Hubo un tiempo en el que me gustaba el fútbol. Como solo los forofos y los niños pueden entender, si mi equipo perdía un partido importante se me quitaban las ganas de cenar. Así de inconsciente era. Eran otros tiempos, una época en la que el diario Marca no dudaba en poner en portada en su edición nacional, de un modo inconcebible hoy en día, al delantero estrella del Barcelona y lo proclamaba la reencarnación de Pelé cuando el único baremo posible no tenía a Leo Messi como unidad de medida.
Aquel chico se llamaba Ronaldo Luís Nazário de Lima, puede que lo recuerden. En aquel fútbol, donde Ronaldo parecía aunar la potencia del mejor Cristiano Ronaldo y el control en carrera de Messi, era simplemente O Rei.
Ronaldo aterrizó en un Fútbol Club Barcelona que intentaba enderezar el rumbo tras un año en blanco, en plena demolición hasta los cimientos del autodenominado Dream Team. La resaca de la primera Copa de Europa de 1992 se prolongó durante algunas temporadas debido a la autocomplacencia institucional que no puso en marcha una renovación de la plantilla en condiciones.
Mientras, el famoso entorno centraba su atención en cosas más importantes: uno de los grandes dramas que estaba superando a duras penas el barcelonismo, probablemente saldado con varias docenas de suicidios silenciados prudentemente por la prensa para evitar un efecto contagio e inmolaciones en masa en todas las peñas barcelonistas, fue aceptar unas ¡franjas blancas! en las mangas, impuestas por la marca que le equipaba.
En fin, imaginen el panorama: sin ganar títulos de prestigio, ambiente enrarecido, desánimo generalizado, pesadillas recurrentes protagonizadas por Joan Gaspart bañándose en calzoncillos en el Támesis, etc. En este clima es fácil entender que un fichaje caro de un prometedor delantero brasileño de diecinueve años, con las paletas tal vez demasiado separadas, apenas insuflara optimismo a los culés.
Pero un regate sensacional y un gol en la Supercopa frente al Atlético de Madrid hicieron levantar las primeras cejas, que ya no bajaron durante meses y dejaron frentes en las que se podría rallar queso muy curado. Es posible que su jugada Juan Palomo contra el Compostela sea la más recordada de aquella temporada.
Parecía que la marca deportiva que lo patrocinaba tenía todo orquestado para lanzar una campaña mundial con aquel gol de patio de colegio en el que parecía imposible pararlo: patadas, agarrones, miradas torvas, empujones… cualquiera de los empellones que soportó camino de la portería habrían acabado con el 90% de los jugadores estrella de la liga de la actualidad haciendo la croqueta por el suelo entre gritos de dolor primario ante los que solo se puede ofrecer la epidural o, en casos extremos, un par de tiros por compasión para acabar con el sufrimiento.
Pero para mí, el momento álgido de Ronaldo fue el partido contra el Valencia un par de semanas después, el 26 de octubre de 1996. Y en concreto su tercer gol (el angelito se cascó un hat-trick). Fue otro ejemplo, en principio inverosímil en el fútbol profesional, de gol de abusón escolar: para cualquiera solo se trataba de otra pelota dividida carne de centrocampismo y tedio, pero Ronaldo lo vio como un balón manso en el área pequeña con el portero agonizando en el banderín de córner. Y empezó a correr.
El camino más corto en aquella geometría ronaldiana parecía obedecer a una clotoide: partía de una recta sensiblemente oblicua a la portería e iba girando de forma gradual, obedeciendo a leyes de gravedad cuántica aún no descubiertas, hasta encararse con el guardameta.
Dependiendo del encuadre de la cámara, con su trazada parecía atravesar a los defensas que le salían al paso poniendo en duda la impenetrabilidad de la materia mientras que desde otros ángulos se veía que cruzaba entre los cuatro defensores en el último momento por un hueco mínimo, como si fuera Indiana Jones rescatando su sombrero de una compuerta mortal.
Ese tipo de cosas jamás se habían visto con tal regularidad en un campo de fútbol de verdad. Lo más parecido a aquel Ronaldo era Mark Lenders, un personaje de la serie de animación Campeones. A principios de los noventa comenzaron a emitir en España canales privados de televisión. Bueno, quien dice España dice en ciertas ciudades.
Los que vivíamos en provincias leíamos, sin dar crédito, espectaculares loas en los medios escritos afines a los nuevos canales, puesto que al parecer estos traían destete e innovación a partes iguales, es decir, mamachichos y Twin Peaks. Y también, una serie de dibujos animados que quitaba audiencia a los informativos nocturnos: Campeones, conocida popularmente como Oliver y Benji, y que ya forma parte del imaginario colectivo.
Por ejemplo, el columpio gigantesco de Heidi y los campos de fútbol de Campeones se han convertido en dos problemas clásicos de física y geometría. Los protagonistas de la serie, Oliver y Benji, un par de mingafrías, se tornaban invisibles en cuanto aparecía en escena el temperamental Lenders, que les robaba todo los planos.
Como un rasgo más de su perfil marginal, Lenders se recogía las mangas porque los diseñadores de los personajes supondrían que de lo contrario guardaría en ellas un paquete de Ducados. Su forma de jugar era un fiel reflejo de su personalidad: rebasaba por velocidad y potencia a todo el equipo rival, arrollando a los incautos que le cortaban el paso.
Como Ronaldo. Y es que, por mucho que se empeñe Jorge Valdano, el único jugador de dibujos animados fue Ronaldo. Romario era otra cosa: un jugador de futboley, que vivía permanentemente a cuatro husos horarios de distancia, con el rendimiento de velocista jamaicano en las inmediaciones del área y de un corredor de fondo keniata en los locales de moda nocturnos.
Hay algunos estudios de dudosa validez que relacionan la actividad de áreas cerebrales durante el sexo y el fútbol, y en los que los colores calientes coinciden como un calco. A la vista está que la reacción del banquillo del Barcelona a aquel gol debería ilustrar un tratado sobre la sexualidad humana, en concreto el capítulo sobre comportamientos habituales de primerizos tras el orgasmo: Bobby Robson llevándose una mano a la cabeza y suspirando, Mourinho lanzando el puño al aire con rabia en señal de victoria y los suplentes luciendo en sus caras el típico rubor postcoital, a medio camino entre las lágrimas de emoción y la risa tonta, intentando asimilar lo que acababa de pasar.
Como terrible contraposición, el cuadro que formaba el banquillo del Valencia se podría haber titulado «Naturaleza muerta y Luis Aragonés». La dentadura del entrenador estuvo a punto de salir despedida varias veces entre esputos y juramentos de esa boca que, más parecida a un aspersor de purines que a un elemento esencial para comunicarse, fertilizaba con abono orgánico las raíces del árbol genealógico de su línea defensiva.
Una vez finalizado el repaso al santoral, a su vuelta de la banda, los suplentes y el resto del equipo técnico aguantaban la respiración, intentaban hacer el camaleón o desaparecer en un matorral como Homer Simpson, y mantenían la vista al frente para evitar cruzarla con Aragonés y acabar convertidos en piedra. Con todo lo que había pecado de palabra, obra y omisión en el breve trayecto de la cal al banquillo, Aragonés podría haber sido excomulgado de todas las religiones monoteístas fundadas desde el amanecer de los tiempos.
La grada, como no podía ser de otro modo, se pobló de pañuelos. Por entonces, los goles fabulosos o las actuaciones antológicas se premiaban coreando el nombre y con una taurina pañolada. Ahora, en otro de esos cambios absurdos, los aficionados mueven los brazos como si estuvieran sujetando un trapo, abanicando a un desmayado; y solo les falta pedir a Marcial que traiga las sales. En mi casa, tradicionalmente culé, celebramos el gol como lo hacen los Borbones en la última semana de unos Juegos Olímpicos.
Cómo definir aquello. No había palabras. Tal vez por eso el único que sería capaz de describirlo en castellano sin hablar castellano era Robson. La estancia de Sir Bobby Robson en España tuvo (aparte de ganar todas las competiciones que jugó menos la liga, en la que acabó segundo a dos puntos) grandes momentos de gloria. El primero sin duda, robar un beso en la boca a Carmen Sevilla, en lo que fue una anécdota divertida en su momento y que hoy sería un micromachismo de escándalo (insisto: eran otros tiempos).
Los más comunes se daban en unas animadas ruedas de prensa en las que se salteaban intervenciones en inglés, castellano, apuntes de Mou (que era su ayudante y traductor ocasional) y lenguaje gestual explícito. Por ejemplo, su opinión del tercer gol de Ronaldo podría haber sido esta: «¿Ronaldo? Buf… Chas-chas, fantastic!», al mismo tiempo que zigzaguearía con la mano para reforzar su opinión.
Puede que el fútbol me dejara de ilusionar cuando Ronaldo se marchó a Italia y perdió sus rodillas como el que extravía sus maletas en un aeropuerto. También llegaron unos confusos cambios de metabolismo que transformaron aquel guepardo en un bisonte que alternaba goles legendarios con cumpleaños épicos.
Casualidad o no, mi pasión por el fútbol evolucionó de forma inversamente proporcional a su número de lesiones e interés por la bollería industrial. Recuerdo que la temporada siguiente me perdí el primer Barça-Madrid de mi vida consciente porque tenía una cita. En el autobús de vuelta, oyendo sin interés la retransmisión por la radio, comprendí que había dejado de gustarme el fútbol o no me gustaba lo suficiente no ya para que se me quitara el apetito, sino ni siquiera para ver el partido del siglo de aquel semestre.
No obstante, no dejo de maravillarme cuando cada cierto tiempo veo el vídeo de ese chico de veinte años galopar por el campo y emerger milagrosamente entre cuatro defensas para clavar el balón en la red.
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