Zlatan Ibrahimovic es, en resumidas cuentas, un sinvergüenza. Cuesta poco visualizarlo como trilero en el corazón de alguna gran urbe, chándal blanco, cuello alzado, chapurreo de las palabras precisas en varios idiomas para embaucar a los turistas y muchos, muchos aspavientos, preguntando con una cadencia altanera dónde está la bolita y sonriendo lo justo para dejar al descubierto un diente de oro.
Un día convocó a periodistas de todo el mundo, que acudieron creyendo que pondría fin a los rumores y anunciaría su próximo equipo, pero tras tanta expectación se encontraron con la presentación de su marca personal de ropa —AZ, de amateur a Zlatan—. Días después, anunció el fichaje por el Manchester United a través de las redes sociales.
Ahí, en las redes, cualquiera puede entrecomillar la primera majadería que se le ocurra, atribuírsela a Ibrahimovic, y sentarse a esperar los likes. Nunca falla. Y eso que no hace falta inventar, porque en su repertorio de frases reales cabe de todo, como una que se lee en su barrio natal: «Puedes sacar a un chaval de Rosengård, pero nunca sacarás a Rosengård de él». Está escrita en el mismo túnel donde le agujerearon un pulmón a su padre durante un atraco. De niño evitaba pasar por allí, pero luego dejó su impronta.
Ibrahimovic nació en Malmö, la tercera ciudad más grande de Suecia. Sus padres se divorciaron cuando él tenía dos años: ella, croata, se casó con él, bosnio, para que obtuviera el permiso de residencia. En Rosengård conviven —o no— inmigrantes llegados de la antigua Yugoslavia, Líbano, Irak, Somalia o de cualquier otro sitio, por lo que colisionan costumbres, idiomas y religiones. La clase de barrio que solo puede ocupar las portadas si ocurre una desgracia, como en 2008, cuando el cierre de una mezquita originó los mayores disturbios que recuerda el país escandinavo.
El padre de Ibrahimovic, un encargado de mantenimiento que solía ser un tipo divertido cuando se veían los fines de semana, se convirtió en un hombre que solo escuchaba música yugoslava, veía por televisión las noticias de la guerra y bebía para olvidarlas.
Al pequeño Zlatan lo mantuvieron al margen de cosas como la limpieza étnica en Bijeljina, pero sus familiares vestían luto. La madre limpiaba casas durante tantas horas que no podía atender la suya, y aquel techo cobijó una hija drogadicta y el trapicheo de objetos robados. Los servicios sociales le quitaron la custodia de Zlatan. Él, cuando empezó a ganar un sueldo sin ser siquiera profesional, la ayudó para que dejara de trabajar. Su nivel de sueco era tan bajo que, más adelante, al ver que la cara de su hijo abría los telediarios, solo pudo imaginar una desgracia.
Detalles así refuerzan la idea de Rosengård como gueto para Ibrahimovic: no pisó el centro de Malmö hasta los dieciséis años, y cuando gracias al fútbol conoció a chavales originarios de otras zonas, resultó que no compartían ningún referente: Zlatan no sabía quién era el presentador más famoso de la televisión sueca, ni siquiera qué jugadores integraban la selección nacional.
Él se fijaba en los brasileños, hasta empezó a imitar compulsivamente sus movimientos en la explanada donde jugaba. Por entonces era bajito, y destacaba gracias a su empecinamiento con los regates. Cuando pegó el estirón y se puso en 1.95, la mezcla fue explosiva. Ya no se la pasaba a nadie.
Para llegar a los lejanos campos de entrenamiento, Zlatan robaba bicicletas. En realidad, también lo hacía cuando no tenía que ir a ningún sitio. Igual que sustraía en supermercados y hasta a sus compañeros de vestuario, a los que también insultaba. En el colegio era igual o peor. Una joyita. Por si fuera poco, los entrenadores y los padres de los demás chavales criticaban su individualismo. Duraba muy poco en los equipos.
Ni siquiera cambió al entrar en las categorías inferiores del Malmö FF, uno de los grandes. Seguía sin pasarla, daba cabezazos a los rivales, gesticulaba y protestaba a los árbitros. La rabia se le escapaba por los poros. Lo mandaron al banquillo, nadie creía en él, y meditó cambiar el fútbol por al taekwondo —algo le quedó de esa disciplina, como demostraría la patada que años después le propinaría a Antonio Cassano—. Hasta que, un día cualquiera, el entrenador Roland Andersson vio un partidillo del filial y le dijo que ya era hora de jugar con los mayores.
El Malmö penaba en la segunda división por primera vez en seis décadas cuando Ibrahimovic debutó. Tenía diecisiete años, había disputado apenas unos minutos sueltos, pero ya se sentía orgulloso porque lo reconocían por la calle y firmaba autógrafos. En lugar de seguir robando vehículos con sus amigos —que pasaron de las bicis a los coches—, gastó su primer sueldo en un curso intensivo para el formalismo del carné de conducir, y empezó a soñar con comprarse un Lamborghini Diablo. Lila, para más señas.
Pero si entonces algo lo hizo feliz fue que su padre, depresivo y terco, abandonase la indiferencia absoluta y se dignase a verlo entrenar. Cambió una obsesión por otra: guerra por Zlatan. Asistía a los partidos y coleccionaba los recortes de prensa donde nombraban a su hijo, que ya empezaba a hacerse famoso, o al menos todo lo famoso que puede hacerse uno en la segunda división sueca.
Los periodistas ya olían la sangre en sus declaraciones chulescas, los aficionados lo amaban y su rendimiento atraía a ojeadores extranjeros, tipos elegantes que cantaban en aquellos estadios humildes como un secreta en una boda gitana. Eso sí, algo seguía invariable: su capitán lo criticó por creerse la estrella del equipo, y los experimentados compañeros reprobaban sus regates y malabares. Más que marcar goles, lo que parecía necesitar era humillar al rival.
Al niñato que poco antes sobraba en el equipo juvenil le empezaron a llegar ofertas del extranjero. Pudo ir al Arsenal, incluso se sentó en el despacho de Arsène Wenger. Pero durante una concentración invernal Leo Beenhakker viajó a La Manga expresamente para llevárselo al Ajax.
Beenhakker sabía que era un chico problemático, pero se enamoró y fue con todo. Pagó nueve millones de euros, récord para un club que poco antes había ganado la Liga de Campeones con una generación inolvidable y acumulaba tres temporadas sin títulos. En su presentación, la primera pregunta fue qué clase de jugador era: él respondió que uno muy técnico. Luego sonrió.
Ibrahimovic no se adaptó a Ámsterdam: vivía solo en un pueblecito cercano y, cada vez que podía, se escapaba a Malmö con sus amigos para tirar fuegos artificiales a las casas o poner su Porsche nuevo a casi trescientos kilómetros por hora. Esa clase de cosas. En Suecia empezó a ser una estrella mediática, el chico malo que se enfrentaba a la prensa.
Le suspendieron cinco partidos por un codazo brutal, marca de la casa, y hasta el díscolo Mido, un egipcio también recién llegado al Ajax que luego deambularía por varios equipos, parecía a su lado el delantero bueno y equilibrado. Aunque su contribución individual fuese escasa, ganaron la liga neerlandesa, el primer título de su carrera. Aparecía en todas las quinielas para ser traspasado, mientras jugaba los aficionados llegaron a pedirle al entrenador, Ronald Koeman que sacara a Nikos Machlas, el tercer delantero. El fichaje más caro de la historia era también el mayor fracaso.
Hasta que la temporada siguiente marcó dos goles en Champions y todo cambió. El finlandés Jari Litmanen regresó al club, venía de vuelta y ya no necesitaba destacar para lograr un contrato en el extranjero, así que siempre se la pasaba. El mito Van Basten le aconsejaba y la vida era más sencilla para Zlatan, ya indiscutible.
Mido no se tomó bien la suplencia y le tiró a la cara unas tijeras en el vestuario. Salió ileso para disputar la Eurocopa de 2004: contra Italia, en medio de un barullo en el área, imaginó un movimiento que a cualquier otro lo habría descoyuntado y alzó el tacón por encima de su propia cabeza hasta impulsar una vaselina imposible que superó a Buffon y a Vieri.
En aquel torneo, Suecia quedó eliminada por penaltis ante Holanda. Poco después, se enfrentaron en un amistoso y los suecos, que serán muy suecos pero también tienen mala hostia, se vengaron repartiendo fuerte y flojo. Ibrahimovic el primero, claro. Pisó a la joven estrella Van der Vaart, a la sazón su capitán en el Ajax, con quien se llevaba regular. Tanto el damnificado como la prensa aseguraron que fue voluntario.
Se montó el enésimo revuelo y el vestuario quedó dividido. El Amsterdam Arena se decantó por su compatriota, el niño bonito. Abucheos para él y aplausos para Van der Vaart, lesionado en la grada. En ese ambiente hostil, Ibrahimovic decidió mostrar toda su magia: después de dos goles que apenas celebró, llegó la jugada que lo catapultó a la fama: recibió de espaldas, evitó un despeje y empezó a esquivar rivales, primero uno, luego otro, uno que volvía a por más, y uno nuevo.
Pasarla no era una opción. De haberlos tenido delante, también habría driblado a todos los periodistas sensacionalistas, a quienes le negaron el sueño de ser futbolista y hasta a los ancestros de Van der Vaart. Finalmente, sentó al portero y la coló con la zurda. El público se volvió loco, Koeman aplaudía desde el banquillo.
Aquello era digno de Maradona, pero sobre todo era impropio de alguien con su estatura. Liberó su furia corriendo por todo el campo, poseído por la obra de arte que acababa de materializar. Días antes, su nuevo agente, Mino Raiola, le había transmitido un interés de la Juventus. Fue su forma de decirle al Ajax que ahí se quedaba, que en Turín le esperaba uno de los mejores equipos del mundo.
De niño, a Ibrahimovic le obsesionaba la liga donde jugaban sus ídolos. Un día abandonó una clase de italiano gritándole a la profesora que ya aprendería el idioma cuando jugara en la Serie A. Lo consiguió a los veinticuatro años. Allí lo esperaba Fabio Capello, que hizo que olvidara el estilo Ajax, más efectista que efectivo, y le exigió que trabajara duro; no entendía cómo nunca había levantado una pesa ni nadie le había controlado la alimentación.
Lo transformó. Ganó corpulencia, mantuvo la clase, sacó un gran disparo y desarrolló el instinto asesino en el área. Se convirtió en un futbolista espectacular. Pasó a ser Ibra, a secas, o Ibracadabra. Cierto, seguía respondiendo con agresiones a las provocaciones rivales, pero fue un año feliz. Lo eligieron mejor jugador de la Juve y extranjero del año. Ganó su primer Scudetto. Tan excepcional era aquello que por un momento olvidó las fuertes discusiones con su padre por culpa del alcohol y se emborrachó por primera vez gracias a los chupitos que le exhortó a tomar David Trezeguet.
Nike construyó una pista de fútbol —Zlatan Court— en la explanada donde soñaba con ser brasileño. El día de la inauguración, todo Rosengård se echó a la calle para ver a su ídolo, ese que salió de allí y luego puso el mundo a sus pies. El mismo que acababa de ganar la liga italiana y repetiría al año siguiente.
Ambos campeonatos quedarían invalidados en 2006, cuando el fútbol italiano saltó por los aires: el Calciopoli no afectó a ningún como a la Juventus, que encima sumó otros escándalos. Además de quitarle las ligas, también ordenaron su descenso. El éxodo de jugadores fue inmediato, pero Deschamps, el nuevo entrenador, quiso retener a Ibrahimovic a toda costa. Él se negó a jugar un amistoso para que el club entendiera que no iba a quedarse en Serie B.
Finalmente, Mino Raiola se inventó un mini derby della Madonnina, una puja entre Inter y Milán, Moratti contra Berlusconi. Los rojinegros eran mucho mejores y jugaban finales de Champions, pero le avisaron que allí sería uno más a la sombra de Kaká. Entonces Ibrahimovic, por supuesto, eligió el Inter.
Llegó al Giuseppe Meazza con un objetivo inédito en su carrera: erigirse como líder. Aquella plantilla contaba con varias vacas sagradas y jugadores excelentes, pero Ibra olía a mieles triunfales y el vestuario interista apestaba a fracaso. Las tres uefas noventeras quedaban ya muy lejos, y el último título doméstico se remontaba a diecisiete años atrás.
A Ibrahimovic le escamaba que el propietario del club repartiera una prima después de cada victoria, así que se plantó en su despacho y le dijo que ya les pagaba por hacer su trabajo, mejor que se guardase los premios para cuando lograsen un título. Massimo Moratti, miembro de una familia multimillonaria y acostumbrado a tratar con estrellas mundiales, obedeció la orden.
Al sueco también le molestaban los clanes del equipo: argentinos por un lado, brasileños por otros, y los demás en terreno de nadie. Propuso comer juntos, que la comunicación fluyese. Roberto Mancini, desde el banquillo, fue conjuntando al equipo.
En esa etapa interista, que duró tres años, Ibrahimovic jugó quizás el mejor fútbol de su carrera. Con un físico en plenitud, y con un pie que ora dirigía obuses a la portería, ora acariciaba el esférico con impecable suavidad, sus partidos eran un acontecimiento. No ya por los goles, que también, sino porque en cualquier momento dejaba un gesto único, un recurso técnico impensable.
En su primera temporada, el Inter salió campeón. También en la segunda, aunque con suspense: Ibrahimovic se lesionó mientras lideraban la tabla y el equipo malgastó la ventaja obtenida. Acecharon los fantasmas de otros campeonatos perdidos. Mancini anunció su marcha, aunque luego se retractó.
Ibra lo veía todo desde casa reposando una rodilla a la que ya le habían inyectado demasiados calmantes —en el once titular lo sustituyó un diamante en bruto llamado Mario Balotelli—. En la última jornada, la Roma amenazaba con llevarse el título. Zlatan no estaba recuperado y la Eurocopa se veía en el horizonte, pero le rogaron que viajara a Parma al menos como suplente.
En la segunda parte, los romanos vencían en Catania y eran campeones. Mancini, desesperado, recurrió a Ibrahimovic: le bastaron nueve minutos para zafarse de un defensa y lanzar desde fuera del área un tiro que entró pegado al palo. Todo el equipo se abalanzó sobre él —empezando por un Balotelli que todavía celebraba los goles—. Poco después, repitió tras un centro de Maicon. Vini, vidi, vici. Regreso triunfal. Otro Scudetto.
La Eurocopa la arrancó marcando ante Grecia y España, pero su rodilla dijo basta. No pudo devolverle a Suecia el cariño mostrado eligiéndole mejor deportista del país en una votación popular. Pese a sus orígenes, pese a que convertían en escándalo cada anécdota. En la ceremonia, lloró como un bebé al oír su nombre. El pueblo sueco lo aceptaba como uno de los mejores y, sobre todo, como uno de los suyos.
En el Inter, el amago de dimisión de Mancini dejó a Moratti con los cuernos tan quemados que lo despidió. Aquello propició un momento crucial para Ibra, como lo sería casi que para cualquier persona: conocer a José Mourinho. El flechazo fue inmediato. Ibra llegó a definirlo como alguien por quien daría su vida.
Se respetaron desde el inicio, el portugués supo motivarlo alternando la cal y la arena, y él marcó tantos goles que se estrenó como capocannoniere, aunque lo hizo a la manera Zlatan: en la última jornada y con un taconazo más propio de su infancia que de la Serie A. El pichichi era lo único en juego en ese partido, ya que el título lo aseguraron mucho antes. El tercero consecutivo para un club donde, hasta su llegada, nadie recordaba en qué cajón se guardaban las llaves de las vitrinas.
En total, Ibrahimovic enlazó nada más y nada menos que trece títulos ligueros en catorce años, repartidos además por países y equipos diferentes. Ganó mucho, muchísimo, pero en los torneos continentales la suerte le era esquiva y nunca pudo dar caza a su obsesión: la Liga de Campeones. Incluso sacrificó la gloria en el Inter para fichar por el equipo que aún celebraba la anterior, el Fútbol Club Barcelona. Así se lo comunicó a Mourinho, que no pudo retenerlo. Antes, eso sí, le advirtió que no podría cumplir su sueño: ¿la razón? Muy simple. Pensaba ganarla él.
En Barcelona volvía a ser el fichaje más caro de la historia de un club, la guinda perfecta para un equipo campeón. Moratti solo cedió cuando Laporta aceptó abonar más de lo que el Real Madrid pagaba por Kaká al Milán. Así, el acuerdo se cerró en cuarenta y seis millones más el pase de Samuel Eto’o, valorado en otros veinte.
Ibra arrancó bien y hasta decidió el Clásico con su gol, pero, según contó luego, Can Barça le parecía un colegio que Messi, Xavi e Iniesta tenían interiorizado porque habían asistido desde críos. Pero se sorprendió a sí mismo tratando de adaptarse, no decía una palabra más alta que otra, y hasta sus allegados decían que lo veían triste.
Messi estaba incómodo en la banda y pidió a Guardiola centrar su posición, por lo que el sueco acabó escorado, donde ni rendía ni destacaba. Según su versión, solicitó hablar con Pep, quien, desde entonces, dejó de dirigirle la palabra. «Si yo entraba en una habitación, él salía». Ibrahimovic lo considera alguien sin carisma ni capacidad para manejar a gente con personalidad. El verano siguiente mantuvieron otra reunión, y él desveló luego que Guardiola lo invitaba a irse, pero con evasivas. De nuevo lo que más le molestaba: que no fuera de frente.
Si algo le gusta a Ibra es la provocación, así que ocultó a Rosell y a Bartomeu que ya negociaba con el Milán y les aseguró que únicamente iría a un equipo, que además había firmado al entrenador por el que daría la vida: sí, el Real Madrid. Ambos palidecieron. El fichaje más caro de la historia era una patata caliente para la nueva directiva, que debía respaldar a Guardiola.
Terminaron vendiéndolo al Milán por cincuenta millones menos de lo que costó. Dejaba así el mejor Barcelona de la historia tras lograr una Liga, por supuesto, pero no la Champions. ¿Y quién la había ganado? Pues Mourinho, claro, que antes de irse del Inter firmó un triplete histórico en Italia. Y la siguiente la ganó el Barcelona, equipo con el que Ibrahimovic había comenzado la temporada. Por más que la acechara, la Champions siempre lo regateaba.
Si los nombres de aquel Milán asustaban, la delantera ya parecía un anuncio de ropa deportiva: Ibra, Robinho, Pato, Ronaldinho, Inzaghi, luego llegó Cassano… Con todo, llevaban siete temporadas sin ganar un Scudetto, pero en el acto de presentación ante la hinchada Ibracadabra prometió el título.
Zlatan volvía a ser Zlatan, ni rastro de aquel tipo reprimido de Barcelona. Para lo bueno —marcar goles— y para lo malo —hacer que lo expulsaran—. Le cayó una sanción de varias jornadas, pero llegó a tiempo para el último partido contra la Roma, donde les valió un empate. Otra liga italiana, seis de seis. Había cumplido su promesa. Al año siguiente, no repitieron por cuatro puntos, pero batió su récord goleador con veintiocho tantos. Volvió a ser máximo goleador. Y ahí fue cuando Nasser Al-Khelaifi se cruzó en su camino.
La idea era aprovechar los petrodólares para convertir al Paris Saint-Germain en el mejor equipo de Europa. Del Milán ficharon a Ibrahimovic y a Thiago Silva, que se pusieron a las órdenes de Carlo Ancelotti junto a otros futbolistas que tampoco habían planeado nunca jugar allí. Ibra sentenció: «No conozco la liga francesa, pero la liga francesa me conoce a mí». Y tanto.
Rebasada la treintena, su superioridad fue aplastante. Había partidos en los que parecía un hombre contra niños. Es verdad que ya medía sus carreras, pero pensaba dos segundos antes que el resto y regalaba controles, caños y pases increíbles. Más que delantero, parecía a veces el organizador. Jugaba donde quería y como quería. Y los goles, claro. Remates de todos los colores.
Antes solo había logrado dos hat-trick a nivel de clubes, pero en París sumó diez. En su última temporada alcanzó un registro inimaginable a los 34 años: cincuenta goles, uno detrás de otro. En cuanto a títulos, lo de siempre: implacable en lo doméstico y sin éxito en Europa. Ganó las cuatro ligas que jugó, además de un buen puñado de copas. Para decir adiós, otra de sus perlas: «Llegué siendo un rey y me voy como una leyenda».
No solo se despidió del PSG, también de la selección sueca, a la que había regresado como capitán. La suya fue una relación tornadiza, aunque le queda el consuelo de que con la camiseta amarilla firmó una de las mejores actuaciones de su carrera. Era un amistoso, cierto, pero ante Inglaterra, cuyos periodistas siempre se mostraron punzantes con su figura. Suecia venció 4-2 y los cuatro los anotó él.
A los dos primeros, buenos goles de delantero caro, le siguió una falta lejanísima que entró gracias a un disparo raso. Ya en el descuento, la locura: Joe Hart sale del área y despeja mal, la pelota va por el aire, Ibra está de espaldas, a treinta metros de la portería, e inicia un escorzo sin sentido. Nadie sabe qué pretende. El balón desciende sin fuerza, es imposible que lo remate. Sin dejar que caiga, posiciona el pie de una manera extrañísima y logra impactar con fuerza.
Parece que su pierna saldrá volando, como en aquel episodio de Los Simpsons, pero no, lo que vuela es el balón. Y hacia la portería. Un defensa inglés intenta que fracase uno de los remates del siglo, pero no lo logra. Gol. Lo imposible hecho realidad. Ni a los programadores de un videojuego se les ocurriría concebir un disparo similar. Ibra se quita la camiseta. Los compañeros no se atreven ni a abrazarle, obnubilados. El torso desnudo, el brazalete. Nunca pudo darle a Suecia un campeonato, pero al menos dejó esa imagen de póster en el recuerdo de sus compatriotas.
Aunque los agoreros sentenciaron que ya estaba mayor para una liga exigente, Ibrahimovic dio una vuelta de tuerca marchándose a uno de los mejores equipos de la Premier. En el Manchester United no disputaría la Champions, pero cumpliría el viejo anhelo de reunirse con Mourinho. Eric Cantona lo recibió con un vídeo peculiar, advirtiéndole de que solo podría ser el príncipe, porque el trono mancuniano aún era suyo.
En virtud de su admiración mutua, Ibra respondió con respeto: «Debería saber que yo no seré el rey de Manchester, seré el dios». No era la primera vez que se identificaba como deidad: años atrás, cuestionado sobre el futuro, contestó que solo dios lo sabía. El periodista objetó que le resultaba muy difícil preguntárselo, pero Zlatan aseguró que lo tenía delante. Lo hizo muy serio, aguantando unos segundos antes de descojonarse.
En la Premier demostró que su calidad no entendía de adaptación ni de edad. Pocos auguraban que ganaría tres títulos y que alcanzaría los veintiocho goles, la cifra que llevaba cuando todo se jodió: fue en Old Trafford, en la vuelta de los cuartos de Europa League: saltó en el área y, al apoyar, sintió el crack. La rodilla. Lo supo de inmediato.
Nunca antes había expresado tanto sufrimiento sobre un terreno de juego. El equipo pasó esa ronda y la siguiente, y llegó a una final muy especial para él: en Suecia y contra el Ajax. El United venció, lo que significaba que Ibrahimovic se convertía por fin en campeón de un torneo europeo importante. Con muletas, vestido de calle, pero campeón. En el estadio, dio la vuelta de honor cojeando. Eres una estrella cuando ni juegas la final y las cámaras te enfocan más a ti que a la propia copa.
Durante la celebración, vio una pancarta: «Zlatan, si te quedas puedes follarte a mi mujer». Le hizo tanta gracia que se fotografió con ella. También se abrazó a sus compañeros y a Mourinho con el alivio nervioso del que se quita un peso de encima. La UEFA no es la Champions, pero también te hace sonreír.
Mientras duró la lesión, Ibrahimovic no quiso cobrar su salario y hasta rescindió el contrato con el United a final de temporada, aunque se reincorporó solo dos meses después, a final de agosto, convencido de volver por donde solía. No fue así: apenas disputó seis partidos y Mourinho salió en rueda de prensa diciendo que ya no estaba lesionado, pero que no se sentía con fuerzas para ayudar a sus compañeros en el campo.
El técnico portugués advirtió que, dada su trayectoria, se había ganado el derecho a decidir su futuro. Y lo que decidió a sus 36 años fue marcharse —ahora sí— a una liga menor.
El viernes 23 de marzo de 2018, los lectores de Los Angeles Times se encontraron una página atípica, completamente en blanco salvo por unas pocas palabras en la zona superior —«Querida Los Ángeles, de nada»— y más abajo la firma de Ibrahimovic junto al escudo de su nuevo equipo, LA Galaxy. Quizás aquello de comprar una página en el periódico para anunciar el fichaje no colmó sus ansias de notoriedad, así que Ibra debutó en la MLS como lo que se consideraba, una estrella de Hollywood: en un derbi contra Los Angeles FC, vio desde el banquillo que su nuevo equipo se ponía 0-3 en el marcador; saltó al campo en el minuto 71 y tan solo seis después supo convertir un bote inofensivo a más de 30 metros de la portería en una volea genial que describió una parábola perfecta antes de superar al portero para terminar siendo un golazo, otro más en su carrera, difícil de replicar hasta en la mejor de las películas. Todavía tuvo tiempo en el descuento para anotar el 4-3 que culminaba la remontada.
La aventura americana de Ibrahimovic duró dos temporadas en las que marcó 53 goles, casi uno por partido. La evidente bajada de nivel de sus rivales facilitó que repartiera las perlas técnicas que antaño solía exhibir por otras latitudes más exigentes. Pero, contra pronóstico, a Ibracadabra todavía le faltaba un último truco en su repertorio: regresar a la élite con 38 años. Y no a un lugar cualquiera, sino al país donde más y mejor había jugado en su vida.
Ibra acordó su regreso a un Milán en horas bajas. Firmó por Navidad un contrato corto, de solo seis meses, casi un período de prueba que superó con creces: en veinte partidos marcó once veces. Ambas partes decidieron prolongar su relación y la temporada siguiente empezó aún mejor: diez goles en los primeros seis encuentros que disputó —terminaría el año con 27 partidos y 17 tantos—. Ibrahimovic se encontraba ya a las puertas de los cuarenta años, había marcado goles en los años noventa y en los veinte, esto es, en cuatro décadas distintas, pero todavía no tenía ganas de retirarse: todo lo contrario, se dio el gustazo de volver a disputar la Champions League, una competición que los rossoneri llevaban siete años sin pisar, y encima sumó otro título de liga italiana a su deslumbrante palmarés, el primer Scudetto milanista en una década.
Tan bien se sentía que regresó a la selección sueca. En sus cuatro primeros partidos repartió dos asistencias, y llegó incluso a ser convocado en 2023, con 41 años. Ibrahimovic y Milán todavía acordaron un último baile —convirtiéndolo así en el equipo donde más temporadas ha permanecido, cinco—, pero la música no sonó con suficiente fuerza. Las lesiones solo le permitieron disputar cuatro partidos. Eso sí, el único día que fue titular, marcó, dejando el récord del goleador más veterano en Serie A en 41 años y 166 días. A la postre, ese sería su último día como jugador de fútbol.
Tras más de veinte años, llegó el final de un futbolista que hibridó como nadie la potencia y la calidad técnica. El héroe del barrio, el ladrón de bicicletas. El que se compró las botas más baratas, las que vendían en el mismo estante que las verduras, y luego movió ciento setenta millones de euros en traspasos.
El que usó la arrogancia como coraza y la venganza como combustible. El problemático, el violento, el individualista que a lo largo de su carrera terminó repartiendo doscientas asistencias. El genio. El que marcó más de quinientos goles y, para celebrarlos, ponía sus brazos en cruz y sacaba pecho, como permitiéndole al mundo que admirase lo lejos que llegó el niño de Rosengård.