En el fútbol, como en las películas o en las novelas, aficionados y jugadores tendemos a buscar nuestro reflejo, las virtudes que uno imagina que tiene o las que desearía tener. No solo llevamos un entrenador clavado en el alma, también un filósofo que busca la esencia del yo en la manera de jugar, y vivir, este deporte.
No sé si es exagerada la afirmación de que uno juega tal y como es fuera del campo, como repetía mi excompañero Mikel Aranburu, pero creo que el comportamiento de un deportista es una proyección de la persona, por muy buena acogida que tengan frases como «en el campo no conozco ni a mi madre» o «hay que ganar por lo civil o por lo criminal».
Llegué al Bolton Wanderers porque Sammy Lee, legendario jugador del Liverpool y Osasuna, me llamó. Su apuesta supuso una inyección de autoestima tras una temporada nefasta en lo personal y en lo deportivo por el descenso con la Real Sociedad. Mi recuerdo de las instalaciones del Bolton está poblado de cuervos negros y robles con ramas desnudas en torno a un muro de ladrillo rojo que rodeaba una extensión verde infinita. Aquel vestuario era una auténtica torre de Babel, con jugadores de más de veinte nacionalidades, que cada día se estrechaban las manos al encontrarse; ingleses y veteranos lo hacían con mucha contundencia.
Ante mí se extendía la Premier, competición considerada el sanctasanctórum del fútbol noble, de caballeros. Desde el primer momento impone un extra de responsabilidad, casi ansiedad, por querer estar a la altura de su reputación.
Tuve la suerte de tener a Iván Campo como referente, se había convertido en toda una institución en el Bolton. Los aficionados se ponían pelucas afro que imitaban su cabellera rizada, todo un símbolo en el Reebok Stadium. Si Iván se ganó el respeto del vestuario y de la hinchada fue porque, además de ser un excelente futbolista, su personalidad se ajustaba perfectamente a esos valores que dan lustre al fútbol inglés. El respeto a las decisiones arbitrales era uno de ellos. Si en España se agradece la espontaneidad y la pasión del aficionado, uno tenía la sensación de que a veces el juicio del respetable hacia el árbitro y los jugadores adquiría dimensiones inquisitoriales. En Inglaterra se respira una atmósfera, en este sentido, menos hostil.
Quizá allí no se veía al trencilla como un elemento distorsionador, sino como un participante imprescindible (el único, en realidad, imprescindible). También cabe señalar que la actitud de los colegiados es diferente allá.
Solía visitarnos Mark Halsey, un árbitro en activo al que le gustaba relacionarse con los jugadores sin que ello levantara ningún tipo de suspicacia. Halsey era un tipo divertido y muy respetado. Entrenaba de vez en cuando con nosotros, participando incluso en las pachangas.
Siempre he tenido la duda de si en Inglaterra al colegiado se le tiene en mejor consideración debido a su trato dialogante, hasta «campechano». O si es a la inversa: el árbitro se puede permitir estar relajado porque se siente respetado por la grada y por los futbolistas.
Fingir, hacer trampas, «ser pillo», no se consideran virtudes que se deban fomentar con aplausos. Los jugadores, que arrastran el deseo inconsciente de engañar al trencilla, se aplican autocensura: a veces se tiran a la piscina, claro, pero inmediatamente rectifican y piden disculpas arrepentidos.
Al ser un fútbol tan físico, tan de contacto, es una especie de deshonor caer al mínimo roce. Los futbolistas corpulentos, que en España llevan incorporado de serie el sambenito de torpes o imprecisos, se adaptaban bien a aquel ecosistema, donde medran y son apreciados. La sensación épica que transmite la predisposición al choque y el levantarse rápidamente después de una caída gusta en Inglaterra. Los actos de fuerza provocan grandes ovaciones.
La relación del aficionado inglés con el futbolista se refleja también en la calle, en la que el escrutinio público no existe. Las muestras de calor apasionado en España son sustituidas por un respeto silencioso, una cordialidad poco efusiva, sutil. Echábamos de menos a veces ese calor, esa espontánea efervescencia.
Las instalaciones del club estaban aisladas del mundo. Si algún aficionado se acercaba hasta la entrada buscando autógrafos tenía que aparcar en el arcén de la carretera. La entrada al santuario de los futbolistas y entrenadores está vetada al público.
Los españoles que pertenecíamos a la Premier disfrutábamos de un placentero anonimato en las calles inglesas. También nos llamaba la atención, acostumbrados en España a la omnipresencia de la prensa, que esta no apareciera en los entrenamientos. Los cronistas deportivos no se dedican tan obsesivamente a señalar héroes y villanos; los medios españoles, en cambio, contribuyen a que la autoestima del futbolista poco maduro acabe siendo una montaña rusa.
Tanto a la prensa como al aficionado inglés los ensayos les importan un carajo; se centran en la función principal. Y ahí sí: cuando se abre el telón, explota el entusiasmo contenido durante los días previos al partido. El rumor de la grada inglesa es un sonido uniforme, como una sola voz, que a veces incluso sirve al futbolista de brújula, o termómetro, para guiarse o calcular la temperatura del partido, influyendo en no pocas ocasiones en la toma de decisiones.
Procuramos no dejarnos llevar por ese canto hechizante. Como Ulises, taponamos con cera nuestros oídos para que el público, con sus gritos y silbidos, con su impaciencia, no nos saquen del partido. No siempre lo conseguíamos.
Una vez pregunté a mi hermano Xabi si, como hacía en la Real Sociedad, tomaba un café doble justo antes de cada partido. Pensé que en Inglaterra no le haría falta; en aquel ambiente el excitante natural es la intensidad que transmite la grada. Me respondió que seguía haciéndolo; estaba acostumbrado a la activación que le procuraba.
En Anfield, el aficionado solía impacientarse si el equipo no jugaba de manera directa hacia la portería contraria, a veces llegaba a contagiar esa ansiedad al futbolista dando pie a la precipitación. Xabi, al ser el metrónomo del equipo, el que leía el partido, decía que les afectaba, provocando a veces una mala elección entre las múltiples decisiones instantáneas que se toman en el terreno de juego.
Igual que en España entusiasma el fútbol inglés y muchos le atribuyen un valor añadido por su autenticidad, la valentía con la que se expone el jugador a los golpes y el ansia por estar cuanto antes frente a la portería contraria («fútbol para hombres», decían), también el fútbol español —a pesar de que se le achaque el vicio del fingimiento de caídas o agresiones y su dinámica constante de engaño al árbitro— se admira allí profundamente.
A algunos compañeros les atraía la idea de jugar tostándose al sol. Yo evitaba decepcionarles diciéndoles que el norte de España es prácticamente tan lluvioso como Inglaterra durante seis de los nueve o diez meses que dura la competición. Para muchos, nuestro balompié representaba la fantasía, la creatividad, la improvisación; todo les parecía más atractivo con la influencia mágica de ese sol deseado. Les sugería un ambiente más festivo. Como si en España se jugara por jugar, simplemente para pasarlo bien.
Mi amigo Daniel Braaten, noruego, hubiese firmado por cualquier equipo que le hubiese permitido chutar, driblar y marcar en el Mediterráneo. Decían que en el fútbol español se jugaba sonriendo, mientras que en el inglés abundaba la mueca de sufrimiento.
«Vosotros en España pensáis, aquí son tontos» —me decían a menudo mis compañeros—. «Jugáis al ajedrez; aquí cogen un ariete y tratan de derribar la puerta enemiga a golpes».
Con el tiempo acabé aceptando todas estas leyendas, acabas perdiendo el sentido crítico. Asumir ciertos tópicos es más cómodo que utilizar tu propio criterio para dirimir las diferencias. A fin de cuentas, valorar dos formas de entender el fútbol, y la vida, es un ejercicio bastante más complicado que señalar diferencias, como en esos dibujos duplicados de la sección de pasatiempos de un periódico.
La distinta forma de estructurar, de «pensar» el fútbol, se refleja también en la forma de hablarlo. Palabras típicas del vocabulario balompédico español, como lectura del partido, tempo, criterio, pausa, técnica y, por supuesto, pillería, tenían peor acogida en el léxico inglés, del que uno aprende enseguida el significado de conceptos como tackle o commitment.
«Don’t manufacture too much!», solía gritarnos en los entrenamientos el escocés Archie Knox. El verbo manufacturar tenía generalmente una connotación negativa, quizá derivada de una latente asociación con las penurias de épocas donde el esfuerzo industrial generó en Inglaterra los históricos cambios que ya conocemos. Pero también se refleja, con el desprecio a este verbo, la poca consideración que se tiene por el fútbol elaborado.
Mientras que en España se valora al «manufacturador», al pelotero, en Inglaterra nunca tendrá el mismo valor que el que se le da al que se lanza hacia la portería contraria como una bala, o al que corre sin pensárselo a arrebatar una pelota y pone su vida, y a veces la del rival, al servicio de un buen tackle.
En España se juega a la moda; en Inglaterra, desnudos.
En mi equipo, muchos jugadores estaban convencidos de que pasarse el balón para retenerlo no llevaba a ninguna parte. El míster, sin embargo, quería que tocásemos más la pelota, y no podía disimular su alegría cuando hilábamos varios pases consecutivos. Las ideas de Lee, no obstante, no cuajaron en una plantilla que tenía memorizado el estilo directo que había implantado Sam Allardyce, el anterior entrenador. Sabían lo que tenían que hacer y no entendían por qué había que complicarse la vida «aprendiendo» algo distinto. Había, como en todo vestuario, pesos pesados, algunos de los cuales no encajaban en el nuevo sistema y, no acostumbrados a frecuentar el banquillo, pronto mostraron su malestar, convirtiéndose en rémoras para Sammy.
No puedo ocultar el cariño que siento hacia este entrenador; por mucho que aprecien y disfruten las cualidades del fútbol inglés, nunca estará de más que se fomenten los aspectos técnicos que siempre hemos asociado al buen gusto. Sammy quizá también sentía nostalgia del peculiar sonido que genera el golpeo de un balón con el interior del pie, seguido del hermoso rodar del esférico por el verde.
Un día el míster me prestó la llave electrónica que nos permitía cruzar las puertas y movernos libremente por las impresionantes instalaciones del Euxton Training Ground. Poco tiempo después fue destituido. La urgencia de los resultados se llevó por delante a un tipo que pretendía aunar, como posteriormente hicieron otros, las virtudes del fútbol español y del inglés.
Me di cuenta de que me había quedado con su llave. O quizá me dijo que me quedase con ella. La llave maestra del entrenador en el bolsillo de la sudadera, clave para abrir la esencia del fútbol, y quién sabe si de la vida.
Sammy tuvo que hacer trabajar a conciencia la navaja sobre el plástico para que pudiera llegar a leerse, con letras irregulares, «LEE».
Tengo esa llave a mi lado ahora. La aprieto en la mano de vez en cuando preguntándome qué tiene este deporte para ser tan maravilloso. Se juegue donde se juegue.
Ojalá sea el primero de muchos artículos (si es que no ha habido otros antes). Muy entretenido, para las generaciones nacidas en los noventa esa Premier de la segunda mitad de los dos mil, con las retransmisiones en TVE, fue nuestra puerta a un fútbol inglés que, precisamente por entonces, empezaba a dejar de serlo en su forma más anacrónica y pura.
Convengamos con Aramburu que, sí se escribe como se juega, eres un fenómeno, Mikel.
Queremos leerte en más partidos!!