Nacer y criarse en el centro de algo, una ciudad o familia, suele dejar ciertas huellas. Ciertos dejes delatores, en las formas de ver y vivir la vida, de pensar lo que está más allá de uno, que hablan por sí solos. Todos sabemos. Esa palabra. Ese desconocimiento. Ese desprecio. Pero, ¿y en el deporte? ¿Pasa lo mismo en clubes, en franquicias? ¿Varía mucho la vida de un equipo del centro respecto a uno de la periferia?
La respuesta es que sí, que claro que sí, que cómo no va a variar. Hay, de hecho, hasta una forma de comprobarlo: ver cómo se reacciona ante el drama, ante esos momentos que marcan un antes y un después. Todos sabemos, también: el penalti que se falla, la canasta que no entra, la lesión que enmudece, la promesa que se echa a perder en madrugadas random. Golpes bajos tras los que el centro tarda dos días en recuperarse. Se pierde, pero bueno, se relativiza. Se despide a un entrenador, se le abuchea a una leyenda, la catarsis llega a su fin y a otra cosa; mañana se ganará. Se gana, claro, y se acaba el drama: el ciclo se inicia de nuevo.
Pero en la periferia, donde todo va más lento, las tragedias suelen sumir a equipos y entornos en ciclos sin fin, impregnados de nostalgia y melancolía. Llenos de pensamientos en subjuntivo. Y si no hubiera pitado ese penalti. Y si aquel balón bota dentro. Y si aquel árbitro se hubiese muerto a tiempo.
Y si, y si, y si.
Salir de esos bucles lleva lo suyo. Lleva algo así como un huevo.
En Sacramento, donde saben lo suyo de golpes y vidas periféricas, llevan con ello veinte años. Y el contador no se parará, al menos, hasta que llegue el mes de abril, comiencen los playoff de la NBA y estos Sacramento Kings de De’Aaron Fox, Domantas Sabonis, Mike Brown, Kevin Huerter, o el catalán Jordi Fernández —que marchan, en el momento de escribir este artículo, sextos de la Conferencia Oeste con un récord de 10-9— se hagan con un huequecito en la primera ronda. Será la redención de toda una ciudad que lleva la nostalgia de tiempos mejores insertada en el ADN. Serán, además de una de las sorpresas agradables en esta temporada NBA, los héroes de la periferia.
Los golpes
El bucle se abrió un 26 de mayo de 2002. Cuarto partido de las finales de la Conferencia Oeste 2002, Sacramento Kings frente a Los Angeles Lakers, la periferia de California frente al centro. La eliminatoria marcha 2-1 a favor de los primeros. Los de Rick Adelman son, en ese momento, el equipo más funk de una NBA poco dada al sandungueo, un estandarte generacional para los que empezamos a ver básquet con el siglo XXI. Junto a Allen Iverson. Junto a Montes y Daimiel en Sportmanía. Junto a Pau Gasol. Junto a ellos, ahí estaban los Kings, bautizados por The Sports Illustrated como “The Greatest Show on Court”.
Su temporada 2001-2002 había comenzado con un cambio: Mike Bibby como sustituto del chalado de Jason Williams al volante de las operaciones. Bibby rebajó las dosis de show, pero se destapó como un jugador excepcional, disparando la competitividad del equipo. Uno donde Doug Christie ponía la cera, Stojakovic y Divac el fundamento, y Bobby Jackson y Turkoglu los puntos desde el banquillo. Donde, por encima de todos, Chris Webber, clase a raudales, perenne aspirante al MVP hasta que sus rodillas se lo permitieron, ejercía de guinda a un pastel con aromas de anillo.
Nunca el dolor fue tan fuerte como en aquella final de la Conferencia Oeste en 2002. El duelo californiano era una final de facto para una NBA donde el Este pintaba poco, y los Kings llegaban tras la mejor regular season de su historia: récord de 61-21, líderes de la liga. Pero faltaba lo importante, los playoff. Y tras haber caído el año anterior ante Los Ángeles Lakers, camino estos de su segundo anillo consecutivo con Kobe y Shaq, los Kings tenían bala para la venganza.
Ese 26 de mayo de 2002, los Kings comenzaron el cuarto partido a ritmo de pana. Diez arriba. Quince arriba. Lo meten todo, juegan como tocados por una varita mágica. Veinte arriba al final del primer cuarto, el Staples Center en silencio. Se atisba el 3-1 y en Sacramento que van pidiendo medidas para su corona.
Hasta que empiezan los golpes, los peros.
El primer pero es Robert Horry, uno de los más grandes peros de la historia del básquet. Los Lakers han recortado diferencias poco a poco y el último cuarto comienza 80-73, todavía a favor de los Kings. Pero Horry mete un triple. Pero Horry mete otro triple. Y en la última jugada del partido, marcador 99-97 favorable a Sacramento, Kobe falla, Shaquille falla, Divac palmea hacia fuera, buscando que se acabe el tiempo. Se podía haber acabado ahí, pero. Pero Horry. El balón cae en sus manos tras la línea de tres. Se levanta. Tira. Chof. Bocinazo y 2-2.
Es el primer golpe
Los Kings se reponen para ganar el quinto encuentro, el sexto cae del lado angelino en medio de acusaciones de amaño arbitral —se dice que la NBA quiso forzar el séptimo partido de una eliminatoria histórica—, y, en esas, llega el 2 de junio: último partido, en casa de los Kings. El duelo está igualadísimo, tenso, siempre con diferencias exiguas. Phil Jackson, condescendencia de centro, había dicho que Sacramento era un «pueblo de vacas» y sus aficionados «medio salvajes». Estos, conciencia de clase, de periferia, respondieron llenando el ARCO Arena de cencerros. En medio de un ruido atronador, el partido se va la prórroga. Queda 1:55′ y los Kings ganan por dos puntos. Shaquille mete y Webber falla. Shaquille mete y Bibby falla. Christie tiene un triple decisivo, pero falla. Derek Fisher mete dos tiros libres y el cuento se acaba: los Lakers se llevan el séptimo y, de paso, una de las mejores series en la historia de la NBA.
A los días, los de Phil Jackson arrasarán en la final de la NBA a los New Jersey Nets de Jason Kidd, completarán su threepeat: campeones en 2000, 2001 y 2002. Pero antes, recién finalizado el séptimo partido, todavía sobre la cancha del ARCO Arena, Mike Bibby había lanzado un aviso: «Esta va a ser una batalla para los próximos años». Han llegado para quedarse, volverán, tumbarán a los Lakers en esta nueva rivalidad.
Bibby no sabía que ese había sido, ya, el segundo el golpe. Y que el tercero sería definitivo.
Tuvieron tiempo los Kings a intentarlo de nuevo en la temporada 2002-2003. Todo seguía igual, nada tenía por qué cambiar. Flojean los Lakers, pero ellos no: 59 victorias, solo una por detrás de Spurs y Mavericks, líderes de la NBA. Bobby Jackson es nombrado sexto hombre del año. Doug Christie entra en el mejor quinteto defensivo. Webber, en el segundo All-NBA. Tumban fácil (4-1) a los Utah Jazz en primera ronda. En la segunda, se llevan el primer partido ante los Dallas Mavericks de Nowitzki y Nash. Los Lakers, sus bestias negras, ya palman 2-0 contra San Antonio Spurs. Los fantasmas se ahuyentan. Ahora sí lo tienen todo, ¿qué puede ir mal?
Pero. Pero otra vez un maldito pero. Chris Webber se lesiona la rodilla de gravedad en el segundo partido frente a los Mavs. La serie acaba con los Kings eliminados en siete partidos, y lo más importante: C-Webb nunca volverá a ser el mismo. Sin el sustento de un físico hasta entonces prodigioso, comenzará ya a ser el jugador que fue, el que pudo ser, no el que es. Todo en Sacramento comienza a adquirir un tono nostálgico, de tiempos mejores. De lo que, efectivamente, pudo ser y ya no será.
Es el tercer y último golpe.
La desintegración
Tras caer en los playoff de la temporada siguiente ante Minnesota Timberwolves, Vlade Divac cambia los Kings por los Lakers y Doug Christie se va traspasado a Orlando. A los meses le tocará a Webber, enviado a Philadelphia en un traspaso desastroso. Stojakovic se despide de la ciudad en la temporada 2005-2006, intercambiado por el de aquella conocido como Ron Artest, cuyo nombre actual es vaya usted a saber cuál. En 2006, los Kings entran a los que son sus últimos playoff hasta la fecha, pero caen en primera ronda. Rick Adelman deja el equipo tras la eliminación. Y, cierre a un ciclo, Mike Bibby cambia Sacramento por Atlanta en 2008.
Fue de esta manera, como las lluvias torrenciales que comienzan con una gota, pop, dos gotas, pop pop, hasta que los cielos se abren y lo anegan todo, que aterrizó la decadencia en los Kings. Una sombra deportiva que se ha alargado hasta hoy, día en el que son la franquicia de grandes ligas estadounidenses que más temporadas lleva sin entrar en playoff: deciséis años. Una época marcada por decisiones erráticas —escoger en el draft de 2018 a Marvin Bagley III por delante Luka Doncic—, por tíos que se echan a perder —Tyreke Evans—, por relaciones que no cuajan —DeMarcus Cousins—, y por rumores, de tanto en tanto, acerca de la posible mudanza de la franquicia. A Seattle. A Anaheim.
Una historia triste, nostálgica, periférica, a lo Eskorbuto, y que de alguna manera emparenta con la de su ciudad. Con Sacramento, esa ciudad que representa a la California en la que nadie piensa. Una urbe insertada en una pradera agrícola, el Central Valley, en la que lleva años sin llover. Donde, como decía la gran Joan Didion, una de sus hijas ilustres, el paisaje es una carretera que marcha recta y recta, donde uno se puede hipnotizar con esa línea de asfalto en medio de la nada. Una California que no es la del Golden Gate de San Francisco o el Walk of Fame de Hollywood, que no es la de olas de Santa Cruz, o los vinos de Sonoma y Napa, o las montañas de Yosemite, o los desiertos del Death Valley y del Mojave. En la que ni siquiera están todos y todas tan buenas como en San Diego. En la que por no existir, no existen ni las granjas alegales de marihuana propias del norte del estado. La de Sacramento es una California anodina, a la que se ha cantado y a la que se ha filmado mucho menos, a la que nadie ha tenido motivo alguno para acudir. Sacramento es, en resumen, la California más periférica. Y eso, quizás, explica a los Kings de igual manera que los Kings explican a su ciudad.
Porque hasta ese mismo sentimiento de nostalgia, de vacío, de pérdida que acompaña a la franquicia desde aquel 26 de mayo de 2002, encuentra un paralelismo en la historia de la ciudad.
Capitan y periferia
Primero de nada, un asterisco curioso: la ciudad de Sacramento es, a la vez, periferia y capital de California. Para entender cómo es esto posible, hay que explicar dos factores. El primero es que así funcionan las capitalidades en EEUU. Por poner algunos ejemplos, Albany es capital del estado de Nueva York, y no la propia Nueva York; Springfield es capital del estado de Illinois, y no Chicago; Tallahassee es capital de Florida y, en serio: ¿dónde coño está Tallahassee?
Pero, además, sucede que la historia de la capitalidad californiana susurra el relato de que Sacramento, también Sacramento, tuvo su momento dorado. Su y si. Su tiro de Horry, su lesión de Webber. Su cruce de carreteras en el que, de haber cogido otra dirección, el presente hubiese sido distinto.
En 1848, a unos ochenta kilómetros camino de la montaña desde el espacio que acabaría siendo Sacramento —de aquella todavía una pradera junto al asentamiento de un tal John Sutter, en territorio mexicano—, unos trabajadores del señor Juan Sutter encontraron unas pepitas en el Río de los Americanos. Coño, qué es esto. Ay, la hostia, es oro. El resto de la historia es conocida: los futuros magnates calcularon y prepararon infraestructuras, sacaron la noticia en los periódicos, las novedades volaron y, pronto, paisanos de todo el globo acudían en masa a California. La mayoría acabaron sin un chavo pues, como suele pasar en estos casos —ejem, las criptos, ejem—, cuatro listos acaban forrándose a costa de los demás. Se la conoció como Fiebre del Oro y Sacramento, más que ningún otro sitio, fue su centro.
Sin embargo, a partir de ahí, tras conseguir la capitalidad de un estado de California que se fundó en 1850 y convertirse en su nudo ferroviario, Sacramento cogió un camino diferente, ni mejor ni peor, al de otras ciudades de la zona. En vez de pueblo con espíritu eternamente minero y vividor a lo San Francisco, ese que tiñó por siempre la costa de California, Sacramento y el valle homónimo se convirtieron en zona de familias asentadas, granjeros que aprovecharon la fertilidad de la tierra y que vivieron una vida muy alejada de los excesos costeros, donde se mantuvo la mentalidad de boom. Frente a la California adolescente, Sacramento se convirtió en una más asentada, madura, razonable. Sí, exacto: aburrida. Una ciudad con «casas, vendedores de Cadillacs y club de campo», como explicó Joan Didion. Una California que no atraía tanto, y que vivió en ese sueño hasta «quizás 1950, cuando algo pasó: que Sacramento se despertó y vio que el mundo se estaba moviendo a su alrededor».
La ciudad se dio cuenta, ahí, que se había quedado en la periferia. Y sin ir más lejos, la propia Joan Didion, hija pródiga, nacida y criada en Sacramento, lo explicó a la perfección con su periplo vital: saltó a la fama con un texto sobre los hippies de San Francisco, se mudó luego a Nueva York para trabajar en las mejores revistas de EEUU y acabó viviendo su vida de estrella en Los Ángeles.
El centro siempre gana. Y en Sacramento se quedó la nostalgia de lo que pudo ser, la sequía, el subjuntivo. Hasta hoy.
End the drought
Por todo ello, cuando un aficionado aparecía hace unas semanas en el nuevo pabellón de los Kings con un cartel que rezaba End the drought, uno ya no sabe si hace referencia a los dieciséis años sin playoff, a la sequía del valle algún día fértil, o a que las próximas Joan Didion no se acaben yendo de la ciudad. Y, en definitiva, es como si estos Sacramento Kings de Huerter, Fox, Sabonis, Brown y compañía, que han comenzado esta temporada 2022-2023 ganando y divirtiendo, hayan llegado para lidiar con algo más que una mala racha deportiva.
Sea como sea, muy desalmado habría que ser para no alegrarse de que lo consiguieran. Porque, por mucho que el reloj vaya más lento en la periferia, 16 años son demasiados. En esa década y media, el resto de franquicias californianas de la NBA han vivido ochocientas vidas. Desde aquel triple de Horry, a los Lakers les ha dado tiempo a desmoronarse —en aquel experimento con Payton y Malone— para retornar de la mano de Kobe y Pau Gasol, para entrar en barrena de nuevo —en aquel experimento con Nash y Howard—, para volver a ganar con LeBron James y entrar en barrena de nuevo —en este experimento con Westbrook—. Los Warriors fueron quien de molar con Baron Davies, y de formar luego la mejor franquicia de la historia, que parecía que se había muerto, hasta que resucitó de nuevo en 2022. E incluso a Los Ángeles Clippers, a los malditos Clippers, no jodas, les dio tiempo a enganchar dos proyectos supuestamente aspirantes: el de Chris Paul y el de Kawhi Leonard.
Entretanto, en Sacramento, solo se vivió el bucle iniciado aquel 26 de mayo de 2002.
La misión de estos renovados e ilusionantes Kings es, pues, muy clara: end the drought. Si lo consiguen, sus fans disfrutarán de tamaña victoria como un anillo, pues algo bueno tenía que tener la periferia. Y hasta, quizás, tenga sentido que este sea el momento, ahora que dicen que la suya es la ciudad que más crece en toda California. Ahora que los hípsters de la Bahía de San Francisco, cansados de pagar millonadas por un cuchitril, se están escapando al valle. Ahora que la urbe, como el equipo, está dejando atrás parte de la nostalgia que tenía impregnada.
Para rematar con buen sabor de boca, y porque todas las veces que se hagan serán pocas, solo citar de nuevo a Joan Didion con eso de que la California que representa Sacramento “es un lugar donde una mentalidad de boom y una pérdida chejoviana se encuentran en precario equilibrio; en donde el pensamiento está siempre amenazado por la soterrada pero inextirpable sensación de que, algún día, todo iba bien”.
O, lo que es lo mismo pero peor dicho, que no todo es oro en California.
«…A la chita callando Christie…»
A mitad del texto,se me caía la baba como en esas añoradas siestas de Agosto.
Magnifica escritura, a quién no le gusta los equipos del y siii…
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