«De lo que no puedo hablar tengo la obligación de callarme»
Ludwig Wittgenstein
Allá lejos, y hace tiempo, el ajedrez nació como pasatiempo. Un juego que se transformó, con el devenir de las competencias, en deporte. Un ajedrez que podía ser visto, además, como arte y en tanto ciencia.
Ajedrez de poderoso valor metafórico, recreado en la cultura y el arte, en particular dentro de la literatura y, con el progreso tecnológico, de amplia presencia en los medios audiovisuales.
Juego que, siendo imagen de guerra, no puede dejar de recordarnos, casi como subtexto, que tiene un alto valor metafísico vinculado a la trascendencia y a la esencia de las cosas.
Ajedrez que, además de todo ello, puede ser visto en su vínculo con el lenguaje y, en sí mismo, como una forma de lenguaje.
Seguramente hay que adjudicarle el carácter de padre de la lingüística moderna a Ferdinand de Saussare (1857-1913). El semiólogo y filósofo suizo, en Curso de Lingüística General, al analizar las características del lenguaje, argumenta que no se trata simplemente de un proceso que se limite a poner un nombre a un objeto.
A su juicio, el nombre de una cosa es más bien una «imagen sonora» de un «concepto» y se convierte en una «huella psicológica». En ese ensayo diferencia dos tipos de lingüística: sincrónica y diacrónica, diciendo por caso: «Todo lo que se relaciona con el lado estático de nuestra ciencia es sincrónico; todo lo que tiene que ver con la evolución es diacrónico». Y es en este contexto en el que irrumpe, en tanto parábola, y con toda su potencia, el ajedrez.
La idea de Saussure es que «Una partida de ajedrez es como una realización artificial de lo que el lenguaje ofrece en forma natural» y, al igual que el ajedrez, «cada término lingüístico deriva su valor de su oposición a todos los demás términos» y «el sistema es siempre momentáneo; varía de una posición a otra».
Pensemos en el juego en el que las diferentes piezas se complementan, interactúan, dependen unas de otras. La torre, no mueve autónomamente, lo hace en función de una estrategia general de la partida y, en su recorrida, aunque por el momento luzcan estáticas las otras piezas, estas quedan afectadas, modificadas, complementadas, por el ortogonal movimiento que en cierto momento se haga con una torre en proceso de desplazarse.
De igual modo, en el lenguaje, cada palabra que se pronuncia responde a un contexto por el que las palabras que ya se pronunciaron, o se pronunciarán, dependen, interactúan, quedan modificadas y son modificantes, de la que en este preciso momento se está expresando.
En el ajedrez, y ese es otro punto a considerar, una pieza también queda afectada por lo que pueda hacer otra del rival del juego. Es lo que Saussare entiende, al reparar en el lenguaje, de la existencia de un término que «deriva su valor de su oposición».
En cualquier caso, tanto el ajedrez como el lenguaje deben ser interpretados en términos de sistema por lo que, si el lenguaje cambia, afecta a todo el conjunto, de la misma manera en que el movimiento de una pieza de ajedrez cambia para siempre el decurso de una partida.
Con todo, Saussure tiene sus prevenciones respecto de la analogía y, en una nota, no deja de puntualizar que: «Para que el juego de ajedrez parezca en todo momento el funcionamiento del lenguaje, tendríamos que imaginar a un jugador inconsciente o poco inteligente». De ello pareciera implicarse que, en definitiva, el eventual cambio en el idioma opera sin conocimiento de los parlantes, le es ajeno, es una situación que lo excede.
Saussure distinguía la palabra del lenguaje ya que aquella, a diferencia de este (que deriva de un «contrato firmado por los miembros de una comunidad»), es un acto individual.
Por otra parte, diferenciaba entre los significantes (imágenes sonoras) y los significados (conceptos), que no son fijos y universales y no se limitan a reflejar o representar categorías previas (el mundo/ideas/formas).
Por ende es el lenguaje el que articula o hace posibles tales categorías y conceptos. Dado que no existe una relación necesaria o inherente entre las palabras y los objetos, la relación entre el significante y el significado es arbitraria.
El suizo, en esta línea argumental, ofrece en definitiva una analogía entre el lenguaje y el ajedrez al sostener que: «El valor respectivo de las piezas depende de su posición en el tablero de ajedrez, del mismo modo que cada término lingüístico deriva su valor de su oposición a todos los demás términos… El lenguaje es un sistema de términos interdependientes en el que el valor de cada término resulta únicamente de la presencia simultánea de los demás. Los signos funcionan, entonces, no a través de su valor intrínseco, sino a través de su posición relativa».
Ahondando en el pensamiento de Ferdinand de Saussure advertimos que, a su entender, los sonidos y las letras son arbitrarios, pueden mutar (son externos), mientras que el significado o identidad de cada palabra son más intrínsecos, quedando definidos por su diferenciación con otras palabras.
Esas divergencias también pueden ser entendidas en analogía al ajedrez, para lo cual argumentó lo fácil de comprender el hecho de que el juego hubiera pasado de Persia a Europa (una situación que es de orden externo), contrastándolo con otras cuestiones que conciernen al sistema y a sus reglas (las que corresponden a un orden interno). En ese marco asegura:
«Si reemplazo unas piezas de madera por otras de marfil, el cambio es indiferente para el sistema; pero si disminuyo o aumento el número de las piezas tal cambio afecta profundamente a la «gramática» del juego. Es verdad que para hacer distinciones de esta clase hace falta cierta atención. Así en cada caso se planteará la cuestión de la naturaleza del fenómeno, y para resolverlo se observará esta regla: es interno todo cuanto hace variar el sistema en un grado cualquiera».
Al explicar uno de los conceptos principales de su tesis, la diferencia entre sincronía y diacronía, en un parágrafo de su obra denominado precisamente «La lengua y el ajedrez», dice:
«…de entre todas las comparaciones que se podrían imaginar, la más demostrativa es la que se hace entre el juego de la lengua y una partida de ajedrez. En ambos juegos estamos en presencia de un sistema de valores y asistimos a sus modificaciones. Una partida de ajedrez es como una realización artificial de lo que la lengua nos presenta en forma natural».
Bajo esta perspectiva, así como la lengua, sincrónicamente, puede ser estudiada en un momento determinado del tiempo y de la Historia, siendo entonces una foto de una situación, con el ajedrez también sucede lo propio en el contexto de que estamos en presencia de un sistema basado en reglas.
Y, como un plano que se proyecta, a partir de un cambio que se introduce en ese sistema surge un nuevo plano, en la lengua se verifica, así como se da una nueva posición en una partida de ajedrez tras una jugada que se realiza modificando la posición (la estructura) anterior:
«En primer lugar un estado del juego corresponde enteramente a un estado de la lengua. El valor respectivo de las piezas depende de su posición en el tablero, del mismo modo que en la lengua cada término tiene un valor por su oposición con todos los otros términos.
En segundo lugar, el sistema nunca es más que momentáneo: varía de posición a posición. Verdad que los valores dependen también, y, sobre todo, de una convención inmutable, la regla de juego, que existe antes de iniciarse la partida y persiste tras cada jugada. Esta regla admitida una vez para siempre existe también en la lengua: son los principios constantes de la semiología.
Por último, para pasar de un equilibrio a otro, o —según nuestra terminología— de una sincronía a otra, basta el movimiento y cambio de un solo trebejo: no hay mudanza general. Y aquí tenemos el paralelo del hecho diacrónico con todas sus particularidades. En efecto:
- a) Cada jugada de ajedrez no pone en movimiento más que una sola pieza; lo mismo en la lengua, los cambios no se aplican más que a los elementos aislados.
- b) A pesar de eso, la jugada tiene repercusión en todo el sistema: es imposible al jugador prever exactamente los límites de ese efecto. Los cambios de valores que resulten serán, según la coyuntura, o nulos o muy graves o de importancia media. Una jugada puede revolucionar el conjunto de la partida y tener consecuencias hasta para las piezas por el momento fuera de cuestión. Ya hemos visto que lo mismo exactamente sucede en la lengua.
- c) El desplazamiento de una pieza es un hecho absolutamente distinto del equilibrio precedente y del equilibrio subsiguiente. El cambio operado no pertenece a ninguno de los dos estados: ahora bien, lo único importante son los estados.
En una partida de ajedrez, cualquier posición que se considere tiene como carácter singular el estar libertada de sus antecedentes; es totalmente indiferente que se haya llegado a ella por un camino o por otro; el que haya seguido toda la partida no tiene la menor ventaja sobre el curioso que viene a mirar el estado del juego en el momento crítico; para describir la posición es perfectamente inútil recordar lo que acaba de suceder diez segundos antes. Todo esto se aplica igualmente a la lengua y consagra la distinción radical entre lo diacrónico y lo sincrónico. El habla nunca opera más que sobre un estado de lengua, y los cambios que intervienen entre los estados no tienen en ellos ningún lugar».
El lenguaje y el ajedrez, entonces, comparten una característica que es esencial: el sistema es siempre momentáneo por lo que, finalmente, para pasar de un estado sincrónico al siguiente, solo una pieza debe ser movida, solo una palabra puede ser pronunciada, lo que deriva en un cambio del sistema actual al que lo sigue. Y esa movida, esa palabra, al ser realizada, al ser formulada, tiene un efecto inmediato en todo el sistema, incluyéndose a las piezas que no están en ese momento involucradas (las palabras que no fueron dichas, las jugadas que no se hicieron).
Al presentar las cuestiones de los valores y de la identidad de la lengua, reaparece el parangón ajedrecístico en estos términos:
«Tomemos un caballo: ¿es por sí mismo un elemento del juego? Seguramente no, porque con su materialidad pura, fuera de su casilla y de las demás condiciones del juego, no representa nada para el jugador, y no resulta elemento real y concreto más que una vez que esté revestido de su valor y haciendo cuerpo con él. Supongamos que en el transcurso de una partida esta pieza viene a ser destruida o extraviada: ¿se la puede reemplazar por otra equivalente? Ciertamente: no sólo otro caballo, hasta cualquier figura sin semejanza alguna con él será declarada idéntica, con tal de que se le atribuya el mismo valor. Se ve, pues, que, en los sistemas semiológicos, como la lengua, donde los elementos se mantienen recíprocamente en equilibrio según reglas determinadas, la noción de identidad se confunde con la de valor y recíprocamente».
Pero no todas son similitudes en el análisis de Saussure. El autor aprecia una única, e importante diferencia entre ajedrez y lengua, la que se da en el tema de la intencionalidad ya que, a su juicio:
«…el jugador de ajedrez tiene la intención de ejecutar el movimiento y de modificar el sistema, mientras que la lengua no premedita nada; sus piezas se desplazan —o mejor se modifican— espontánea y fortuitamente; la metafonía de Hände por hanti, de Gaste por gästi produjo una nueva formación del plural, pero también hizo surgir una forma verbal como trägt por tragit, etc…».
Por eso, para que la partida de ajedrez se pareciera en un todo a la lengua, sostiene que sería necesario suponer que deberíamos estar en presencia de un jugador inconsciente o ininteligente. Al no ser así, la simbiosis no se verifica en el terreno de la intencionalidad sino en el del funcionamiento. Y en él hay en particular un punto en común muy fuerte: «hay reglas que sobreviven a todos los acontecimientos».
En cualquier caso, vemos claramente en la obra de Saussure tres puntos de comparación posibles entre ajedrez y lenguaje:
- Así como el valor de una pieza, en particular en cuanto a sus relaciones con las otras, depende de su posición en el tablero, el valor de una palabra, en un estado determinado, depende de su relación con las otras, ubicadas en ese mismo estado;
- Así como el valor de una pieza varía de un estado en otro, lo propio ocurre con el estado del lenguaje y las palabras;
- En ajedrez sólo una pieza debe ser movida para pasar de un estado a otro, en el lenguaje sucede lo mismo, ya que cada cambio afecta a los aislados elementos (es el sentido diacrónico del lenguaje).
De todos modos, se puede advertir algunas otras importantes diferencias entre el juego y el lenguaje, principiando con que en el ajedrez las mismas reglas permanecen constantes aún ante un cambio de estado (un alfil se mueve siempre igual, cambia su valor de posición en posición, pero no la forma en que puede ser desplazado). Por lo que en principio las reglas que podrían derivarse de la semiología no son asimilables a la vigencia de las reglas de ajedrez, desde un estado a otro.
Pero, podría creerse que habría otras posibles divergencias susceptibles de esgrimir. Quizás, en el ajedrez se pueda sostener que el estado del juego en un momento dado sea independiente de los estados previos. Y otra aún más importante, que tiene que ver con la posibilidad de que un agudo observador del juego, en un momento dado, pueda tranquilamente especular sobre las diversas posibilidades estratégicas que le permitan desplazarse de un estado en otro. Esto no ocurriría, desde ya, en el caso del lenguaje.
Aunque, ¿estamos seguros de ello? Así como un observador pueda intuir la prosecución de una partida, en la medida que se den los movimientos esperados (¿los de una partida perfecta?), podríamos creer que lo mismo pueda acontecer al evaluar unos dichos en el contexto de un discurso que se considere esperable dentro de cierto marco de racionalidad.
¿La IA podrá algún día asumir ese papel de observar el correcto uso de una palabra en el marco de un lenguaje? Será cuestión de aguardar la evolución de los acontecimientos, habida cuenta de que la evolución en la materia, que involucra desarrollos de un lenguaje, conforme las prevenciones de algunos filósofos podrían poner en colisión a la civilización en tanto la tenemos conocida, al disputar con ella la posibilidad de crear sentido a partir de la construcción de una lengua que sea representativa de la cultura de un tiempo.
En ese sentido, el pensador israelí contemporáneo Yuval Harari, por lo pronto, nos advierte (se y nos alarma) sobre:
«La IA ha ganado algunas habilidades remarcables para manipular y generar lenguaje, tanto con sonidos como con palabras. IA ha, entonces, hackeado el sistema operativo humano de nuestra civilización»
Volviendo a Saussure, los puntos inextricables establecidos entre ajedrez y lingüística nos hace pensar que el juego, además de ser útil en tanto analogía para explicar los estados del lenguaje, puede ser visto en sí mismo como una de las formas de la lengua.
En esta línea de análisis, es posible complementar su mirada con la de otro gran pensador, el también austriaco Ludwig Wittgenstein (1889-1951), quien también abrevó en la fuerte relación del ajedrez con el lenguaje. Para ambos, no es el lenguaje el que debe interpretarse como la versión verbal del ajedrez, sino que es el ajedrez el que representa una forma específica de técnica verbal.
Saussure admite la analogía entre ambos campos, sólo si se desvincula del carácter lógico-normativo que suele asociarse al juego. Wittgenstein afirma, por su lado, que la arbitrariedad de las reglas matemáticas, ajedrecísticas y lingüísticas está entrelazada con la multiplicidad de las formas de uso.
En primera medida, hay que recordar que para Wittgenstein «La filosofía no puede interferir de ninguna manera con el uso real del lenguaje […] Deja todo como está […] La filosofía simplemente nos pone todo por delante, y no explica ni deduce nada. […]». Ahí vemos un primer punto de humildad al afrontar un tan complejo tema máxime que, para este intelectual, la filosofía solo dice lo que todo el mundo admite. Sin embargo, no se privaría de estudiar un tema en el que no dejó de tener al ajedrez presente, en términos de ejemplos posibles.
Las menciones que hace al ajedrez en su libro «Investigaciones filosóficas» son múltiples (contamos cuarenta y ocho), comenzando por aquella en la que, al asegurar que en el lenguaje hay géneros de palabras, traba la asociación con la posibilidad de clasificación de piezas de ajedrez dentro del género de piezas. Mas, hay otra cita del todo sugerente y significativa, que reza así:
«Cuando se le muestra a alguien la pieza del rey en ajedrez y se dice «Éste es el rey», no se le explica con ello el uso de esa pieza—a no ser que él ya conozca las reglas del juego salvo en este último extremo: la forma de una pieza del rey. Se puede imaginar ¿Se podría, para explicar la palabra «rojo», señalar algo no rojo? Esto sería como si a alguien cuyo castellano no es fuerte se le debiera explicar la palabra «modesto» y como explicación se señalase a un hombre arrogante y se dijese: «Ése no es modesto». No es ningún argumento contra tal modo de explicación el que sea equívoca. Toda explicación puede ser malentendida. Pero bien pudiera preguntarse: ¿Debemos llamar todavía a esto una «explicación»? — Pues, naturalmente, juega en el cálculo un papel distinto que lo que ordinariamente llamamos «explicación ostensiva» de la palabra «rojo»; aun cuando tenga las mismas consecuencias prácticas, el mismo efecto sobre el aprendiz que ha aprendido las reglas del juego sin que se le mostrase realmente una pieza. La forma de la pieza del juego corresponde aquí al sonido o a la configuración de la palabra. Puede también imaginarse que alguien haya aprendido el juego sin aprender las reglas o sin formularlas. Quizás ha aprendido primero observando juegos de tablero muy simples y ha progresado a otros cada vez más complicados. También se le podría dar la explicación: «Éste es el rey»—si se le mostrasen, por ejemplo, piezas de ajedrez con una forma que le resultase desconocida. También esta explicación le enseña el uso de la pieza sólo porque, como podríamos decir, ya estaba preparado el lugar en el que se colocaría. O también: Sólo diremos que le enseña el uso si el lugar ya está preparado. Y esa sí aquí, no porque aquel a quien le damos la explicación ya conozca las reglas, sino porque en otro sentido ya domina un juego. Considera aún este caso. Le explico a alguien el ajedrez; y comienzo señalando una pieza y diciendo: Éste es el rey. Puede moverse así y así, etc., etc.». —En este caso diremos: las palabras «Este es el rey» (o «Esta se llama ‘rey’») son una explicación de la palabra sólo si el aprendiz ya ‘sabe lo que es una pieza de un juego’. Es decir, si ya ha jugado otros juegos o ha observado ‘con comprensión’ el juego de otros—y cosas similares. Sólo entonces podrá también preguntar relevantemente al aprender el juego: «¿Cómo se llama esto?»—a saber, esta pieza del juego. Podemos decir: Sólo pregunta con sentido por la denominación quien ya sabe servirse de ella. Podemos también imaginarnos que el interrogado responde: «Decide la denominación tú mismo»—y ahora el que ha preguntado debe responder de todo por sí mismo».
El belga-francés Claude Lévi-Strauss (1908-2009), pese a ser un claro heredero intelectual de Ferdinand de Saussure, como lo serían todos los representantes del movimiento filosófico del estructuralismo, rechazó la ya apuntada radical distinción hecha por su maestro entre lo sincrónico y lo diacrónico.
Es que, para el padre de la antropología, hay que ser muy prudente a la hora de evaluar las transformaciones que se producen de una estructura en otra (el sentido diacrónico), en particular en lo que respecta a un supuesto progreso de la Humanidad. Más, lo interesante, es que ambos utilizarán al ajedrez en el marco de sus respectivas argumentaciones.
Lévi-Strauss no podía en definitiva asumir que la evolución desde una estructura en otra debería necesariamente adoptar un sentido determinado. Al decir esto, y utilizando una parábola en la que quizás también influyó el pensamiento de su maestro, asemejó el caso a lo que sucede con los brincos posibles de un caballo de ajedrez:
«Todo lo que es cierto de las culturas lo es también del plano de las razas (…) De nuevo, nada de esto pretende negar la realidad de un progreso de la humanidad, sino invitarnos a concebirlo con más prudencia. El avance de los conocimientos prehistóricos y arqueológicos tiende a graduar en el espacio las formas de civilización que tendíamos a imaginar como escalonadas en el tiempo. Esto significa dos cosas: en primer lugar, que el progreso (si este término procede aún para designar una realidad muy diferente a la que habíamos aplicado en un principio) no es ni necesario ni continuo; procede a saltos, a brincos, o como dirían los biólogos, mediante mutaciones.
Estos saltos y brincos no consisten en avanzar siempre en la misma dirección; vienen acompañados de cambios de orientación, un poco como el caballo del ajedrez, que tiene siempre a su disposición varias progresiones, pero nunca en el mismo sentido. La humanidad en progreso no se parece en absoluto a una persona que trepa una escalera e imprime con cada movimiento, un ritmo nuevo a todos aquellos con los que ha logrado conquistas. La humanidad evoca más bien al jugador cuya suerte está repartida entre varios dados, y que cada vez que los tira, los ve esparcirse por el tapete dando muchos resultados diferentes. Lo que ganamos con uno, estamos siempre expuestos a perderlo con otro. Sólo de vez en cuando la historia es acumulativa, es decir, que los resultados se suman para formar una combinación favorable».
Ahora bien, en términos más pedestres, alejados de las alturas herméticas que pueden provenir de la lingüística, debemos mencionar que el ajedrez tiene un lenguaje propio dado por la propia notación de las partidas. Un sistema de signos que se emplea para describir también posiciones y estudios.
En las primeras expresiones dadas por manuscritos medievales, tanto de fuente oriental como europea, las partidas de ajedrez se expresaban íntegramente en imágenes. Pero, con el tiempo, por necesidad de simplificación y exposición, se comenzará a usar una notación que represente con palabras las respectivas jugadas.
Al principio, las expresiones de los movimientos, en busca de precisión, eran demasiado extensas, acompañando imágenes de las posiciones de referencia indicándose las secuencias de las jugadas ulteriores, como puede apreciarse, por caso, en el «Bonus Socius», texto didáctico del siglo XIII atribuido al erudito italiano Buoncompaño da Signa.
Con todo, al cabo del tiempo, será necesario simplificar la cuestión, por lo que habrán de aparecer esquemas de notación que procuren representar los movimientos de los trebejos que, sin perder precisión, pudieran decantar en una absoluta brevedad.
En lugar de decirse «el peón que está ubicado delante del rey blanco se traslada dos casillas en avance», será mucho más sencillo, entonces, indicar la situación con la expresión «P4R» o «e4», conforme las dos modalidades que habrán de aparecer, denominadas descriptiva y algebraica, respectivamente.
La primera, tuvo una aceptación bastante generalizada hasta bien entrado el siglo XX, aunque ahora su uso es marginal (se lo sigue empleando no obstante en algunas federaciones de los EE. UU.), máxime que la FIDE (la Federación Internacional del juego) desde 1981 aceptó únicamente a la forma algebraica.
El método descriptivo hace referencia a cada columna por la pieza que ocupa la primera casilla al inicio como por ejemplo con P4R se significa que el peón de rey se mueve hasta la fila cuarta. Por su lado las filas se numeran de 1 a 8, tanto desde la posición de las blancas cuanto desde la perspectiva de las negras por lo que, si estas desplazan su peón rey dos pasos se dirá, también, P4R.
Las columnas de la izquierda corresponderán, en el caso de las blancas, a las piezas del flanco de la dama y las de la derecha a las del rey (en la posición inicial, respectivamente, por caso, TD y TR para aludir a las torres del lado de la dama y del rey). En el caso de las negras, inversamente, a la izquierda serán las columnas del rey mientras que a la derecha se ubicarán las de la dama.
El sistema algebraico, el canon que en definitiva habría de imponerse, tiene la virtud de que las sesenta y cuatro casillas del tablero están identificadas con dos caracteres únicos. Por caso, la casilla extrema de la primera línea de las blancas a la izquierda es a1, la extrema de la derecha es h1 y, en el caso de las negras, las denominaciones respectivas para iguales lugares estarán dadas por las expresiones a8 y h8.
En ambos sistemas, junto a la ubicación en el espacio (la casilla correspondiente), se agrega la indicación de la pieza respectiva en el idioma que corresponda (salvo para el caso del peón en que ello no es necesario). Por ejemplo, si la dama se mueve tres pasos desde su punto inicial, se dirá Dd4 para el caso de las blancas y las negras en el sistema descriptivo, y Dd4 y Dd5 para iguales movimientos en el algebraico, siempre en idioma español.
En inglés, en cambio, hablaremos de Qd4 y Qd5, ya que reina en esa lengua es «queen». También la letra d, que alude a la más democrática dama (y no a la soberana), se usa en otras situaciones, como en italiano: «donna»; o en alemán y neerlandés: «dame». En cambio en húngaro (y la taxonomía podría extenderse desde luego mucho más), la pieza en cuestión es la de «vezér», una clara referencia al oriental visir, trebejo que en el diseño original del ajedrez existía y que luego fue reemplazada por la de la reina.
En busca de uniformidad y practicidad, se ha resuelto esta cuestión, en los textos y en las pantallas de las computadoras, reemplazando la inicial de las piezas por los íconos respectivos, denominado figurines. Una salida elegante que contribuyó a la universalización de una lengua común. Con lo que se representará ahora la reina (dama), en todas las latitudes, de esta forma unívoca: ♕.
En ambos sistemas de notación, y en otros concordantes, coexisten otros signos de usual empleo, para por caso denotar el jaque (+), el mate (#), la captura (x), el enroque corto (O-O) o el enroque largo (O-O-O).
Al jugador sirio (nacido en Aleppo) Philip Stamma, se le atribuye haber hecho la contribución definitiva para la aparición del sistema algebraico, dada su inclusión en «Essai sur le Jeu des Échecs… Par le Sieur Philippe Stamma» (París, 1737), con su secuela literaria dada por una edición revisada en Londres, 1745, bajo el título «The Noble Game of Chess».
Posteriormente, Paul Rudolph von Bilguer lo tomó, al presentar su influyente «Handbuch des Schachspiels», un tratado alemán que fue heredero de una primera entrega dada por Tassilo Heydebrand und der Lasa en 1843.
La importancia de esta notación es decisiva ya que, desde ahora, habrá de ser posible escribir una jugada y su respuesta en un solo renglón cuando antes, en los libros impresos y los previos manuscritos, el registro de una partida se hacía como un párrafo de texto normal, sin separación entre las distintas jugadas, lo que resultaba confuso en algunos casos y, como fuera dicho, siempre, demasiado profuso y pesado.
Esta forma de notación algo críptica trajo sus problemas. En las guerras, particularmente en la segunda de índole mundial, se interceptaban cartas de partidas por correspondencia (también se secuestraban libros), ya que se creía que se podían estar ocultando claves que afectaran la seguridad nacional.
En este contexto, incluso algunos ajedrecistas fueron trasladados a prisión debiendo dar explicaciones a personas que no podían comprender que cada jugada del ajedrez pudiera responder a una clave de designación. Hasta el propio primer campeón mundial, Willhelm Steinitz, tuvo que darle explicaciones a la policía de Nueva York, que interceptó las cartas que recibía aquel en los EE. UU. del ruso Mijaìl Chigorin en un encuentro que disputaron por correspondencia en 1890.
Hay otros sistemas de notación, como el empleado justamente en partidas por correo, en las que se utilizan solo números como una sencilla forma de sortear la diferencia de idiomas de los jugadores que, siendo países distantes, no compartían una lengua común.
Incluso, existe uno que se diseñó bajo el método de claves Morse para su uso en partidas telegráficas o realizadas otrora por radio. Más modernamente, tenemos un esquema para grabar partidas en computadoras en lo que se denomina «Notación portátil de juego» y, siguiendo el término respectivo en inglés «Portable game notation», o PGN, como se lo emplea en los sistemas informáticos y se lo conoce en el mundo entero.
Se trata de un conjunto de etiquetas a partir de las cuales se identifican las siguientes variables: nombre de la competencia; lugar; fecha; ronda; jugador que conduce las blancas; jugador que conduce las negras; resultado. Se lo complementa con el sistema algebraico (con indicación de las piezas habitualmente conforme su inicial en idioma inglés), pudiendo además contar con algunas otras informaciones de relevancia.
[Event «Informal Game»]
[Site «London, England ENG»]
[Date «1851.07.?”]
[Round «-«]
[White «Anderssen, Adolf»]
[Black «Kieseritzky, Lionel»]
[Result «1-0»]
1.e4 e5 2.f4 exf4 3.Bc4 Qh4+ 4.Kf1 b5 5.Bxb5 Nf6 6.Nf3 Qh6 7.d3 Nh5 8.Nh4 Qg5 9.Nf5 c6 10.g4 Nf6 11.Rg1 cxb5 12.h4 Qg6 13.h5 Qg5 14.Qf3 Ng8 15.Bxf4 Qf6 16.Nc3 Bc5 17.Nd5 Qxb2 18.Bd6 Bxg1 19.e5 Qxa1+ 20.Ke2 Na6 21.Nxg7+ Kd8 22.Qf6+ Nxf6 23.Be7# 1-0
La célebre partida «La inmortal» entre Anderssen y Kieseritzky, Londres, 1851, en sistema PGN
Para ir terminando esta recorrida en donde nos planteamos aspectos del ajedrez en su vínculo con el lenguaje, apelemos a la figura de Joseph Greenberg quien, en un trabajo de 1971, «Language, Culture, and Communication: Essays» (Stanford University Press), planteó la definitiva cuestión de si el lenguaje puede o no ser comparado con el ajedrez.
Ese autor observó que en el ajedrez el cambio es discreto (de la movida 16 a la 17 por ejemplo, sin que haya nada en el medio), más que continuo, como sucede en el caso del lenguaje (entre una palabra y la otra siempre puede intercalarse otra u otras). Podría quizás decirse que, mientras que en el ajedrez el cambio se da en la forma de un salto (¿de caballo?), en el lenguaje ello se verifica como parte de un proceso acumulativo.
En cualquier caso, siempre todo en el ajedrez puede ser visto como una secuencia de jugadas, tal vez la de una partida perfecta, la que aún no ha sido alcanzada, la que algún día podrá ser determinada, epítome posible de un discurso perfecto, el aún no determinado, el que está por pronunciarse (¿el que nos proveerá alguna vez, muy a nuestro pesar, la IA?).
En esta línea de razonamiento, no solo que el ajedrez podría ser visto en tanto lenguaje, sino que, el lenguaje mismo, es susceptible de quedar representado por las reglas, la dinámica, la iconografía, la magia milenaria, de un juego que representa todo lo que nos es dado.
Empezando por el mismo Verbo el cual, así, expresado en mayúsculas, además de su connotación religiosa («el Verbo era Dios» conforme el versículo 1° del Evangelio según Juan), en la cultura y filosofía griega se lo asociaba al Logos, puente de saber entre el universo trascendente y el material.
Un puente que el ajedrez, a partir de su estrecho vínculo con el lenguaje y con la existencia de un lenguaje que le es del todo propio, tan bien puede representar.