El fútbol llegó a Rusia a través de Odessa. Desembarcó con los marineros durante los setenta del siglo XIX, a quienes, para sorpresa de los lugareños, siempre les faltaba tiempo para hacerse con una vejiga de cerdo inflada y ponerse a patearla en cualquier descampado. Aquella chaladura no solo no remitió como hubiera sido de esperar, sino que en 1879 los trabajadores ingleses de las fábricas de San Petersburgo empezaron a organizarse en equipos con sus uniformes para darle patadas a la cosa esa. Los rusos de entonces asistieron al fenómeno con indiferencia, pero esa fiebre también había desembarcado en Europa occidental por La Haya, donde los marineros escoceses estaban poniendo de moda la dichosa tontuna, que a su vez penetraba hacia el sur por Francia. Mientras que en España iba entrando con una pinza ineludible por el norte, en Vizcaya, y por el sur, en Huelva.
Hasta entonces, en Rusia el deporte había sido cosa de aristócratas. Había clubes para practicar estas monerías, pero eran de inspiración victoriana, estaban integrados por nobles y diplomáticos extranjeros que impedían el ingreso e incluso la entrada a las instalaciones a los trabajadores manuales. Con esta mentalidad, los atletas rusos hicieron el ridículo en los Juegos Olímpicos de 1912. El fútbol, que seguía entrando poco a poco, permaneció como un entretenimiento exótico y marginal hasta que en un campeonato de liga que montó un ciudadano ruso-francés aparecieron algunos equipos locales. Modas contagiosas. El torneo lo dominaban los equipos ingleses, pero con mucha rivalidad con estas primeras escuadras rusas. Muchos encuentros ya entonces terminaban en peleas.
Pero seguían siendo equipos de ricos. Las tasas para poder jugar eran inusitadamente elevadas para evitar, precisamente, que se apuntaran a la última moda gentes de clase baja. De todas formas, los obreros rusos de entonces, aunque tuvieran algo de dinero, trabajaban doce horas al día y no tenían tiempo para actividades recreativas. Eran, por otra parte, migrantes del campo a la ciudad, todavía tenían estrechos vínculos con la aldea y enviaban allí lo poco que podían ahorrar.
Justo antes de la I Guerra Mundial las cosas cambiaron. Ya había una generación de jóvenes de clase obrera que habían nacido en las ciudades y se interesaron por el deporte. Las ciudades rusas de la revolución industrial, especialmente Moscú, aumentaban su tamaño y población no ya rápidamente, sino cada hora del día. Miles de chavales se pusieron a jugar por las calles antes de que hubiera ningún terreno preparado. Cualquier parte les valía. Los cementerios eran uno de sus lugares favoritos.
Paradojas de la vida, el fútbol, unos años antes una frivolidad de ricos, en los barrios sirvió para unir a los vecinos. Según el profesor de historia rusa californiano Robert Edelman en Spartak Moscow, A History of the People’s Team in the Workers’ State, el fútbol estrechó los lazos de solidaridad entre los trabajadores, llegó a haber ocho mil jugadores registrados antes de la guerra, y eso se pudo percibir en la camaradería que mostraron entre ellos en los sucesivos estallidos revolucionarios que hubo antes de 1917. Aunque para los primeros socialistas rusos el fútbol era una perniciosa consecuencia de la opresión del proletariado. Un vicio.
En este contexto, llegó a Moscú con sus padres Nikolai Starostin. Nacido en 1902, en la capital vio aumentar su familia hasta llegar a siete hermanos, cuatro chicos y dos chicas. A los nueve años Nikolai empezó a jugar al fútbol, después se le unió el resto de la prole. Su padre era muy severo y les castigaba duramente, pero murió en 1920 y Nikolai tuvo que hacerse cargo de toda la familia. Su padre falleció por la epidemia de tifus de ese año que también se llevó a otro ilustre futbolista, John Reed, el padre del comunismo estadounidense —aunque ha habido investigaciones recientemente en que se sospecha que podía en realidad tratarse de un espía—, que jugaba en Harvard.
Nikolai vendió las armas de su padre, cazador, y se puso a trabajar para sacar adelante a los suyos. Aprendió lo que eran las responsabilidades desde muy pronto. Pero nada de eso le impidió boxear de 1920 a 1921 —ganó un campeonato de peso ligero— ni jugar al fútbol en verano y al hockey en invierno, como era costumbre en su país.
La familia vivía en Presnia. Un barrio obrero que pasó a denominarse Krasnaia («rojo») Presnia tras la revolución por el compromiso y la militancia que mostraron sus vecinos en «los momentos cruciales de la revolución», lo que se traduce en que montaban barricadas en cada esquina. No faltaban motivos. En aquel Moscú la pobreza causaba estragos. El índice de habitantes por cada hogar era el más alto de Europa, ocho por habitáculo. Muchos vivían en barracones compartidos. Otros residían con sus familias en sótanos. Había gente que tenía que alquilar un rincón en una habitación o un hueco debajo de una escalera. El barrio tenía ciento treinta y cinco mil habitantes y setenta fábricas, era el paradigma del fenómeno de la revolución industrial: la creación de un proletariado urbano.
Allí, los Starostin jugaban al fútbol con sus colegas por la calle, pero tuvieron la oportunidad de hacerlo de manera mínimamente seria cuando Boris Efimovich Evdokimov, un bolchevique, formó un equipo en la Sociedad de Educación Física del barrio. El plan de Efimovich era emplear el equipo como tapadera para llegar a la juventud de forma encubierta y difundir los ideales socialistas. Con la contienda mundial, aunque la mayoría de los jóvenes fueron reclutados, el zar promocionó el fútbol en la retaguardia. Algo bueno le vería para controlar a la población o mantener alta su moral.
No obstante, cuando llegó la Revolución de octubre, al menos en Presnia, prácticamente todos la vieron con buenos ojos. Desgraciadamente, la fiesta duró poco y la guerra civil posterior obligó a los Starostin a refugiarse en la aldea. Dejó de jugarse al fútbol y las pocas explanadas existentes para practicarlo se sembraron de patatas. El país quedó devastado tras la conflagración. No había nada que llevarse a la boca y, en lo que respecta al deporte, se habían marchado todos los extranjeros, por lo que se perdió el vínculo con la madre del fútbol, Inglaterra. A cambio, cuando el nuevo Estado echó a andar por fin se eliminaron todas las barreras para que las clases bajas pudieran jugar al fútbol seriamente.
El fútbol soviético no se puede entender sin el periodo inmediatamente posterior a la victoria bolchevique, los años de la NEP de Lenin. La Nueva Política Económica fue una etapa transitoria hacia la estatalización de toda actividad productiva en la que se permitieron pequeños y medianos negocios privados. Durante estos años hubo un apreciable auge económico. Se experimentó incluso cierta abundancia cuando por fin se acabó la guerra civil y se salió de un agujero negro que había empezado con la Gran Guerra de 1914. Los años veinte se presentaron, como en muchas otras partes del planeta, como una época vitalista, bohemia, en algunos casos hasta de hedonismo sin control. El consumismo surgió con fuerza en el país más revolucionario del mundo y con él una élite, una beautiful people, que señoreaba por la capital, con sus restaurantes caros, clubs exclusivos y noches interminables de parranda. ¿Y quién se encontraba entre esta jet? Los futbolistas, por supuesto, con los Starostin a la cabeza.
Hubo competiciones desordenadas por toda la nueva RSFSR (República Socialista Federativa Soviética de Rusia). Starostin formó el MKS en su barrio. Su campo había sido un patatal, en sentido literal, durante los años negros, como se refieren los eslavos a las épocas de guerras y crisis varias. En estos años los equipos ganaban dinero con las entradas y hacían giras que les dejaban buenos dividendos, según relató el historiador inglés Jim Riordan en The strange story of Nikolai Starostin, football and Lavrentii Beria. Rápidamente fue el deporte más popular y el menos elitista y muchos jugadores empezaban a ser, de facto, profesionales.
El joven Gobierno soviético intentó poner orden. Dictaminó que los clubes tendrían que regirse por el principio territorial-productivo para que no pudieran buscar jugadores por toda la ciudad. No querían profesionalismo. Cada equipo pertenecería a una fábrica o a un distrito. El deporte no podía ser un negocio. En estos años, Nikolai se adaptó a las circunstancias trabajando como mecánico en una fábrica de tractores y jugando al fútbol en sus ratos libres según la legislación vigente. Así, el dinero pasó a moverse igualmente, pero en partidos clandestinos con apuestas. Hubo un fútbol underground del que poco sabemos y, la verdad, nos gustaría mucho.
Aunque los participantes en este balompié mitad peleas de gallos no eran los únicos que se saltaban la ley. El primero, por supuesto, fue el Gobierno. En 1923, Félix Dzerzhinski, padre de la checa, fundó el Dinamo, el equipo de la policía secreta. Ni producía nada ni era de un barrio, pero a ver quién se lo reprochaba. Hasta ese momento tenían diferentes clubes deportivos, sobre todo de tiro, como es lógico, pero con esta iniciativa demostraban que sabían muy bien cuál era el deporte más popular del país y no querían perdérselo. Ese mismo año también se ponía a disposición del Ejército Rojo una vieja sociedad deportiva y nacía el club que años después se conocería como CSKA.
La bonanza de la NEP declinó en 1927. Durante unos años convivieron una inteligentzia de artistas, cantantes y nuevos ricos, entre los que estaban los hermanos futbolistas Starostin como se ha dicho, con un proletariado que se encontraba de nuevo como en los años del zar. Volvía a haber huelgas, desempleo y, desde el 27, la situación no hizo más que empeorar. Stalin no necesitó que le convencieran para acabar con la NEP en el año 28. Fue el inicio de los planes quinquenales, industrialización y colectivización en el campo a cualquier precio.
El Estado se volvió más represivo y ortodoxo, y el fútbol, tal y como había estado configurado en la NEP, no fue una excepción. El diario Vecheranya Moskva denunció en 1929 todo lo que había sucedido hasta ese momento: «El principal objetivo en la mayoría de las giras es hacer dinero. Los jugadores cogen su dinero y se van cada uno por su lado. En un viaje de diez días del equipo del ejército, cada jugador ganó trescientos rublos. Luego se lo juegan a las cartas, se emborrachan y se van con prostitutas».
El cambio en los años treinta impuso que solo podían jugar al fútbol los trabajadores de las fábricas o de los sindicatos en los que militaban. El fútbol desapareció de la prensa, se disolvieron muchos clubes, aunque esta normativa tan estricta seguían saltándosela a la torera la policía y el ejército. El Dinamo y el entonces TSDKA podían hacerse con el jugador que quisieran y la gente lo sabía.
Para 1936, la situación dio un giro. Se propuso la creación de una liga soviética. Lo anunció una película del género comedia musical, El guardameta (Vratar), filmada por Semen Timoshenko. Fue un éxito nacional y volvió a poner de relevancia social este deporte. El guion era del escritor Lev Kassil, también redactor deportivo del diario Izvestia, y presentaba al actor Grigorii Pluzhnik en el papel de Anton Kandidov, apellido en referencia a la obra de Voltaire, aquí un clasificador de melones cuyos compañeros descubren sus dotes como portero cuando se los pasan. El hombre termina como guardameta en Moscú y no hay dios que le meta un solo gol, así que es seleccionado para el equipo nacional. Y, ¿qué le ocurre a un futbolista de éxito pelín casquivano? Tanto en la Rusia revolucionaria como hoy, Kandidov empieza a beber cócteles exóticos, a alternar con malas compañías, ir a restaurantes caros y rodearse por las noches de mujeres glamurosas, con ropas caras, que marcan el contrapunto con su novia proletaria. En una decisión «privada», impropia de un soviético, firma por el Torpedo, pero ahí por fin le clavan un gol, lo que nunca le había pasado, y es expulsado en un partido. Kandidov hace pues propósito de enmienda, vuelve con su novia y se convierte en un ortodoxo, recio y masculino hombre soviético. En la última escena de la película, el portero vuelve a ser el titular de la URSS. Con el partido empatado, le van a tirar un penalti en el último minuto. Y no solo se lo para, sino que coge el balón y, cual Maradona, se va hasta la portería contraria y marca él mismo el gol de la victoria.
Incluso todavía hoy, el término «Kandidov» salido de este film se ha instalado en la jerga balompédica, señala Edelman. «Kandidov no estaba disponible hoy» se puede escuchar en boca de un entrenador cuando un equipo pierde. Pero lo importante es que esa película era una clara enmienda a la totalidad al fútbol y la forma de vida que habían llevado Starostin y sus hermanos hasta el momento. Al mismo tiempo que la figura del guardameta podía ser el símbolo del último soldado soviético, el guardián de las fronteras, de la patria, se rechazaba cualquier tipo de veleidad individualista, élite o estrellitas. El país estrenó también una Constitución en 1936, conocida como «la de Stalin», y de algún modo se anunciaba que el fútbol iba también a ser socialista.
En esta liga apareció el Lokomotiv, de los trabajadores ferroviarios. El Torpedo, de las fábricas de coches. El Burevestnik, de los estudiantes. Y, desde un año antes, el Spartak de Moscú, el club del barrio de Presnya reconstituido, en el que jugarían los cuatro Starostin: Nikolai, Andrei, Pyotr y Aleksandr. No está claro el porqué del nombre. Spartak hacía referencia a Espartaco, que lo tenía todo, era un atleta y un revolucionario al mismo tiempo. Se pudo elegir por varios motivos. Hay quien dice que Starostin andaba esos días con la novela de Raffaello Giovagnoli. Otra versión habla de que jugó un partido contra un club alemán surgido tras la revolución alemana de noviembre de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht que se llamaba el Spartacus. Solo en el libro de Robert Edelman aparece que ya hubo antes un Spartak en Leningrado que pudo inspirarlos. Sea como fuere, Starostin, mediante los contactos de su amigo Alexander Kosarev, secretario del Komsomol, logró obtener la financiación para su Spartak, un equipo asociado a las cooperativas de los trabajadores textiles del barrio. La leyenda cuenta que al ser un club que venía de abajo, sin mediación de los poderes del régimen, fue percibido con recelo por las autoridades. Del mismo modo, para los aficionados elegir el Spartak era una pequeña forma de decir «no» en un régimen totalitario. Todo suena muy bien, pero como se apunta en el libro de Edelman, el señor Kosarev era un pez gordo del sistema. Mientras el Dinamo era de la poli y el CSKA del ejército, precisamente el Spartak era el del partido.
El problema es que, por decirlo de algún modo, el partido en los años treinta iba a atravesar años convulsos. La década se inició con optimismo en las ciudades, eran los años de la soviet jazz age, pero las colectivizaciones en el campo tenían otro cariz. A mediados de la década la economía no repuntaba y empezó la Gran Purga. Cayeron ministros de deportes, atletas de toda clase, miembros del comité olímpico, científicos y médicos deportivos…
Pero antes de desatarse la tormenta, el Spartak se había convertido en el gran club de la URSS y el Dinamo en su gran rival. El derbi eterno ya estaba constituido cuando fueron los dos equipos elegidos para jugar en la Plaza Roja un partido de exhibición ante Stalin, aunque cuenta Riordan que el Dinamo decidió retirarse en el último momento porque temía las consecuencias que podría acarrear que un balón saliera despedido y le diese en la cara a Stalin. A Kosarev no le quedó más remedio que poner a dos equipos del Spartak a jugar.
Para el encuentro en un lugar tan señalado se colocó una alfombra verde de nueve mil metros cuadrados. Hicieron falta trescientas personas para estirarla. Los miembros del Politburó no querían que ningún jugador sangrase ante el Padre de los pueblos. El propio Kosarev tuvo que revolcarse por la alfombra para demostrar que no era peligroso. Días después tenía unas terribles quemaduras negras por todo el cuerpo.
Jugaron los tres hermanos Starostin. Nikolai, de capitán. Kosarev estaba sentado junto a Stalin y tenía un acuerdo con Starostin por el que, si sacaba un pañuelo, es que Stalin se estaba aburriendo y debían ir parando el partido. No obstante, a Stalin le gustó lo que vio y jugaron cuarenta y cinco minutos más de lo previsto. Solo volvieron a disputarse dos partidos de fútbol en la Plaza Roja durante la guerra, en el año 42 y en el 45, después de eso nunca más se profanó el lugar con un esférico.
Pero los días de Kosarev, padrino político del Spartak, estaban contados. En 1936, había sido nombrado Lavrenti Beria presidente de honor del Dinamo y se lo tomó tan en serio como su otro trabajo, por todos conocido. En el año 37, los chicos de la poli se proclamaron campeones de liga y copa. Pero en los dos siguientes, 38 y 39, el Spartak hizo dos dobletes consecutivos. Sus dobletes de oro. Nunca nadie volvió a repetir la proeza en la URSS.
El Gobierno había aceptado a regañadientes la profesionalización del fútbol, algo que ya había ocurrido sin su mediación, y los jugadores del Spartak se convirtieron en estrellas otra vez. Más que nada porque ya eran conocidos de antes y en la nueva liga volvieron a ser los mismos. Presumían de tener sueldos como los de los escritores, las bailarinas de ballet o los académicos, ¡un escándalo! Nikolai hasta fue condecorado con la Orden de Lenin.
El equipo también se hizo tan popular porque, como se ha apuntado, competía contra el Dinamo y el CSKA en desigualdad de condiciones. Todo el mundo sabía que los jugadores del CSKA no eran soldados que después del entrenamiento se iban por ahí en tanque. Podían fichar a quien quisieran, pero no así los demás, circunscritos a sus respectivos gremios o sindicatos. Cuando un jugador se iba con el Dinamo o el CSKA la afición lo consideraba un traidor vendido.
Y no era una afición cualquiera, los hinchas del Spartak en la mismísima URSS de Stalin montaban unas peleas multitudinarias tremendas. Una vez invadieron el campo en un Spartak-Dinamo y arrancaron una portería. En los medios se les trataba de bestias y, sin embargo, eso atraía a más aficionados, que con la mala prensa los percibían como los tíos más duros y peligrosos, los más machos. Encima, los terrenos de juego eran el único lugar donde se podía gritar contra la policía, el Dinamo, lemas como «¡A por a poli!», «¡A machacar a los polis!», etcétera, que eran perfectamente lícitos en ese contexto.
La liga soviética antes de la II Guerra Mundial llegó a congregar más gente en los estadios que la inglesa. La afición y el interés no hacía más que crecer mientras en torno al Spartak pasaban demasiadas cosas que no casaban bien con el sistema. El asunto era delicado. Cuando en el segundo plan quinquenal la economía empezó a ir muy mal, cuando el Estado le cogió miedo a las masas, lo tenían que pagar.
El único problema que tenían los enemigos del Spartak para meterle mano no era menor: es que molaban un huevo. O, más que eso, llegaron a ser el orgullo soviético personificado a base de goles. Cuando comenzó la guerra en España, una selección de jugadores vascos fue a disputar una gira por la URSS para recaudar fondos para el Gobierno democrático.
España en aquel entonces era un equipazo. En el Mundial de Italia de 1934, el de Mussolini, fue eliminada en cuartos por el anfitrión de forma un tanto dudosa con un partido de desempate. Y, en 1935, la selección de la República de España logró vencer a la del Tercer Reich en Colonia. Fue un 12 de mayo ante sesenta y cuatro mil espectadores. Un partido mágico de nuestra historia que hemos olvidado y del que deberíamos haber hecho películas, documentales e incluso series, pero este país es como es. Aquella tarde, ante la mirada en el palco de Bernhard Rust, ministro de Educación de Hitler, responsable de las purgas de judíos en la universidad y autor de la frase «toda función de la Educación es crear nazis», el delantero de «los rojos» —así llamaba el diario ABC a la selección española— Isidro Lángara remontó un uno a cero en contra con dos goles.
Ese mismo Lángara viajaba dos años después a Moscú con la selección de Euzkadi. El recibimiento fue multitudinario, lleno de cariño, y eso que la selección vasca pidió poder ir a misa el domingo, ceremonia que se celebró en la embajada de Finlandia. Se registraron trescientas mil peticiones de entradas para verlos. En el equipo venían seis jugadores del Athletic, dominador del campeonato español en los años republicanos. Aquello era la sensación.
Los vascos ganaron a todos los equipos soviéticos que se le pusieron por delante. Al Lokomotiv, al Dinamo —en dos partidos, uno de ellos considerado por la prensa rusa como el mejor partido de toda la historia disputado en su país—, al Dinamo de Tbilisi, a una selección de los mejores futbolistas de Leningrado, ganaron también en Minsk, en Kiev… Según narran las fuentes vascas, los jugadores de Euzkadi iban tan desahogados que exigieron vino en las comidas. En el libro de Edelman, por el contrario, se cuenta que en Leningrado les prepararon una fiesta con chavalas y licores para a ver si así había forma de vencerlos y los vascos se indignaron por ese atentado a su profesionalidad.
A Nikolai Starostin le mandaron al Gulag