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Cuando Ronaldinho desbancó a Zidane y a Ronaldo como mejor jugador del mundo

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Ronaldinho (Foto: Cordon Press)
Ronaldinho (Foto: Cordon Press)

Diego Armando Maradona disputó su último partido como profesional el 25 de octubre de 1997, cinco días antes de cumplir los treinta y siete años, vestido con la camiseta de Boca Juniors y dando la vuelta de honor como campeón en el campo de River Plate. Una retirada por todo lo alto de la que disfrutó parcialmente: en el descanso, con 1-0 en contra, fue sustituido por Berti, teniendo que ver la remontada desde el banquillo.

Lo cierto es que Maradona, probablemente el último jugador en reunir un consenso indiscutido como gran dominador del fútbol mundial, llevaba años retirado en la práctica. Si somos generosos, podemos datar su último baile en el Mundial de 1994, cuando dio positivo después de exhibirse ante Grecia en la fase previa, golazo por la escuadra incluido. Si somos más estrictos, su aureola de mejor jugador del mundo se disipó tras su primer positivo por cocaína, en 1991, cuando aún era jugador del Nápoles.

Si aquello fue una venganza de la federación italiana, aún ofendida porque la Argentina de Maradona hubiera eliminado a los azzurri en su propio Mundial algunos meses antes, o si fue un ajuste de cuentas de la Mafia, como algunos apunta, queda a juicio del lector. En cualquier caso, no parece que hicieran falta muchas conspiraciones para pillar al Diego en esa clase de positivo.

Con Maradona ya destronado, llegó el momento de buscar el sucesor. El fútbol moderno no se entiende sin escalafones. Tras los reiterados fracasos de los distintos «maradonas de los Cárpatos», «maradonas de los Balcanes» y así sucesivamente, las miradas empezaron a fijarse en un adolescente que había sido campeón del mundo con Brasil en 1994 sin apenas disputar un minuto. Su nombre era Ronaldo Luiz Nazario y todo el mundo le conocía como Ronaldinho. Su contundencia como jugador del Cruzeiro hizo que el PSV Eindhoven se fijara en él y lo fichara pese a su juventud. La cosa les había ido tan bien con Romario a finales de los ochenta que merecía la pena arriesgarse de nuevo.

Los dos años de Ronaldo en Holanda fueron arrolladores. En cuarenta y seis partidos marcó cuarenta y dos goles y se destrozó una rodilla. La lesión fue tan grave que se temió por su futuro como futbolista pero, cuando volvió, lo hizo aún más fuerte, más rápido, más eléctrico y con la misma capacidad para sacar goles de la nada.

El camino de Ronaldo fue idéntico al de Romario y acabó en el Barcelona, aquel año en el que se convirtió en «un jugador de dibujos animados», atacando como un búfalo las defensas del Valencia, la Real Sociedad, el Deportivo, el Compostela… Ronaldo era demasiado joven para considerarlo aún el mejor del mundo, aunque, sobre todo, lo que tenía que mejorar era su palmarés. Aquel año en el Barça fue bueno, pero no excelente: ganó la Copa y la Recopa… pero perdió la liga ante el Madrid de Fabio Capello.

Tan bien jugó aquel año Ronaldo que sus representantes no tardaron en pedir una ampliación de contrato y sueldo. Núñez se negó. Las reuniones de madrugada con Joan Gaspart se sucedieron, intentando conseguir un acuerdo al que no se llegó nunca. Los días pares, la renovación parecía firmada; los impares, llegaba una nueva exigencia que dejaba el acuerdo anterior en papel mojado. Ronaldo acabó en el Inter de Milán, equipo con el que ganó la Copa UEFA antes de plantarse en el Mundial de Francia con la firme intención de repetir título y consagrarse como estrella universal.

Ahí le esperaba el otro gran candidato al trono, Zinedine Zidane.

La volea mágica de Glasgow

Zidane era un jugador mucho más silencioso, de perfil más bajo. No regateaba a medio equipo contrario antes de marcar a puerta vacía. No sacaba cinco metros al defensor solo en la primera arrancada. Zidane era la elegancia, la inteligencia, la técnica… Nacido en Marsella, enamorado de Enzo Francescoli, y formado en el AS Cannes, se consagró internacionalmente en el Girondins de Burdeos, donde fue subcampeón de la UEFA de 1996 con gol al Betis desde casi el medio del campo incluido. Una especie de volea con la izquierda, preludio de la que le consagraría años más tarde.

Zidane llegó a la liga italiana un año antes que Ronaldo y se plantó en el citado Mundial de 1998 tras ganar el scudetto en dos ocasiones y jugar dos finales de la Liga de Campeones, ante Borussia de Dortmund y Real Madrid. En ambas, el equipo italiano era el gran favorito y en ambas cayó derrotado, lo que puso en seria cuestión la capacidad competitiva del centrocampista francés. El duelo entre los dos grandes aspirantes estaba servido: con sus más y con sus menos —Ronaldo no cuajó un gran torneo y Zidane casi se lo pierde por una estúpida tarjeta roja ante Arabia Saudí— ambos jugadores acabaron enfrentándose en la final, el gran sueño del aficionado noventero.

Sin embargo, el duelo no fue tal. Ronaldo tuvo una crisis con convulsiones horas antes del partido. Las razones del ataque nunca se conocieron, pero todos los que fueron testigos de aquellos terribles minutos coinciden en que creían que el jugador se moría. Con todo, Mario Zagallo, el mítico entrenador brasileño, decidió incluirle en el once inicial. Fue una decisión absurda.

Ronaldo se pasó el partido medio mareado, mirando al suelo e incapaz de jugar al fútbol. Daba pena verle deambular por el campo. En el equipo contrario, la exhibición de Zidane fue absoluta: no solo dominó el ritmo del partido a su antojo sino que marcó de cabeza los dos goles que colocaron a Francia con una cómoda ventaja al descanso entre gritos de «Allez, les bleus» y ritmos de Ricky Martin.

Ya en el descuento del partido, el rubio Petit se encargó de poner el 3-0 para dejar la Copa Jules Rimet en París los siguientes cuatro años.

Aquel encuentro fue el inicio de algo que parecía el fin para Ronaldo: un año más tarde, en noviembre de 1999, se rompió la rodilla. Después de más de cinco meses de recuperación, tardó exactamente siete minutos en volver a romperse intentando un regate marca de la casa ante la defensa de la Lazio. No volvió a los campos hasta después de un año y parecía muy lejos de su mejor momento cuando Scolari lo reclutó para el equipo brasileño que tenía que disputar el Mundial de 2002.

Por su parte, Zidane jugó tres años más en la Juventus, sumido en una especie de estancamiento del que solo salía cada dos años cuando le tocaba jugar un gran torneo con la selección francesa. En 2001, Florentino Pérez se lo llevó al Madrid por unos sesenta millones de euros, el fichaje más caro de la historia en aquel momento. En su primera temporada se proclamaría por fin campeón de Europa gracias a una volea prodigiosa, más meritoria aún que la que le presentó al mundo frente al Betis.

Aquella Francia campeona de Europa y del mundo, con Henry, Trezeguet, Wiltord, Djorkaeff, Thuram, Desailly, Vieira y el propio Zidane como estrellas, se presentó en Corea del Sur dispuesta a arrasar con todo. Después de tres partidos, ya estaba eliminada, incapaz de marcar ni un solo gol ante Senegal, Uruguay y Dinamarca. Aquello sigue siendo uno de los grandes misterios de los últimos tiempos, una de las grandes decepciones. El Mundial de 2002 fue un paseo para Brasil, encabezados por Ronaldo, que se llevaría aquel año el Balón de Oro, entonces otorgado en solitario por L’Equipe.

Pocos meses más tarde, para cuadrar el círculo, se supo que Zidane y Ronaldo compartirían equipo: el llamado «galáctico» por una portada del Marca de 1997, cuando aún jugaba en el Barcelona, fichó por el Real Madrid por otra cifra récord a pesar de su historial con las lesiones. Con treinta y veintiséis años respectivamente, el futuro y el presente parecían aún cosa suya.

Joan Laporta y la carambola Beckham-Ronaldinho

Por supuesto, Ronaldo no ganó aquel Mundial solo. Brasil llegó al descanso de todos sus partidos eliminatorios con empate en el marcador, pero solo se vio por detrás en una ocasión, ante Inglaterra, en cuartos de final. Fue entonces cuando apareció casi de la nada un chaval de veintidós años que acababa de disputar su primera temporada en Europa, en concreto en el París Saint Germain. Su nombre era Ronaldinho y esta vez el diminutivo llegó para quedarse.

Al poco de empezar la segunda parte, con empate a uno en el marcador, Ronaldinho se encargó de sacar una falta en apariencia sin demasiado peligro, a unos treinta metros de la portería y ladeada. Todo apuntaba a un centro al área y así lo entendió tanto la defensa inglesa como el portero, David Seaman, que decidió dar tres pasos adelante para ganar espacio con respecto a los delanteros. En cuanto Ronaldinho lo vio, no lo dudó: cambió el golpeo cerrado por uno abierto, con el interior, bombeando la pelota lo suficiente como para superar a Seaman pero con el efecto imprescindible para que acabara cayendo en la portería inmediatamente. Un golazo con todas las letras que descompuso por completo a Inglaterra.

Ese gol y el correspondiente campeonato del mundo como mediapunta titular dispararon la cotización del brasileño. Aunque decidió quedarse un año más en el PSG, la temporada fue una sucesión de portadas descubriendo el interés de tal o cual gran club europeo por el jugador. El más interesado de todos parecía precisamente el Real Madrid, siempre dispuesto a ponerle la guinda a todos los pasteles, pero Florentino al final se decantó por David Beckham y su facilidad para el marketing.

Beckham era a su vez el objeto de deseo de Joan Laporta, uno de los candidatos a la presidencia del Barcelona. Laporta, que no partía como favorito en aquellas elecciones de 2003, muy por debajo en los sondeos con respecto a la candidatura del publicista Lluís Bassat y el exjugador Pep Guardiola, llegó a un acuerdo con el Manchester United para el traspaso del jugador y lo publicitó allá donde pudo. Para cuando se supo que el jugador no tenía ninguna intención de marcharse a Barcelona sino que ya tenía un precontrato firmado con Florentino Pérez, Laporta ya había dado la vuelta a todas las encuestas y se había convertido en el presidente más joven (cuarenta y un años) de la historia reciente del F. C. Barcelona.

Así, de una manera algo rocambolesca, llegó a su vez Ronaldinho al Barça, casi como un segundo plato. Todos intuían que se trataba de un jugador especial, siempre sonriente, siempre dispuesto a dedicarle un saludo de surfero a sus fans y a la prensa. Lo que nadie sabía era hasta qué punto su solo fichaje iba a cambiar la dinámica de un club que venía de pasar tres años en blanco y que de hecho completaría un cuarto ya con la estrella brasileña en el equipo. El Madrid de Ronaldo y Zidane empezó a hacerse a un lado en marzo de 2004 y Ronaldinho estaba ahí, dispuesto a coger el relevo. Fueron tres años —casi cuatro— de una excelencia que la aparición de Leo Messi y Cristiano Ronaldo han dejado casi en el olvido, pero que es bueno recordar.

Ronaldinho no era Maradona todos los días, pero lo era cuando le daba la gana, algo que le acercaba precisamente al astro argentino. En los siguientes tres años, ganó dos ligas y una Champions. No es una barbaridad pero viniendo de donde venía el Barcelona es más que suficiente. Sirvió, además, junto a Iniesta, de enlace entre la generación previa, la de Puyol y Xavi, y la siguiente, la de Messi. Su esplendor es más fácil de explicar con imágenes que con palabras: queden a continuación los diez momentos en los que Ronaldinho brilló más que ningún otro jugador en el mundo.

Los diez momentos en los que Ronaldinho pareció de otro planeta

3 de septiembre de 2003. Los nuevos tiempos empezaron como acabaron los viejos, es decir, con marejadilla y algo de esperpento. Después de ganar su primer partido de liga en Bilbao, con gol de Cocu, el Barcelona de Ronaldinho se presentaba ante su afición justo pasadas las doce de la madrugada de un miércoles laborable. ¿La razón? Problemas con la Federación y la Liga por los horarios.

El partido fue horrendo, una repetición de lo que el aficionado azulgrana llevaba viendo ya cuatro años. El Sevilla se adelantó nada más empezar la primera parte aprovechando un penalti cometido por Víctor Valdés. Bien pudo llevarse los tres puntos del Camp Nou pero Ronaldinho dejó esta carta de presentación que invitaba a pensar que, por poco presente que hubiera, el futuro estaba ya ahí, llamando a la puerta:

El gol lo tiene todo: baja a recibir al medio campo, inicia una carrera que va acelerando gradualmente, dribla a un par de rivales con un ligero movimiento de la cadera y acaba soltando un zapatazo desde veinticinco metros que, para mayor contundencia, golpea en el mismo travesaño por dentro. Un «aquí estoy yo» con todas las letras.

25 de abril de 2004. En general, no fue un gran año para un Barcelona en el que Saviola y Kluivert aún se peleaban por el puesto de delantero centro. Los malos resultados provocaron una brutal campaña contra Frank Rijkaard y en favor de Radomir Antic, que había sabido llevar al equipo con su sobriedad habitual a finales de la temporada anterior. Todo cambió con el fichaje de Edgar Davids y el Barça empezó a subir posiciones en la tabla… precisamente conforme se iba despeñando el Madrid de Zidane, Ronaldo y Queiroz. El sorpasso se ejemplificó precisamente en el Bernabéu, cuando los de Florentino Pérez aún tenían alguna remota opción de disputarle la liga al Valencia.

Aquel día, Ronaldinho no marcó pero dejó clara su facilidad para dominar el partido sin pisar casi el área. Fueron muchos los pases maravillosos que dejó a lo largo de sus cinco temporadas en el Barcelona. Este es solo uno de ellos, pero especialmente significativo.

2 de mayo de 2004. Antes de acabar el año, el brasileño tuvo tiempo para dejar otra joyita cara a la grada, esta vez ante el otro gran rival, el Espanyol. El repertorio técnico de Ronaldinho era inacabable, difícilmente comparable con ningún otro jugador: podía controlar y jugar con la espalda, la nuca, los dos pies, el pecho… y el tacón, una de sus opciones favoritas y más repetidas.

En este caso no hay conducción, apenas un toque, maravilloso, de espaldas, que rompe una línea entera y se convierte en un pase en profundidad para que Saviola marque el 2-1. El mérito de Saviola aguantando la entrada de los defensas periquitos es enorme, pero el invento de Ronaldinho es una genialidad inimaginable de las que veríamos muchas en los meses posteriores. El Barcelona, que había empezado el año decimosegundo en la clasificación, se ponía tercero a falta de tres jornadas. Acabaría en segunda posición.

2 de noviembre de 2004. Hasta trece bajas dio el Barcelona el verano de 2004, incluyendo las de Cocu, Luis Enrique, Overmars, Kluivert, Saviola o el propio Davids. Los refuerzos partieron en su mayoría de La Masía con algunas excepciones que serían clave en el devenir del club: Deco, campeón de Europa con el Oporto; Eto’o, probablemente el mejor delantero de la liga española; Giuly, un gran talento que había explotado en el Mónaco, y Belletti, un lateral cumplidor, que acabaría pasando a la historia del barcelonismo por su gol en la final de Wembley.

Los primeros diez partidos de liga se saldaron con ocho victorias y dos empates, pero otra cosa era Europa. Dando por hecho que el Celtic y el Shakhtar estaban a un nivel inferior, el Barcelona se jugaba la primera plaza del grupo contra el Milán. En San Siro, perdió 1-0. En el Camp Nou, el marcador señalaba un peligroso 1-1 cuando ya se acercaba el descuento. El Barcelona atacaba y atacaba, consciente de que no solo estaba en juego la ventaja campo en octavos sino que el resultado complicaba, aunque fuera mínimamente, la clasificación a la siguiente ronda.

Y en ese momento, Ronaldinho se inventó esto:

Control orientado hacia la izquierda, conducción explosiva de cinco metros para ganarse un pequeño hueco y zurdazo a la escuadra cuando el sol más calentaba. Impresionante. Sin embargo, apenas dos semanas después, el Celtic sacaría un empate del Camp Nou que ya sí que condenaba a los de Rijkaard a la segunda plaza del grupo. Todo esto para esto. El rival en el sorteo fue ni más ni menos que el temido Chelsea del magnate Roman Abramovich.

7 de marzo de 2005. Aquel Chelsea era un equipo rocoso que, por fin, después de muchos millones de libras gastadas, había puesto velocidad de crucero. Dominador de la liga inglesa, el equipo de Mourinho, un viejo conocido de la afición blaugrana por sus años como ayudante de Bobby Robson y Louis Van Gaal, era sin duda uno de los favoritos para llevarse la más importante competición europea. La ida se jugó en el Camp Nou y acabó 2-1 gracias a sendos goles de Maxi López y Eto’o que remontaban el que se había marcado Belletti en propia meta. Los ataques de Mourinho a Anders Frisk en rueda de prensa provocaron multitud de amenazas de muerte de aficionados descontrolados, hasta el punto de obligarle a Frisk a abandonar el arbitraje.

El 2-1 no parecía una gran ventaja para un equipo aún demasiado imprevisible y, de hecho, a los diecinueve minutos, el Barcelona ya perdía 3-0 en Stanford Bridge. Todo estaba perdido salvo milagro… y el milagro llevó nombre brasileño. En el minuto veintisiete convirtió un penalti y en el treinta y ocho se inventó una auténtica marcianada. Algo parecido a la «bomba inteligente» de Roberto Carlos pero sin carrerilla. Desde fuera del área, con tres defensas del Chelsea delante, completamente parado, Ronaldinho golpea el balón con el exterior, sortea toda oposición y lo cuela por el lado del portero, que no sabe por dónde ha salido esa pelota, a lo Oliver y Benji.

No sirvió de mucho. El Barcelona no era un equipo hecho para defender ventajas y, aunque resistió el asedio del Chelsea hasta el minuto setenta y cuatro, acabó sucumbiendo con un gol de Terry a la salida de un córner mientras Carvalho «estorbaba» a Valdés. Empezaba así una larga disputa entre los dos clubes.

1 de mayo de 2005. Fuera de Europa y con una ventaja muy cómoda al frente de la liga, las últimas jornadas de la temporada sirvieron para dar paso a varios canteranos. Entre ellos, un argentino de diecisiete años del que no dejaban de hablar maravillas, Leo Messi. El rival era el Albacete y Eto’o ya había marcado el 1-0 en el minuto sesenta y seis.

Al poco de salir Messi al campo, Ronaldinho empezó a buscarle y le encontró a dos minutos del final del partido. La jugada en sí tiene más valor simbólico que estético. Aquel fue el primero de los cuatrocientos sesenta y un goles que lleva hasta la fecha Leo en el Barça. Con todo, el pase es para verlo dos o tres veces: Ronaldinho en estado puro, con esas vaselinas perfectas a lo Laudrup. Los cinéfilos podrán encontrar el gol en la película Tu vida en 65 minutos, de María Ripoll, rodada ese mismo año.

19 de noviembre de 2005. Si la temporada anterior había servido para romper una larguísima sequía, propia de los años anteriores al nuñismo, la 2005/2006 tenía que ser la de la consagración. Ya saben, no solo llegar sino mantenerse. Zidane afrontaba su última temporada como profesional, Ronaldo encadenaba pequeñas lesiones y en el horizonte solo Kaká podía compararse con Ronaldinho como mejor jugador del mundo. Cuando recordamos esta disputa por el estatus, es inevitable acudir al día en el que Ronaldinho desniveló por completo la balanza: la exhibición en el Bernabéu, aquel 0-3 en el que buena parte del coliseo madridista acabó de pie aplaudiendo al brasileño.

Tras un inicio más que dubitativo de temporada (solo dos victorias en los siete primeros partidos de liga), el Barcelona llegó al coliseo blanco algo más recuperado, después de encarrilar cuatro triunfos consecutivos. Aquel era el Madrid de Vanderléi Luxemburgo y el «cuadrado mágico». Tampoco es que hubiera sido el suyo un comienzo soñado, pero aguantaba a un punto del Barcelona y a tres del sorprendente líder, el Osasuna de Javier Aguirre. Si «los galácticos» querían demostrar que estaban de vuelta y recuperar la hegemonía en España, aquel era el día idóneo… pero todo salió al revés.

Eto’o marcó en la primera mitad y Ronaldinho sentenció en la segunda con dos goles maravillosos: en el 0-2 recibe en su propio campo, echa a correr como el día del debut contra el Sevilla, deja atrás a Sergio Ramos, se cuela como Pedro por su casa en el área madridista ante la tibia oposición de Iván Helguera y se la cuela a Casillas por debajo. Unos quince minutos después emprende una jugada similar aunque más escorada. El resultado es el mismo: deja atrás en velocidad a dos o tres rivales y sentencia por bajo al palo contrario.

18 de abril de 2006. La racha de victorias consecutivas en liga quedó al final en catorce, suficientes para sentenciar el campeonato. Quedaba, por tanto, un único objetivo: la Champions League. Aunque apenas han pasado diez años hay que recordar que por entonces el Barcelona solo había ganado este título una vez en toda su historia, aquel famoso gol de Koeman en Wembley ante la Sampdoria. El recorrido del Barça por la competición apenas dejó dudas y se plantó con cierta facilidad en semifinales, donde le esperaba el temido Milan.

En octavos, ante el Chelsea, Ronaldinho ya había dejado esta genialidad, y en San Siro se esperaba que hiciera de las suyas. Aunque la defensa milanista supo mantenerle desconectado del resto de sus compañeros durante buena parte del partido, el brasileño supo aparecer en el momento exacto para encarrilar el pase a la final, esta vez no con un gol sino con una asistencia prodigiosa a Ludovic Giuly.

Con todo, a punto estuvo el Barcelona de pifiarla en el partido de vuelta y sobre todo en la final contra el Arsenal, en la que tuvo que remontar en los últimos minutos pese a jugar contra diez buena parte del encuentro. Aquella era su segunda Copa de Europa y el pasaporte de Ronaldinho al Balón de Oro.

25 de noviembre de 2006. Después de ganarlo todo, llegó el vacío. Ronaldinho empezó su cuarta temporada en el Barcelona como el resto del equipo, envuelto en una mezcla de desidia y mal estado físico. Las fiestas en Casteldefells no empezaron aquel año pero el silencio a su alrededor se empezó a romper conforme llegaron los tropiezos. El Sevilla les pasó por encima en la Supercopa de Europa y el Internacional de Porto Alegre hizo lo propio en el Mundialito de clubes. En la liga, eso sí, empezaron como un tiro, nada que ver con el bajón que llegó en la segunda vuelta.

Pese a perder en el Bernabéu, el Barcelona recibió al Villarreal en la duodécima jornada como líder, con un punto de ventaja sobre el Sevilla y tres sobre el Madrid de Capello. Con el partido ya sentenciado, Ronaldinho nos dejó el que probablemente fuera su último gran gol, al menos desde el punto de vista de la belleza. Uno de esos goles que es carne de repetición en todas las televisiones: balón de Xavi al área, control orientado con el pecho hacia arriba y, sin dejar bajar la pelota, tijera con la pierna izquierda al palo contrario, todo a una velocidad de vértigo. El hombre de la barriguita incipiente aún tenía balas en la recámara, imposible saber exactamente cuántas.

5 de diciembre de 2006. Si las cosas iban relativamente bien en la liga, no se puede decir lo mismo de la Champions. Al Barcelona le tocó, para variar, en el mismo grupo que el Chelsea, que le hizo la vida imposible. Después de varias lesiones, incluidas las de Eto’o y Messi, todo se iba a decidir en el último partido de la liguilla, frente al Werder Bremen en casa. El empate no valía, había que ganar fuera como fuera y no se puede decir que el aficionado blaugrana las tuviera todas consigo.

Diecisiete minutos tardó Ronaldinho en disipar dudas. Primero, con un magistral gol de libre directo; luego, regalándole el segundo gol a Gudjohnsen. La falta fue un prodigio de inteligencia. Cuando todo el mundo esperaba uno de sus lanzamientos buscando la escuadra, Ronaldinho dio por hecho que la barrera saltaría y la coló por debajo, rasa, no demasiado fuerte pero pegada al poste. El portero no pudo hacer nada más que acompañar el balón con la mirada. El Barcelona pasaba a octavos, donde sería eliminado por el Liverpool de Rafa Benítez en plena depresión.

Probablemente esa fuera la última vez que Ronaldinho ejerciera realmente como mejor jugador del mundo. A su vertiginoso declive se sumó la aparición de Cristiano Ronaldo —campeón de Europa con el United en 2008— y la consagración de Leo Messi, autor ese mismo 2007 de un prodigioso hat trick ante el Real Madrid y estrella del Barcelona de Guardiola que ganaría la Champions en 2009 y 2011.

Fue precisamente Guardiola el que puso fin a la andadura de Ronaldinho en el Barcelona, cuando lo del brasileño era un mero deambular por los campos. Sus siguientes destinos no mejoraron su rendimiento: pese a contar con solo veintiocho años, parecía un jugador ya retirado. Dejó algún destello en Milán, pero su decadencia se sumó a la del club de Berlusconi y sus tres años allí no dieron muchas alegrías. Cansado de las exigencias europeas, Ronaldinho volvió a Brasil, donde, más relajado, sí nos ha ido dejando varias perlas, siempre con la sonrisa en la boca, jugando al fútbol solo por diversión.

Sus últimos años fueron parecidos a los de Romario: cambios constantes de equipo, faltas continuas de disciplina… pero un rendimiento más que notable en el campo. Fue campeón con el Flamengo y destacó tanto en el Atlético Mineiro como en el Querétaro. A los treinta y cinco años, fichó por el Fluminense, pero solo aguantó siete partidos. Recientemente, ha anunciado su retirada definitiva del fútbol profesional, pero yo aún esperaría un poco a ver si llega alguna oferta de Qatar, Estados Unidos o China. Ronaldinho sigue siendo una figura reconocida en todo el mundo, un hombre especial. Decir adiós es muy complicado cuando sabes que aún puedes ser el ídolo de un país, o, como poco, de una ciudad.

One Comment

  1. Cómo no recordar esa época. Sí hubiese seguido en ese nivel…

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