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Pat Riley y los Knicks de los noventa, el duro camino de los otros «bad boys»

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Pat Riley. Fotografía cortesía de NBA.
Pat Riley. Fotografía cortesía de NBA.

El draft de 1984, o más bien el camino al draft de 1984, con los Rockets, los Bulls y otros tantos equipos perdiendo partidos como locos para intentar asegurarse la primera elección y con ella al pívot nigeriano Akeem Olajuwon, obligó a la NBA a tomar cartas en el asunto.

El verano siguiente cambiaría el orden tradicional de selección, sorteando la primera plaza entre los siete peores equipos de la liga en vez de dársela sin más al peor. En vez de usar pelotas de ping-pong, como sucede ahora, aquel primer sorteo fue más sencillo: siete sobres en una urna y la «inocente» mano de David Stern, en su segundo año como comisionado de la liga, eligiendo al ganador.

Cuando se abrió el sobre y apareció el nombre de los New York Knicks, la mitad del auditorio rompió en aplausos y la otra mitad empezó a tejer teorías de la conspiración. Los Knicks necesitaban esa primera elección como agua de mayo porque necesitaban a Patrick Ewing, el pívot dominante de la universidad de Georgetown que fuera campeón de la NCAA el año anterior.

Como a su vez la NBA necesitaba a unos Knicks fuertes y atractivos en el principal mercado de la liga, se llegó a decir que habían puesto el sobre de la franquicia en una nevera antes del sorteo para que Stern lo localizara inmediatamente. Sutilezas, las justas.

Ewing llegaba en cualquier caso al Madison Square Garden en lo que sería el inicio de una larguísima relación de amor y odio con el público y la prensa neoyorquina. Por entonces, los Knicks eran un equipo en continuo declive desde los años de Red Holzman, Willis Reed, Dave DeBusschere y aquellos dos títulos de 1970 y 1973.

La llegada de Hubie Brown en 1982 parecía haber parado la sangría con dos buenas temporadas, llegando incluso a forzar siete partidos a los todopoderosos Celtics en las semifinales de conferencia de 1984, pero en la siguiente temporada los problemas regresaron.

Pat Riley (Foto: Cordon Press)

Aquel era el equipo del legendario y problemático Bernard King, un equipo que se había rehecho gracias a la defensa, como en los viejos tiempos, pero al que las lesiones machacaron sin piedad: no solo el propio King, cuya carrera quedaría destrozada por una rotura de ligamentos durante la primera temporada de Ewing, sino también el otro «siete pies» del equipo, Bill Cartwright, un pívot eficiente, sólido, buen defensor… pero con fama no ya de blando sino de buenazo, un carácter que casaba mal con la ciudad y con la liga en los tiempos en los que los Bad Boys empezaban a asomar la patita en Detroit.

Con todo, el fichaje de Ewing y el sorprendente rendimiento del otro novato, Gerald Wilkins, hermano de Dominique, seleccionado con la última elección de la segunda ronda, invitaban al optimismo. La idea era imitar el modelo de los Rockets de las «torres gemelas», es decir, dos pívots muy altos que se alternaran para intimidar en defensa y salir a tirar a cuatro o cinco metros en ataque, algo que tanto Cartwright como Ewing podían hacer con cierta facilidad.

La fórmula funcionó de maravilla en Houston: Olajuwon y Sampson llevaron a los Rockets a la final en su segundo año juntos… ¿Por qué no iba a funcionar en Nueva York si Ewing había derrotado a Akeem en la famosa final de la NCAA de 1984?

La montaña rusa de Hubie Brown a Rick Pitino

Cada uno puede buscar sus razones, pero el caso es que la primera temporada de Ewing en Nueva York fue un desastre para los Knicks: pese a que el pívot de origen jamaicano fue elegido rookie del año con veinte puntos, nueve rebotes y dos tapones por partido, la franquicia apenas pasó de las veintitrés victorias, una menos que el año anterior. Como decíamos antes, Bernard King se destrozó la rodilla y las lesiones continuas de Cartwright impidieron explotar a fondo la fórmula de las dos torres.

El siguiente año no empezó mucho mejor y Hubie Brown acabó en la calle tras dieciséis partidos, sustituido por Bob Hill, que tampoco hizo mucho por enderezar la nave. Como en Nueva York la paciencia no dura nunca más de año y medio, muchos empezaron a culpar a Ewing de la situación: Jordan deslumbraba en Chicago, Perkins había hecho de Dallas un equipo muy competitivo y Olajuwon llevaba a Houston a finales de la NBA. ¿Qué hacía Ewing por los Knicks? Nada.

Por tercer año consecutivo, no llegaban ni a las veinticinco victorias en liga regular. El equipo había pasado de ser una muralla defensiva a ser un «sálvese quien pueda» en el que todos intentaban sumar sus puntos para ver si así entraban en algún traspaso mientras los rivales se ponían las botas en la canasta contraria.

¿Quién podía cambiar esta dinámica? Bob Hill, desde luego, no parecía el más indicado, así que se fijaron en el que fuera ayudante de Hubie Brown durante varios años: el joven y prometedor Rick Pitino. Cuando Pitino se puso a buscar nombres para completar el equipo técnico apareció por ahí un tal Phil Jackson, exjugador de la franquicia y habitual de la CBA y la liga de Puerto Rico.

Al pulcro y aseado Pitino no le gustaron las formas relajadas y el rollo new age de Jackson, como no le habían gustado a Stan Albeck en 1985, cuando Jerry Krause lo propuso como segundo entrenador y Jackson se presentó en bermudas a la entrevista.

Al año siguiente por fin conseguiría el anhelado puesto en los Bulls como ayudante de Doug Collins y el resto, como ya saben, es historia.

En fin, volvemos a Pitino, al siempre extraño Pitino. Su primer año fue notable. Los Knicks rozaron el cincuenta por ciento de victorias con jóvenes como Mark Jackson o Kenny Walker acompañando a los Wilkins, Newman, Cartwright, Ewing y compañía y se clasificaron para los play-off por primera vez en cuatro años, aunque cayeran en cuatro partidos contra los Celtics.

En cualquier caso, la gran explosión llegó la siguiente temporada, la 1988/89. Ewing parecía asumir por fin su papel de líder sin timidez, el ya veterano Cartwright puso rumbo a Chicago a cambio del temperamental Charles Oakley, provocando de paso el descomunal enfado de Michael Jordan, y los Knicks no solo llegaron a las cincuenta y dos victorias, algo no visto desde la década anterior, sino que consiguieron ganarle a los Celtics la División Atlántica.

Era un equipo aguerrido y voluntarioso, que combinaba el talento de los años anteriores con la llegada de un mítico anotador, Kiki Vandeweghe, y un joven base que tuvo pocas oportunidades aunque acabara teniendo una gran carrera en Washington y Portland, Rod Strickland.

Los Knicks se impusieron en primera ronda de play-offs a los Sixers de Charles Barkley por la vía rápida y contaban con el factor cancha a favor en las semifinales de la conferencia este contra los Chicago Bulls, el primero de una larga serie de enfrentamientos entre ambos equipos.

Los dos pujaban por erigirse como grandes rivales de los Pistons, pero Jordan fue demasiado Jordan para esos Knicks: con casi treinta y seis puntos de media, el de North Carolina llevó a su equipo a la victoria en seis partidos y llegó así a su primera final de conferencia, preludio de lo que estaba por venir.

Patrick Ewing con la selección de EEUU ante Drazen Petrovic (Foto: Cordon Press)

No fue esa la peor noticia para los aficionados del Madison: la relación de Pitino con Al Bianchi, el general manager del equipo, era desastrosa, una constante en el banquillo de los Knicks durante demasiados años. Pese a haber resucitado a un equipo en ruinas, Pitino prefirió la tranquilidad de la universidad de Kentucky a renovar su contrato.

Fue el anticipo de dos temporadas extrañas, la primera con Stu Jackson en el banquillo, llena de altibajos, con un Ewing ya definitivamente estelar (casi veintinueve puntos, once rebotes y cuatro tapones por encuentro), Oakley en su esplendor físico y Wilkins como anotador compulsivo; la segunda con John MacLeod de técnico jefe y con el veterano Mo Cheeks quitándole minutos a los jóvenes Jackson y Strickland, un error que solo duró esa temporada.

Si el primer año los Knicks se habían dado al menos el gustazo de eliminar a los Boston Celtics remontando un 2-0 en contra, algo que no había sucedido jamás en una primera ronda de la NBA, el segundo fue una sucesión de mediocridades, silbidos y dimisiones.

Así llegó el verano de 1991 y la franquicia de Nueva York necesitaba de nuevo un empujón desesperado. En una reunión de exjugadores de la universidad de Kentucky, Pat Riley, exentrenador de los Lakers y en pleno año sabático comentando partidos para la NBC, coincidió con Rick Pitino y le confesó que estaba deseando volver a entrenar.

Inmediatamente, Pitino llamó a su único amigo de la directiva de los Knicks, Stanley Jaffe, el dueño de MSG, jefazo en Paramount Pictures y productor de exitazos como Atracción fatal o Kramer contra Kramer.

El acuerdo fue casi instantáneo: Riley había nacido y crecido en un pueblo pequeño del estado de Nueva York y era un animal competitivo deseoso de enfrentarse a cualquier reto, por mayúsculo que fuera. Con él empezó una nueva etapa en la franquicia y en la liga. Un año antes, los Knicks habían rescatado de la CBA a mitad de la temporada a un chico de Oklahoma que ni siquiera había sido seleccionado en el draft por sus problemas de adolescente con el cannabis y las malas compañías.

Su nombre era John Starks. Su debut fue en el Chicago Stadium, defendiendo a Jordan. Ya entonces consiguió sacarle de sus casillas, aunque después los Bulls cerraran de nuevo en play-offs las puertas del título.

Lo de Starks y Riley, contra todo pronóstico, fue un amor a primera vista.

Pat Riley, sangre irlandesa en constante ebullición

De Pat Riley conocíamos la narrativa del showtime. Los trajes de Armani y el gel fijador Sebastian siempre luciendo en el Forum de Inglewood. Sus cuatro anillos con los Lakers desde que sustituyera, no sin polémica, a Paul Westhead. Riley era el glamur en el banquillo y el espectáculo en la cancha.

Lo que no todo el mundo sabía era que el Pat Riley de verdad no tenía nada que ver con el de los highlights de la ESPN: un Riley que creció bajo el terror de su padre, un alcohólico de origen irlandés, jugador mediocre de béisbol que ni siquiera consiguió confirmarse como técnico jefe en las ligas menores.

A sus cincuenta años, Leon Riley acabó de entrenador del colegio en el que él mismo limpiaba los baños y murió a principios de la década de los setenta, cuando su hijo aún luchaba por hacerse un hueco en el baloncesto profesional.

Como jugador, Riley era un guerrero. Cuando los Lakers le ficharon, su cometido quedó claro desde el primer minuto: no estaba ahí para brillar y probablemente ni siquiera para jugar. Estaba ahí para hacerle la vida imposible a Jerry West en cada entrenamiento, exigirle al máximo con su defensa y su presión constante. Tenía que ser un perro de presa, un buscavidas que se jugara el contrato en cada posesión. El trabajo perfecto para el hijo de un irlandés orgulloso.

Probablemente de ahí la fascinación de Riley por los Starks, los Mason, los McDaniel, los Anthony… los jornaleros del baloncesto profesional dispuestos a dar el máximo sin pedir nunca ni una sola explicación. El objetivo para estos nuevos Knicks no podía ser llegar a los play-offs sin más.

Reggie Miller con la selección de EEUU (Foto: Cordon Press)

El público del Madison estaba ya cansado de amagar y no dar. No, su objetivo era el título y para conseguir el título había que pasar por encima de los Bulls… y para pasar por encima de los Bulls había que quitarse de en medio a Michael Jordan.

De repente, lo que el propio New York Times había calificado como «lo más parecido a una franquicia en expansión, con una gran estrella rodeada de individuos sin sentido grupal» se convirtió en el equipo más incómodo y más odiado de Estados Unidos.

Su referente, y creo que Riley no se esforzó mucho en disimularlo, eran los Pistons de los ochenta, aunque una versión más light: al fin y al cabo, Starks podía ser tan cabrón como Thomas pero ni Oakley era Rick Mahorn, aunque a veces lo pareciera, ni Ewing, desde luego, era Bill Laimbeer.

En cualquier caso la idea era la misma: juego en grupo, defensa extenuante, mucho trash-talking y convencimiento absoluto en las propias posibilidades. En su primera temporada en el banquillo, la 1991/92, Riley consiguió que su equipo fuera la segunda mejor defensa de la liga y se cargó a los Pistons en primera ronda de los play-offs.

 

Unos Pistons sin Thomas y en plena decadencia, pero aún con Chuck Daly en el banquillo. El testigo pasaba de mano y en la siguiente ronda esperaban los Bulls por tercera vez en cuatro años. En unas series agónicas y disputadísimas, con Xavier McDaniel intentando desquiciar a Michael Jordan, con mayor o menor éxito, los Knicks forzaron un séptimo partido en el Chicago Stadium, pero no fue suficiente. El futuro, en cualquier caso, era suyo. O eso querían pensar.

Charles Smith contra el mundo

Estaba claro que si querían eliminar a los Bulls, lo primero que tenían que hacer era superarles en la liga regular y conseguir así el factor cancha en una posible eliminatoria. Aquellos Bulls de 1993 no eran los mismos de los años anteriores: Paxson y Cartwright estaban más viejos, Grant y Pippen andaban más preocupados de pelearse con Jerry Krause que de jugar al baloncesto… y Michael Jordan, antes incluso del asesinato de su padre, ya estaba casi decidido a abandonar la NBA y lanzarse a la aventura del béisbol, a ser posible en algún equipo vinculado a los White Sox de Chicago, cuyo propietario, Jerry Reinsdorf, presidía también los Bulls.

Dicho y hecho: los Knicks, ya con Starks como titular y Anthony Mason, recién llegado de la CBA tras su paso por Venezuela y Turquía, como revulsivo interior desde el banquillo sin llegar a los dos metros, consiguieron el mejor registro de la conferencia este y el segundo de la liga, tras los Phoenix Suns de Charles Barkley, con sesenta victorias y solo veintidós derrotas.

Su defensa ya era la mejor de la NBA sin discusión, permitiendo solo noventa y cinco puntos por partido a sus rivales y sumando más veteranos a la plantilla, siguiendo así el viejo mantra de que los veteranos son los que ganan anillos desde la sombra; así, Doc Rivers y Rolando Blackman llegaron como titulares ocasionales mientras Herb Williams y Tony Campbell calentaban aún más los entrenamientos.

Y, efectivamente, los Knicks ganaron en primera ronda a los Pacers y en segunda ronda a aquellos Hornets de Larry Johnson y Alonzo Mourning, cediendo solo dos partidos en el camino. En la final de conferencia —contra los Bulls, por supuesto— aprovecharon sus dos partidos en casa para ponerse dos a cero a favor, incluyendo una de las jugadas icónicas de la década de los noventa, cuando a falta de pocos segundos para acabar el segundo partido y el marcador aún apretado, John Starks engaña a B. J. Armstrong en el dribbling, le deja tirado en el suelo y se lanza hacia la canasta, protegida por Horace Grant. Con su 1.95 pelado, Starks salta por la línea de fondo hacia el aro, sobrevuela a Grant y supera incluso la ayuda del omnipresente Michael Jordan para firmar un mate portentoso.

Pasados los años, esa jugada sigue recordándose como «The Dunk» entre los nostálgicos del Garden.

Sin embargo, tras el 2-0 llegó el bloqueo mental y físico. La prensa neoyorquina sacó a la luz las noches de cartas y casinos de Jordan en Atlantic City junto a su padre y a Jordan le sirvió como estímulo para liderar a su equipo en Chicago y empatar a dos la serie.

El partido clave, como es habitual, sería el quinto, en Nueva York. Jordan estuvo a la altura, con veintinueve puntos, catorce asistencias y diez rebotes, pero los Knicks aún tuvieron una oportunidad para ganar el partido, la otra jugada por la que se recordaría esta eliminatoria, aunque esta vez en el plano negativo…

A falta de catorce segundos, en uno de esos espesísimos ataques marca de los Knicks, Ewing acaba encontrando a Charles Smith solo debajo de la canasta. Con los Bulls un punto arriba, Smith se da la vuelta para anotar pero se encuentra con Grant, que le tapona. Coge su propio rebote, pero ahora es Jordan el que toca la pelota abajo y le obliga a un tercer esfuerzo a aro pasado. Tapón de Pippen. Nuevo rebote y nuevo tapón de Pippen para acabar con el partido y la serie. Los Bulls en estado puro.

La gran revancha de Hakeem Olajuwon

Así que, después de todo, lo que los Knicks necesitaban para vencer de una vez a los Bulls no solo era el factor cancha sino que Jordan desapareciera de la liga, cosa que sucedió aquel verano. Es curioso, porque no fue un año precisamente fácil en Nueva York. El equipo empezó mal la temporada y a Riley se le echaron encima el público, la prensa, algunos directivos…

La historia de siempre, vaya. La plantilla se había reforzado con otro veterano, Derek Harper, y un novato que sería clave, Hubert Davis. La relación entre técnico y jugadores tampoco pasaba por su mejor momento. La disciplina militar es difícil de mantener durante tres años seguidos sin botines que repartir.

Mason tuvo algunos problemas de disciplina; Jeff Van Gundy, el segundo técnico, empezó a sonar como posible sustituto y a Riley se le iba agotando poco a poco la paciencia. Con todo, el equipo ganó cincuenta y siete partidos y superó a sus vecinos de New Jersey en primera ronda de play-offs antes del tradicional enfrentamiento contra los Chicago Bulls, el quinto en seis años.

Aquello fue una montaña rusa de sensaciones, como lo había sido tantas otras veces. Los Bulls no tenían a Jordan pero tenían al mejor Pippen de su carrera… E incluso cuando Pippen se negó a salir a la cancha en la última jugada del tercer partido, enfadado con Phil Jackson, apareció Kukoc para ganar el encuentro con un lanzamiento imposible.

La serie empezaba a parecerse sorprendentemente a la del año anterior. Igual que en 1993, el quinto partido llegaba a sus últimos siete segundos con 85-86 para los Bulls en el Madison y bola para los Knicks… Solo que esta vez el árbitro Hue Hollins le regaló a los locales dos tiros libres por una supuesta falta de Scottie Pippen sobre Hubert Davis que nadie vio más que él.

La serie llegó a los siete partidos, pero esta vez los Knicks se quitaron el peso de encima y eliminaron a los Bulls. En la final de conferencia harían lo propio, también en siete partidos, con los Pacers de Reggie Miller, gracias a un mate tras rebote en ataque in extremis de Ewing, iniciando así una nueva minirrivalidad que daría también mucho que hablar.

El momento había llegado: nueve años después de su llegada a la liga, Patrick Ewing por fin llevaba a los Knicks a su primera final desde 1974. Enfrente, como en un sueño, el otro gran pívot dominador de la década con permiso del aún joven Shaquille O´Neal: Hakeem Olajuwon. Los Rockets partían como favoritos por su experiencia y por tener el factor cancha a favor…

Pero los Knicks habían derrotado a los campeones, y eso siempre es algo a tener en cuenta. De hecho, en el segundo partido jugado en Houston, los Knicks se llevaron su primera victoria, con diecinueve puntos y nueve asistencias de John Starks. La alegría duró poco: en el siguiente partido, ya en Nueva York, Olajuwon metió veintiún puntos, cogió once rebotes y puso siete tapones para adelantar a Houston 2-1.

Los Knicks no se rindieron. Llegar hasta aquí por fin para venirse abajo sería ridículo. Del 2-1 para los Rockets se pasó al 3-2 para los de Pat Riley, cortesía de Derek Harper. Todo se decidiría en Houston, y el desenlace no pudo ser más dramático: en el sexto partido, a falta de minuto y medio, los locales ganaban 84-77.

Starks, erigido en referente del equipo ante el enésimo mutis de Ewing, culminó un contraataque, robó el siguiente balón y anotó un triple para poner el marcador en 84-82. Era su vigésimo séptimo punto de la noche y sería el último. A partir de ahí, el desastre: pérdida de balón decisiva y, en la última jugada, dos puntos abajo, triple forzadísimo desde la esquina que llega a rozar Olajuwon y acaba no tocando ni el aro.

En el séptimo partido, un desolado Starks metió dos canastas en dieciocho intentos, incluyendo un histórico cero de once en triples. No era capaz ni de tocar el aro incluso en tiros en los que estaba solo. El chico lo intentaba pero, a determinados niveles, intentarlo no basta. Los Rockets ganaron 90-83 y la gran oportunidad se esfumó, con ese fatalismo neoyorquino que impide ver más allá de la última derrota.

El adiós de Pat Riley, la llegada de Van Gundy

Y es que, en la práctica, aquel fue el final de los Knicks de Pat Riley, uno de los mejores equipos en quedarse sin anillo de la NBA. Al año siguiente llegaron a las cincuenta y cinco victorias, pasando de cincuenta por cuarta vez en cuatro años de Riley en el banquillo, pero las relaciones entre jugadores, entrenador y directiva estaban rotas.

Por si había alguna esperanza de rehabilitación, Reggie Miller se encargó de pisotearla con su exhibición en el primer partido de la semifinal de conferencia entre gritos e insultos de Spike Lee a pie de pista.

Los Knicks perdieron aquella serie y la prensa se lanzó a degüello contra Riley, con filtraciones de jugadores que se quejaban de que el equipo no jugaba a nada, como si ellos fueran Magic, Worthy, Scott y Jabbar. Todo acabó de una manera muy fea: tras ausentarse de la ciudad como alma que lleva el diablo, Riley acabó comunicando su dimisión por fax.

Ni una mísera rueda de prensa. Al parecer, quería veinticinco millones por cinco años y el control absoluto de las operaciones deportivas, por encima del general manager Ernie Grunfeld y del presidente Dave Checkett. No pudo ser: los Knicks no pasaron de los quince millones por esos mismos tres años, pero sin ningún puesto ejecutivo.

Como en Miami hacía mejor tiempo y sí aceptaban sus condiciones, se fue a Florida corriendo, a hacer una especie de New York Knicks segunda parte que tampoco le fue tan mal: después de chocarse varias veces con los Bulls en el segundo advenimiento de Michael Jordan, decidió dar un paso a un lado y dedicarse a sus funciones de general manager.

Pat Riley (Foto: Cordon Press)

En 2006, echó a Stan Van Gundy, el hermano de su segundo en los Knicks, y se puso a sí mismo de entrenador. Ganó la liga. Pocos años después, ya con LeBron James en el equipo, conseguiría otros dos anillos más como directivo jefe.

En cuanto a los Knicks, la verdad es que el equipo se rehizo con rapidez. Jeff Van Gundy se quedó como técnico y mantuvo los valores de entrega y defensa al límite de Riley. Tras varias derrotas en semifinales de conferencia, y cuando ya todo el mundo daba a la franquicia por muerta, se «encontraron» con una nueva final en 1999, el año del lock-out.

Todo empezó con una canasta en el último segundo de Allan Houston en el último partido de la primera ronda —precisamente ante los Heat de Pat Riley— y se acabó complicando, cortesía de Latrell Sprewell, Larry Johnson, Marcus Camby y un ya veteranísimo Pat Ewing, hasta el punto de jugarse el título con los San Antonio Spurs de Duncan y Robinson.

Aquello no tuvo color, pero fue bonito mientras duró. Luego, ya sí, el desierto. Se fue Houston, se fue Sprewell, se fue Ewing, se fue Van Gundy y por ahí pasaron todo tipo de jugadores y entrenadores que sumaron fracaso tras fracaso entre sonoros abucheos del público.

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