Veinte presas
hemos hecho,
a despecho
del inglés,
y han rendido
sus pendones
cien naciones
a mis pies.
El 25 de enero de 1830, con la connivencia del rey Fernando VII, Benito Soto fue ajusticiado por las autoridades británicas en Gibraltar. Sus espaldas, dicen que fuertes y angulosas, cargaban oficialmente con setenta y cinco asesinatos y una decena de saqueos. Quién sabe cuántos fueron en realidad. Durante meses, quizá los últimos en los que Europa conoció el terror de la Jolly Roger, el Burla Negra se convirtió en el barco más temido del Atlántico. No hubo taberna de marineros entre isla Ascensión y A Costa da Morte en la que no se ondearan las historias del último gran pirata de este lado del mundo.
Apenas cinco años después de su ejecución en el Peñón, José de Espronceda ya había convertido a Benito Soto en leyenda. Aunque no lucía diez cañones por banda el bergantín ni fueron veinte los barcos sometidos por el pillaje de su bandera negra, cuentan que fueron sus hazañas las que inspiraron el personaje del Temido para la célebre «Canción del pirata». Pero tan proclive como ha sido siempre la España que duele a olvidar a sus mitos, por muy sanguinarios que estos hayan sido, la historia del Burla Negra y su legendario capitán pronto dejó su sitio a otros relatos pavorosos entre los cuentos con los que asustar a los niños y encorajinar bravatas de barra de bar. No han hecho con su vida una superproducción cinematográfica —al menos sí un espectáculo teatral— y apenas algunas páginas de literatura.
Ha sido, como casi siempre, la propia gente quien ha reivindicado su legado: hace más de un siglo que la peña Los Anticuarios canta en los Carnavales de Cádiz la copla del Tío de la Tiza, «aquellos duros antiguos / que tanto en Cai / dieron que hablá», después de que en junio de 1904 las playas de la ciudad se llenaran de «viejos, niños y suegras» para hacerse con el millar y medio de monedas acuñadas en México en el siglo XVIII, el último botín del Burla Negra descubierto por casualidad por los trabajadores de una almadraba al abrir una zanja para enterrar los desperdicios de los atunes. De un tiempo a esta parte tampoco hay año en el que el Entroido de Pontevedra no le dedique una noche pirata a su ilustre vecino.
Hasta Arturo Pérez-Reverte ha asegurado guardar una carpeta con la historia de Benito Soto, cuyo final ya avanzó en 2006: «Y colorín colorado: esta es la historia de Benito Soto Aboal, el español que, fiel a las esencias nacionales, empezó como truculento pirata y acabó —aquí todo termina igual— en chirigota gaditana».
Pero vayamos por partes.
Los años perdidos: de A Moureira a Ohué
Séptimo hijo de una familia de catorce de A Moureira, el barrio de marineros que hizo florecer el puerto de Pontevedra con la venta de sardina y la exportación de vino, a Benito Soto nunca le sobró de nada. Ni siquiera hambre. No sabía leer, pero sí cómo ganarse la vida. Todavía imberbe, y tras desertar de la matrícula del mar —el sistema de reclutamiento de la Armada española—, pone rumbo a Cuba con cierta experiencia ya como contrabandista.
Nada se sabe a ciencia cierta de lo que sucedió durante su años en el Caribe. Hay quien dice que navegó en barcos corsarios españoles. También en buques negreros. Quizás incluso fue uno de los piratas de isla Tortuga. A finales de 1827 —hay autores que lo sitúan en 1823— figura ya como segundo contramaestre de El Defensor de Pedro, un bergantín de siete cañones de bandera brasileña autorizado para «andar en corso contra la República de Buenos Aires y emplearse igualmente en mercancía donde le convenga y lícito fuese».
Aunque las presiones británicas habían obligado al recién independizado Imperio de Brasil a prohibir formalmente el tráfico de esclavos al norte de la línea del Ecuador, el negocio de la trata de persona florecía de la mano de las grandes familias brasileñas. Uno de aquellos hombres era el armador José Botelho de Sequeira, quien estaba haciendo fortuna con los buques negreros que traían esclavos al nuevo continente. Para la misión de El Defensor de Pedro eligió una tripulación experimentada: el capitán, un oficial jubilado de la Armada Imperial brasileña, Pedro Mariz de Sousa Sarmiento, y el piloto, un viejo marino portugués experto en aquellas aguas, Manuel Antonio Rodríguez. El resto de hombres, una retahíla de buscavidas de mar entre los que se encontraban tres gallegos, Miguel Ferreira, Nicolás Fernández aka «Juan Caro» y un Soto que se hacía llamar Benito Barredo, y un vasco de Mundaca al que todos conocían como «el Vizcaíno».
El Defensor de Pedro tenía como destino el enclave portugués Sao Jorge de Mina, en la bahía de Ohué, el más importante de los puertos esclavistas del África atlántica. El lugar donde se hacían los grandes negocios con la trata de personas. El único inconveniente era que se encontraba cinco grados por encima del Ecuador, lo que autorizaba a la Royal Navy a perseguirlos. Mientras se acercaban a la costa de oro, Soto se fue ganando la confianza del resto de marineros, especialmente la de un grupo de franceses desertores de un buque inglés a los que convenció con la idea de hacerse con el bergantín una vez estuvieran los esclavos a bordo para después venderlos en Cuba. Al parecer hubo quien se fue de la lengua al tiempo que el capitán negociaba con los líderes tribales a los que llevaba aguardiente, oro, algodón y fusiles como agasajo, lo que obligó a adelantar el motín nada más atracar en Ohué.
Dice la leyenda que al grito de «abajo los portugueses», Benito Soto izó la bandera negra.
La inquina a los ingleses
Sin esclavos con los que comerciar, Soto tuvo que cambiar de plan. El Defensor de Pedro puso rumbo a la isla Ascensión, un pequeño refugio en el Atlántico sur, a medio camino entre África y América, a la espera de abordar los mercantes que doblaban el cabo de Buena Esperanza repleto de las mejores alhajas del Índico. Durante el trayecto el capitán Soto ajustició a todos los que dudaron de su mando, entre ellos el ferrolano Ferreira.
Las primeras voces sobre la sucedido en Ohué, donde los amotinados dejaron en tierra al capitán Sousa Sarmiento, habían comenzado a correr por el Atlántico, por lo que Soto decidió coger la pintura de las bodegas y darle un nuevo aspecto al bergantín. Fue el inicio de la leyenda del Burla Negra.
Unas semanas después, a mediados de febrero y no muy lejos de isla Ascensión, el mercante de bandera inglesa Morning Star —nada que ver con el barco pirata de La isla de las cabezas cortadas— se cruza en el camino del Burla Negra. Cuentan los historiadores que trataron de engañarlos ondeando la bandera de la Union Jack primero y la azul y blanca de las Provincias Unidas del Río de la Plata después. Lo cierto es que el Morning Star trató de escapar, pero como todos los barcos dedicados a la trata —igual que un siglo después las planeadoras del narcotráfico— El Defensor de Pedro era más rápido y no tardó en alcanzarlo, iniciando una de las matanzas más sangrientas de la historia de la piratería atlántica.
Comandados por un extravagante marinero francés, ataviado con una pamela de mujer con cintas azules, tomaron el mercante que volvía de Ceilán con maderas nobles, especias y café. Los piratas del Burla Negra, como fue conocido ya internacionalmente desde entonces, acabaron el asalto ya borrachos. Entretanto, violaron a las mujeres a bordo y golpearon salvajemente a un soldado recién licenciado que al ser sordo no entendía sus órdenes. Al resto de hombres, aquellos a los que no habían matado todavía, los encerraron en una bodega con la intención de hundir el barco abriendo dos agujeros en el casco. A Benito Soto no le gustaban los testigos.
Pero la impericia de sus hombres dejó a flote el mercante y con vida a algunos tripulantes del Morning Star, que fueron rescatados por otro barco inglés. Pronto toda la marina británica los estaría buscando. Así que el Burla Negra emprendió a toda prisa su particular ruta del pillaje.
La fragata norteamericana Torpaz, que volvía de Calcuta hasta los topes de joyas, piedras preciosas y sedas orientales, fue la segunda víctima conocida de los saqueos del Burla Negra: apenas dejaron un superviviente después de prenderle fuego. Habían aprendido la lección. Horas más tarde, a pocas millas de Cabo Verde, avistaron las velas de un bergantín, presumiblemente el Unicorne, que había observado lo ocurrido con el Torpaz. Y aunque ya sabemos que a Benito Soto no le gustaba dejar testigos, cuentan que el Unicorne fue el único barco que logró escapar jamás del Burla Negra.
Con solo dos abordajes intentó el capitán Soto convencer a sus hombres de que era el momento de retirarse. Habían conseguido más riquezas de las que necesitaban y la amenaza de que la Armada británica estuviera tras ellos eran motivos aparentemente suficientes para dar por terminada la ruta del pillaje. Sin embargo varios de sus hombres, recelosos de lo que Soto había hecho con otros de sus marineros, optaron por intentar derrocarlo. El motín no salió bien, pero el Burla Negra ya no sería nunca más un barco bien avenido.
Solo una semana más tarde, siguiendo el rumbo norte y ya a la altura del archipiélago canario, Soto y sus piratas asaltan el brickbarca inglés Sumbury que navega a Saint Thomas y a cuya tripulación acribillan. En pocos días caen también el Cessnok y otros dos barcos portugueses, entre ellos el Melinda (o Ermelinda según algunas fuentes) que había salido también de Río de Janeiro abarrotada de café, té y azúcar.
Relatan algunos historiadores que el trato a las tripulaciones bajo bandera portuguesa fue siempre más decoroso. Como si Benito Soto quisiera vengar, a su manera, la derrota de España en Trafalgar. Así, los tripulantes de su última víctima, al bergantín inglés New Prospect, fueron también brutalmente aniquilados.
Los papeles de A Coruña y los arrecifes de la isla de León
Las versiones solo coinciden en la fecha. A principios de abril de 1828 el Burla Negra arriba en la ría de Pontevedra. Algunos testimonios apuntan a que era rojo y volvía a llamarse El Defensor de Pedro. Otras que lo habían pintado de amarillo y rebautizado como Buen Jesús. En lo que la historia parece coincidir es que fue el tío materno de Soto, José Aboal, quien les ayudó a descargar y vender parte del botín.
En Pontevedra circula todavía la leyenda de que Soto escondió dos cofres con oro, plata y piedras preciosas que nunca han sido encontrados. En 1926, el diario ABC anunciaba el «Hallazgo de un tesoro» durante unas obras en el barrio de A Moureira. «Encontró enterrada a gran profundidad un arca de hierro de gran tamaño conteniendo un tesoro (…) suponiendo algunos que se trata de uno de los baúles cargados de oro y pedrería que en Pontevedra enterró en 1828 el famoso pirata gallego Benito Soto».
Aunque la más afamada de las teorías, novelada por Alberto Fortes en Amargas han sido las horas, es que el tesoro acabó en algún lugar de A Casa das Campás, el edificio civil más antiguo de la ciudad, hoy vicerrectorado universitario. Francisco Javier Bravo, un hombre de la alta sociedad local con contactos en Portugal, la habría escondido allí a cambio de ayudar a Soto a vender el resto del botín para retirarse al sol de la Berbería.
El plan pasaba por deshacerse de las sedas en el puerto de A Coruña. Bravo consiguió unos papeles falsos con los que pasar la aduana, ya transformado de nuevo en El Defensor de Pedro bajo pabellón brasileño. Soto, quien se había engalanado para la ocasión con las ropas del capitán Mariz, fingió una avería provocada por una gran tormenta para engañar a las autoridades locales.
Aunque encontraron más dificultades de las previstas para deshacerse del botín, el 5 de mayo de 1828 el Burla Negra puso rumbo al sur. Soto disponía de un permiso —conseguido por Bravo— para atracar en Lisboa y hacer efectivos cerca de veinticinco mil pesos en letras de cambio. Pero el plan del pirata era otro: pasar a cuchillo a todos los marineros que no le eran afines, encallar la Burla Negra cerca de Tarifa para después cruzar a Gibraltar, cobrar el dinero y retirarse con su parte.
Pero el plan, quién sabe si adrede, se torció cuando su barco encalló cinco días después junto al Ventorrillo del Chato, apenas a unos kilómetros de Cádiz. Habían confundido la punta de Tarifa con los arrecifes de la isla de León.
«¡Adiós a todos, la función ha terminado!»
Las autoridades españolas no tardaron en presentarse, pero sobornadas por los piratas hicieron la vista gorda. Y estos decidieron celebrarlo: la jarana por las tabernas de Cádiz fue tal que acabó por obligar a la policía a detenerlos «por sospechas vehementes» de su actividad criminal. Para colmo, ocurrió lo que Benito Soto siempre temió. Algunos pasajeros del Morning Star habían sobrevivido y llegado a Londres para denunciar la masacre, convertida ya en afrenta nacional para la corona inglesa. Fue su testimonio, tras un fugaz viaje a Cádiz, lo que permitió identificar a diez de los tripulantes del Burla Negra.
No a Soto, quien había aprovechado las filtraciones de las autoridades para escapar a Gibraltar no sin antes tratar de persuadir a sus hombres con todo lo que tenía a mano, oro o cuchillo, para que no le delataran en el juicio. Las notas del mismo, recogidas en 1892 por Joaquín María Lazaga en su obra Los piratas del Defensor de Pedro. Extracto de las causas y proceso, subrayan, sin embargo, el gran fracaso del pirata gallego: son sus propios hombres quienes le cargan la crueldad de los saqueos.
El rey Fernando VII, para el que la ciudad de Cádiz sería siempre una infesta cuna de liberales, maniobró para que los diez tripulantes del Burla Negra fueran ahorcados en plaza pública, ante las Puertas de la Tierra, para después descuartizar los cadáveres y dejar sus cabezas cortadas durante varios días por distintos puntos de la ciudad. Para que el miedo macerase el despertar colectivo.
De Benito Soto dejó que se encargaran los británicos, quienes lo atraparon pocas semanas después en una fonda del Peñón. Cuentan las crónicas que llevaba encima un sombrero y un puñal de los que se había apoderado en el Morning Star y un pasaje a Ceilán. Fue condenado a la horca culpable de setenta y cinco asesinatos y del saqueo de diez barcos.
El 25 de enero de 1830, «un día de lluvia que no impidió a la multitud amontonarse en torno al reo», Benito Soto fue llevado ante la horca. Dicen que rezó fervientemente durante un cuarto de hora aferrado al Cristo que le prestó un sacerdote anglicano. También que fue él mismo quien ayudó al verdugo a prepararla, subiéndose al ataúd para meter bien la cabeza en la soga. «Escucha la sentencia, leída en inglés y en español, con aire indiferente y los brazos cruzados y, una vez terminada, cuentan, echa una gran carcajada mirando a la muchedumbre reunida y se despide»:
¡Adiós a todos, la función ha terminado!
Pero no lo había hecho. Todavía tuvo el verdugo que ahondar el suelo con una pala para que sus cinco pies y dos pulgadas dejaran este mundo tras una lenta agonía y el regocijo de la muchedumbre.
Para la historia ya solo faltaban unas monedas de plata de ocho reales y una chirigota en Cádiz.