«No quiero hacer un documental común sobre un tema de la monótona vida real, sino que espero lograr una película brillante, inédita y épica» (1).
Extracto de la carta que Jørgen Leth envió al Instituto de Cine Danés en 1975
A los daneses les pareció perfecto. Contestaron el mismo día. La primera pedalada de A Sunday in Hell (Jørgen Leth, 1977) estaba dada. Solo esa. Le aprobamos el proyecto, señor Leth, ahora escriba a Félix Lévitan y vaya a verle a París. No, otra vez Félix no… habrá pensado el joven Jørgen. Ya le había visitado en 1970, con la intención de realizar estudios para un posible filme del Tour de France, que no terminó de concretarse por su coste potencial. Y porque, en cualquier caso, Lévitan, un tipo difícil, no les dio el permiso.
El hombre tenía su currículum, todo sea dicho: primero había sido director general del periódico Le Parisien Libéré, luego, como co-organizador del Tour, fue el encargado de dotarlo de una mayor ambición comercial, desde presionar para abandonar el formato de selecciones en favor de los sponsors hasta llevar el final de la carrera a los Campos Elíseos, en 1975.
«Siéntense. He estudiado su carta. Le puedo decir que es un proyecto muy difícil. Paris-Roubaix es una carrera imposible de filmar, muy peligrosa». Leth estaba acompañado de Christian Clausen, productor ejecutivo de la película. «Por eso quiero hacerla. Me gusta todo su drama y eso es lo que queremos capturar», contestó. En realidad, el director danés ni siquiera había visto nunca «la reina de las clásicas».
Así lo revela el productor Steen Herdel: «Jørgen entró en mi oficina y dijo ‘¿Has visto, en esta revista, esa loca carrera de bicicletas en el norte de Francia? Voy a hacer una película sobre ella, ¿qué te parece?’». Decir, a favor de Leth, que en aquellos tiempos los canales de televisión europeos transmitían solo la última hora de las principales carreras ciclistas. La propia Paris-Roubaix no se llegó a ver íntegramente en pantalla hasta la edición del 2016.
Pero, hasta ese momento, ¿quién era Jørgen Leth? Conocido sobre todo por el corto Det perfekte menneske (El humano perfecto, 1967) siempre había sido un apasionado del vehículo de las dos ruedas y del deporte en general.
El mismo año de aquella cinta también publicó un libro de poemas relacionado con figuras deportivas (Sportsdigte); en 1972 estrenaría otro corto vinculado al tema, Kinesisk bordtennis (Tenis de mesa chino); en el ‘72 la media hora experimental de Eddy Merckx i nærheden af en kop kaffe (algo así como Eddy Merckx en los alrededores de una taza de café), con música del brasileño Antônio Carlos Jobim; en el ‘74 Stjernerne og vandbærerne (Estrellas y aguadores podría ser el título en español, o Stars and Watercarriers, como fue el internacional, si se prefiere), sobre el Giro de Italia; en el ‘75 Den umulige time (La hora imposible), sobre los intentos del ciclista danés Ole Ritter—amigo del director—de volver a establecer el récord de la hora en el velódromo de Ciudad de México—que había logrado en el ‘68—y más adelante en su carrera se ocuparía de un bailarín (Peter Martins – en danser, 1978); de la pelota vasca (Pelota, 1984), y hasta del futbolista Michael Laudrup (Michael Laudrup – en fodboldspiller, 1993).
En realidad, más allá de su admiración por los deportistas en sí, lo que interesa a Leth es qué mueve a una persona a llevar a cabo una actividad determinada. «Mi meta es preguntar el cómo y el por qué», define él mismo. Para confirmar su búsqueda trascendental, se puede visionar uno de sus últimos documentales, Music for Black Pigeons (2022), codirigido con Andreas Koefoed, donde acompaña al guitarrista danés de jazz Jakob Bro en grabaciones de estudio, conciertos y hasta en su casa, en los momentos en que—supuestamente—le llega la inspiración para componer.
Sin embargo, lo más probable es que la mayoría lo conozca por Las cinco condiciones (2003), esa ocurrencia de Lars Von Trier en la que pone a Leth, su mentor y amigo, a reescribir El humano perfecto de cinco formas diferentes (aunque para la quinta, en realidad, solo debe leer un texto de su colega). «Yo aíslo lugares y cosas»—dice Leth en el filme—«que quiero examinar con precisión. Ése es mi método. Los encuadro precisamente. Espero por el momento correcto. Como sabes, creo firmemente en esperar y observar».
Dos años después, la publicación de sus memorias (El humano imperfecto. Escenas de mi vida) lo devolvería a la popularidad, pero no por logros artísticos. Resulta que al señor le dio por incluir en el libro un recuento gráfico de las relaciones sexuales que había mantenido con la hija de 17 años de su cocinera, en Haití, donde reside la mitad del año desde los ochenta. Un escándalo. Pasó a ser casi un marginado. Pero más tarde obtuvo una especie de «perdón general», volvió a comentar carreras y aquí no ha pasado nada.
Un domingo de primavera en el Infierno
Ya fuera por una cuestión de la dialéctica del dúo negociador, o por las coronas danesas que ofrecieron, al final el proyecto fílmico de A Sunday in Hell logró la aprobación. Sería la primera película sobre una competencia ciclista que seguiría el evento en su totalidad. Para conseguirlo, el contrato firmado con La Sociêté d’exploitation du Tour de France establecía que contarían con tres motocicletas filmando «en la carrera», y dos más para abastecerles con cintas de recambio, dos coches en el convoy, y un helicóptero. En total utilizarían unas 27 cámaras. Tenían cuatro meses para preparar el rodaje.
La primera toma de contacto con el recorrido fue entre finales de 1975 y comienzos del ‘76, aprovechando que el propio Lévitan y Albert Bouvet irían para examinar el terreno. Bouvet, que aparece fugazmente en el filme dirigiendo a los vehículos que ocupaban la plaza en el día de la salida, había sido ciclista hasta 1964, y luego periodista en Le Parisien Libéré, pero sería recordado ante todo por encargarse de encontrar nuevos tramos adoquinados (o pavés por su nombre francés, como también se les conoce popularmente) junto al también ex corredor (y antiguo trabajador en las minas de la zona, de ahí su capacidad para «descubrir» nuevos senderos) Jean Stablinski, en tiempos en los que crecían las áreas pavimentadas, y el principal atractivo de la carrera se veía amenazado por la reducción y el deterioro de los caminos empedrados. Sobre la visita, Leth comentó: «Estaba fascinado caminando sobre los adoquines. Me enamoré [de la carrera] inmediatamente. Sentí que iba a ser una película fantástica».
La prueba, que se viene disputando desde el 1896 (interrumpida solo en los años de las guerras mundiales y en el 2020 debido a la pandemia de Covid-19) se suele celebrar el segundo domingo de abril. Dicen que fue el periodista francés Victor Breyer quien escribió «Ici, c’est vraiment l’Enfer du Nord» (Aquí, es verdaderamente el Infierno del Norte). Era 1919, y los organizadores de la carrera habían viajado junto a algunos reporteros para determinar en qué estado estaba el trayecto de la clásica una vez terminada la Primera Guerra. No había árboles. Se podía oler el hedor del ganado muerto. La tierra estaba quemada y llena de hoyos que habían dejado las bombas. Solo se mantenían en pie cruces con lazos de color azul, blanco y rojo.
Leth tituló el largometraje En Forårsdag i Helvede (Un día de primavera en el Infierno), aunque al parecer luego habría dicho que prefiere su título internacional, A Sunday in Hell (Un domingo en el Infierno). La cinta está disponible en la red en sus dos versiones: con el relato en off en danés del propio Leth y subtítulos en inglés, y con la narración de David Saunders, quien fuera la voz del ciclismo británico. Una voz precisa y contenida, con la misma carencia de emoción de estar relatando el comportamiento de las moléculas, pero por alguna extraña razón, seductora y totalmente adecuada para la despiadada travesía.
Si bien ambas pueden disfrutarse de igual modo, en lo personal prefiero la segunda, ya que salvo para quien hable danés, hay detalles ofrecidos en el relato en inglés que no existen en los subtítulos. Lo cierto es que Saunders corrigió y reelaboró en parte una traducción del guion original, de veinticuatro páginas.
Por otro lado, los comentarios que pueden leerse debajo del vídeo brindan un verdadero plus: el primero, con miles de likes, es el del propio hijo del narrador, contento de escuchar a su padre después de mucho tiempo; escriben daneses expresando que en esa versión se pierde el carácter que ofrece la voz de Leth; gente que debate qué hace—y por qué y de qué forma—exactamente la persona que limpia con un pincel la bicicleta Benotto en la escena que abre la película, mecánicos que responden; multitud y variedad de aficionados y nostálgicos del ciclismo y de las bicicletas de los setentas; gente impactada por algunas costumbres de la época y por el empapelado de un bar en Valenciennes (el Café de la Place) e incluso alguien que suele jugar al fútbol con el hijo del ex ciclista Roger de Vlaeminck.
Si uno posee cierto interés por el ciclismo y la historia, es fácil sentirse identificado por las impresiones e inquietudes del pequeño foro. Cuando uno se adentra en el documental se empieza a preguntar automáticamente qué es lo que está pasando, qué nos van a contar, hacia dónde nos dirige, quiénes son cada uno de los individuos que aparecen, por qué se comportan de esa manera o por qué no hacen ciertas cosas, dónde están, quién llegará hasta el final.
Por fortuna, el periodista deportivo William Fotheringham, autor de populares biografías de Merckx o Coppi, entre otras, dedicó un libro entero a indagar sobre cada aspecto del filme y a contestar a todas y cada una de las preguntas, con un subtítulo sugerente: Detrás de la lente del mejor filme de ciclismo de todos los tiempos. «Paris-Roubaix es atemporal de su propia y única forma, y así es a su vez la película», señala el escritor inglés.
Cómo atrapar una epopeya fugaz
A pesar de que a la producción danesa se le garantizó un acceso inusual para las carreras de aquellas épocas, las tareas de filmación por realizar distaban de ser sencillas. Para empezar, aunque Leth recorrería el trazado dentro de un coche, junto al convoy, no se podría comunicar con su equipo vía radio, debido al riesgo de que una red de onda corta pudiera interferir con el propio sistema de transmisión de la carrera. O sea, debía dirigir a un equipo de unas 50 personas… sin poder realmente dirigirlo. Por otra parte, al ser una competición de un solo día, no habría segundas tomas. Debían jugarse todo a lo que capturaban en el momento.
Cosa que tampoco resultaría simple, dado que necesitaron contratar camarógrafos y conductores de distintos países (franceses y belgas en su mayoría) que, como se revelaría luego, ya fuera por falta de comprensión de las órdenes o de experiencia, algunos de ellos no cumplieron con lo que se les había pedido. Como si todo esto fuera poco, el hecho de que fueran numerosos los sectores donde podían pasar cosas (en aquella edición, fueron 14 las secciones adoquinadas) complicaba aún más las previsiones, a diferencia de, por ejemplo, lo que hubiera sido una etapa con un puerto de montaña crucial.
«Soy un antropólogo del cine. Quiero observar las cosas, estudiar los detalles, y ver cuándo salen a la luz», explica Leth. En coordenadas similares, Robert Bresson, que compartió estreno cinematográfico en aquel 1977 (El diablo, probablemente) apuntaba: «Rodaje. Situarse en un estado de ignorancia y de curiosidad intensas, y a pesar de ello ver las cosas antes» (2). La planificación era la clave.
Tuvieron que explorar la zona en incontables ocasiones para establecer los puntos exactos donde se ubicaría cada cámara (trazaron unos 20 principales) cómo sabrían luego de qué sitio se trataba (cada operador enseñaría la ubicación y la hora en sus relojes antes de empezar a filmar) y resolver el tema de la continuidad, es decir, aclarar en qué sentido debía verse el desplazamiento de los corredores, para que luego no se generase una confusión a la hora del montaje.
Leth y su director de fotografía, el sueco Dan Holmberg, decidieron que sería de derecha a izquierda. Una de las razones era que los ciclistas acostumbran a pegarse al lateral derecho de la carretera, dejando paso a la caravana de coches y motos a su izquierda. Pero no existían garantías.
El azar conformaría un aspecto ineludible de la obra, pero Leth lo aceptaba con total conformidad, porque también considera que es necesario adjudicarle su espacio en la creación. No obstante, reconocen que el nerviosismo era evidente, hecho que queda demostrado con la compra de 20 carretes más de cinta cinematográfica por si acaso—que no se utilizaron—en las horas previas a la carrera.
Hablando de la contribución al espectáculo que proporcionó al evento la televisión en los ochentas, el periodista Jean-Luc Gatellier manifiesta que «sus cámaras inquisidoras restituyen fielmente a los telespectadores la película de polvo que maquilla las caras, fatigadas o picadas de barro, en las que se pueden ver las miradas atemorizadas de los actores de esa película de terror» (3). Leth, por su parte, visualiza otras asociaciones.
Compara la carrera con una novela, describiéndola como «una pieza épica con una gran cantidad de detalles». E incluso con el arte sobre el escenario: «Los logros deportivos sobresalientes se asemejan al teatro griego, donde toda clase de personajes y rasgos están expuestos – héroes, villanos, virtudes y defectos. Le debemos a los grandes intérpretes respetarlos por este aspecto y por lo que hacen».
Más allá del género al que pudiera pertenecer la competición, lo cierto es que toda obra artística intenta otorgarle un determinado orden al devenir perpetuo en el que vivimos. Es decir, identificar las partes, seleccionar, descartar, y luego tratar de ensamblar los elementos para conformar una unidad o historia que invite al lector o espectador a acercarse a ella. El director, en esta ocasión, no tuvo muchas dudas en su selección de «héroes»: serían el italiano Francesco Moser y los belgas Freddy Maertens, Roger De Vlaeminck y, cómo no, Eddy Merckx.
Héroes con alas en los pies
Un hombre de prolijas y largas patillas, enfundado en un suéter rojo, baja de un coche. ¿Es Mick Jagger en gira promocional del inminente álbum Black and Blue? En realidad se parece más a Ian Brown, de los Stone Roses, salvo que los mancunianos todavía no se formaron.
No, es Roger de Vlaeminck, del equipo italiano Brooklyn. El gitano de Eeklo, como se le apodaba, al principio se dedicó al fútbol—sí, mismo caso que su paisano Remco Evenepoel—pero al ver que no sería un Paul van Himst ni mucho menos, decidió probar con una bicicleta prestada por su hermano Erik, que también se convertiría en ciclista profesional, aunque de menor renombre. Tan bien se le dio pedalear, que para aquella primavera ya había ganado cuatro de los cinco Monumentos del ciclismo.
Al año siguiente, de hecho, ganaría el que le faltaba (Tour de Flandes) y desde aquel momento hasta el día de hoy ostenta, junto a Rik Van Looy y Eddy Merckx, el privilegio de ser los únicos corredores que han hecho el pleno. Con estos últimos (y con el francés Octave Lapize, muerto en la guerra como piloto) comparte ese día, además, tres títulos de la Paris-Roubaix. Ganó la última edición, y llega a Francia con el objetivo de ser, al día siguiente, un hombre récord.
Como amateur y profesional, De Vlaeminck fue campeón de ciclocrós, y de ahí le viene el dominio de terrenos irregulares, del polvo y del barro. No miraba de reojo a los adoquines desde caminos laterales de tierra. Al contrario, se aferraba al manillar y atravesaba el empedrado como si pudiera flotar por encima.
Contaba Franco Cribiori, su manager del Brooklyn, que luego de cada paso por «el Infierno del Norte» revisaban en qué estado habían quedado las ruedas de las bicicletas. Y siempre eran las suyas las que seguían como nuevas. Cuidadoso al máximo de su herramienta, la guardaba en su propia habitación, no fuera que alguien la manipulara. La rivalidad con Merckx regaló líneas de escritura a la prensa, pero con el tiempo la relación mutó en admiración, al punto que a ese hijo suyo, que juega al fútbol con el comentarista del vídeo, lo llamó Eddy.
Otros padres, Jules y Jenny, bautizaron a su primer hijo Édouard Louis Joseph. Pero todo el mundo le conocerá siempre como Eddy Merckx, el ciclista más ganador de la historia. A esas alturas, ya se le había dedicado un documental, La Course en tête (Joël Santoni, 1974). Su superioridad no se traducía en relajación, aunque poco pudiera adivinarse por su estampa («Soy tranquilo por fuera, pero nervioso por dentro», confesó en alguna entrevista).
Sentado, supervisa la preparación de sus bicicletas, del equipo—también italiano—Molteni. «Tiene la reputación de ser un súper perfeccionista, un maníaco respecto a los detalles mecánicos. Siempre algo tiene que ser ajustado, especialmente la altura del sillín», relata Saunders. La obsesión no era un capricho. En 1969, en una carrera ómnium en el velódromo de Blois, Merckx protagonizó un trágico accidente, en el que falleció su acompañante, que conducía una motocicleta, y que a él le dejó una hora inconsciente, con desplazamiento de la pelvis y los nervios de la espalda pinzados. A partir de ese momento, y a pesar de todo lo que siguió ganando, se mantuvo en su cuerpo una ciática; y en su psique, la meticulosidad.
¿Podía ser Merckx, entonces, el que se coronase como rey de la Paris-Roubaix? El año no empezó mal: ganó en marzo por séptima vez la Milán-San Remo (esa corona ya no se la quitaría nadie) y la Setmana Catalana de ciclisme. En la última etapa de esta competición, sin embargo, el bolso de un espectador se enganchó en su manillar y se dañó el codo, lesión que arrastraría los meses siguientes. Se comentaba que sus años de gloria eran propiedad del pasado.
Que ya quedaban muy lejos tardes francesas de adoquín como la de 1970, por ejemplo, en la que llegó a meta con cinco minutos y veintiún segundos de ventaja sobre De Vlaeminck. Pero el mote de El Caníbal nunca había sido exagerado. Su ambición de conquistas seguía siendo insaciable.
Los del equipo belga Flandria se la pasan la mar de bien. O al menos eso parece, a juzgar por el clima que se vive en el hotel donde están concentrados. Conversan distendidos, mezclados con algunos locales y un particular animador bruselense que canta, habla de vinos y no se quita sus gafas oscuras. Freddy Maertens sonríe.
Tiene motivos, la temporada le está yendo bien. Solo en marzo, se subió al podio en once ocasiones: fue primero en seis de las diez etapas de la Paris-Niza (y segundo en otras dos) y logró el maillot de la clasificación por puntos, y vencedor en la Flecha Brabançona y la Amstel Gold Race. En abril, pretendía mantener su fulgor: cuatro días atrás había triunfado en la Gante-Wevelgem al sprint, por delante de Merckx, Moser y De Vlaeminck.
A sus 24 años, Maertens era la figura a seguir en el conjunto rojo y blanco. Pero, a las órdenes de Lomme Driessens, la forma de afrontar las citas ciclistas de los belgas se encontraba más en una concepción de unidad y trabajo conjunto que en la apuesta total a un corredor. Ahí estaban Marc Demeyer y Michel Pollentier para rodar a su lado, que no se identificaban como gregarios, sino que completaban más bien un tridente. El primero ya había demostrado que se le daban bien los sprints, y el segundo iba construyendo su prestigio de escalador. El Flandria tenía, estaba claro, razones para ilusionarse.
Cuando un país alumbra un talento excepcional, aboca su historia a la búsqueda incesante de su heredero. Y si no, pregúntenle a cualquier corredor italiano que se atrevió a destacar una vez extinto el brillo de Bartali o Coppi. Por ejemplo, a Francesco Moser, que por esos días no se veía solamente en medio de la expectación de su patria, sino también como el único ciclista no procedente de Bélgica con opciones de triunfo. «Moser, entregado a la voracidad de los belgas» titulaba el periódico L’Équipe el sábado previo a la cita, con honestidad brutal.
Los del país vecino no podían confundirlo. Ganador en 1975 del Trofeo Matteotti, que equivalía al Campeonato de Italia, Lo Sceriffo (el sheriff) no vestía esa temporada el uniforme habitual de su equipo, el Sanson, sino los tres colores de su bandera.
Meses después, aquel año, lograría el Giro de Lombardía. Y en el ‘74, con 22 años, ya había cosechado el primer puesto en la París-Tours y el segundo en la propia Paris-Roubaix, 57 segundos detrás de De Vlaeminck… y seguido de Demeyer y Merckx. Con los apuntes de la experiencia bajo el brazo, esta vez llegaba a la prueba con la intención de que los belgas no le vieran más que la espalda en meta.
Dígase que más allá de la presión lógica por lograr la victoria por parte de cualquiera de estos corredores, por lo general vivían la víspera con un estrés menor que el que hoy podría sufrir un ciclista «designado» para vencer la carrera elegida por su equipo. Al ser habitual que participaran en la mayoría de competiciones posibles, si no había suerte hoy, quizá la habría la semana siguiente. «No son héroes por nada»—afirma Leth—«Son héroes por su carácter y personalidad. Quería averiguar cómo lo hicieron, cómo crearon sus golpes maestros».
Francia: el queso, el vino, los castillos y las huelgas
Una vez reunidas todas las cintas del rodaje, Leth no tuvo prisas en enseñar la marcha de la carrera, a pesar de la oportunidad única de hacerla eterna en el celuloide. Al igual que el mecánico de Sanson que inicia el filme, mimó a su creatura, le prestó la atención que requería, la escuchó. Le dedicó, en definitiva, todo el tiempo del que disponía. «A las tácticas de velocidad, de ruido, oponer tácticas de lentitud, de silencio», recomendaba en su día Bresson. Después de presentarnos a los—o a sus—favoritos, nos indica que su enfoque poético del deporte no descarta el aspecto didáctico.
La 74ª edición de la Paris-Roubaix será de 270 kilómetros. Los primeros 145 sobre carreteras de pavimento normal. Saldrán desde Chantilly (4). Los ciclistas utilizarán un tipo de ruedas especiales para la dureza del terreno empedrado (5). «Un bistec poco hecho es un buen desayuno para lo que está por venir», explica el narrador mientras observamos cómo lo cortan De Vlaeminck y compañía. Disputarán la carrera 154 corredores de 15 equipos diferentes.
Vemos realizar el calentamiento de los equipos, yendo desde los hoteles donde se alojan, hacia la plaza donde está ubicado el inicio. Nada de autocares espaciales como ahora. Antes, Merckx no pierde oportunidad para revisar la altura del manillar, regla en mano. La «place Omer Vallon» se encuentra a rebosar. Familias, músicos, organizadores, vehículos, todo se mezcla en un aparente caos. La gente congela recuerdos en los carretes de sus cámaras. Y en las hojas que les autografían esos seres que resulta ser que son de carne y hueso.
Nada de selfis para compartir a todo el universo. Todo queda ahí. Es tan natural, y a la vez tan alejado de lo que nos hemos acostumbrado a experimentar en tiempos recientes, que nos parece casi exótico. Fascina mirar el comportamiento humano de otras épocas. Se siente una sosegada nostalgia.
Ahí llegan, a su vez, para firmar la planilla de participación, esos atletas desprovistos de casco. Aparece Bernard Thévenet, último ganador del Tour; el Bernard que ganará cinco en el futuro, Hinault, pero que esa mañana tiene solo 21 años; también está Raymond Poulidor, el corredor—a día de hoy—que más veces rodó en el Infierno (18, aunque su mejor resultado fue un quinto puesto en el ‘62), y que cumplirá los 40 en cuatro días (su nieto, Mathieu van der Poel, mirará hacia arriba recordándole, emocionado y agradecido, antes de cruzar el primero la línea de llegada, 47 años más tarde, en 2023). A todos, a los que lo logren, se les espera en poco más de siete horas en el velódromo André Pétrieux de Roubaix.
Da tiempo para que seque la pintura blanca con la que están, todavía, rellenando las letras BNP (Banque Nationale de Paris, el sponsor principal ese año) del suelo de la pista. El clima es fresco al empezar la jornada, pero en lugar de las frecuentes lluvias de esas fechas, el cielo regala su azul aquel domingo 11 de abril en el norte francés.
Luego de la salida neutralizada, el comienzo oficial debía ser en un paisaje de postal, con el castillo de Chantilly al fondo. Sin embargo, los imprevistos que asumía Leth entran en escena. Protestas y obstrucción del camino. Allende los Pirineos, siempre fue claro y meridiano: ante el abuso empresarial y los recortes, movilización.
Tampoco podían sorprenderse tanto, porque el conflicto se originó un año antes. Emilien Amaury, dueño de Le Parisien Libéré, L’Équipe y Marie Claire, había decidido modernizar la producción. Y una de las medidas para conseguirlo fue cerrar una de sus imprentas en París, dejando unas 300 personas en la calle. ¿Con que esos periódicos deportivos organizan la carrera? Pues les tiraremos miles por el camino con tal de bloquearla, planearon.
El corte no bastaría, claro, para alcanzar un acuerdo (que recién se produjo en agosto del ‘77) pero al menos obtuvieron visibilidad, una demora de la largada de una hora y diez minutos, y le dieron una nueva oportunidad a Merckx para ajustar su sillín. Más adelante se produciría otro parón, esta vez por parte de los trabajadores de una compañía química, pero en ese caso apenas se desaceleró el pelotón.
Las huelgas, por cierto, ocuparían más espacio en la gran pantalla en aquel 1976. El mismo Jean-Luc Godard, que se inspiró en distintas fotos de revueltas para concebir su película Comment ça va, rodó algunas de sus escenas en la redacción de, casualmente, Le Parisien Libéré. Y al otro lado del océano se estrenaría Harlan County, USA (Barbara Kopple), un documental que registra las reivindicaciones de un grupo de mineros tres años antes, y que ganaría el Oscar en el ‘77.
No sabían de ciclismo, pero tenían lo que necesitaba
Ha pasado más de media hora cuando por fin somos testigos de imágenes de la carrera en modo competencia. Un plano fijo con los corredores acercándose. Una de las directrices de Leth («Siempre debería haber espacio para el tiempo. Un filme debería respirar naturalmente») que muchos camarógrafos no ejecutaron. Y de repente, una combinación técnica que destaca por su innovación. Por un lado, vemos la fila avanzar desde un helicóptero, algo que uno asume como lo más habitual desde hace ya mucho tiempo, pero que no lo era en su momento.
El recurso ya había sido utilizado, por ejemplo, en el documental de la televisión alemana Giro d’Italia. Die härteste show der Welt (Michael Pfleghar y Hans Gottschalk, 1975), donde también había participado Dan Holmberg tras la cámara. Pero allí, como en otras competencias deportivas, el uso que se le daba para registrar «el espectáculo más duro del mundo» del ‘74, se limitaba a tomas aéreas generales, lo que aportaba una idea más amplia sobre los paisajes por los que se estaba moviendo la caravana, pero no funcionaba para captar detalles o advertir cambios en la dinámica de la carrera.
Los cerebros detrás de A Sunday in Hell apostaron por dar un paso más allá. Quizá hayan visto y recuerden la penúltima escena de El reportero (Michelangelo Antonioni, 1975). Un viaje sin cortes desde la habitación de David Locke (Jack Nicholson) hacia la plaza del pueblo (a través de una ventana con rejas), con giro posterior y perspectiva del hotel, hasta enfocar nuevamente el dormitorio.
Unos ocho minutos que tardaron once días para poder filmar como el director italiano quería. Pero que no hubieran sido factibles de no ser por la tecnología de la cámara giroscópica Wesscam. Ideada, en un principio, para fines militares, fue el canadiense Ron Goodman quien, al rediseñar su estructura para obtener un desplazamiento de la imagen más sutil, permitió que fuera viable sacarle provecho en producciones de cine.
En ese momento, solo había dos operadores de cámara en Europa capaces de controlar la Wesscam. Goodman era uno de ellos. Y era el único que poseía el soporte especial necesario para montarla en un helicóptero. Gracias al artilugio, la apreciación del recorrido se ve beneficiada tanto en los zooms, que al acercarse o alejarse nos brindan la posibilidad de una mejor comprensión de lo que sucedía en un momento particular, como en el mismo hecho de poder tener una visión privilegiada y exclusiva, dada la dificultad para grabar la acción in situ en algunos tramos (por el terreno o la falta de espacio).
Fue tal la innovación, que a partir de allí los grandes eventos deportivos se interesaron por ella y comenzaron a incorporar el recurso. Hoy, no solo resulta imprescindible, sino que sería impensable su ausencia en una carrera ciclista.
Junto con la visión aérea, un coro se eleva cual ceremonia religiosa. ¿Qué dicen? París, Roubaix. En realidad, es la banda sonora llegando a su punto máximo de exotismo. Hasta ese momento, se venía sugiriendo en pequeñas dosis. Ya habían sonado unas cuerdas de violonchelo que reforzaban la expectación mientras el mecánico preparaba la bicicleta, percusiones, sintetizadores y un ambiente que crecía en tensión y misterio con la instrumentación mientras el pelotón avanzaba en el plano sostenido.
«Me dijo muy enfáticamente que no tenía ningún interés en el ciclismo», recordaba Leth del primer encuentro con el músico experimental Gunner Møller Pedersen. Fue antes de componer el soundtrack de Stars and Watercarriers, aquel que contenía el hipnótico track «Bolero», que acompaña las escaladas y los combates entre Merckx y José Manuel Fuente en el Giro del ‘73. Al parecer, con aquella película entendió que el relato trascendía el deporte, para hablar de la lucha diaria de los corredores, de sus esfuerzos personales, de sus intentos de superación.
Pedersen (oriundo de Aarhus, como Leth), reflexiona Fotheringham, aportó una mirada abierta y enriquecedora al acercarse al ciclismo desde su propio desconocimiento, al igual que sucedió con otros colaboradores. Para algunos, la multitud de voces podría chocar. Bien mirado, para una carrera (llamada también «La Pascale») que ya poseía un carácter místico y en la que los corredores deben atravesar un «infierno», no queda fuera de lugar que, además de pedalear como si no hubiera mañana, también se dirijan hacia ese desafío entonando un cántico que les insufle coraje. «Qué desperdicio»—pensó el compositor al ver la volátil escena y tratando de idear cómo adornarla—«todos estos hombres sentados allí tratando de ser los primeros en llegar a Roubaix. Si cantaran sería maravilloso».
Mitología rodada
Un río de obstinados mortales pedalean encorvados sobre sus velocípedos. Las motos y los coches que les rodean levantan el polvo de los senderos, y así, avanzan entre nubes. La gente les espera («para [presenciar] algunos momentos pasajeros de acción, drama, tortura e incluso heroísmo») con las manos en los bolsillos o con la radio portátil pegada a la oreja.
Hasta los trabajadores de Eurovision en el estadio de Roubaix se informan de las vicisitudes del día a través del aparato otrora indispensable. Los ciclistas que caen, caras negras como si hubieran acabado su turno en la mina, se retuercen ensangrentados en el suelo a la espera de la atención médica (6). Algunos de los que abandonan, son trasladados hasta Valenciennes por los propios espectadores. Una chica cree que el ciclista al que le quitó la gorra se llama Brooklyn. La gente en los cafés charla y opina. Recuerdan explorando en la memoria, porque no disponen de buscadores.
El belga Walter Godefroot, del equipo Ijsboerke y ganador en el ‘69, intenta demarrar. Desde sus músculos hasta su reloj de pulsera tiemblan sobre las piedras irregulares, a cámara lenta (7). Pero los pinchazos lastrarán sus ambiciones. También a Merckx, quien pese a todo, no dejará de intentarlo («Solo un Merckx atacaría a esta hora tardía»). Maertens, víctima de un accidente, tampoco continuará su racha primaveral triunfante. De Vlaeminck, incansable, ataca una y otra vez y despedaza la serpiente compuesta de cientos de rayos y cadenas. Nadie da relevos. Integra la fuga junto a Moser, Demeyer y el holandés Hennie Kuiper, quien viste el maillot arcoíris de campeón del mundo.
«Los corredores crean las carreras con la manera en que corren. Crean historias», sostiene Leth. Para atraparlas, utiliza una técnica que podría compararse con la de Antonioni, el cual pretende «seguir a los personajes hasta desvelar sus pensamientos más recónditos», según dejó escrito (8). Los cuatro escapados, exhaustos pero apretando los dientes para impulsarse más allá de lo posible, ingresan lanzados a un velódromo abarrotado. Una sola, de las ocho incesantes ruedas pisará primero la línea de meta, alimentando la leyenda. No será ninguno de los héroes elegidos. Pero se convertirá, al menos en esa tarde épica, en uno.
Notas:
1–Sunday in Hell. William Fotheringham. Yellow Jersey Press. Londres, 2018. Todas las citas que aparecen en el texto son de este libro, salvo aclaración. Las traducciones de las mismas son de mi autoría.
2-Notas sobre el cinematógrafo. Robert Bresson. Edición y traducción de Daniel Aragó Strasser. Árdora Ediciones. Madrid, 2002.
3–Historia de las Grandes Clásicas. Colección ciclismo en ruta núm. 2. Traducción de Claude Cécile Destrem de la edición original, titulada Belles d’un Jour, Histoire des Grandes Classiques, publicada por L’Équipe. MC Ediciones. Barcelona, 2008.
4-Sí, a pesar del nombre, la última vez que la carrera partió desde la capital francesa fue en 1965. Del 1966 hasta, casualmente, aquél 1976, lo hizo desde Chantilly (cerca de 40 kms. al noreste de París). Compiègne es el punto de salida desde el 1977.
5-No obstante, el promedio de corredores que llegaban a meta en los setentas era de entre 35 y 50 (38 en el ‘76), frente a los más de 100 (138 en 2023) que lo hacen en la actualidad, gracias a las mejoras en la tecnología de las ruedas.
6-En aquella época, solo equipos grandes como Brooklyn o Molteni contaban con un par de coches para seguir la carrera, uno delante y otro detrás del pelotón. Para la gran mayoría de corredores, pinchar o tener cualquier problema técnico en las zonas de pavé, significaba perder minutos vitales,al carecerde un auxilio inmediato, que muchas veces les llegaba con la ayuda de un compañero del equipo.
7-Lo cierto es que la toma es obra del francés Paul Constantini, quien utilizó una cámara ligera que grababa con cierta demora, unos 30 ó 31 fotogramas por segundo (a diferencia de los 24 habituales) que otorgan ese aspecto a la acción. Curiosamente, ni Leth ni el resto del equipo técnico tenían conocimiento de su modus operandi.
8–Para mí, hacer una película es vivir. Michelangelo Antonioni. Traducción de Josep Torrell. Ediciones Paidós. Barcelona, 2002.