Antiguamente, el pasado era un bien escaso. 1989 está más cerca ahora que en 1993. Una revista, con que solo tuviera cinco años de antigüedad, ya aportaba una información relevante sobre ese fenómeno tan especial que es el paso del tiempo. Así me aficioné yo al fútbol, con la colección de Don Balón de unos primos. Repasaba derrotas de la selección española en tiempos remotos y me dolían como mis coetáneas.
Si aprendí algo de esas revistas viejas, una cosa fue que el fútbol hasta mediados de los ochenta estuvo en crisis. No le interesaba a los jóvenes. Y otra, que antes pasaban cosas de no creer. Huelgas de futbolistas e incluso de entrenadores, muertes de decenas de personas en estadios por avalanchas y cafradas varias y algo de lo que nunca parábamos de hablar: el secuestro del delantero centro titular de un equipo que opta al campeonato liguero. Su nombre era Quini y el equipo el Barça, cuyos aficionados antes de empacharse de triunfos y Messi tenían muy en cuenta todas las injusticias que les habían privado de una más o menos merecida gloria.
Ahora ya no solo es internet la que nos conecta con el pasado aportándonos todos los discos, periódicos, revistas e imágenes televisadas que se emitieron en su día. Cada día de cada mes de cada año. También han surgido iniciativas editoriales que por fin indagan en la cultura popular de España y en los medios masivos, como la televisión pública, se va dando salida al valioso banco de imágenes que atesora el ente. El ejemplo que toca citar hoy fue el Conexión Vintage dedicado a Quini. Cinco horas nada menos. Fue un poco deslavazado el contenido, pues la primera entrega recogía un partido prácticamente entero, pero en general daba auténtico placer sumergirse en esos vídeos y entrevistas sin cortes constantes, como ocurre por ejemplo en Cachitos de hierro y cromo. Era droga intravenosa y con sifón.
Alternando a Neil Young con Modern Talking, el programa de RTVE ordenó todos los recuerdos sobre la trayectoria de Enrique Castro González, Quini, con cortes en los que también pudimos disfrutar de jugadores como Del Bosque, Enrique Martín, Rojo II, Ortuondo, Iturriaga, Rexach o Ángel María Villar, arbitrados a veces por el mítico Guruceta. Una generación de técnicos y discutidos dirigentes que ya enfila la retirada. Pero el protagonista era Quini, máximo goleador de la historia del fútbol español con cinco pichichis en primera y dos en segunda. Y un jugador que si destacó por algo más que sus goles fue por su categoría humana. Veamos por qué.
En el momento de escribir este artículo, 31 de octubre, se acaban de cumplir cuarenta y un años del gol que le metió Quini al Rayo. El mismo que Van Basten a la URRS. Una artista que surgió de los complejos siderúrgicos asturianos. Quini comenzó su carrera en el equipo de Ensidesa. Le ficharon tras verle con los Salesianos en campos de carbonilla. Cuando se hacía heridas cayéndose en esos terrenos, se le metía carbón tan dentro que no se iba. Se les quedaban las piernas negras. Tatuadas.
Su ilusión siempre fue ser portero, como lo fueron sus hermanos. Uno de ellos, Castro, llegó a serlo dieciocho temporadas con el Sporting. El otro, Falo, lo intentó en las categorías inferiores de Mareo. Quini no perdió nunca oportunidad de mostrar sus dotes bajo palos, hasta en los entrenamientos de la selección española a los que accedía el público, en lugar de verle enchufar goles, a veces se lo encontraban parándolos seulement pour le plaisir.
Pudo fichar por el Oviedo, pero su padre no le dejó porque el Ensidesa le quedaba más cerca. No mucho más tarde se lo llevó el Sporting y Quini ya marcó un hito. Fue máximo goleador con ambos pese a jugar media temporada en cada uno. «Yo no jugaba a nada, pero metía goles, tenía esa cualidad», recordaba tras su retiro. Su apodo fue el Brujo, porque aparecía cuando menos se lo esperaban. Sus cualidades fueron las de Raúl y Luis Enrique, mejores jugadores de Real Madrid y Barcelona durante una época: anticipación. Saber colocarse. Para José Ángel de la Casa, entrevistado en el aludido Conexión Vintage: «Era capaz de hacer goles de balones muertos, desde fuera del área o en la frontal, y eso es muy difícil».
Kubala se lo llevó a la selección española cuando todavía jugaba en segunda. Una entrada prematura en el combinado nacional que pudo acabar con retirada también prematura. En 1972, contra Irlanda del Norte, Big Allan Hunter, maestro del gran Terry Butcher, le metió un codazo en la cara dentro del área que el árbitro no apreció ni como amarilla. Le rompió la bóveda del ojo. En el hospital le dijo al corresponsal del As: «Si en aquel momento tengo una pistola, hubiese sido capaz de largarle unos cuantos tiros. Porque eso no puede hacerse con esa mala fe». Le tuvieron que operar accediendo por la boca. Casi se retira de la práctica balompédica.
Pero siguió. Y alternando entre diez y veinte goles en la primera división de entonces. En el Conexión Vintage se escucha a un experto comentar sobre su papel en el fútbol del momento: «Hay que agradecerle que la afición no se vaya por la herida que el mal juego le ha asestado». Los que repasábamos las revistas viejas casi como el libro prohibido de El nombre de la rosa sabíamos que era así. Hubo un tiempo, bastantes años, en el que la prensa deportiva se preguntaba recurrentemente qué hacer para que el fútbol volviese a ser lo que era. Debieron estar a dos palabras de acuñar ya el lema «odio eterno al fútbol moderno». En lo que fue el cambio de década entre los setenta y los ochenta, la cuestión nacional del periodismo deportivo era cómo hacer que los jóvenes, absortos por la música rock, se denunciaba, apreciasen de algún modo la magia del fútbol.
Un dramón de aquel balompié que no atraía a los chavales es que había mucho calvo. Jugadores calvos. Contó Alfredo Relaño en una ocasión que Gordillo le confesó que había aguantado tantos años porque tenía la suerte de no ser calvo. Cito de su blog Memorias en blanco y negro de El País:
Los públicos eran crueles con los calvos. «¡Calvo! ¡Viejo!». O les cantaban aquello de «¡pelonaaaaá, sin peloooo… cuatro pelos que tenías los vendiste de estraperloooo!». Para ser calvo, futbolista y respetado había que ser Di Stéfano, o, por lo menos, Bobby Charlton. O aun así. Di Stéfano me dijo un día que una de sus hijas, pequeña aún, le regañó por jugar así, un calvo entre jóvenes. «Le contesté: ¿Y tú sabes de qué comemos, niña?». Charlton, a su vez, disimulaba su calvicie dejando crecer el pelo de un parietal para pasarlo sobre la calva, en lo que los guasones llamaban el cruzado mágico. Cada poco se le desbarataba y le colgaba una guedeja que se colocaba una y otra vez.
Quini vivió la problemática en directo cuando el Tati, el que describía como uno de los mejores y más potentes centrocampistas habidos y por haber, perdió su peluquín en mitad de un partido televisado. Rara vez acudían las cámaras a registrar un partido del Sporting en los años setenta y tuvo que ocurrir precisamente el día en que les estaban emitiendo. Crisanto García Valdés, «Tati», llevaba un RodiTop, empresa que sigue funcionando, ahora con el nombre de Centro de estética. En un encuentro contra la Real, el 2 de marzo de 1975, peinó una bola y le salió volando el peluquín. Quini dijo en TVE que si la hubiera tirado a la banda y hubiese seguido jugando, no habría pasado nada. Pero se la puso de nuevo, y de nuevo se le volvió a caer. El ridículo fue histórico y menos mal que no había redes sociales. Sus compañeros tuvieron que consolarle.
Un año después, a nuestro protagonista ya se lo quería agenciar el Real Madrid. Lo querían junto a Juanito, cuyo fichaje también se les resistió. Antes no era fácil para los grandes arramplar con todo, aunque los titulares de la prensa tenían el mismo rigor que hoy día. Los que anunciaron el inminente fichaje de Quini por el Madrid fueron ocasionados, así lo explicó El País, por un grupo de amigos que habían llamado a los medios para echarse unas risas.
La medida del poder de aquellos clubes la da que el Sporting bajó a segunda en el 76 y allí siguió Quini, pese a solicitarse sus servicios en el todopoderoso Real. Veintiséis goles hizo en la categoría de plata. Esa era su profesionalidad. El equipo volvió a primera por todo lo alto y se convirtió en el sueño húmedo de Rinus Michels, que quería alinearlo junto a Cruyff como único método posible para volver a ganar la liga. Se ofrecieron cifras astronómicas, ochenta millones de la época, pero el Sporting, en plan Podemos, lo sometió al voto de la asamblea de socios compromisarios. Salió que no y no se fue.
Hete aquí parte de la magia de leer la prensa antigua y las revistas viejas. En los titulares de la época decían que el Sporting tenía un plan maestro para optar al título: asturianizarse. Como los equipos vascos. Y no era ventajista, estos aún no habían ganado nada de lo que vino después.
Encima, estuvieron cerca de lograrlo. Quedaron segundos en la 78-79. Ganó el Madrid la liga, pero pagado un precio moral. Desde entonces se acuñó un cántico que nunca ha abandonado nuestros campos. En uno de los enfrentamientos directos ocurrieron varios lances extraños, pero el que desencadenó todo fue que San José le dio un codazo en la cara al argentino Enzo Ferrero, que dejó en Gijón un catálogo de goles de flipar. Este, enfadado, le empujó y dio una patada. Fue expulsado, pero al retirarse, al ver El Molinón que el jugador que se marchaba con la tarjeta roja iba sangrando por las fosas nasales, pues como que no lo juzgó justo y empezó el coro: «Así, así, así gana el Madrid». Y hasta hoy.
No era una época salubre para este deporte en España. Una crónica de Julián García Candau en El País en 1979 critica duramente el fútbol español a propósito del rendimiento de la selección y el final de la etapa Kubala, que estuvo once años. Decía: «El deporte español es uno de los pocos estamentos que no ha pasado en los años de la transición por el mínimo cambio. No hay prácticamente diferencia alguna entre lo que era la Delegación Nacional de Deportes y el actual Consejo Superior de Deportes. El único decorado diferente en la gran farsa del deporte español está en el nombre del ministerio del que depende. Antes era Secretaría General del Movimiento y ahora es Ministerio de Cultura«.
En 1980 pintaron bastos. Se recibieron las primeras amenazas de secuestro. Los trabajadores de Duro Felguera, grupo industrial que aún existe, pidieron a Quini, como capitán del Sporting, una «declaración de solidaridad» por la situación en la que se encontraban con reestructuraciones de plantilla en la crisis industrial que azotaba con fuerza al país. El futbolista se negó aduciendo que no le competía al equipo pronunciarse en un conflicto de esas características y amenazaron con secuestrar a cualquier miembro de la platilla, al presidente, o a alguien del club visitante, el Valencia en este caso. Los trabajadores llegaron a ocupar el consulado francés y prender barricadas con neumáticos en las calles de Gijón.
Quini marchó al Barcelona ese año. No sin miedo. Estaba aterrorizado por fichar con treinta y un años. Ahora, en retrospectiva, ha confesado que le llegó a pedir al presidente que no le vendiera. Se sentía viejo. Entonces se estaba para la jubilación con treinta años. De hecho, el cheque de sesenta y tres millones que pagó el Barcelona fue devuelto por el banco cuando quiso cobrarse. Tras la revisión médica, un directivo del Barcelona paralizó la operación porque a Quini se le detectó lumbago crónico.
Finalmente, el fichaje salió adelante y en el primer año metió treinta goles. Fue pichichi, aunque en justicia debieron ser más. El final de la temporada quedó marcado por su secuestro, que esta vez no fue una mera amenaza. Un mes después del 23-F, tras clavarle dos al Hércules en un 6-0 en casa, Quini desapareció. Su mujer, Mari Nieves, le esperaba en el aeropuerto y no había ido a recogerla, llamó a Alexanco, que no sabía nada, y se despejaron las dudas: había desparecido. Dos día después, tal y como le había pasado a Di Stefano años atrás en Caracas, unos secuestradores se pusieron en contacto con ellos, pedían cien millones de pesetas.
Se habló de suspender la liga, se dijo de que los secuestradores eran sudamericanos, se anunció que todo quedaría resuelto en cuestión de horas, pero no ocurrió nada. Y como no pasaba nada, la paranoia se apoderó del club azulgrana. Simonsen llegó tarde a un entrenamiento y se pensó que también lo habían secuestrado, que lo de Quini solo era el comienzo de una oleada de secuestros, pero solo pasaba que el jugador danés había decidido ir a entrenar dando un paseo.
El drama era que la vida seguía. Tenían que enfrentarse al líder, el Atlético de Madrid, y Alexanco declaró que no quería jugar en esas condiciones, tampoco el resto de la plantilla. Simonsen quería mandar a su familia de vuelta a Dinamarca. Schuster llevaba dos días sin dormir. El club les puso escolta. A otros como Zuviría, natural de Santa Fe, Argentina, no. Este dijo a los medios que si venían secuestradores a por él les esperaría «con una escopeta». La plantilla votó no jugar el encuentro, pero Helenio Herrera les tranquilizó diciéndoles que jugarían y ganarían con gol de Quini. No fue así.
Ni mucho menos hubo liberación y el Barcelona tuvo que poner el dinero del rescate, cien millones, en un banco. Hubo trabajadores que llamaban al club ofreciendo sus ahorros. Entre los mensajes pidiendo la liberación, destacó el de una mujer que había perdido a su hijo por un cáncer que recordó que Quini había ido a visitar al chaval en sus últimos días después de cada entrenamiento. José Luis Núñez lloraba en cada aparición. Nicolau Casaus decía que el club lo daría todo: «En un tema humano no regatearemos esfuerzos», manifestó. Era verdad. El dinero se depositó realmente. A través del patrocinador de los marcadores, Omega, se ingresó la cantidad en el Crédit Suisse de Ginebra. España entonces había firmado un convenio con Suiza por el que se eliminaba el secreto bancario si había por medio un caso penal. Así se supo quién había abierto la cuenta. Un natural de Zaragoza, lo que coincidía con el acento maño de las llamadas que se recibieron en el domicilio de Quini.
A la policía, de todas formas, le agobiaba la jaula de grillos, demasiados actores en escena y demasiada presión. El pánico latente en todo el suceso era que en un año España organizaba el Mundial y aquello podía convertirse en una escabechina de secuestros de no resolverse el caso con eficacia y profesionalidad.
La liga no se paró. Hubo que ir a jugar al Manzanares en contra del deseo de sus compañeros. Esa semana, toda la plantilla iba a misa en español y alemán a rezar por su compañero cautivo. Finalmente, el club hizo público un comunicado en el que explicaba que los psicólogos habían recomendado que se jugase el partido. Schuster, en cambio, amenazó con volverse a Alemania. No quería jugar bajo ningún concepto sin su amigo. El delantero sevillano Andrés Ramírez, encargado de sustituir al asturiano, se negó a ponerse el número 9 de su compañero en la espalda. De nuevo hubo un par de días en los que parecía que por fin sería liberado, pero nunca llegó la noticia.
El partido del Calderón se perdió y no hubo mucho homenaje a Quini, la afición madrileña iba a la suya. Estaba dividida con su directiva y de eso iban las pancartas que había en el estadio. El Barça también perdió el siguiente encuentro contra el Salamanca y se empató contra el Zaragoza. Adiós al campeonato.
Desesperado, el FC Barcelona estaba decidido a pagar lo que fuese, cómo y dónde se quisiera. A la policía le desbordó su urgencia y llegó a aparecer alguna queja de que lo único que les interesaba era volver a contar con el Quini futbolista. La liga se les estaba escapando como arena entre los dedos.
El secuestro se resolvió el mismo día que la selección ganó a Inglaterra en Wembley. Satrústegui ocupó el puesto del asturiano, relegando al mismísimo Santillana, y obtuvo un tanto, el que adelantó a España. Pero la noticia estaba en tierras mañas, esa misma tarde, en una operación policial ejemplar, recreada recientemente en Cuatro en el programa Grupo 2 Homicidios, Quini fue liberado en Zaragoza. Había estado oculto en un zulo en el sótano de un taller. Lo habían construido los días previos y a los vecinos les dijeron que la obra era para reducir las crecidas del Ebro.
No eran ni terroristas, ni mafiosos, ni siquiera delincuentes comunes, le habían secuestrado unos trabajadores en paro. Durante el cautiverio le decían que le admiraban como futbolista, que no le harían nada malo. Le pedían perdón por tenerle en semejantes condiciones y se las arreglaban para inyectarle aire por un tubo al habitáculo porque era insalubre y el futbolista se ahogaba. Aunque le ponían música y le dejaron libros de la colección Salvat «Temas clave« para que se culturizara un poco, suponemos.
Quini, no obstante, tuvo miedo de que le matasen en todo momento, incluso en la liberación, cuando vio aparecer una mano con una pistola por el agujero de su zulo, que luego supo que se trataba de la policía, pero al tenerla delante se echó al suelo implorando por su vida. Antes de ese instante, manifestó que había pensado en todo, incluso en el suicidio.
Le mantuvieron a base de bocadillos, solo perdió un kilo durante el cautiverio, y le colocaron una televisión, que como se pudo ver en las fotos era una Telefunken portátil que se veía borrosa en aquel agujero. Un operativo de cuatro mil agentes localizó a la banda con una vigilancia de cada llamada que efectuaban los secuestradores. A ciegas, buscaron quién cogía o colgaba el teléfono en un lugar público en el mismo instante en el que los captores llamaban y colgaban. En los vecinos no habían despertado sospechas. La única queja del barrio que recogió la prensa fue que como en el taller vendían motos, merodeaban por el lugar demasiados «melenudos».
De hecho, cuando el futbolista fue liberado, Avelina, la vecina más cercana, pensó que era «un maleante», por las barbas y pelos que llevaba. Esa era aquella España. El suegro del secuestrador que fue detenido al cuidado de Quini, manifestó llorando que le había engañado, que le dijo que había encontrado un trabajo en Tarragona, por eso estaba ausente, y que no daba crédito a quién habían elegido: «Si hubiera sido Ángel Nieto», —explicó— «todavía, pero mira que a un futbolista, si Miguel [el secuestrador] no sabía lo que era un balón».
El siguiente partido tras su liberación era contra el Real Madrid. Una de sus primeras declaraciones fue que quería jugarlo, pero luego no tuvo ánimo. El entrenador Helenio Herrera, por su parte, pidió públicamente que se repitieran los partidos. Alfonso Cabeza, presidente del Atlético de Madrid, comentó al respecto en los medios: «Que se compre una novela de Corín Tellado y se la lea de un tirón». Ese era el nivel.
Se perdió contra el Madrid inmisericordemente, 3-0, y la liga ya estaba fuera. Quini no estaba en el campo. Había preferido, con todo el derecho, marcharse de vacaciones unos días con su esposa.
Dos años después, en el juicio, el abogado defensor quiso matizar «entre secuestros y secuestros». No era lo mismo este caso que uno de ETA, argumentó. Quini también lo veía y les perdonó, aunque eso no fuese un atenuante para la sentencia, ya que les cayó la pena máxima. El FC Barcelona se enfadó con él, ese perdón de Quini, perdón moral, fue también objeto de polémica. El club consideraba que pudo ser indemnizado, el jugador, sin embargo, no. Vio que estaban arruinados y no le encontró sentido a reclamarles lo que no tenían, cinco millones. «Merecían una segunda oportunidad», volvió a decir en RTVE hace un año.
No se debe descartar un síndrome de Estocolmo. En 2012, Quini manifestó que siempre quiso volver a hablar con ellos hasta que lo logró con uno. El encuentro fue «muy cordial». Le estrechó la mano, le dio su número de teléfono y le dijo que podía llamarle cuando quisiera. Poco antes, el futbolista también se encontró con Jorge de Haro, el policía que durmió en su casa durante todo el cautiverio y quien sostenía la pistola que le aterrorizó cuando entró en el zulo a liberarlo.
Cuando se reincorporó al fútbol tampoco fue fácil. Se tuvo que enfrentar en la final de la Copa del Rey a su equipo de toda la vida, el Sporting, con la fortuna relativa de meterles un gol cuando un central, Redondo, estaba doliéndose de un golpe tumbado en el césped. La directiva del Sporting entendió que su obligación era marcar goles para el Barça, pero se quejó de que Quini tenía unos «deberes afectivos» con el club de Gijón y su directiva, los cuales no había cumplido. El futbolista pagó caro todo esto y durante años tuvo que aguantar en bares y demás que se lo recordasen de mala manera. Fue duro para la afición, quedó marcada, el equipo perdió dos finales de copa consecutivas, un título que hubiese sido el más importante de su historia.
Poco después, el club dio de baja a su hermano Falo del filial. Se habló de posible represalia en la prensa, pero su carrera no siguió adelante fuera de Mareo. En RTVE, la sentencia de Quini es toda una máxima balompédica: «La profesionalidad no depende de la camiseta que llevas, pero tu camiseta si depende de tu profesionalidad».
Un año después, en una mala temporada, el Barcelona se hizo con la Recopa ante el Standard de Lieja tras eliminar en semifinales al Tottenham, y Quini volvió a la selección. Algo rascó. El combinado nacional, no obstante, nunca fue su fuerte, siempre sería recordado por el hostión que le dio Hunter y por rescatar con cariño a un perrito en Glasgow que había saltado al césped como dos o tres veces, pero no hubo grandes gestas.
En su salida del Barcelona el partido de homenaje estuvo semivacío. Marcado sobre todo por la ausencia de Maradona. Núñez no dejó que volviera a pisar alegremente el Camp Nou alegando motivos de seguridad después de su marcha al Nápoles.
Quini entrenó informalmente con el Oviedo unos días, pero fue rescatado para el fútbol de nuevo por su querido Sporting. No hubo romanticismo, sino necesidad. Novoa no tenía un delantero centro que las enchufase. Quini no defraudó. Metió nueve y siete goles en sus dos siguientes temporadas, aunque nada era ya lo mismo. Una rajada de Santiago Esparza, de Osasuna, amplificada en los medios, ponía de relieve que, cuando menos, los rivales ya no le tenían ese respeto reverencial. El navarro dijo: «Quini se comportó como un gitano. Con su actuación del domingo rompió todos los moldes que tenía de que era un caballero. Por lo que me fijé en él está ahora (…) se comportó de forma muy marrullera. Me pegó, me empujó y estuvo siempre quejándose de que estábamos muy encima de él. Por lo visto, lo único que quería era que lo dejásemos solo».
Se retiró con treinta y siete años. En un periodo en el que también se jubilaron Arconada, Juanito, Camacho, Maceda, Migueli y Zamora. La columna vertebral de una España que quien esto escribe conoció en páginas amarillentas antes que en vídeo. Su retiro tampoco estuvo exento de desgracias. Ese mismo año se atravesó el muslo de un disparo con una pistola Star de nueve milímetros haciendo prácticas de tiro. En 1993, su hermano Castro, el gran portero del Sporting, murió al salvar a dos niños y a su padre, ingleses, que se estaban ahogando en las aguas de la playa de Pechón, en Cantabria. Años después, Quini visitaría esa playa para hablar con el hombre de protección civil que intentó salvar a su hermano.
Nunca dejó Quini de estar vinculado a su Sporting, pese a las desgracias. Como delegado del equipo llegó en una ocasión al banquillo por sanción de los entrenadores. Durante este periodo superó un cáncer de garganta.
Si él mismo se tuviese que comparar con un futbolista posterior, señaló siempre a Hristo Stoichkov. Sus vertiginosas llegadas al área la verdad es que se parecían. En los programas de TVE que nos dieron una base gráfica para poder afirmar la similitud, el propio Quini se descartaba como delantero número uno de su época. Para él fue siempre Santillana, reconoció. «Dentro y fuera del campo, lo que lo hace más difícil todavía», especificó. Pero si hubiese que trazar una línea que cubriera toda la trayectoria de este delantero y describirla, sería complicado hacerlo solo con su juego y su técnica; si algo transmiten todas sus entrevistas, por encima del fútbol, es una cualidad ciertamente ajena a los deportes actuales que mueven millones: su calidad humana. Su categoría.