―Dicen que lleva aumentando el grosor de la helada desde hace tres noches.
―Tja. Al final, nada
Luego, casi todos los inviernos, es verdad: al final, nada. La clave es llegar a quince centímetros de espesor de hielo natural. Es lo requerido para que se solidifique la superficie en los canales de toda la provincia neerlandesa de Frisia. Y los puñeteros quince centímetros no han vuelto desde el 4 de enero de 1997. Quince centímetros que mantienen un país pendiente de los pronósticos de heladas todos los inviernos desde hace ciento veinticinco años.
¿Qué hacer sino esperar, igual que se ha esperado otros tantos inviernos? Hay años en los que hasta la misma noche anterior se pensaba que se podría celebrar la carrera. Suele haber zonas al norte, como en el pasado 2012, donde sí que se podría patinar. Pero el grosor tiene que ser seguro durante un recorrido de doscientos kilómetros. Evidentemente, dar la salida supondría mandar a miles de patinadores a un desastre sin paliativos.
Se trata de la Elfstedentocht, la gran ultramaratón del patinaje sobre hielo, y que ahora corre el riesgo de no celebrarse nunca más por el calentamiento global. Durante todo el siglo XX ha sido la gran fiesta del deporte nacional del invierno de los Países Bajos. Un monstruo helador que se ha celebrado sólo en quince ocasiones desde el 2 de enero de 1909. Una especie de marca de distinción de una provincia más rural que el resto del país, más salvaje.
Si usted ha gastado unos euros en una pista de hielo de las que colocan en su ciudad por Navidades, si se ha dado varios culetazos o temió perder sus rodillas en uno de esos giros, considere ahora la dificultad de meterse entre pecho y espalda doscientos kilómetros subido en unos patines. Así que sí. El deporte nacional. Ya tiene que serlo para que, cuando las condiciones lo permiten, hasta 16.000 patinadores conviertan un escenario macabro de niebla, nieve y oscuridad en una fiesta deportiva.
Llegado el momento, los patinadores del pantanal ubérrimo se reservan para sí el derecho de participar, de dejar todo empantanado y de pedir los días de vacaciones que sean necesarios. Todos ellos son patinadores pertenecientes casi en exclusiva a los clubes del país, amén de unos cuantos cientos de dorsales más para invitados o extranjeros.
Y, si uno no es de los que patina, pues se desplaza con la masa oranje ―el país no es tan grande, se cruza en una hora― hasta Leeuwarden, la capital frisona. Porque hay pocas fiestas como la noche previa a la carrera. Pero nada de esto ocurrirá si no se llega a los dichosos quince centímetros.
Con esas limitaciones, comenzado el siglo XX se organizó la primera edición de una carrera que recorre las elf steden, las once ciudades a las que el rey de los neerlandeses otorgó carta de ciudad hace siglos. La idea venía fraguando desde los últimos años del XIX, época tremendamente fructífera en diseñar locuras. El recorrido escogido recogía toda una tradición regional de patinar como modo de desplazarse en los meses de viento del nordeste y de las grandes nevadas.
Porque en Fryslan nieva y sopla un poco al revés que en el resto. Mientras que el frente atlántico de las dos Holandas, Zelanda, Overijssel o Brabante, las que mandaron a paseo al Duque de Alba, recibe el frío y la humedad del oeste, aquí sopla como de otro lado. Estamos apenas a cuatro horas de coche de Flensburg, de Lübeck, de las puertas al gran Norte.
La tierra de los mozos de rasgos cuadrados que circulan subidos en zuecos está adosada al final del Mar Báltico. Cuando en invierno uno se come un trozo de kibbeling, tajadas de bacalao rebozado, de pie en un mercado en Leeuwarden o Dokkum, cuando intenta coger una frase al vuelo en frysk, un dialecto más que revirado de las lenguas germánicas, nota que el aire es más seco, que entra a cuchillo por un corredor que se abre desde las tierras escandinavas.
En cuanto los días se acortan, las temperaturas caen y las mejillas empiezan a quedarse heladas, el país empieza a soñar con los famosos quince centímetros. Un año más, todo cristo vive pendiente de los pronósticos anticiclónicos: más sol, más viento del nordeste. A encerar las cuchillas. A entrenar en las primeras lenguas de agua helada disponible o sencillamente en los numerosos pabellones de hielo artificial donde se cría la élite de la élite. Los más populares u ocupados se arreglan patinando en línea por parques o carriles bici. Diciembre da inicio a otra temporada.
A poco que pensemos en caminos embarrados y horribles adoquinados construidos hace cien años, coger unos patines para surcar vías navegables congeladas es mucho más sencillo que subirse a un carro de bueyes y recorrer las extensiones ganadas al mar de esa ciénaga llena de mosquitos y vacas, surgida en el delta europeo más grande y más urbanizado.
Y no todo campesino tenía dinero para comprarse un caballo. Desde los cuadros de Peter Brueghel el Viejo hasta Hendrik Avercamp hay testimonios gráficos de campesinos y ciudadanos que patinan por placer y que patinan para desplazarse en jornadas de caza o de casa en casa. En el siglo XVIII ya había aventureros que registraron su rulo por las once ciudades. Sneek, Ijlst, Birdaard, a cual más pintoresca y de nombre más difícil de pronunciar.
La técnica de construir diques para desecar pólders es sencilla. Dos hileras de tierra canalizan una vía de agua. Sobre ellas, molinos que suben el agua a esa vía de desagüe y casas que forman pueblos alargados. Para controlar el acceso y el flujo de inundación del pólder se dejan pequeños canales de poca profundidad, que actúan como el sistema circulatorio de la zona desecada. Y por los que en invierno lo fácil es deslizarse sobre patines. Al menos, en los inviernos previos al siglo del efecto invernadero.
Así que, sin duda, estos habitantes del delta tienen por hábito poner sus piernas larguísimas sobre cuchillas desde la más tierna edad. En síntesis, estos vecinos europeos nuestros, que nos sorprenden por sus dos metros y que se alimentan de patatas fritas y cerveza mientras en dos meses han aprendido a hablar en español con acento de Johan Cruyff, viven en un país ganado al agua. Con lo que, si usted ha ligado con alguna o alguno, sepa que hay dos cosas obligatorias que deberá enseñar a su futura descendencia: una, aprender a nadar por si acaba cayendo a un canal mientras juega y, dos, dominar los patines tan bien como se monta en bicicleta.
Ah claro. La bicicleta.
En enero de 1912 se celebró una exitosa segunda edición de la Elfstedentocht. También vieron que los quince centímetros eran una quimera y bastante esclavitud. Pero miren, en aquellos inviernos hacía malo de otro modo; más a lo burro. Sólo hay que ver esas películas de la Primera Guerra Mundial, con su barro y su frío. No sabían nada aún del efecto invernadero pero tuvieron que esperar tres años para el evento.
Debieron pensar que había mejores maneras de aprovechar el tirón de la gran fiesta frisona. Y de qué mejor manera hacerlo que organizando, con carácter anual, la Fietselfstedentocht (ya ven; hay otros idiomas de los que enamorarse). Traducido a lengua romance, organizaron hace ya ciento diez años una carrera sobre los mismos doscientos kilómetros y las mismas once ciudades, pero en bici.
Y se sigue celebrando y de qué manera, créanme. No sé la que se montará en invierno pero el pitote de mayo es mayúsculo. Se celebra sin limitaciones climáticas por medio y con la gente saliendo a la cuneta a echar un picnic de media mañana porque, recuerden, donde los bárbaros se come a las doce. Son casi doscientos cincuenta kilómetros que la gente hace subida en todo tipo de bicicletas, vestimentas y avituallamientos. Y, cuando digo la gente, me refiero a quince mil participantes de vellón que recorren diques, canales, adoquinados, plazas de pueblo hasta circundar ese tan particular esquinazo de la Europa nuestra.
Pero volvamos al hielo y a los quince centímetros.
Las siguientes Elfstedentocht se celebraron entre hambrunas, pobreza, genocidios y la conflagración mundial Volumes One & Two. En enero de 1917 la temperatura media se ancló por fin en dos grados bajo cero y Coen de Koning repitió su triunfo de 1912 bajando por primera vez de las diez horas en la meta de Leeuwarden. También en 1917 se registró la categoría de finisher de Janna van der Weg, primera mujer en completar el Tocht der tochten, la ruta de las rutas. Recibió incluso un homenaje oficial en el teatro de la ciudad.
Pero la cosa estaba jodida: unos meses más tarde de ese belicoso 1917, el gobierno de la feroz y patriótica Reina Wilhemina racionaba el suministro de patatas mientras se congelaba su relación con el consorte, su esposo el alemán Henry de Mecklenburg. Estas relaciones con el vecino poderoso han tenido al pequeño país del delta muy atado a las cosas de la vida.
Doce largos años tuvieron que pasar para conseguir que el mercurio se despeñase de nuevo termómetro abajo. En 1929 Países Bajos estaban en medio de una grave recesión que había sacudido el país por su excesiva dependencia mercantil del comercio con Alemania. Al gobierno de Von Hindenburg se le había castigado con una deuda gigantesca por perder la Gran Guerra. Con los mimbres tejidos por el hambre y el frío, Karst Leemburg salió victorioso en la cuarta Elfstedentocht de un gélido día en el que la temperatura media no remontó de los -10 ° C.
Cierto sentido común, y que con hambre y bombardeos el cuerpo no está para organizar muchas carreras, haría lógico pensar que no se organizasen muchos eventos durante la Segunda Guerra Mundial. No hubo ni Juegos Olímpicos ni Mundiales de nada. Pero sí: se compitió sobre los canales de Frisia en los inviernos de 1940, 1941 y 1942. Que Europa estuviera atravesando una pequeña glaciación en su Historia no significa que se desperdiciase también esa glaciación climática.
Como consecuencia de ello y quizá ignorando la miseria política del momento, el 30 de enero de 1940, tras unas horas de auténtica tempestad de nieve, una escandalosa cifra de tres mil patinadores inundaron la Waterlinie ―línea defensiva histórica que mira hacia el viejo vecino de oriente―. Cinco patinadores escapados pactaron llevar a meta, como caballeros según ellos, y fueron dados ganadores ex-aequo (Piet Keijzer, Auke Adema, Cor Jongert, Durk van der Duim y Sjouke Westra), dada la dimensión dantesca del día de perros frisones que habían pasado abandonados a los canales.
Apenas habían pasado cuatro meses cuando, a pesar de ser territorio neutral, los Países Bajos fueron moderadamente invadidos por los nazis (incluida la vergonzosa cooperación de gobiernos locales en cosas tan feas como ayudar a hacer listas de judíos neerlandeses). El Deutsche Zeitung dijo en sus páginas llenas de letra gótica y terror que, cómo no, ellos eran invasores pero coleguis y que, por ellos, se podría celebrar la mítica carrera. De hecho podían echar una mano con esa nombrada experiencia logística alemana.
Con su permiso se llevaron a cabo dos ediciones en las que da escalofríos solamente pensar en hielo y nieve con la que se estaba tostando en media Europa. Mientras miles de seres humanos morían congelados a diario en el frente ruso, dos inviernos terribles posibilitaron dos ediciones de lujo de la prueba frisona. Y hasta una tercera en 1942 en la que incluso compitió un batallón de las Juventudes Hitlerianas del vergonzoso Nationaal-Socialistische Beweging, el NSB. Fue la edición de los uniformes negros.
Mejores tiempos, afortunadamente, llegaron con la paz. Ediciones exitosas como 1947 y 1952 hicieron que la Elfstedentocht se popularizase hasta el punto de acoger seis mil patinadores en 1956. Nada iba a parar la fiebre del patinaje sobre hielo ya, dado que los inviernos encadenaban crudas condiciones durante una década. Así, la duodécima edición, celebrada una tremebunda mañana siete años después, se ha catalogado como el infierno del sesenta y tres. Como punto culminante de ese escalofriante invierno de 1963, el 18 de enero amanecía una tempestad de viento siberiano que hacía aullar las ramas yermas de los álamos.
Dieciocho grados bajo cero y un aire gélido dieron la bienvenida a casi diez mil patinadores y los mandaron a deslizarse por canales apenas iluminados en mitad de la noche. Pero también es la edición de la primera modernidad: la pasión por el evento, retransmitido por primera vez por televisión, dió un impulso global a un . Sólo sesenta y nueve lograron llegar a meta tras Reinier Paping, en una edición mítica por las tasas de abandono y que dio para rodar el épico, un tanto vintage y sobre todo desconocido largometraje De Hel van 63 (dirigida en 2009 por Steven de Jong).
Hubo que sujetar a las masas durante veintidós años para que, un 21 de enero de 1985, se desatase la locura ochentera cuando se abrieron las compuertas de la edición número 13 de la Elfstedentocht. Tras el legendario mensaje en frisón «It giet troch» (seguimos adelante), más de 16.000 patinadores se citaron en la salida y Evert van Benthem se impuso por centímetros a otros tres patinadores. Las siete horas y media que empleó la vencedora, Lennie van der Hoorn, dan una idea del espectacular progreso de la categoría élite femenina (con su tiempo en meta habría ganado en cualquiera de las otras carreras de la historia).
La última carrera celebrada hasta el día de hoy tuvo que esperar hasta el 4 de enero de 1997. Once años de espera fueron demasiados para las ganas de hielo del personal. Así que cerca de dos millones de personas (de un país de quince) se dieron cita como espectadores a lo largo del recorrido en la edición de los nuevos tiempos. Sin redes sociales y con una incipiente internet como competidores, los medios de comunicación de la vieja era echaron el resto para retransmitir, contar, pronosticar y sacar de casa a todo aquel que deseara desplazarse hasta Frisia.
Repitiendo un ritual centenario, los 16.000 participantes corrieron atravesando un kilómetro y pico por la nieve desde el WTC Leeuwarden hasta el muelle del Zwettehaven, donde saltaron al hielo a las cinco y media de la madrugada. Por delante, la noche, doscientos kilómetros de canales y lagos, y la idea de retener cada minuto de experiencia en el cerebro porque, previsiblemente, podría ser la última vez que se celebre.
Según el KNMI, el Instituto de Meteorología de los Países Bajos, ha habido un ascenso de +0.8º C en las temperaturas medias registradas en los inviernos de Países Bajos desde 2000. La amenaza de cambios en el nivel del mar en un país que tiene un 26% del territorio bajo la cota cero es real. Podría ser que Henk Angenent y Klasina Seinstra fueran los nombres de los vencedores que cierran la última página de un álbum dorado. El (mal) tiempo lo dirá.