A nadie le pasaría desapercibido que alguien paseara por la calle con una camiseta del Real Madrid y unos pantalones del Barça. Coleccionaría miradas incrédulas, como también lo haría quien osara vestir, a la vez, una prenda de los Lakers y otra de los Celtics, un maillot de Anquetil y una gorra de Poulidor o una chaqueta de Arnold Palmer sobre un polo de Jack Nicklaus.
Sin embargo, nadie alterará el gesto si se cruza con alguien vestido con un chándal con las tres franjas de Adidas y unas zapatillas con la sinuosa banda de Puma. Pero esa combinación no debería pasar inadvertida. Porque la rivalidad más grande de la historia del deporte no la protagonizan dos atletas, ni dos equipos, ni siquiera dos naciones. Sino dos hijos de un zapatero de Herzogenaurach.
En Herzogenaurach, un pequeño pueblo de la Franconia bávara dividido por el río Aurach, residía, a finales del siglo XIX, Christoph Dassler. A su pesar, trabajaba como obrero en una cercana fábrica de zapatos. Había sido el último de una larga estirpe dedicada al textil, pero la industrialización convirtió en inservible su talento como tejedor.
Condenado a ser aprendiz de nuevo, Christoph Dassler cosía calzado. Mientras, su mujer Pauline lavaba la ropa de los vecinos en su propia casa. El matrimonio tenía cuatro hijos: Fritz, Rudolf, Adolf y Marie, nacidos en el cambio de siglo, que ayudaban a su madre en la lavandería.
La vida de los Dassler, sin embargo, aún tenía que dar muchos tumbos. La explosión inesperada de la Gran Guerra convocó a los dos hijos mayores a filas ya en 1914: Fritz y Rudolf se fueron al frente belga, con la esperanza de vivir una guerra corta. Pero la guerra duró lo suficiente como para que Adolf, el menor, se les uniera al cumplir los diecisiete años.
Por suerte para los Dassler, en 1918 los tres hermanos regresaron a casa. Pero ya nada sería igual desde entonces, ni en Alemania ni en la familia. La posguerra sumió a Herzogenaurach en una crisis que acabó obligando a Pauline a cerrar su lavandería casera. Y allí, en el cobertizo donde su madre y su hermana limpiaban ropa, Adolf montó un taller de zapatería, empleando piezas y herramientas que recuperaba de los campos de batalla.
En el taller contó con el apoyo de su padre y de sus habilidades recién adquiridas. Y aunque el negocio lo hacía vendiendo zapatos resistentes a sus vecinos, su ilusión era crear calzado para practicar deporte, su gran pasión desde niño y fuente de su rivalidad con su hermano mayor, Rudi. Para ello, Adi contaba con la ayuda de su amigo de infancia Fritz Zehlein, el hijo del herrero del pueblo, que le proporcionaba los clavos que usó para crear unas zapatillas que permitieran correr al aire libre.
Al cabo de un tiempo, a Adolf se le unió Rudolf. Antes de la guerra, había trabajado con su padre en la fábrica de zapatos, pero al volver del frente trabajó primero para una empresa de porcelana y después para una de curtidos. Su llegada iba a suponer el punto de inflexión para la zapatería: nacía la Gebrüder Dassler Schuhfabrik, la fábrica de zapatos de los hermanos Dassler.
A pesar de sus diferencias de carácter, o quizá gracias a ellas, se entendieron rápidamente e hicieron crecer el negocio. Adi era el artista introvertido, el creativo, y podía pasar horas en el taller diseñando nuevo calzado. Käthe, su mujer, decía de él años después que «hacer zapatos era su hobby, no su trabajo, y lo hacía muy científicamente».
Rudi era el charlatán, el hombre de negocios, el relaciones públicas con gran olfato comercial que sabía vender todo lo que producía su hermano. Y la misma industrialización que había acabado con la tradición textil de la familia, también trajo consigo la irrupción del deporte como fenómeno de masas.
El deporte dejó de ser una distracción burguesa para convertirse en una vía de escape para la clase obrera ante unas condiciones de trabajo penosas que alteraban los equilibrios sociales de la época. Por todas partes en Alemania nacían nuevos clubes, y los hermanos Dassler no perdieron la oportunidad de conseguir más clientes cada día. En 1926 el taller se había quedado pequeño y tuvieron que mudarse al otro lado del río.
Pese a la placidez de su existencia, la vida en la Alemania de principios de los años treinta era turbulenta. Sin embargo, la llegada de los nazis al poder fue vista por los Dassler como una gran oportunidad de negocio. Intuían que la pasión de los gerifaltes nacionalsocialistas por el deporte comportaría un gran aumento de la demanda, así que no dudaron en aproximarse al partido de Hitler, apenas unas semanas después de su victoria en 1933.
Su catálogo, cada vez más amplio, daba fe del vínculo entre los Dassler y el nazismo: en él se podían encontrar botas de fútbol Kampf o Blitz. Su apuesta dio resultado, y las ventas se multiplicaron al calor del régimen. Su crecimiento fue tan rápido que tuvieron que trasladar las fábricas a locales cada vez más grandes para dar abasto con los pedidos.
Nazismo y negocios colisionaron frontalmente por primera vez en 1936. La inexplicable celebración de los Juegos Olímpicos en la Alemania nazi llevó hasta Berlín a los mejores atletas de la época. Era el mejor escaparate para el calzado de los hermanos Dassler y una ocasión que Adi no estaba dispuesto a dejar escapar. Había oído noticias de un fabuloso velocista negro llegado desde Ohio, un tal Jesse Owens, al que se empeñó en conocer.
Con la ayuda de su viejo amigo Josef Waiter, entrenador del equipo alemán de atletismo, consiguió colarse en una Villa Olímpica aparentemente inaccesible para intentar seducir a Owens con sus zapatillas de clavos hechas a medida.
Con esas zapatillas, Owens escribió una de las páginas más célebres de la historia del deporte, humillando a Hitler y sus teorías de superioridad racial en su propia casa. Un episodio que convirtió a las zapatillas de los Dassler, con sus dos características tiras de cuero, en una leyenda y a Owens en su principal valedor. Y, sin saberlo entonces, la osadía de Adi salvó su fábrica: cuando los aliados que tomaron el pueblo en 1945 se enteraron de que de ahí habían salido las zapatillas que calzó, decidieron dejarla en pie.
Con el crecimiento de la empresa creció también la tensión entre los hermanos. Su convivencia era ya una olla a presión. Mientras uno quería vender más y más deprisa, el otro quería dedicar todavía más atención a sus zapatillas. La vida familiar en La Villa, la mansión que compartían, tampoco era apacible y los conflictos personales y laborales se entremezclaban en un cóctel cada vez más inestable.
Rudolf se negó a dar trabajo a los hijos de su hermana Marie, que había hecho más migas con Käthe, la esposa de Adi, que con Friedl, su mujer. Fritz, por su parte, tomó partido por Rudolf, furioso con Adolf porque se interpuso en el despido de una trabajadora de su fábrica de pantalones.
En los mentideros del pueblo se especulaba sobre los motivos reales del distanciamiento entre los hermanos: que si Rudolf, reconocido donjuán, era el padre de los hijos de Adolf, que si los dos reclamaban haber inventado los tacos extraíbles, que si las mujeres de ambos se odiaban… Sin embargo, como admitiría años después Ernst Dittrich, el archivero local de Herzogenaurach, las verdaderas razones nunca podrán conocerse con certeza.
La Segunda Guerra Mundial paralizó el crecimiento de la empresa, y ambos hermanos, veteranos de la Primera Guerra Mundial, fueron de nuevo llamados a filas. Pero mientras que a Rudolf se le obligó a quedarse en el ejército como soldado a pesar de tener más de cuarenta años, a los tres meses Adolf fue destinado a su fábrica para proveer de calzado a las tropas.
Fue la última grieta antes de la ruptura definitiva de una relación ya deteriorada. Durante un bombardeo aliado en 1943, Adolf y su familia corrieron a protegerse en un refugio antiaéreo. La familia de Rudolf ya estaba allí cuando llegaron. El grito de Adolf al entrar —«Estos sucios bastardos ya vuelven a estar aquí»— no dejaba claro quiénes eran sus destinatarios: ¿los aliados o la familia de su hermano? Rudolf, dolido por el distinto trato que les dispensaron, no dudó de a quién se refería y su relación jamás se recuperó desde entonces.
Rudi estaba dispuesto incluso a cerrar la fábrica a cambio de ver a su hermano en el frente, y se lo confesó por carta: «No dudaré en pedir el cierre (…) y que, como deportista de élite que eres, tengas que llevar un arma». En plena era de la guerra total, Rudolf casi consiguió su propósito: suspendida la actividad deportiva en el país, no había a quién vender zapatillas, y la maquinaria de la Gebrüder Dassler pasó a fabricar piezas para los Panzer.
Rudolf quiso aprovechar la ocasión y, estando de permiso, pretendió saquear su propio almacén de cuero para hacer zapatillas, pero se dio cuenta de que su hermano se le había adelantado. Tiró de varios hilos y Adi fue llamado a capítulo por los jerarcas nazis de la región. Él, mientras, tuvo que volver a Polonia, pero ante la inminente llegada de los soviéticos a su posición y el previsible final de la guerra, volvió a Herzogenaurach, donde consiguió un certificado médico falso para justificar su huida.
Su llegada coincidió con la muerte de Cristoph, el patriarca de los Dassler, que unió a la familia por última vez. De vuelta del funeral y en la puerta de la casa familiar, Rudolf fue arrestado por la Gestapo acusado de deserción. Y, después de la liberación, también por los americanos gracias a una denuncia anónima, mientras que Adi revivía la empresa vendiendo botas a los soldados estadounidenses instalados en la cercana Núremberg.
Todas las miradas de la facción de Rudi apuntaban a su hermano y a su cuñada, y a una conspiración para apartarle de la dirección de su fábrica. Las pesquisas de los estadounidenses, sin embargo, revelaron el compromiso sincero de Rudolf con el Reich, pero tuvieron que dejarle libre un año después ante la incapacidad de examinar con detalle los casos de todos los prisioneros de guerra.
Adolf, por su parte, también fue sometido a un comité de desnazificación, y se arriesgaba a ser inhabilitado y a perder la fábrica. Intercedieron por él desde el antiguo alcalde hasta sus propios trabajadores, pasando por un proveedor judío. Incluso un miembro del Partido Comunista declaró que «el deporte era la única política que contaba para él.
No entendía nada de la política de los políticos». Su hermano Rudolf, en cambio, testificó que la reconversión de la fábrica de zapatillas en una de armamento fue idea de Adolf —y que él se hubiera opuesto a ello de haberlo sabido— y le acusaba de adoctrinar a sus trabajadores. Las mentiras evidentes de Rudi acabaron rebajando la pena de Adi, considerado solo participante, por lo que pudo mantener el control de la Gebrüder Dassler. Ambos se libraron de sus causas pendientes, pero fueron condenados a ser enemigos hasta el fin de sus días.
El retorno de Rudolf, una vez libre, al hogar familiar que todavía compartían los dos matrimonios empeoró la situación, tanto que Adolf y Käthe mandaron a sus hijos a un internado para evitarles ser testigos de las trifulcas con sus tíos. Friedl, la discreta esposa de Rudolf, sospechaba que Adolf había querido robar los derechos de la empresa a su hermano, aprovechando que estaba en el frente.
Käthe, la mujer de Adolf, pensaba que no habían recibido el trato que merecían por parte de Rudolf, que era quien dirigía la empresa, pero, a diferencia de su cuñada, lo hacía notar. No había vuelta atrás y, convencidos ambos de que ellos eran la pieza imprescindible para el futuro de la empresa, se repartieron las instalaciones y fueron a vivir uno a cada lado del río, que ejercería desde entonces de frontera y muro de contención a una presión ya insoportable.
La familia, la empresa y Herzogenaurach se partieron por la mitad. Marie se quedó con su hermano Adolf y Pauline se fue con su hijo Rudolf para quedar al cuidado de Friedl. El personal de ventas se fue con Rudolf, el de fábrica, con Adolf. Incluso los vecinos tomaron partido, y se establecieron a un lado u otro del Aurach de acuerdo con su simpatía por cada uno de los hermanos.
Después de largos meses de disputas, en abril de 1948 se disolvía la Gebrüder Dassler y nacían Adidas (de la contracción de Adi y Dassler) y Ruda (de la unión de Rudi y Dassler, aunque poco tiempo después pasaría a llamarse Puma), dos de las marcas más icónicas de la historia del deporte.
Y a la fuerza debían ser reconocibles a simple vista para diferenciarse entre ellas y marcar territorio. En 1951 Adidas consiguió registrar sus características tres franjas después de comprárselas a la finlandesa Karhu por unos mil seiscientos euros al cambio actual y dos botellas de whisky. Unos años más tarde, en 1957, vería la luz la formstrip de Rudi. Millones de personas las han vestido desde entonces.
Pero la nueva situación no iba a acabar, ni de lejos, con las hostilidades. Trabajar para un hermano significaba no poder hacerlo jamás para el otro. El veto se extendía a toda la familia. Escoger Puma o Adidas era una elección de por vida en Herzogenaurach. Los matrimonios mixtos entre trabajadores de una y otra marca no estaban bien vistos, ni por las direcciones ni siquiera por los vecinos.
Un pueblo de menos de cinco mil habitantes contaba con dos clubes de fútbol distintos, rivales acérrimos, que hoy merodean por las últimas divisiones del fútbol alemán: el ASV Herzogenaurach, vinculado a los sindicatos y patrocinado por Adidas y «los pumas» del 1. FC Herzogenaurach, que juegan en el Rudolf-Dassler-Sportfeld. Algunos vecinos supieron sacar partido de la rivalidad entre los hermanos: si tenían que ir a visitar a Rudolf, lo hacían calzados con zapatillas Adidas a sabiendas de que este no quería a nadie vestido de Adidas en su casa.
Quien osara hacerlo sería conducido al sótano… para regalarle un par de Puma nuevas con las que evitar la afrenta. Herzogenaurach se convirtió en el pueblo de los cuellos doblados: un sitio donde se miraba a los pies antes que a la cara para decidir si alguien era o no merecedor de confianza. La división, según contaba Klaus-Peter Gäbelein, de la asociación histórica local, tenía incluso una dimensión política y religiosa: «Puma era considerada como católica y conservadora. Adidas, protestante y socialdemócrata».
En poco tiempo, Puma se hizo con buena parte del mercado futbolístico alemán, aunque la selección era terreno vedado, y fue Adi quien calzó a los héroes del «Milagro de Berna» de 1954. Adidas, por su parte, era la marca más famosa de zapatillas de atletismo del mundo. En los Juegos Olímpicos de 1956, los cargamentos de Puma y Adidas estaban retenidos en aduanas.
Horst, el hijo mayor de Adi, convenció a sus atletas para que escribieran a la autoridad portuaria de Melbourne reclamando su material. A la vez, se aseguró de que el de su tío no pudiera salir del puerto mientras que, para sorpresa de todos, se puso a regalar pares de zapatillas de clavos Adidas a los atletas, y las tres franjas fueron omnipresentes ese verano en Australia. En los siguientes Juegos, en Roma, Puma devolvió el golpe: Armin, el hijo mayor de Rudi, robó justo antes de la final al velocista alemán Armin Hary a cambio de diez mil marcos.
El hasta entonces socio de Adolf se alzó con la medalla de oro para regocijo de Armin y Rudi. Sin embargo, la alegría duró poco: acudió a recibir su medalla calzando unas Adidas. Cuatro años después, en Tokio, volvió a suceder lo mismo, pero esta vez previo pago: Horst primó a Bob Hayes para que llevara unas Puma hasta el instante antes de empezar la carrera, donde usaría unas Adidas.
La carrera por calzar a los mejores deportistas era imparable, y ambas familias querían exhibirlos como trofeos de caza: Fosbury, Clay, Beamon, Tommie Smith y John Carlos, Comaneci… los hermanos Dassler comparten protagonismo en algunas de las mayores hazañas de la historia del deporte. Mientras, en Herzogenaurach, los vecinos se agolpaban en las vallas de las mansiones de los hermanos.
Si los nietos de Adi jugaban al fútbol con Franz Beckenbauer, Pelé daba patadas al balón con los de Rudi al otro lado del pueblo. Y Pelé fue la gota que colmó el vaso. Aunque los hermanos Dassler habían pactado que ninguno de los dos pretendería al astro brasileño, Armin, el hijo de Rudi, no pudo evitar acercarse a él durante el Mundial de México de 1970 con una cantidad de dinero que había escondido en unas macetas para poder cruzar la aduana. Pelé fichó por Puma y el odio entre Adi y Rudi se contagió definitivamente a sus hijos Horst y Armin.
El enfrentamiento entre ambas familias estuvo cerca de provocar un motín de los jugadores de la selección alemana, que se negaban a acudir al Mundial del 74 si no recibían su parte del dinero que los Dassler invertían en publicidad. Ese mismo año, Rudolf enfermó. Armin suplicó a su tío que fuera a ver a su padre. Pidió al cura de Herzogenaurach que mediara entre los hermanos y, a pesar de que según el sacerdote ambos mostraban voluntad de reconciliarse en el ocaso de sus vidas, nunca se tuvo constancia de que esa visita tuviera lugar.
Pero Helmut Fisher, historiador de Puma, asegura que los hermanos sí pasaron medio día juntos en Núremberg seis meses antes de la muerte de Rudi. Un encuentro del que ni siquiera se enteraron sus mujeres, ni sus trabajadores, que no lo hubieran comprendido, y del que se tiene noticia por los chóferes de ambos hermanos Dassler. Lo que no admite duda ninguna es que Adi no asistió al funeral de Rudi. Adidas emitió una nota de condolencia: «Por razones de piedad humana, la familia Adolf Dassler no hará comentario alguno sobre la muerte de Rudolf Dassler».
Ni siquiera la muerte de Rudi ofreció una tregua: «Sí, todavía siguen con ello», ironizaba sobre esta rivalidad una crónica de los Juegos de Montreal en el Chicago Chronicle en 1976. Cuando Adi murió, en 1978, fue enterrado en el extremo opuesto del cementerio de Herzogenaurach al que ocupaba su hermano. Frank Dassler, nieto de Rudolf, había calificado todos aquellos años como «una guerra verdadera» que dividió al pueblo.
Esta situación siempre incomodó a Frank, e intentó resolverla tendiendo puentes entre las facciones enfrentadas. Ello le llevó a aceptar un sillón en el consejo de Adidas, pero la mitad de su familia vivió el gesto como una traición más que como una posibilidad de acercamiento, e incluso supuso una sorpresa para los vecinos, que ya consideraban la división como algo normal.
En palabras del periodista Rolf-Herbert Peters, «el enfrentamiento entre los Dassler fue para Herzogenaurach lo que la construcción del Muro sería para Berlín». Si para un vecino de a pie trabajar para uno de los Dassler suponía no poder comprar en determinadas tiendas, ¿por qué un miembro de la estirpe tendría que poder trabajar para la firma rival?
La división estaba tan enquistada que, ya bien entrados los años ochenta, el que sería capitán de la selección alemana de fútbol, Lothar Matthäus, nacido como los hermanos Dassler en Herzogenaurach, tuvo un grave problema al fichar por el Bayern de Múnich. El club estaba patrocinado por Adidas, pero toda su familia trabajaba para Puma, y temía que si cambiaba de marca de botas sus parientes fueran despedidos. El tema era de tal importancia, treinta y seis años después de la división de la Gebrüder Dassler, que Uli Hoeness, director general del club, le permitió que siguiera usando sus botas Puma, previo acuerdo con Adidas.
La pelea entre los hermanos y el entusiasmo de sus herederos por mantenerla viva había hecho saltar por los aires el amateurismo que había caracterizado al movimiento olímpico e hizo entrar al deporte en una nueva era de espectáculo y negocio global. El enfrentamiento entre Puma y Adidas, entre Rudi y Adi, empujó el deporte hasta nuevos límites, contribuyendo a mejorar los registros y a crear ídolos para millones de espectadores.
La rivalidad se extendió a todos los ámbitos, por lo civil y lo criminal, con acusaciones de soborno, contrabando, pinchazos telefónicos y espionaje industrial. Con los contratos creciendo de manera desaforada, la pelea entre Adidas y Puma era cada vez más insostenible, llegando a poner en peligro su propia supervivencia, mientras que nuevos competidores, como Nike, amenazaban la posición dominante que habían ostentado durante décadas.
A pesar de que, como empresa, Adidas había llegado a ser unas cuatro veces más grande que Puma y que ambas se acabaron convirtiendo en grandes multinacionales no controladas por las familias fundadoras, la competitividad entre ellas consiguió mantenerse intacta, contra todo pronóstico. La final del Mundial de fútbol de 2006, que enfrentó en Berlín a Italia y Francia, fue también el culmen de una rivalidad con casi seis décadas de historia.
Puma y Adidas equipaban a las selecciones finalistas. Para los ejecutivos de ambas marcas estaba en juego recuperar la hegemonía en la industria del deporte y siguieron el partido con tanta pasión como franceses e italianos. Al final, para los de Rudi, la Copa Mundial. Para los de Adi, el consuelo de un récord de ventas ese verano.
Aparentemente, en 2009 la rivalidad llegó a su fin. Tras sesenta años de enfrentamientos, trabajadores de Adidas y Puma disputaron un partido amistoso de fútbol en Berlín encabezados por sus directores ejecutivos. German Hacker, el alcalde de Herzogenaurach, no daba crédito: «Esto hubiera sido impensable hace solo treinta años, pero el sentimiento en el pueblo ha cambiado.
Las familias ya no dirigen las compañías y hay gente de ochenta y cinco países distintos viviendo aquí». Ni siquiera hubo un equipo de Adidas contra otro de Puma: todos se mezclaron para que, por una vez, no hubiera ganadores ni perdedores. Incluso el balón estaba fabricado por ambas marcas.
El partido ponía punto final a una enemistad de la que apenas ninguno de sus millones de consumidores alrededor del mundo es remotamente consciente, pero que ha marcado de manera indeleble a una familia, a un pueblo y la historia del deporte mundial. Era 21 de septiembre, Día Mundial de la No Violencia. Adidas y Puma, después de sesenta años de guerra, quisieron celebrar «un día de paz».