Para amar el mundo del ajedrez no se necesita saber mover las piezas. He pensado esto desde que no sabía jugar al ajedrez pero hojeaba los libros y revistas de mi padre; me saltaba las partes técnicas, como las transcripciones de partidas o las explicaciones teóricas, pero leía con delectación crónicas de torneos repletas de anécdotas o descripciones psicológicas de jugadores, y los artículos históricos en que se rememoraban hechos del pasado.
El mundo del ajedrez está repleto de personajes y situaciones que parecen extraídos de novelas. Me gustaban de manera especial las revistas publicadas durante los años setenta, que repasaba en orden, como si fuesen un serial televisivo, experimentando el suspense de acontecimientos que ya habían sucedido, pero que para mí eran nuevos. Los setenta fueron los años del reinado y desaparición de Bobby Fischer, de la lucha de Anatoli Kárpov por deshacerse del peso de haber sucedido al estadounidense, y de la segunda juventud deportiva de Víktor Korchnói, el hombre que convirtió dos finales del campeonato mundial, las de 1978 y 1981, en toda una película de espías.
Si un profano repasa el historial de campeonatos y torneos importantes sin más información, verá solamente un listado de nombres de los que, con suerte, conocerá tres o cuatro. Los consabidos Fischer, Garri Kaspárov, Kárpov y quizá Boris Spassky, cuyo apellido aparece asociado al de Fischer y aquel mundial de 1972 que tuvo a todo el planeta en vilo. Sin embargo, hay mucho más. Muchísimo más.
Bucear en el historial de torneos de diferentes épocas nos descubre que esa lista de nombres, en apariencia fría y anodina, se revela como una compleja textura de personalidades y situaciones que, como los fractales, desarrolla más ramificaciones cuanto más de cerca la observamos. Como dice Leontxo García, son quinientos años de historia bien documentada, algo que no sucede en ningún otro deporte o competición de los que yo tenga noticia.
Casi todas las épocas son ricas en sucesos, pero los campeonatos mundiales pocas veces fueron tan excitantes (y a la vez seguidos con tanto detalle mediático) como durante los años setenta y ochenta. En 1972 la tensión acumulada de la Guerra Fría se vertió sobre el tablero cuando Bobby Fischer, después de años de inexplicables espantadas, consiguió por fin optar al título mundial.
En los ochenta, por descontado, se produjo la titánica rivalidad entre Kárpov y Kaspárov, que arrastró una maquinaria mediática casi comparable a la de los tiempos de Fischer. ¿Qué hubo en medio de ambas cosas? Pues bien, en medio se produjeron dos enfrentamientos antológicos entre Kárpov y Víktor Korchnói, finales cuyas surrealistas circunstancias no desmerecían de todo lo vivido en torno al imprevisible Bobby.
Víktor Korchnói, el hombre que nunca se sentó en el trono que fue sin duda uno de los más grandes, tenía una personalidad casi tan compleja y desconcertante como la del propio Fischer. Es difícil exagerar en torno al carácter de Korchnói: incendiario, controvertido, discutido (y no pocas veces discutible), excesivo, indómito, valiente e incorregible.
Al contrario que Fischer, que tras obtener el campeonato mundial pasó buena parte de su vida retirado y a veces incluso desaparecido como un fantasma, Korchnói permaneció siempre en el mundillo, a la vista, compitiendo mientras las fuerzas le dieron para ello. Cuando la edad lo transformó en una figura venerable demostró ser mucho más que una vieja gloria.
Por ejemplo: en el cambio de siglo, cuando se aproximaba a los setenta años, todavía era capaz de sorprender con un nivel de juego insólito en alguien de su edad, y no era raro que pusiera en problemas a rivales mucho más jóvenes. Es verdad que su mejor momento llegó de manera tardía, pues optó al título cuando ya había pasado los cuarenta años, edad en la que otros grandes declinan sin remedio.
No fue capaz de superar a un Kárpov que parecía invencible (y casi lo era, hizo falta todo un Kaspárov para destronarlo) pero a Korchnói no se le puede culpar por ello. Es uno de los más cualificados aspirantes a esa distinción honorífica, pero muy importante, de «mejor ajedrecista que nunca ha ganado un título mundial».
Donde quiera que esté ahora, el feroz Korchnói puede presumir de haber ganado más de cuarenta y cinco partidas a nueve de los más grandes, nueve jugadores que en algún momento lucieron la corona mundial: Mijail Botvinnik, Vasili Smyslov, Spassky, Mijaíl Tal, Tigran Petrosian, Fischer, Kárpov, Kaspárov y Magnus Carlsen. Esto, más que ninguna otra cosa, demuestra la manera en que fue capaz de hacerse notar a lo largo de varias décadas. Siempre fue un jugador irregular, esto lo sabían todos, incluido él mismo; como decía Kárpov, «el juego de Korchnói depende de su estado de ánimo», pero aun así siempre estuvo ahí, entre los mejores, hasta que los achaques de la ancianidad se lo impidieron.
Su carácter fogoso, que por momentos llegaba a ser muy problemático, empezó a fraguarse durante una infancia repleta de sufrimientos. Conoció muy pronto la pobreza, pese a provenir de una familia aristocrática. De raíces católicas y polacas, el estalinismo y la guerra arrasaron sus primeros años. Su padre era profesor de literatura, aunque los planes quinquenales de Stalin le arrojaron de su acomodada posición, enviándole a trabajar como operario en una fábrica.
Su madre era pianista y tras separarse de su marido terminó viviendo casi en la miseria. Korchnói apenas llegó a conocer los buenos años de su familia, pero no olvidaba; afirmaba tener un «recuerdo borroso» de una casa con muebles antiguos, repleta de libros y estímulos culturales, en la que los temas de conversación todavía «no se habían resumido a uno solo: el de qué íbamos a comer durante las semanas siguientes».
Las cosas todavía tenían que empeorar. En 1941, cuando el pequeño Víktor tenía diez años, quedó atrapado en el sitio de Leningrado. Mientras los alemanes cercaban la ciudad vio morir a varios de sus familiares. Su padre, destacado en el frente, no sobrevivió a los combates. El propio Víktor, con diez u once años, tuvo que arrastrar, con ayuda de un tío suyo, el cadáver de su abuela hasta el cementerio.
Cuando las privaciones del cerco arreciaron, él mismo tuvo que ser hospitalizado a causa de la desnutrición, algo que le causó problemas de salud durante años. Él mismo hablaría de la influencia que aquellas experiencias tuvieron sobre su personalidad y su juego: «Desde niño, no he sabido hacer otra cosa que defenderme».
Y así era: muchas veces, cuando sobre el tablero descubrió que sus contrincantes favoritos eran los que le atacaban. Korchnói era un especialista en dejarse arrastrar hacia situaciones en apariencia desesperadas, para después contraatacar con toda la ferocidad de quien había sobrevivido por poco al apocalíptico sitio de Leningrado.
Su víctima propiciatoria fue el genial Mijaíl Tal, considerado por muchos el mejor y más imaginativo atacante de todos los tiempos; Tal acostumbrada a desconcertar a lo más granado del ajedrez mundial con sus marcianas y fascinantes ocurrencias ofensivas, pero casi nunca pudo con Korchnói, que le infligió una buena cantidad de derrotas. Korchnói no se dejaba amilanar por las retorcidas combinaciones del «genio de Riga» y casi siempre parecía encontrar un punto débil por el que convertir cada asalto dirigido a él en un contragolpe decisivo.
Rara vez se lo veía mostrar preocupación ante un rival. Jugó pocas veces contra Bobby Fischer, pero consiguió que el registro de partidas entre ambos terminase en empate. La tremenda presión psicológica y táctica que Bobby ejercía sobre los mejores jugadores del mundo tampoco parecía afectar al beligerante Víktor, que se negaba a sentirse empequeñecido ante nadie.
Aun así, tardó mucho tiempo en convertirse en un aspirante con verdaderas posibilidades. Lo único que lo alejaba de mejores resultados era aquella inconsistencia que traía de cabeza a los dirigentes deportivos de la URSS; más de una vez, durante sus años jóvenes, Korchnói recibió reprimendas por una afición a la bebida que nunca se molestó en negar, a cuyos efectos sobre el juego no ayudaba una úlcera que lo atacaba con periodicidad.
Por lo demás, él nunca parecía contento. Incluso después de haber ganado algún torneo sorprendía a los periodistas con quejas sobre su rendimiento o las circunstancias del evento. Su perenne frustración sacaba de quicio a algunos y confundía a otros. Una sordera parcial terminó de agriar su carácter, aunque le ayudaba concentrarse durante las partidas. Una vez, mientras jugaba un torneo en Moscú, los cañones del ejército empezaron a disparar salvas para conmemorar un día festivo. Spassky, que estaba jugando contra él, dio un respingo. Pero Korchnói solamente notó que algo raro pasaba porque «la silla y el tablero temblaban y las piezas empezaron a moverse».
Nunca se resignó a que los años hicieran mella en él. En los setenta, cuando sus tiempos jóvenes habían pasado, muchos le daban por acabado. Casi toda la vieja guardia soviética había quedado desmoralizada por el huracanado ascenso al trono de Bobby Fischer; el mismísimo Spassky, hasta poco antes el gran héroe de la URSS, estaba sufriendo un doloroso ostracismo a causa de su derrota.
Los soviéticos depositaban ya todas sus esperanzas en una nueva generación encabezada por Kárpov. Pero Korchnói no bajaba la cabeza. Si tenía que enfrentarse a Fischer, lo haría en condiciones. Decidió cambiar de vida. Empezó a correr varios kilómetros diarios, dejó de beber e incluso empezó a practicar yoga. Se preparó con ahínco de cara a la final de 1975, que debía disputarse contra el campeón reinante.
Korchnói dio buenas muestras de que podía enfrentarse a la nueva guardia. Primero ganó el Torneo Interzonal de 1973, primer paso hacia la candidatura, empatando a puntos con Kárpov. En el paso siguiente, las eliminatorias del Torneo de Candidatos de 1974, se deshizo con esfuerzo del antiguo niño prodigio brasileño Henrique Costa Mecking, reivindicando una vez más su condición de serio aspirante. Después venció al excampeón mundial Petrosian.
Finalmente tuvo que disputar con Kárpov la posibilidad de enfrentarse a Fischer. Fue un enfrentamiento tenso que Kárpov ganó por muy poco, aunque lo que de verdad dolió a Korchnói fue comprobar que pese a toda su preparación y el buen nivel al que estaba jugando, las autoridades soviéticas le dedicaban todas atenciones a Kárpov, que tenía veintitrés años, mientras lo ignoraban a él, que ya contaba con cuarenta y tres.
Aquello marcó el inicio de su resquemor público hacia la URSS, cuyos dirigentes pensaban que Korchnói no estaba preparado para enfrentar al coloso estadounidense (en realidad tampoco estaban convencidos de que Kárpov pudiera ganar, pero confiaban más en su carácter frío, que iba a necesitar si Fischer empezaba a hacer de las suyas). Cuando llegó 1975, el momento de dirimir el título, Fischer se negó a reaparecer.
El título pasó a manos del Kárpov, que ni siquiera había tenido que arrebatárselo sobre los tableros al americano. Por entonces, Korchnói ya había decidido que Kárpov era su némesis. Esto, sumado a su descontento por la vida bajo el régimen de Moscú, hizo que abandonase la URSS. Se convirtió en un ruidoso disidente. Empezó a atacar sin cortapisas a todo lo que tenía que ver con la maquinaria soviética de ajedrez.
Quitarle el título a Kárpov podría ser una dulce venganza. Entretanto, Kárpov se sentía incómodo por la forma en que se le había otorgado la corona; además de intentar por todos los medios que Fischer accediese a jugar contra él (no lo consiguió) empezó a presentarse a todos los torneos que podía con la intención no de ganar, sino de arrasar, de destruir, de apabullar a los rivales. Quería ser aplastante, indiscutible, para sacudirse de encima la alargada sombra de un Fischer espectral cuyo paradero el público desconocía y a quien muchos, sobre todo en occidente, seguían considerando el rey in absentia.
Así se gestaron las dos finales que Korchnói disputó contra Kárpov en 1978 y 1981. Cabe suponer lo mucho que significaban para ambos, la enorme carga política y personal. El match de 1978, sobre todo, fue un espectáculo digno de la más disparatada de las novelas. Korchnói se presentó rodeado de una estrafalaria comitiva en la que había monjes budistas y parapsicológos; dejaba atónitos a quienes le veían poniéndose cabeza abajo para practicar sus posturas de yoga.
Convencido de que Kárpov y su equipo trataban de hipnotizarle, se presentó con gafas de espejo en una partida. Sus acusaciones sobre manejos psicológicos y telepáticos eran causa de chanza pero, con mayor frecuencia, de pasmo. No fue la única vez que afirmó notar cosas extrañas cuando se enfrentaba a jugadores soviéticos: aseguró que durante un match contra Boris Spassky, este le había estado «leyendo la mente».
Con su característica tendencia a dramatizar el pasado, Korchnói mantuvo esa versión hasta el final, insistiendo en que había experimentado sensaciones «sobrenaturales». Como decía el alcoyano Ricardo Calvo, médico, Maestro Internacional e historiador de los tableros, la superstición es algo habitual en el ajedrez, aunque muchos jugadores —gente inteligente y de buena formación— lo ocultan; «no tiene que ver con el nivel cultural, sino con el nivel de riesgo», decía Calvo.
Sin embargo, lo de Korchnói salía de lo normal y llegaba a rozar la paranoia. No quería conducir porque tras haber sufrido algún accidente se convenció de que la KGB pretendía matarlo (todo sea dicho, esto era algo más probable que lo de la hipnosis y la telepatía). Incluso la prensa occidental, proclive a apoyar al disidente, terminó perdiendo la paciencia con sus extravagancias.
Con todo, Korchnói fue un rival mucho más bravo y decidido de lo que habían esperado los soviéticos. Bobby Fischer no se había metido en política y siempre se había declarado discípulo de los jugadores soviéticos, a quienes solamente atacó cuando les acusó de hacer trampas a mediados de los sesenta; acusación en la que no estaba solo y sobre la que, de manera implícita, la federación internacional le dio la razón al cambiar los sistemas de clasificación.
Por lo demás, a Fischer le había disgustado la politización de su campeonato mundial. Pero lo de Korchnói era algo distinto. Él venía desde dentro, desde la propia URSS, y no se reprimía a la hora de vilipendiar el sistema. Perdió las dos finales que jugó contra Kárpov —aunque en una ocasión estuvo a punto de materializar una remontada que hubiese sido gloriosa— pero lo hizo jugando bajo una enorme presión.
En 1981, cuando se disputó la segunda, su familia continuaba sin poder salir de la URSS; su hijo estaba en un campo de concentración. Los miembros del equipo soviético dedujeron que su combustible para competir era el «odio a Kárpov». De hecho, cuando empezaron a ignorar sus provocaciones y sus constantes intentos de hacer hervir el ambiente, notaron que su fuerza sobre el tablero comenzaba a descender.
Se le podía acusar de muchas cosas: conflictividad, paranoia, extravagancia. Pero nunca nadie le pudo acusar de cobardía. Víktor Korchnói le plantó cara a la URSS de una manera que muchos otros jugadores ni se hubiesen planteando, y con ello se ganó una aureola legendaria de rebelde. Sísmico e impredecible, pero rebelde.
Así, Korchnói se ganó un lugar especial en la historia del ajedrez. Era un Quijote peleando contra gigantes que, en su caso, eran mitad molinos imaginarios y mitad gigantes de verdad. Su explosivo carisma, su arrojo, su determinación, sobresalen hoy por sobre las locuras que en su momento ocuparon los titulares. Fue el «casi campeón» del exilio, pero sobre todo una figura que iluminó con su paso unos años que, sin él, hoy recordaríamos probablemente como un reinado legítimo, pero anodino, del por entonces inexpugnable Kárpov.
Recuerdo leer artículos del momento en los que se decía, cosa que puedo entender, que las extravagancias de Korchnoi habían causado daño a la imagen del ajedrez. Quizá así fue, a corto plazo, que es el plazo en el que escriben los periodistas deportivos. Pero visto desde hoy, todo aquello contribuyó a que Víktor Korchnói escribiese unas páginas increíbles que hoy constituyen un relato fascinante.
Después de aquello, terminada una segunda juventud ajedrecística que llegó casi hasta los cincuenta, Korchnói siguió compitiendo; ya no estaba en primera línea, pero tampoco era un visitante honorífico de los torneos, donde su sola presencia bastaba para inundar el ambiente con el inconfundible brillo de la leyenda, pero también creando momentos de genuino interés ajedrecístico.
Teniendo en cuenta que pasaban los años y los rivales eran cada vez más jóvenes y fuertes, Korchnói se desempeñó con admirable eficacia; su ajedrez fue tan longevo que, desde hace décadas, ya solo quedaban para él palabras de admiración. Además, su florida personalidad era buscada por periodistas y aficionados; él rara vez defraudaba, porque no tenía pelos en la lengua y opinaba sobre cualquier asunto según le venía en gana, con una sinceridad aplastante y una predisposición al «aquí me las den todas» que no parecía disminuir un ápice ni siquiera cuando su cuerpo empezaba a fallar. Genio y figura. Sus entrevistas, como muchas de sus viejas partidas, eran todo un despliegue de contraataques. Nunca dejó de ser un hombre feroz y aferrado a la vida.
Me encantan tus crónicas, tu manera de escribir es exquisita