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El día que Pantani conoció a Maradona en Cuba

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Marco Pantani (Foto: Cordon Press)
Marco Pantani (Foto: Cordon Press)

En el caluroso silencio de una tarde en La Habana, Marco Pantani, ciclista antes consagrado y ahora espectador involuntario de su propia caída, encontró lo que bien podría ser descrito como un espejismo de carne y hueso: Diego Armando Maradona. No era un encuentro fortuito. Nada en la vida de dos hombres tan desmesurados lo es. Ambos llevaban consigo la carga de la gloria y su inevitable costo, como si estuvieran atrapados en una tragedia clásica que se repetía en distintas latitudes y escenarios.

Pantani había llegado a Cuba en busca de algo que ni siquiera él podía definir con precisión. Paz, quizá. Una pausa. Una sombra amable bajo la abrasadora luz de los reflectores europeos que no dejaban de señalar sus cicatrices, tanto físicas como morales. Cuba, con su mezcla de decadencia y resistencia, parecía el refugio perfecto para un hombre que huía, aunque solo fuera de sí mismo.

Sabía que Maradona estaba allí, encerrado en una clínica de rehabilitación, y algo en la idea de acercarse al genio argentino resonaba en él como un desafío. Quizá fue la misma fuerza que lo había impulsado a escalar las montañas más empinadas del Giro y el Tour, esa obstinación que no entendía de razones, la que lo llevó a trazar un plan para encontrarse con el astro. La clínica, custodiada como un pequeño fuerte en medio de la urbe, no facilitaba las cosas, pero Pantani era un maestro en hallar caminos imposibles.

A través de un mensaje que parecía más una nota lanzada al océano que una solicitud concreta, Pantani logró que Maradona saliera. Fue un gesto que, aunque aparentemente sencillo, contenía la solemnidad de un pacto no verbalizado entre dos hombres que habían visto la cima y el abismo. Se encontraron a través de una cerca, un límite físico que no lograba ocultar la inmensidad simbólica del momento. Maradona, más lleno de historias que de palabras, le dedicó unos minutos que, para Pantani, fueron un destello de eternidad.

Es fácil imaginar a Pantani, nervioso pero firme, dirigiéndose al hombre al otro lado de la reja. Sus palabras, si bien no están registradas, debieron estar teñidas de admiración y empatía. No eran un simple «gracias por todo, Diego», sino un reconocimiento tácito entre dos figuras que, cada una a su manera, habían reescrito las reglas de sus respectivos mundos. Maradona, probablemente cansado y con los ojos cargados de esa mezcla de nostalgia y fatiga que solo tienen los dioses caídos, debió responder con un gesto, un murmullo, algo que solo Pantani entendió como una confirmación de su conexión.

La Habana, con sus edificios coloniales desmoronándose lentamente bajo el peso del tiempo y el sol, fue un testigo silencioso de ese breve encuentro. El aire, cargado del aroma salado del mar y el sonido distante de risas y música, envolvió a ambos hombres en una especie de cápsula donde el tiempo pareció detenerse. No hubo cámaras, ni fanáticos gritando, ni la necesidad de ser más que lo que eran en ese momento: dos hombres que llevaban en sus cuerpos y almas las marcas de sus respectivas batallas.

Maradona, ese genio argentino que había hecho llorar de alegría y frustración a millones, vio en Pantani a alguien que entendía su lucha. Y Pantani, el escalador solitario, encontró en Diego un reflejo de sí mismo, un recordatorio de que incluso en la caída, hay dignidad. Pero también había una lección silenciosa: ambos eran ejemplos de lo que sucede cuando se desafía no solo a los rivales, sino a los propios límites.

La cerca que los separaba era un símbolo demasiado elocuente para ignorarlo. Representaba las barreras que ambos enfrentaban, las visibles y las invisibles. Maradona, atrapado por su adicción y su leyenda, y Pantani, buscando desesperadamente un camino de regreso a sí mismo. Sin embargo, en esos pocos minutos, lograron trascender esa barrera. No necesitaban nada más.

Cuando Pantani se alejó de la clínica, probablemente sintió algo que no había experimentado en mucho tiempo: paz. Aunque breve, ese encuentro había añadido una nueva dimensión a su existencia. Era como si, por un momento, hubiera compartido la carga de ser Marco Pantani con alguien que podía comprenderla. El peso del silencio, de la omertá, la tentación de delatar a los verdugos, que se hacían pasar por amigos, por compañeros, pero ya no estaban ahí, cuando la reputación ya no tenía marcha atrás.

Maradona en Cuba en las fechas que conoció a Pantani (Foto: Cordon Press)
Maradona en Cuba en las fechas que conoció a Pantani (Foto: Cordon Press)

El Pirata, como lo llamaban, se fue con la certeza de que no estaba solo, de que incluso las figuras más grandes enfrentan caídas. Y Maradona, aunque no lo dijera, probablemente sintió lo mismo. Eran dos hombres unidos por la gloria, el dolor y una fugaz chispa de humanidad que brilló a través de una cerca en La Habana. Una escena que, como todo lo verdaderamente significativo en la vida, no necesitó más que un instante para quedar grabada en el alma de quienes la vivieron.

Meses después, en una esquina desolada de Rimini, durante un frío febrero de 2004, Marco Pantani decidió enfrentar sus últimos días en una habitación anónima, en un hotel anónimo. Era una tragedia demasiado humana para ser ignorada, el desenlace de una vida que había quemado demasiado brillante, demasiado rápido. El Pirata, como lo llamaban, había escogido una especie de naufragio voluntario, encerrándose en el aislamiento de cuatro paredes, su única compañía las sombras de su pasado y el veneno que ya había comenzado a corroer su cuerpo mucho antes de que llegara el final.

El hotel se llamaba Le Rose, pero no había nada de romántico en él, ni siquiera en sus días de verano, cuando Rimini se convertía en un hervidero de turistas y vida nocturna. En febrero, era un cascarón vacío, esperando la primavera, igual que Marco parecía esperar algo que nunca llegaría. Llegó el 9 de febrero, solo, con una pequeña mochila y una bolsa de medicamentos. La recepcionista lo describió como cortés, incluso amable, pero distante, como si cada palabra le costara un esfuerzo monumental. Pagó por adelantado y subió a la habitación 5D, un pequeño espacio que se convertiría en su último refugio.

Pantani bajó las persianas, cerró las cortinas y subió la calefacción. No quería que entrara la luz, ni el frío, ni el mundo exterior. Quizá era una forma de protegerse, de construir una fortaleza contra un enemigo invisible que lo había perseguido durante años: la presión, el juicio público, los escándalos, la adicción. En la habitación, los muebles comenzaron a apilarse contra la puerta, como si estuviera preparándose para una última batalla, aunque esta vez su oponente no era otro ciclista ni una montaña imposible, sino el vacío dentro de él mismo.

La soledad lo devoraba, y aunque su nombre seguía siendo sinónimo de grandeza, había perdido el norte mucho tiempo atrás. La cocaína había entrado en su vida como un amigo falso, prometiendo consuelo y escape, pero exigiendo a cambio todo lo que tenía.

En los días que siguieron a su llegada al hotel, Marco casi no salió de la habitación. Llamaba a la recepción para que le llevaran comida, aunque apenas la tocaba. Un empleado del restaurante cercano que le entregó una cena lo describió como «agotado, como alguien en crisis, muy delgado y con una mirada vacía». Era un espectro del hombre que una vez había llevado el rosa del Giro y el amarillo del Tour. Incluso en su estado de deterioro, agradeció al empleado y le dio una palmada en la espalda, un gesto que recordaba a su antiguo carisma, ese magnetismo que una vez había cautivado a millones.

El 13 de febrero, Pantani llamó a la recepción para quejarse de ruidos inexistentes. En su mente, el ruido era ensordecedor. Los fantasmas de su pasado, los susurros de quienes lo habían alabado y luego lo habían abandonado, resonaban como un eco constante. Más tarde, se dedicó a desmontar su habitación. La encontraban en un estado de caos: un microondas arrancado de su base, espejos rotos, cajas de medicamentos esparcidas por el suelo, y un tubo de aire acondicionado que parecía haber sido arrancado de la pared. Era una escena que hablaba de desesperación, un último intento de encontrar algún tipo de orden en medio del desorden que era su vida.

Los fans homenajean a Pantani en Cesenatico, en el centro, se puede ver una bufanda del Napoli, el equipo en el que Maradona jugó en Italia (Foto: Cordon Press)
Los fans homenajean a Pantani en Cesenatico, en el centro, se puede ver una bufanda del Napoli, el equipo en el que Maradona jugó en Italia (Foto: Cordon Press)

La tarde del 14 de febrero, todo quedó en silencio. Los empleados del hotel, preocupados por no haber tenido respuesta a sus llamadas, finalmente entraron en la habitación. Tuvieron que empujar los muebles apilados detrás de la puerta. Lo encontraron en el suelo, junto a la cama, como si hubiera caído mientras intentaba levantarse. Su cabeza, famosa por estar siempre afeitada, estaba hinchada y magullada. Había cajas de medicamentos vacías y polvo blanco sobre la mesa de noche. Marco Pantani, el hombre que había conquistado las montañas, estaba muerto.

La causa oficial fue intoxicación aguda por cocaína. No había misterio en eso. Pero, como ocurre con todas las tragedias, las preguntas persistieron. ¿Cómo había llegado hasta ese punto? ¿Cómo alguien que una vez había sido el héroe de Italia, el salvador del ciclismo, había terminado muriendo solo en una habitación de hotel? Las respuestas estaban dispersas en los años anteriores, en las acusaciones de dopaje, en la suspensión que había destrozado su carrera, en la falta de un sistema de apoyo real cuando más lo necesitaba.

El tiempo había pasado como una exhalación, Pantani fue encontrado muerto. Diego quiso tener unas palabras para él: «Todos somos culpables». El encuentro seguía en su memoria: «He sabido la noticia de su muerte y me ha producido una gran tristeza, pues conocí a Marco en Cuba y me ha parecido que todos tenemos la culpa de lo que ha ocurrido, pues cuando Pantani ganaba todos estaban cerca de él. Y murió solo».

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