Creo que es culpa de las series. De vez en cuando, si en la vida pasa algo que merece mi reflexión, miro hacia la pared que tengo más cerca, o al infinito o a lo que sea, y hablo en voz alta. Digo la frase de mi guion imaginario, giro la cabeza y vuelvo a lo que estaba haciendo.
Hoy ha vuelto a pasar. Teo ha salido del entrenamiento y ha pedido ir a jugar al campito que hay al lado de Decathlon. Evidentemente, a esto nunca puedo decir que no, porque esto es la felicidad pura, pero cualquier día saldré de allí en ambulancia. Empiezo a ser mayor, pero no tanto como para dejarme perder al fútbol contra un niño de 7 años. Me pico enseguida y le aprieto, pero el enano va mejorando. Puedo llevarlo a entrenar una vez al mes, más o menos, y todos los días de Decathlon me sorprende con algo nuevo.
Hoy Teo me ha regateado con una pisadita, al poco de llegar al campo. Cuando he querido frenar, la rodilla me ha hecho un bailecito interesante. A estas horas diría que el asunto quedará en un susto, pero ahí en el momento ha provocado dos cosas: 1) he envejecido cinco años en un segundo y 2) ha significado el final del mano a mano futbolístico con mi hijo. A cambio, Teo ha señalado las canastas y ha propuesto un rato de baloncesto.
Podría decirse que no ha sido el mejor partido de baloncesto. Yo apenas podía caminar y Teo era incapaz de elevar la pelota hasta el aro. En nuestra lógica paternofilial, la situación ha derivado en un concurso de habilidades. Recuerden, un concurso de habilidades de un niño bajito y un cojo con sobrepeso.
En la práctica, él ordenaba y yo ejecutaba. O trataba de ejecutar. He ido superando sus retos con facilidad hasta que ha dicho: «Ahora has de meter diez canastas seguidas». Obediente, me he colocado cerca del aro y algo escorado, para lanzar a tablero, y ahí ha empezado el quiero y no puedo. Al segundo o tercer intento he llegado hasta el noveno lanzamiento, y he fallado, pero he pensado que podría conseguirlo sin mucho esfuerzo. Sin embargo, el desafío se ha ido complicando. En realidad, durante la siguiente media hora, y mientras era incapaz de encadenar diez aciertos, he tenido tiempo para pensar en muchas cosas.
He pensado por ejemplo que debía extraer una lección de todo eso. Quizá latía ahí una enseñanza sobre probabilidad o estadística, algo que aplicar después en el poker o las apuestas, pero ni idea. He pensado también en volver a hacer deporte de verdad, porque se me estaba cargando el hombro derecho más de lo recomendable. He pensado si había cámaras en el recinto, y las había. He pensado qué harían después con ese vídeo, y qué probabilidad existía de que llegara a manos de mi mujer algún día. He pensado «al menos luego podré escribir un artículo con esto». Y he pensado si el ejemplo que le estaba dando a Teo, con ese empeño irracional, era malo o bueno.
Teo no parecía ver nada extraño y hacía de recogepelotas: pillaba el rebote y me lanzaba la bola para que lanzara. A veces, incluso, soplaba para que fallara. Casi al final ha dicho que le dolía el cuello de mirar hacia el aro. También ha dicho que de ahí no nos íbamos hasta que yo acertara diez veces seguidas. No sé si era una frase de apoyo o una amenaza. No tenía pinta de cansarse y nos estarían ya casi esperando en casa. He pensado muchas cosas y he llegado a una conclusión un tanto extraña: «voy a seguir a ver qué pasa». Ha sido un caso clínico de nadie al volante. Me he quitado el abrigo porque estaba sudando. Sentía de veras curiosidad por ver qué pasaba. También he parado un segundo, he mirado a la pared, como en las series, y he dicho: «¿Qué sentido tiene todo esto?».
Ningún sentido. Seguramente. El dolor del hombro alcanzaba ya al cuello. Cuanto más tiempo pasaba, más cansado estaba, más dolores sentía y más difícil era, en consecuencia, que lograra las diez canastas encadenadas. Pero no me podía rendir, me estaba viendo mi hijo. He pensado en el Informe+ de Oscar Schmidt, que vi hace poco, y en el de Jaycee Carroll, que vi hace más tiempo, y en cómo lanzaban y lanzaban. He descubierto que la distracción mental me ayudaba y que cuanto menos pensaba en el lanzamiento, mejor lanzaba. Así, casi 40 minutos después de empezar, he obrado el milagro y he anotado la décima canasta.
¿Y qué ha pasado? Nada. Ni lección vital ni experiencia traumática ni sabia moraleja. Nada. Teo ha recogido la pelota, ha chutado al larguero y nos hemos ido a casa. Tanto dolor para nada. Cuando se ha metido en la cama, juraría que ni se acordaba.
Sí que ha pasado algo hombre..Sí que ha pasado…
Un día te sorprenderá recordando ese momento y el ejemplo de constancia que le mostraste. Prepara pañuelos porque será muy emocionante.
Efectivamente, así será ,si no te vuelves un orco para tu hijo. Y aún así lo recordará cómo bien dices Jexs71…
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