«Un hombre es como un árbol: en un bosque de sus iguales crecerá tan recto como su naturaleza individual y genérica lo permita; solo en campo abierto cede a las tensiones y torsiones deformantes que lo rodean». Cual tuitero nacido en el siglo equivocado Ambrose Bierce destacó a lo largo de su vida por sus pulidos aforismos, hasta el punto de estar dispuesto a empeñarla para respaldar la veracidad de estos.
De manera que a finales de 1913, cuando ya contaba con setenta y un años, partió de Washington D. C. para cruzar la frontera con México y unirse al ejército de Pancho Villa en calidad de observador. Fue su particular forma de escapar del bosque de sus iguales en busca del campo que efectivamente terminó quebrándolo. No sabemos si pudo morir satisfecho con un «yo ya lo dije» entre los labios porque, simplemente, desapareció y ya no se supo más de él. En realidad, más allá de su ejemplo particular, es una máxima aplicable a muchos aventureros de todas las épocas.
El cine y la literatura nos han enseñado que todo viaje es también interior, así que lanzarse a expandir los límites del mundo conocido ha sido para cada explorador una especie de peregrinación, una prueba espiritual además de física, en la que su voluntad, sus ideales y sus maneras civilizadas se tensan hasta, a veces, quebrar y verse convertidos en cimarrones humanos o directamente acabar destruidos.
De esto trataba The Terror, una serie de AMC de exploradores que estuvo entre las mejores que hemos podido disfrutar. Con la apariencia de Master & Commander y un trasfondo que evoca a El corazón de las tinieblas, vemos a los tripulantes del HMS Erebus y el HMS Terror ir involucionando desde las maneras victorianas hasta un canibalismo para el que ya no hay compañerismo que valga cuando el hambre aprieta.
Atrapados en el hielo en un invierno que dura años, viven amenazados por bestias que les acechan, pero también por otra que va creciendo dentro de ellos, alimentada por la desesperación de quien percibe que ya no es dueño de su destino y por un progresivo envenenamiento de metales pesados en las latas de conservas del que no eran del todo conscientes en aquella época.
De esa manera los elementos fantásticos y de terror de la narración no desentonan en absoluto, al fin y al cabo los espectadores les estamos acompañando en ese descenso a los infiernos y vemos el mundo como ellos estaban viéndolo a medida que enloquecían.
Porque esta historia que nos cuentan es la adaptación de un hecho histórico real, la expedición de Franklin que partió en 1845 con el fin de encontrar una ruta marítima que bordease Norteamérica para llegar a Asia. Para quienes aún no hayan visto la serie o no conozcan aquel suceso no revelaremos cómo terminó —aunque ya intuirán que no del todo bien, al menos para el conjunto de los tripulantes— pero sí que contaremos el resultado de otras exploraciones fallidas.
Aquellas en las que no hubo viaje de vuelta y, en el mejor de los casos, citando la nota de despedida del capitán Robert Falcon Scott en la Antártida: «de haber vivido, hubiera tenido una historia que contar de la osadía, resistencia y coraje de mis compañeros que habría conmovido el corazón de todo inglés. Estas pobres notas y nuestros cuerpos muertos pueden relatarla». Porque en otros ni siquiera quedaron cuerpos que rescatar, ni nota alguna. Solo el misterio de una desaparición que, tal como veremos, ha dado lugar a ciertas fantasías recurrentes.
Hablar de quienes no regresaron para contarlo ni dejaron apenas rastro es complicado por definición. La historia está llena —o estará, intuimos a partir de ciertos indicios— de tales ejemplos en los que la imaginación debe cubrir lo mucho que desconocemos. ¿Qué hacían dos chinos en el Londres del siglo II cuyos esqueletos fueron encontrados recientemente? ¿Y el que fue hallado en un cementerio del sur de Italia también de esa época?
Desde su perspectiva los europeos serían los indígenas de extrañas costumbres; recorrieron miles de kilómetros tal vez tomando nota mentalmente de todo lo que veían, esperando a la vuelta causar asombro describiendo paisajes y paisanajes. Pero la desaparición de cualquier explorador, lejos de depreciarlo y constituir un fracaso, eleva su figura a dimensiones trágicas.
Hay grandeza en las aventuras de quienes se enfrentan a los elementos y estos los arrollan, sufriendo en sus propias carnes aquel eslogan de un antiguo anuncio de calzado deportivo: «A veces la naturaleza más que como una madre se comporta como una suegra».
Uno de los primeros casos de los que al menos conocemos sus nombres es el de los navegantes Ugolino y Vandino Vivaldi, que partieron en 1291 desde Génova acompañados de trescientos marineros, parte de ellos mallorquines. Su objetivo era abrir una ruta comercial con la India bordeando África, una vez que habían caído los últimos reductos cristianos de Oriente Medio.
Lamentablemente, las dos galeras que emplearon no eran adecuadas para una travesía por el océano y ni tan siquiera disponían de brújulas, así que se cree que pudieron llegar a las islas Canarias pero luego nada más se supo. Hay quienes pensaban que llegaron hasta Etiopía, donde fueron capturados por el legendario Preste Juan e incluso siglo y medio después otro navegante genovés afirmó haberse encontrado en el río Gambia a un joven de rasgos europeos que hablaba su dialecto y decía ser descendiente de los supervivientes de aquella expedición.
La idea de que los desaparecidos lograron sobrevivir, integrándose en la población local, es mucho más estimulante para la imaginación que la más prosaica (y probable) de que simplemente perecieron ahogados. No es de extrañar que sea una constante en los relatos sobre los expedicionarios perdidos a lo largo de los siglos.
La misma suerte corrieron otros dos hermanos navegantes, esta vez portugueses. Gaspar y Miguel Corte-Real partieron en 1501 hacia la isla de Terranova, que según sostenían algunos por entonces habría descubierto su padre más de dos décadas antes. En el camino encontraron Groenlandia y desembarcaron en Labrador, hasta que Miguel regresó con dos carabelas a Portugal y Gaspar prometió seguirle con la otra poco después.
En vista de que no aparecía, Miguel partió de nuevo en 1502 en su busca y tampoco volvió a saberse más de él… hasta que en 1918 un profesor universitario llamado Edmund B. Delabarre afirmó que en los dibujos grabados en la roca de Dighton de Massachusetts, podía leerse una inscripción en latín datada en 1511, decía «Miguel Corte-Real, por la voluntad de Dios, líder de los indios». De nuevo un viajero desaparecido lograría prosperar entre habitantes autóctonos.
Pocos años después, en 1525, el español Francisco de Hoces zarpó como parte de una expedición que pretendía llegar a las islas Molucas, en la que estaba también el primer hombre que había conseguido dar la vuelta al mundo, Juan Sebastián Elcano. Una tormenta impidió a la carabela que capitaneaba, llamada San Lesmes, pasar por el estrecho de Magallanes y en su lugar fue el primero en navegar el mar de Hoces, bautizada así en su honor (aunque los anglosajones lo denominen paso de Drake).
Pero lo interesante es que tras reencontrarse con el resto de la expedición volvió a perderse, esta vez para siempre. Un momento, ¿para siempre? A comienzos del siglo siguiente Pedro Ferńandez de Quirós partió desde Perú en busca de la Terra Australis Ignota, una travesía por el Pacífico que le llevó a recalar en el archipiélago Tuamotu, donde tal como relató en un memorial al rey:
La gente de aquellas tierras es mucha, sus colores son blancos, loros, mulatos, y indios, y mezclas de unos y de otros: los cabellos de los unos son negros, crecidos, y sueltos: de los otros son frisados y crespos, y de otros bien rubios y delgados, cuyas diferencias son indicios de grandes comercios y concursos.
Pues bien, puede que esos comercios y concursos incluyeran a la tripulación del San Lesmes (vasca y gallega, principalmente), dado que en una de esas islas fueron hallados ya en el siglo XX cuatro cañones que se identificaron como originarios de aquella embarcación. Pero la cosa no acaba ahí, porque de acuerdo al historiador Robert Langdon, de la Universidad de Camberra, la San Lesmes continuaría su viaje hasta llegar a Nueva Zelanda, donde se instalaría a vivir con la población local.
Tal hipótesis permitiría explicar algunas similitudes entre palabras gallegas y maoríes, la adoración al dios Oro a diferencia de otras tribus vecinas (se ve que de tanto ser preguntados por él, los autóctonos debieron pensar que el tal Oro debía ser muy importante) y, muy especialmente, que allí se construyan hórreos, una edificación típicamente gallega para guardar alimentos, sostenida sobre pilares con el fin de evitar que entren las ratas. Desde luego el planteamiento es fascinante… ¿No podría ser aquella carabela perdida capitaneada por Francisco de Hoces un magnífico argumento para una película o serie?
Como los estadounidenses no desaprovechan la ocasión de recrear cualquier episodio histórico ocurrido en su territorio, sobre lo que sí hay una adaptación a la pantalla es en torno a la colonia Roanoke, titulada precisamente La colonia perdida, así como una temporada de American Horror Story.
La reina Isabel I quiso establecer un asentamiento inglés en Norteamérica y, tras un primer intento frustrado, en 1587 una expedición de ciento quince personas desembarcó en lo que hoy es Carolina del Norte, concretamente en la isla Roanoke. Poco después nació allí el primer americano de origen inglés, Virginia Dare. La relación con los nativos tuvo fricciones desde el primer momento, lo que unido a la falta de recursos motivó al comandante de la expedición, John White, a partir de regreso a Inglaterra dejando atrás a todos ellos incluyendo a su nieta recién nacida, con el fin de poder traer nuevos suministros lo más pronto posible.
Entonces apareció en escena nuestra Grande y Felicísima Armada dando al traste con sus planes, de manera que la guerra contra España dejó atrapado a White en Londres hasta que, ya en 1590, pudo echarse al mar de nuevo.
Curiosamente, llegó al asentamiento el día que su nieta Virginia hubiera cumplido tres años, pero no tuvo ocasión de felicitarla: no había nadie esperándole. El poblado estaba completamente abandonado, sin más indicios de lo que pudo pasar que la palabra «croatoan» tallada en un poste, lo que llevó a White a pensar que se habían trasladado a la isla así llamada. Por desgracia el mal estado del mar impidió navegar allá para comprobarlo y ya no se supo nada más de aquel asentamiento.
Naturalmente, a estas alturas no nos sorprenderá que desde entonces se especulase con la posibilidad de que sus miembros se integrasen en tribus nativas, voluntariamente o como esclavos. De hecho, mucho tiempo después indios croatan con ciertos rasgos europeos y algunas expresiones anglosajonas en su lengua afirmaban tener antepasados blancos que «podían hablar mediante un libro». También hay diversas leyendas urbanas bastante dudosas que, a la manera de «Rosebund» en Ciudadano Kane, ponen el término «croatoan» en los labios de ilustres personalidades antes de expirar, desde Edgar Allan Poe hasta el mencionado Ambrose Bierce.
No muy lejos de allí, ni en el tiempo ni en el espacio, podemos encontrar a Henry Hudson, quien a comienzos del siglo XVII intentó encontrar una ruta hacia Asia no bordeando África sino, de forma mucho más audaz, Rusia. El intento fue desechado rápidamente en cuanto comprobó la cantidad de hielo que tenían enfrente, en una época en la que los barcos no disponían de la tecnología de los rompehielos posteriores, así que convenció a su tripulación para ir hacia el oeste.
Eso les permitió llegar hasta el río Hudson, así llamado en su honor, donde fueron atacados por indios muy cerca de lo que hoy día es Nueva York. Tras regresar a Europa inició una segunda expedición en busca de una ruta sobre Norteamérica hacia el Pacífico, siendo así un precursor en más de dos siglos de la expedición de Franklin.
Pero, al igual que él, vio cómo su embarcación quedaba atrapada en el hielo en invierno en la bahía Hudson y, sobre todo, cómo sus hombres cedieron a aquellas tensiones y torsiones deformantes a las que son sometidos más allá del mundo civilizado. En este caso también hubo una insurrección y un enfrentamiento entre dos bandos, que culminó con nuestro explorador abandonado en una barca junto a sus leales y algunas provisiones. Nada más se supo de ellos.
Como ya hemos visto, hasta ahora Australia y el Pacífico han sido escenario de destinos trágicos y es algo que también se cumple con George Bass, Jean-Francois de Galaup Lapérouse y Ludwig Leichhardt. El primero fue un cirujano, naturalista y explorador inglés que tuvo ocasión de ser el primero en circunnavegar la isla de Tasmania, descubrió el wombat, un animalito peludo casi tan simpático como el quokka, y finalmente desapareció en 1803 con solo treinta y dos años cerca de las costas de Chile, según algunos detenido por las autoridades españolas y empleado como esclavo en una mina de plata.
El segundo, francés, en una gran expedición encargada por Luis XVI recorrió las costas de América, Rusia, Japón, Corea y Filipinas con doscientos veinticinco hombres en dos fragatas hasta que se perdió su pista tras salir del puerto de lo que más adelante sería Sidney. Lo fascinante del asunto es que cuarenta años después un barco comercial recaló en la isla de Vanikoro, donde vieron que la población local tenía objetos provenientes de aquella expedición y al ser preguntados les dijeron que tiempo atrás dos barcos naufragaron frente a sus costas, los tripulantes estuvieron viviendo con ellos durante un tiempo y finalmente construyeron otra embarcación y partieron en ella.
El tercero de los citados, Ludwig Leichhardt, era alemán y se propuso en 1848 atravesar el desierto interior australiano desde el este hasta el oeste. Pese a su veteranía y la abundancia de recursos que acompañaron a esta caravana de siete hombres y una veintena de burros, su rastro simplemente se desvaneció, aunque no faltaron rumores de que en realidad Leichhardt logró vivir hasta la vejez al margen de la civilización, tal vez acompañado de aborígenes.
Por último, recordaremos a alguien cuyas peripecias fueron recreadas en una hermosa película de aventuras de 2016 que gustará a todos aquellos que apreciaron The Terror, se trata de Z, la ciudad perdida. En la vida de Percy Fawcett no es sencillo distinguir la realidad de la leyenda, pues el acicate que le impulsó a llegar donde ningún occidental lo había hecho antes fue precisamente un mito, El Dorado, una supuesta ciudad perdida a la que él llamaba Z.
Además mantuvo amistad con grandes escritores en cuya obra influyó, como Conan Doyle y Rider Haggard e incluso él mismo era un tanto dado a fabular en ocasiones, como cuando afirmó que había cazado una anaconda de diecinueve metros. Se dice que inspiró el personaje de Indiana Jones, pues a comienzos del siglo XX llegó a ser una figura extraordinariamente popular del que se cantaban canciones y era objeto de adoración por la prensa, que llegó a definir su desaparición como «El mayor misterio de la exploración del siglo».
Sus incursiones en el Amazonas comenzaron en 1906 y se repitieron en años siguientes hasta que en 1925, acompañado de su hijo, realizó la última. ¿Acaso murieron en el intento? Como a estas alturas resultará previsible, una de las explicaciones favoritas del público fue que Fawcett perdió la memoria y pasó el resto de sus días junto a una tribu de caníbales. En torno a un centenar de personas posteriormente fallecieron o desaparecieron en expediciones de rescate, pese a que él había pedido explícitamente que nadie acudiera en su busca si no regresaba.
Dio igual. El peso de la leyenda era demasiado grande, tal vez muchos de ellos no desearan tanto encontrarle a él sino a Z, o a ambos, al fin y al cabo la idea de que ni aquella existiera ni él siguiera con vida resulta intolerablemente vulgar para la imaginación. Se ve que nuestras mentes no están hechas para aceptar la realidad: eso es lo que nos impulsa y lo que nos pierde.