Algunos lo llamaron el maratón más salvaje del mundo. Le han puesto títulos como Veneno de ratas y brandy. En el horizonte tenemos una próxima novela gráfica y más de uno se hace cruces mirando hacia el pasado. Hasta hilos en Reddit donde la gente apenas puede creerse que todavía no se haya hecho una película de este evento lejano y a la vez cómicamente real.
Dudo que una película superase la bizarría de un maratón olímpico en el que varios participantes estuvieron a punto de morir, que encarnó el espíritu de feria de barraca de aquellos Juegos y que sigue despertando ese interés por el que usted sigue leyendo ahora y aquí.
En 1904, entidades como el Comité Olímpico Internacional o la World Athletics apenas eran embriones de las poderosas maquinarias actuales. Y la responsabilidad de que esos Juegos Olímpicos salgan bien recae sobre los hombros de un par de señores con bigote y sombrero de copa, que habían recibido la antorcha divina en alguna reunión de la alta sociedad en Londres o París.
Y entre copa y copa de brandy ―verán que hay ciertos elementos recurrentes― firmaban el visto bueno a la organización de este naciente evento global que, recordemos, apenas tenía diez años de vida desde su restauración en Atenas 1896.
A toro pasado, vistas las costuras a la organización resultante, toda esta provisionalidad se hizo muy notoria. Mucho. Para empezar, los Juegos ni siquiera debían celebrarse en San Luis, Misuri. Chicago, la pujante ciudad del lago Michigan, había conseguido imponerse en el proceso de selección. Pero los organizadores de la Exposición Universal de San Luis, la Louisiana Purchase Exposition, se negaron a que hubiese otro evento de calado mundial durante los nueve meses que duraba aquel sarao.
El bicho se había retrasado un año para hacerlo coincidir con el centenario de la compra a los franceses del estado de Luisiana (que suponía casi un tercio de los actuales Estados Unidos).
Todo hacía aguas. Los ricachones de la Frontera Oeste amenazaron al Comité Olímpico con organizar sus propias pruebas atléticas. Y pocas naciones decidieron atreverse a enviar por barco a sus deportistas hasta los Estados Unidos por la guerra abierta entre Rusia y el imperio japonés.
Dejemos claro que la participación tampoco era muy universal durante los primeros dos o tres Juegos. En San Luis, griegos, sudafricanos y franceses, avispados ciudadanos emigrados a Estados Unidos, compiten bajo las banderas de sus países de origen. Mientras el mundo se reorganiza huyendo de la miseria, el deporte es una salida más para conseguir unos dólares.
En aquel barrizal, un dúo imparable formado por James E. Sullivan y William McGee logró convencer al barón Pierre de Coubertin, que vivía tan ufano tras la creación de su franquicia olímpica mundial, y se llevaron el lote completo: se celebraría en la capital del medio oeste una Exposición Universal, los Juegos Olímpicos y hasta unas Jornadas Antropológicas sobre las que hablaremos de inmediato.
Pero, ¿quiénes eran estos dos prendas? James E. Sullivan era un antiguo atleta a quien habían encomendado liderar el departamento de Actividades Físicas de la Exposición Universal. Supremacista blanco acérrimo en una década colonialista, no encontró mejor aliado que la figura de William McGee, por entonces el director del Bureau of American Ethnology. Dicho sin mucho adorno, el bureau era una división del Smithsonian Institute y que en aquella época hacía antropología a la antigua: primero registrar y datar nativos, después exterminarlos o encerrarlos en reservas.
Así que los Juegos desembocaron como un afluente más a una feria, a celebrar entre abril y diciembre de 1904, que mezcló la exhibición de las más modernas innovaciones técnicas con la tradicional y gigantesca feria agrícola de San Luis, y la muestra del zoo humano más diverso del colonialismo.
En aquel marco de barracas y chiringuitos de todo tamaño se iban a celebrar los terceros Juegos de la Era Moderna. No tenía nada que ver con la plácida estampa de Meet me in Saint Louis, el musical donde Judy Garland llegaba con su familia a una bucólica escena pastoril de la hermandad universal.
Más bien, aquella World Fair sería un marasmo de grúas, tiendas de campaña, carpas de circo, calor y desorden. Indígenas y esclavos exhibidos bailando y corriendo para la constatación de la supremacía de la civilización blanca, lo mismo que se mostraron ascensores de última generación, o los primeros vehículos a motor.
Con estas, sobre las seis de la tarde del sábado 3 de septiembre, arropado por ese tornado de atracciones, humo, polvo y fanfarria, un corredor estadounidense entra destacado en el Francis Field de San Luis ―una modesta instalación comparado con estadios como White City.
Se trata de Fred Lorz, maratoniano del Mohawk Club de Nueva York. Decenas de miles de espectadores que se cuecen bajo el calor del verano de Misuri aplauden con fervor. Lorz, que al año siguiente vencería el clásico maratón de Boston, es recibido como un héroe porque se acaba de convertir en el moderno Filípides, el heredero de Spiridon Louis y Michel Theato: es el campeón olímpico de maratón.
Cuando la hija del mismísimo presidente Roosevelt le va a entregar la copa, Lorz es amonestado por el público y jueces airados. Quién podía imaginar que había recorrido en coche buena parte de la carrera. Así que Lorz es descalificado de inmediato, mientras todos los ojos vuelven la mirada a la pista de ceniza, a la espera de que el segundo corredor llegue a meta, este sí, como sea.
Quien viene segundo es un británico de nacimiento pero nacionalizado estadounidense, Thomas Hicks, que compite para el YMCA de Cambridgeport. El evento clave del drama griego necesitaba un digno vencedor. Y lo necesitaba vivo.
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Que Hicks llegue a meta sea como sea no es una licencia literaria. En este caso quiere decir que viene luchando contra el calor y las alucinaciones. Su equipo de apoyo, subido en un vehículo, lo mantiene con vida a base de mojarle con una esponja húmeda, de dosis de estricnina y, en efecto, a base de chupitos de brandy.
Tres horas y media antes, una treintena de atletas formaban sobre la tierra apisonada de la pista del estadio, dispuestos a afrontar la más larga de las distancias atléticas oficiales. Sobre ellos, un sol de justicia. El hueco asignado en el horario ronda las dos de la tarde, sin duda una excelente idea que empezaba a alejarse de lo ideal en el pujante atletismo de ruta.
Después de los experimentos de Atenas 1896 corridos desde la llanura de Maratón hasta el estadio Panathinaiko, y el establecimiento de una distancia de cuarenta kilómetros aproximados, un pelotón internacional enfebrecido había evolucionado con profesionalidad y dedicación inusitadas. Ya se celebraban maratones en cada gran ciudad occidental.
En 1904 se estaba volando en los dos maratones más famosos establecidos, con victorias de legendarios corredores como Len Hurst y Jack Caffery bajando de la barrera psicológica de las 2h30 en París y Boston, respectivamente. Las obsoletas marcas del primer evento ateniense, cercanas a las tres horas, eran batidas una y otra vez sobre las modernas avenidas y carreteras de la urbe contemporánea.
Como sospecharán, en San Luis las cosas serían diferentes por varias razones. El recorrido, sin asfaltar en grandes tramos y sin cuidar en exceso, era una demencial montaña rusa de subidas encadenadas. Charles J.P. Lucas, cronista de la prueba, se tiraba de los pelos al ver cómo habían esparcido grava gruesa que dificultaba todavía más el avance de los sportsmen.
La categoría del pelotón reunido era decente pero estaba reducida a una confrontación entre estadounidenses y británicos, amén de un francés que vivía sin papeles en Chicago, y un florido contingente de corredores de origen griego, tres de cuyos componentes llegaron a meta en posiciones retrasadas.
Junto a ellos, existía alguna excepción dramática y romántica: dos soldados sudafricanos de etnia zulú, Len Taunyane y Jan Mashiani, que estaban en la feria como testimonio colonial de la Guerra de los Boers, y fueron amablemente convencidos para correr cuarenta kilómetros y que terminaron perseguidos por perros, o la del cartero cubano Félix Carvajal, un ser de fortuna que recaudó un dinero para poder participar en un par de Juegos y cuyas epopeyas cruzando desde la isla hasta Estados Unidos y Europa son ya parte de la mitología deportiva.
Por encima de todos los factores antes citados, el maratón se celebró bajo un calor de mil demonios, con unos sureños 40 grados y un 90% de humedad.
Insistamos en que los Juegos de 1904 distaban mucho de la estricta profesionalización de los posteriores eventos de Londres o Estocolmo. El atletismo que se celebraba en el estadio todavía se atenía a las reglas controladas por los experimentados jueces pero, sacar a la banda maratoniana a correr mundo, ay, el comité organizador.
¿Qué decir de los avituallamientos? Se cuenta que el equipo de científicos del comité, con Sullivan al mando, aprovechó para estudiar los efectos de la deshidratación. Así que redujo adrede las posibilidades de ingesta de líquido. Únicamente existía un avituallamiento y otro pozo extra con agua potable, a casi mitad de camino, que suministraba consuelo a los atletas. Éstos, con el poco sentido común que da la deshidratación, se jugaron la intoxicación intestinal y en su mayoría todos tuvieron que arrojarse de cabeza al ingenio o a sus equipos médicos.
Tras los primeros compases dentro del estadio, el exiguo pelotón se dirigió por Manchester Road hacia el municipio de Clayton. Comenzaba un recorrido circular con el tráfico abierto, dado que existía cierta aprensión a que se pudiera sabotear el acceso del público al enorme parque de la Exposición.
La organización permitía a cada corredor llevar su propio equipo de apoyo en un coche. La profusión de motores y las carreteras y caminos infames provocaron, según los periodistas desplazados, que la polvareda sepultase a los maratonianos en una nube asesina que los tenía tosiendo y escupiendo en las soleadas cunetas.
Pasada la media maratón el panorama era preocupante: el corredor californiano William García yacía tumbado en un lado del camino. Se retorcía, debido a una hemorragia interna causada en su estómago por la inhalación de aquella polvareda, rondando las lindes de la muerte. Fue llevado a un hospital y salvado in extremis del dudoso honor de ser el primer muerto en el maratón moderno y homenajear a Filípides al pie de la letra.
¿Era un exceso someter a aquel estrambótico y original pelotón a una carrera hacia la muerte? Depende a quién preguntes. Recordemos que la distancia del maratón no se sabía aún si era una especialidad del atletismo o el homenaje al mensajero del año 490 aC que palmó al llegar a Atenas.
Seguro que Coubertin, que amablemente se dio mus y no asistió a sus Juegos, no pensó que unos antropólogos salvajes aprovecharían el maratón para conducir un test científico sobre la resistencia de unas razas sobre otras. Y que, encima, usarían a los mejores atletas como carne de picar.
Mientras tanto, en el lejano Misuri, los organizadores llevaban semanas exhibiendo razas de medio mundo bajo el periscopio del estudio de las civilizaciones. Como punto culminante del programa, los días 12 y 13 de agosto pusieron a sus esclavos y salvajes presos a correr, saltar y lanzar. Fueron los bochornosos Días Antropológicos de los Juegos de 1904.
Patagónicos gigantes, cocopa mexicanos, ainu japoneses, pigmeos, nativos americanos y demás víctimas de occidente fueron conejos de indias, tratados en prensa y literatura literalmente como salvajes, cronometrados y medidos sobre las pruebas del breve programa olímpico. Muchos se negaron a tomarse en serio deportes occidentales para los que no habían sido entrenados ―tampoco se les preguntó mucho sobre si deseaban formar parte de aquella infamia―.
De un contingente de mil indígenas filipinos que fue embarcado hacia la metrópoli tras la independencia del país, unos setecientos murieron por el camino y en Misuri al ser almacenados como bestias. Del tono del experimento atlético poca sorpresa podía caber, amén de conclusiones que desmontaban la mítica resistencia y fuerza de los salvajes que aquellos antropólogos habían deseado.
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De regreso por Ballas Road hacia el área del ferial, bajo un sol implacable, Tom Hicks, deshidratado, pedía agua a su equipo. Éste, por el miedo a que la ingesta de agua corriente contaminase el estómago e intestinos del maratoniano, tenía un remedio alternativo: humedecían ligeramente al corredor con esponjas templadas, y le daban pequeñas dosis de sulfato de estricnina con claras de huevo y, exacto, el polivalente coñá.
Sobre el kilómetro veinticinco, Hicks empezó a mostrar evidentes signos de alucinación y colapso. A seis kilómetros de meta el pobre quería tumbarse a descansar, tras lo cual su estructura de apoyo, liderada por el entrenador McGrath, del Charlesbank Gymnasium de Boston, le convenció para que al menos siguiese caminando.
En ese preciso momento Lorz adelantó a Hicks. Nadie sabía nada aún sobre el método de desplazamiento que aquel había usado tras, aparentemente, retirarse y hacer autostop hasta el estadio. A estas alturas de la tarde, el cubano Carvajal estaba tirado en el suelo preso de terribles dolores de estómago. La necesidad de alimentarse le había llevado a robar fruta de los árboles cercanos y del coche del equipo de Hicks, que elegantemente había mandado a freír espárragos al cubano.
El estado de su organismo también tendría algo que ver: Félix Carvajal había salido a correr 40 kilómetros sin haber comido nada durante el día y pico anteriores y la crónica le dibuja dormido conciliando el sueño tras mortales retortijones. Nada de extrañar porque se tiró el mes de agosto recaudando fondos, viajando a pie por Florida y Texas y jugándose los cuartos en partidas de cartas por el camino hasta San Luis. Para que vean lo que son los organismos, pasado un rato, el cartero de San Esteban de los Baños arrancó y terminó cuarto en la meta del Francis Field.
No tuvo la misma suerte el resto del contingente, que quedó varado tras una auténtica carnicería. John Lorden, irlandés afincado en Estados Unidos, uno de los grandes favoritos tras subir al podio en los maratones de Boston de 1902 y 1903, había sufrido vómitos ya durante el primer kilómetro y nunca pudo pasar a las primeras posiciones hasta su abandono.
El también norteamericano Edward Carr se retiró mediada la carrera preso de dolencias varias. Robert Fowler y Samuel Mellor, otros dos favoritos locales que presentaban experiencia en los grandes maratones norteamericanos, también abandonaron dominados por los calambres y, de nuevo, los vómitos.
Se vomitaba bastante. Bueno; eran otros tiempos. Hasta el British Medical Journal había pedido un poco de moderación en las décadas anteriores en el uso de drogas variadas en los deportes de resistencia.
Habitualmente se consumían sustancias como la hoja de coca, y se consideraba normal administrar los estimulantes o llamados tónicos contra el cansancio: inyecciones de estricnina, tinturas con cocaína o los habituales traguitos de alcohol.
Es lógico que un corredor más o menos profesional recurriera a cualquier cosa, delirando o superando convulsiones. Hicks, llegado a la meta y repuesto el orden del podio tras la zapatiesta del vencedor que se subió en un coche, simplemente no pudo subir a que los Roosevelt le entregasen la copa.
En las fotografías del maratón de los imposibles se ve a Tom Hicks con la mirada perdida, hueca, clínicamente muerto en vida, sentado en un coche con su equipo. McGrath y Lucas, los componentes de ese equipo de apoyo, le habían llevado en brazos desde la meta, mientras el corredor seguía moviendo las piernas en el aire, como un autómata extraviado. Las pruebas médicas demostraron que había perdido cuatro kilos de su peso inicial.
Su color era de un pálido tono ceniza y apenas articulaba palabras coherentes. El mismo Lucas escribiría en su crónica que Hicks no era el maratoniano más veloz ni el gran favorito, pero que sí contó con un entorno médico que pudo guiarle hacia la victoria.
Lorz, Fowler y muchos otros siguieron compitiendo en los grandes maratones durante todo un nuevo ciclo olímpico. La generación de locos que se unificó para correr en un circuito profesional de maratones alrededor de la epopeya de Londres 1908, y que bien podría ser la responsable de que hoy el maratón sea un movimiento popular monstruoso, contó con varios de aquellos pobres miserables maltratados por los caminos de Misuri.
Hasta Carvajal, que había tardado unos meses en regresar de San Luis a Cuba, compitiendo en carreras con el Missouri Athletic Club, reaparece entre los participantes de carreras en velódromos, de ciudad a ciudad, en hipódromos o en cualquier sitio donde un promotor asegurase una buena bolsa con cientos de dólares.
Los nombres habituales de las ciudades vinculadas para siempre al maratón ya están ahí: Nueva York, París, Boston o Londres. Solo han pasado ciento veinte años así que, por lo menos, mantengamos cierta vigilancia a quién damos la organización de nuestras carreras.