros treinta y cinco años de línea (cincuenta y ocho) siendo junto a Ray Allen el único en alcanzar los cincuenta y cuatro sin añadir unas series finales. En sus cuatro últimas temporadas el 48% de sus lanzamientos a canasta (1393/2863) fueron triples. Con él se dispara la tendencia al triple visceral, abriendo un amplio espectro que oscila entre el tirador patológico (Antoine Walker) y el triplista unidimensional que enriquece una fortaleza previa y mayor como demuestran Bruce Bowen y más tarde Shane Battier, impulsores ambos del actual 3&D.

Sin que Miller sea expresamente el mejor, su asombrosa producción en dieciocho años (se retira con 2560 triples anotados, la mejor marca hasta entonces) y un nutrido registro de actuaciones en momentos cumbre le conceden un papel capital en la antología histórica del tiro exterior, cuya ejecución restallaba en dos pulsos muy acusados.

De paralela magnitud histórica pero fuera de la NBA será siempre obligada la mención a Oscar Schmidt (1974-03), el mayor coleccionista de tiros anotados en la historia del baloncesto. En este aspecto del juego Oscar simboliza el ascenso experimentado por el mundo FIBA desde finales de los sesenta.

En su imparable crecimiento Europa y la Unión Soviética ya venían delineando la importancia del lanzamiento y el auge de sus mejores ejemplos en Kicanovic, Dalipagic, Delibasic, Kurtinaitis, Margall, Dubuisson, Cvjeticanin, Riva, Naumoski o Jamchi. Pero será un brasileño afincado en Italia y un yugoslavo de baloncesto rebelde y técnicamente artístico, Drazen Petrovic, quienes mejor representen el apogeo de la distancia en sesenta años de baloncesto FIBA.

Siendo anotadores esencialmente distintos, compartieron un masivo arsenal de tiro, inspiraron la condición adictiva del lanzamiento —centenares diarios como rutina— y en el caso de Oscar, por pura longevidad, una producción general, un volumen de ensayos y aciertos sin parangón en toda la historia. El brasileño aprendió muy pronto a burlar maquinalmente el agobio defensivo con una brevísima formación alta del tiro, suprimiendo toda diferencia formal entre marcaje y libertad.

En su contexto Oscar atesora infinidad de marcas, oficiales (se le atribuye el récord mundial de anotación con 49.703 puntos) y no oficiales como en el caso goleador de su compatriota Pelé, para jalonar una prolongadísima carrera que en última instancia redujo el baloncesto al tiro exterior, del que llegó a sintetizar el triple como principio activo. Tres décadas de uniforme repetición convierten su figura en un paradigma extremo, un tirador monstruoso cuyo sobrenombre le hacía justicia: Mano Santa.

Petrovic adaptó su excelente muñeca a la NBA de su época, lo que equivale a abreviar los prolegómenos del tiro y acelerar su ejecución, contribuyendo a la rápida difusión del triple en aquella década. Antes de perder la vida en 1993 el genio croata se había instalado sobradamente entre los mejores porcentajes totales al triple desde su fundación.

Drazen Petrovic (Foto: Cordon Press)

En definitiva, la suma de unos y otros transforma el panorama impulsándolo hacia la futura opulencia exterior. Si hasta 1990 un total de nueve jugadores aciertan un 45% de sus triples, la década siguiente verá a catorce alcanzar esa cifra con el doble de intentos, y entre 2000-2010 a un total de veintiuno habiendo triplicado el volumen de ensayos respecto al muestrario inicial. Es en este último periodo cuando la «defensa en zona» y los «tres segundos defensivos» abren definitivamente la media pista y trasladan las áreas de calor al perímetro.

Como laboratorio de juego la NBA simplemente prueba que a mayor intervención del triple mayor número de tiradores, aunque una parte de ellos no alcance la condición especialista. Es la relevancia del perímetro lo que potenciará una extensión del tiro en cada nueva generación, fomentando esa cualidad en todas las posiciones con especial vigor en la de cuatro.

Mientras los años ochenta solo vieron a Adams y Price promediar más de cinco intentos por partido (1988-90), los noventa verán a cuarenta y cinco. Para entonces ya hay siete jugadores que lanzan siete por noche y dos que superan los ocho. Con el cambio de siglo serán quince los jugadores que superen los siete y hasta cinco que prueben más de ocho veces por detrás de la línea. En términos numéricos el triple pasará pronto a ser el principal objeto de consumo en pista.

Antes de hacerlo una figura invita a concebir al especialista de tiro exterior en su máxima expresión. En los primeros treinta años del triple Steve Kerr (1988-03) ostenta, con 52,3% en 1995, el mejor porcentaje en una sola temporada. Pero será su fiabilidad sostenida la que elevará su papel a niveles desconocidos en la larga distancia.

En 1996, disputando los ochenta y dos partidos de liga (1919 minutos), completa un insólito 51-51-93 de acierto combinado y al año siguiente alcanza un TS del 66,7%, el segundo más alto de toda la década (Legler, 68,8%, 1996). Es sin embargo su extraordinaria regularidad, traducida en hasta cuatro temporadas anotando la mitad de sus tiros, lo que hará sugerir con Kerr la siguiente frontera: acampar el triple en torno al 50%, algo impensable hasta entonces en «tiradores masivos».

Más allá de las cifras la realidad táctica de Kerr, su quirúrgica amenaza recibiendo abierto, su preciso contacto de balón como catch & shooter, estará preludiando la valiosísima categoría del «tirador inducido», la que abre una nueva colonia de artilleros y diseña el siguiente nivel técnico como máquinas de repetición o tiradores telescópicos (Kapono, Korver, Morrow, Redick, Novak), el género especialista de mayor precisión conocido.

El ejemplo de Kerr refleja mejor que ningún otro el paso del tirador abierto o disponible por juego de bloqueos, un ingrediente tradicional, al experto en estabilizar este proceso como un software de práctica específica, casi unidimensional. Se trata de ejemplares artificiales, programados para una máxima eficiencia de la distancia. Esta nueva noción de eficiencia será prioritaria en la fiebre de la Big Data a través de una variable—Effective Field Goal %— que responde, más que a una probabilidad deseable, al nuevo mantra táctico: el triple economiza la anotación como ningún otro lanzamiento.

Imagen: cortesía nba.com
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Destacar en la nueva opulencia del perímetro se hará cada vez más difícil. A medida que avanzan los años dos mil, separarse de la creciente colonia de tiradores, perfiles comunes como Wally Szczerbiak o Mike Miller, hará necesario atender a nuevos factores. Así Dirk Nowitzki abre por sí solo una categoría que permite estimarle como el mejor tirador de alta estatura (2,13) en la historia de la NBA.

Hasta él, un siete pies podía concebir el triple como licencia; no como amenaza de dimensión especialista. Peja Stojakovic reúne todos los ideales de un tirador superlativo, elástico en todo rango y situación. Pero su más eminente atributo será la velocidad de ejecución, lo que neutraliza el éxito de la ayuda defensiva. En este punto el alero serbio ejemplifica técnicamente un salto cuántico en relación con las generaciones precedentes. Una analogía visual entre Stojakovic y Barry pone de manifiesto la gigantesca evolución técnica experimentada en apenas un cuarto de siglo. Y por encima del resto, Allen y Nash.

Es a partir del canadiense que el triple no será suficiente. Urge un nuevo barniz de polivalencia en el perímetro como aspiración superior, una especie de álgebra de la distancia donde anidar el nuevo hombre-tiro. Contribuirá a revelar ese factor, prolongado más allá de una puntual temporada, el true shooting, una variable ya mencionada que calibra la magnitud combinada de acierto en tiros libres, tiros de dos puntos (a toda distancia) y triples, y que admite como sobresaliente vectores del 60-65%.

Esa regularidad sostenida permite eludir casos de muy diverso matiz como los de Legler, Hoiberg, Ginobili, James, Battier o Brent Barry, un jugador que acumula hasta cuatro temporadas entre los TS% más altos del nuevo siglo. Para despuntar en esta socialización de la puntería será necesario algo más.

Ray Allen ya venía presagiando que el reinado a siete metros de Reggie Miller era cuestión de tiempo y que un alto volumen de triples puede prolongarse más de quince años sin poner en riesgo la excelencia ni reducir otras prestaciones. El colosal ejemplo de Allen no pertenece a las cumbres del acierto (40%).

Sí a la perdurabilidad, a la repetición decimal de una técnica sublime en el denso marco histórico que recoge su carrera, la del primer hombre en avistar la frontera de los tres mil triples. En términos cuantitativos, su presencia en la cima es ineludible. Pero más aún como «tirador inducido», el mismo género al que pertenecen Miller y Korver, aquel que prima la producción sobre la autonomía de creación (creating own shot). Ellos son el destino del balón para un disparo inmediato de tres puntos. Representan la cumbre de un proceso tan automático como el pick’n roll. Y es allí donde Allen puede quedar históricamente a solas.

Caso distinto presenta Steve Nash (1996-2014). Su asombrosa proyección de juego dificultaba observarle como un tirador magistral, siendo en efecto uno de los más grandes conocidos hasta la fecha. De todas las capas que componen la selección de tiro, Nash absorbe la de más alta calidad en la historia de la NBA, la más selecta de todas.

Mientras otros jugadores comprendieron la distancia como algo estático, inerte y estable, el canadiense la interpretó como un ente variable y reversible, como un sujeto vivo que aguarda al espacio libre antes que a una longitud cerrada. Ningún jugador había dotado a los espacios de esa identidad voluble y cambiante, de modularlos en su favor hasta hacerlos curvos.

Donde la distancia desnudó a tantos tiradores, Nash desnudó a la distancia como un recurso más al gobierno de sus manos. De 2004 a 2013 su TS no descendió del 60%, a lo que contribuyó una ejemplar seguridad desde la línea. Sus cuatro temporadas de 50–40–90 duplican las de cualquier otro perseguidor.

Es posible conceder a Nash el honor de fundar la «era perimetral», una química de juego basada en una eficiente agitación de la motion offense que prioriza, como nunca antes, los espacios libres para el lanzamiento, mejor si es de tres puntos. «The constant motion, the high pace, the sets that create space on the floor seemingly larger than the actual boundaries of a basketball court» (Grantland, junio de 2014).

Así las afueras usurpan definitivamente el mando y aquellos superdotados que abrieron el siglo horadando de forma individual los últimos espacios cerrados al exterior —Iverson, Bryant, Pierce— acabarán siendo trascendidos por el rendimiento cumbre de Kevin Durant (2011-15: TS 63,1% con 51-41-90 en 2013), el mayor disolvente conocido de nociones tradicionalmente separadas como anotador, tirador y triplista. Con él ya todas coinciden, como ocurrirá con James Harden, a quien resulta tan difícil estimarle tirador como no hacerlo dada su letal confianza en la larga distancia en todas sus formas.

El cambio histórico es, pues, decisivo. La relación con todo ecosistema táctico anterior experimenta una radical transformación: lo que durante años pudo ser una virtud repartida pasa a ser ahora una exigencia inapelable. Y la nueva floración del triple exigirá mayor número de triplistas y, entre ellos, una competencia feroz. Esto abre por primera vez subespecies al perímetro permitiendo la coexistencia de «inducidos» (Korver, Redick, Frye, J. R. Smith) y tiradores «autónomos» (Thompson, Matthews, Crawford, Lillard); del género 3&D (Green, Ariza, Carroll), de la figura del stretch-4 (Anderson, Love, Bosh, McRoberts) y su última derivación como playmaking-4 (Draymond Green, Boris Diaw).

En suma, el perímetro gobierna y adquiere su más plena expresión de amenaza total. El baloncesto adquiere por primera vez un dominio casi total de su parcela exterior y los equipos más fuertes son los que presentan mayor volumen de artillería ligera e incluso puramente balística. El mapa actual de juego en la NBA se explica a través de este nuevo fenómeno de dispersión.

Y así lo prueba, por ejemplo, que los últimos cinco supervivientes en los playoffs de 2015 coincidieran con los cinco equipos con mayor número de triples anotados. En el cuarto partido por el título del Oeste, Rockets y Warriors batían, con treinta y siete aciertos en setenta y ocho triples, sendos registros en un partido de postemporada. «La NBA nunca ha apreciado tanto el valor del tiro exterior —escribía Rob Mahoney— como a día de hoy». Ese caudal de descarga no avista freno.

Parece, pues, razonable concebir la era perimetral como la de mayor calidad de tiro nunca vista y, en consecuencia, la que presenta una mayor dificultad para sobresalir por encima del resto; menos aún para abrir alguna distancia con la mejor generación de sharpshooters que la NBA haya podido reunir. Y sin embargo, cruzar esa doble frontera a solas cobra realidad a través de Stephen Curry, un playmaker de alta gama, como hubo otros y donde su perfil puede admitir lo cotidiano. Pero un jugador con el mayor y más sofisticado arsenal de tiro de la historia en sus manos. Teorizar su caso obliga a presentar antes unos pocos datos en bruto.

Para empezar ningún jugador ha anotado tantos triples en sus primeras seis temporadas, aventajando en doscientos sesenta y tres al segundo (Ray Allen). Ha batido dos veces el récord de triples anotados en una temporada (doscientos setenta y dos y doscientos ochenta y seis) y con toda seguridad será el primero en alcanzar la frontera de los trescientos.

Tres de las cuatro mejores marcas históricas son suyas. Ostenta el porcentaje más alto (44%) para quienes han superado los dos mil intentos triples. Ha batido ya sobradamente el registro en una edición de playoffs, siendo además el primero en encadenar cinco o más aciertos en cinco partidos consecutivos. Cerró las Finales del Oeste con un 12/13 desde la esquina izquierda de ataque, lo que sumado a la temporada regular daba un irreal 49/65 (75,3% sobre un promedio NBA de 37,9%).

En ella Curry ocupó la segunda posición de la liga en tiro de campo efectivo (59,4%) cuando solo cinco jugadores sobre una muestra muy superior a los cuatrocientos lanzaron más veces a canasta que él. Semejante volumen de tiro nunca había permitido concebir eFG% de esa magnitud. En abril saltaba a la actualidad su prodigiosa serie de noventa y cuatro de cien triples en un entrenamiento incluyendo setenta y siete aciertos consecutivos. «Es un jugador imposible», concluía Mahoney.

Imagen: cortesía nba.com
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Técnicamente, su ejecución o release es la más rápida nunca registrada (0,3 segundos). Su cresta de parábola alcanza una altura promedio superior al resto de tiradores entrando al aro con un ángulo de cuarenta y cinco grados —óptimo según una mayoría de estudios—, alcanzando con regularidad los cuarenta y seis. «The available opening to the rim increases by over 40% when the angle of approach moves up from 30º to 45º» (The Perfect Jump Shot, p. 71).

Donde en casos de infatigable entrenamiento supimos de centenares de tiros diarios, su objetivo el pasado verano era convertirlos: anotar quinientos triples diarios durante varias semanas. En sesiones de plena incandescencia y menos lúdicas que útiles, Curry practica regularmente tiros de quince, veinte y veinticinco metros.

Su ejemplo es tal vez el más elocuente de que las capacidades maestras no residen únicamente en el trabajo, de que el tirador es (genéticamente) fruto del instinto y que solo uniendo ambos factores, talento y repetición, puede entenderse la insinuación de Steve Kerr de estar ante el sujeto con «la mejor coordinación entre ojos y manos del mundo».

Con Curry se diluye buena parte de lo recopilado lenta y costosamente en la monumental trayectoria del baloncesto durante más de un siglo, como si hubiera hecho estallar por los aires cada uno de los códigos que vertebran el difícil arte del tiro.

Este inmenso poder en sus manos ha permitido descubrir planos ignorados. Uno de ellos desaloja la noción clásica de selección de tiro, la disyuntiva entre buen y mal lanzamiento, despreciando los pilares de formación, posición, momento y resistencia defensiva. «No importa en absoluto lo cerca que tenga al defensor», subrayaba Reggie Miller.

Porque su autonomía para el lanzamiento, la gestión para crear y resolver los llamados pull-up jumpers, precedidos de bote, dribbling, reverso y oposición, alcanza ya una cima histórica. Curry destroza la barrera entre triple asistido y no asistido, licuando toda estrategia defensiva, individual y colectiva, especialmente al pick’n roll. Acosando la línea triple no se ha descubierto antídoto que no sea su propio error.

Imagen: cortesía nba.com
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No es un anotador. Pero atesora ya, más que el colosal repertorio de los grandes genios ofensivos como Maravich, Gervin, Jordan o Bryant, su condición más preciada: la «imprevisibilidad». Atribuirle el quickest release ever invita a concebir, como insinuó el primer párrafo, la primera fusión material entre bote y tiro, entre manejo de balón y lanzamiento a canasta.

El baloncesto conoce la repentina formación del tiro tras dribbling. Pero no al punto de soldar ambos recursos en una sola secuencia, como si el tiro fuera el siguiente bote de balón. Curry consigue empalmar los dos extremos de un cable hasta ahora separado, y solo en los mejores casos, por medio segundo. Un voluminoso muestrario con registros inferiores a las tres décimas lo demuestran. Desde los años setenta la NBA ha dado multitud de grandes manejadores. Curry comienza a pujar también por conquistar ese histórico trono.

En el estudio Composición de la mecánica superior (2014) se describió la noción de «resonancia» como un tradicional excedente de seguridad en los jugadores al instante de despedir el balón «preservando los brazos su posición terminal, como si al hacerlo la parábola respondiera a una orden». La memorización del lanzamiento en los tiradores maestros posibilita anticipar el acierto «al manifestarse a nivel cerebral», lo que permite reacciones de seguridad con el balón en el aire. Durante sus fases de calor Stephen Curry no solo ha conseguido reducir la resonancia a cero. También despreciarla exhibiendo niveles de suficiencia próximos al absurdo.

Estrictamente en términos de tiro, se trata del plano de dominio a mayor altura que haya permitido el baloncesto, allí donde entra en juego la llamada «neurotécnica» por la que el superdotado, en fase psicoactiva, intuye el acierto en situaciones intensamente desfavorables. El tiro exterior de Stephen Curry presenta, pues, el mayor grado de tolerancia al inmenso catálogo de dificultades técnicas que el baloncesto, desde su origen, ha podido formular. Es más rápido, más certero, más diverso y más independiente que todos sus precedentes. Nadie necesitó menos para producir más. Nadie ha reducido la distancia a menor expresión.

Imagen: cortesía nba.com
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Si primero fue el molde, después la rutina, después la distancia, después el acierto, después el desplazamiento, más tarde la velocidad y finalmente la tolerancia defensiva —estas son las fases históricas del tiro exterior—, el producto final no deja lugar a la duda. Dos años después de atribuírsele la condición de «most gifted shooter in NBA History» se comprueba cruzar el paso previsto para poder calificar a Stephen Curry como el mejor tirador que haya dado el baloncesto en cualquier época; el mejor equipado para trascender todo tiempo anterior y adentrar las posibilidades del lanzamiento en terreno ignorado.

Y dado que son ya muchos los ejemplos que sitúan al mejor en el umbral del tiempo, nada impide imaginar versiones superiores en el futuro. Es el principio medular de este deporte.

POST SCRIPTUM

Ha pasado una década desde la elaboración de esta especie de registro histórico en el arte del lanzamiento, no más que una coartada para llegar a Stephen Curry, desnudar su increíble poder y explicar el salto cuántico que supuso este jugador en relación a todo precedente.

Ha pasado una década y la brecha abierta con el pasado es hoy aún mayor. Durante todo este tiempo se ha comprobado (materialmente) aquella presunta revolución que Curry venía a traer consigo: la importancia del espaciado, el ritmo de juego y el triple adentraron al baloncesto en una etapa de explosión ofensiva cuyos límites aún están por descifrar mientras la defensa no iniciara un necesario rearme.

Si los Warriors invocaban un baloncesto novedoso, perimetral y volátil, los demás harían lo mismo en el nuevo atajo al éxito. De las tradiciones que Curry había decidido burlar destacaban tres grandes áreas. Una, la selección de tiro. Dos, el momento en que una defensa debía comenzar a actuar. Y tres, la distancia como un factor de pronto irrelevante.

Todas juntas afectaban de forma drástica al álgebra y discurso del rectángulo. Se impuso en adelante el poder de una simple matemática que exprimía el juego en la nueva eficiencia, la prioridad de sumar puntos de tres en tres, reduciendo el mapa de ataque al doble pulso del triple y el área restringida, lo que acabó por hinchar los marcadores, el llamado rating ofensivo, un índice que no ha dejado de aumentar año tras año en la última década.

Stephen Curry (Foto: Cordon Press)

El recuento de lo ocurrido, en relación al asunto medular del artículo, tiene su importancia por contraste. Durante más de un siglo, la condición de mejor tirador del mundo fue relativamente sencilla de descubrir, o en su defecto, hacerlo con una pequeña relación de nombres que destacar y superarse en cada época sucesiva. Digamos que la cadena trófica del tiro admitía un orden simple, una tradición cronológica de evolución y superación del estadio anterior: los pocos mejores abriendo camino.

Ahora bien, lo ocurrido en estos últimos diez años viene a quebrar aquella vieja lógica, y complicar seriamente la cuestión al multiplicarse exponencialmente lo que antaño era minoría y vanguardia. Si a Curry no se le podía clonar, el resto de la NBA hizo todo lo posible por llenarse de aquellas mismas fortalezas, una batería generalizada de artillería exterior. Por eso la democratización del lanzamiento lejano, su incalculable repunte en volumen y distancia, corre en paralelo a la llamada explosión ofensiva. Es tal vez la consecuencia más visible de todas.

Cuando las cinco posiciones clásicas fueron disolviéndose, cuando la posición importó menos que la función, el tiro exterior dejó de ser un pilar del edificio para hacerse el edificio entero, el arma de la que los equipos nunca se ven hartos de llenarse. Como resultado, el tiro ha alcanzado tal cima técnica que lo que antaño supuso alguna primacía individual, un destacar a solas dentro de una ordenada selección natural, hoy es promedio en un magma inescrutable.

De entonces a hoy, el proceso vivido hace incluso irrelevante la mención de algunos nombres empleados casi exclusivamente como francotiradores de diverso éxito, pero hiperespecializados en la función más importante de todas (Harris, Hield, Bertans, Duncan Robinson, Kennard, Bogdanovic, etc.), nombres que se suceden y que son reemplazados aprisa por la generación siguiente.

La eficiencia como medida del éxito no borró del todo la media distancia: la hizo un lujo solo permitido a los mejores (Durant, Booker, DeRozan, Paul, Kawhi, etc.). En la nueva anotación, el triple se hizo dominante al extremo de lo posible (Young, Mitchell, Doncic, Tatum, McCollum, Bane, Murray, Maxey). Y lo mismo en el tamaño. Si en algunos jugadores grandes el tiro exterior no venía de serie (Horford, Lopez), en los nuevos se hizo cualidad imperativa (Towns, Embiid, Jokic, Porzingis, Markkanen, Reid, Turner), y también en los llamados unicornios (Holmgren, Wembanyama) a los que la estatura no indulta de esa obligación. Antes bien, los fortalece.

De manera que la gran diferencia, se insiste, con todo el largo pasado que componía aquella selecta vanguardia en el arte del tiro, pongamos, en el siglo XX y postrimerías, es que llegados aquí, en este periodo acompactado de una década, el volumen, calidad y alcance del tiro exterior, su abrumadora demografía, hacen prácticamente imposible una comparativa con aquel otro escenario. Tal vez nadie lo explicó mejor que el brillante Henry Abbott con una simple analogía: «Curry es al baloncesto lo que los drones a la guerra». Y si la guerra ha reformulado tan drásticamente sus vectores de ataque, la interpretación será distinta, puede que más pobre y confusa en términos visuales, y más entregada a una redundancia que medir en masa de tiro y porcentajes.

Y aun con todo, cuesta creer que de aquí a final de siglo, el trono último del tiro pase a otro nombre distinto a Stephen Curry.

 

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