Historia del ciclismo

Una carretera construida para castigar a los ciclistas

Es noticia

Foto: DP.
Foto: DP.

El Muro de Sormano es una carretera trazada en 1960 para que los ciclistas sufrieran más en el Giro de Lombardía. Se subió en tres ediciones, pero resultó tan terrible que lo abandonaron durante medio siglo. Este domingo vuelve.

En 1960 el patrone Torriani se empeñó en que debían torturar más a los ciclistas. Ya estaba harto de que un pelotón numeroso superara las cotas del Giro de Lombardía sin mayores problemas y de que el triunfo se decidiera en un sprint masivo. Habían pasado los años épicos de Bartali y Coppi, de las cabalgadas solitarias, y el palmarés se le estaba llenando de velocistas: Van Looy, Defilippis, Darrigade. La subida emblemática de la prueba, el santuario del Ghisallo, ya no era aquel camino embarrado de los años treinta y cuarenta, plagado de socavones, que desperdigaba a los ciclistas. Era una carretera bien asfaltada, que ya daba poco miedo.

Y el patrone Vincenzo Torriani, organizador de las mayores carreras italianas, sabía que una de sus tareas consistía en hacer sufrir a los ciclistas. Él introdujo la subida al Poggio —y su descenso revirado— para electrizar el final de la Milán-San Remo; él se atrevió a mandar a los ciclistas del Giro de Italia al Gavia y al Stelvio, rozando los tres mil metros de altitud en mayo, con paredes de nieve a los costados, con tormentas, con nieblas; y él llamó un día a Angelo Testori, alcalde del pueblo de Sormano, para que le buscara alguna subida empinada, cerca del Ghisallo.

El alcalde Testori conocía un camino en el bosque. Solía pasear monte arriba, cruzaba el puente de Corno —apenas una pasarela de madera sobre el torrente— y trepaba por un sendero tan empinado que le obligaba a apoyarse a ratos en los castaños para recuperar la respiración. El sendero llegaba a la Colma di Sormano, un collado en el que había un par de cabañas. Testori llamó a Torriani, organizador del Giro de Lombardía: tenía la subida, el único problema era que se trataba de una mulattiera, un camino de mulas.

Torriani decidió que eso no iba a ser un problema: lo ampliarían y lo asfaltarían, construirían una carretera en esas montañas que se alzan sobre el lago de Como, solo para endurecer el Giro de Lombardía. Aquella nueva carretera subía 297 metros de desnivel en 1,7 kilómetros: una pendiente media del 17,5%, con rampas máximas del 25%, una barbaridad.

Cuenta el periodista Pino Lazzaro que Torriani tenía miedo de que aquello se convirtiera en un «spingi, spingi» (¡empuja, empuja!). Por eso colocó a algunos voluntarios en la subida, para impedir que los espectadores empujaran a los ciclistas y distorsionaran la carrera. En los tramos más vertiginosos, instaló una red metálica para que los corredores no se salieran del camino y se despeñaran. Y prohibió el acceso de los coches de los equipos: los mecánicos cogerían las ruedas de repuesto y subirían con ellas en unas Vespas dispuestas por la organización.

Demasiadas trampas

En la foto se ve a Ercole Baldini —campeón de Italia, campeón del mundo, campeón olímpico, campeón del Giro— apeado de la bicicleta y agarrándola por el manillar. Detrás de él, tres compañeros de equipo, también a pie. Están reconociendo el Muro, unos días antes del Giro de Lombardía. La foto aparece en un recorte de prensa, ahora expuesto en la hostería de la Colma di Sormano, y el titular dice: «Baldini: ¡una subida imposible!». Y el subtítulo: «En el reconocimiento del Muro de Sormano, los ciclistas del equipo Ignis echaron pie a tierra repetidas veces».

Hay más fotos: un hombre con buzo de obrero corre y ríe en el Muro, mientras empuja a Bahamontes, que va sentado, hundido en la bicicleta, con una mueca de asfixia, y mira arriba como si le viniera encima una avalancha de rocas. O la foto de tres ciclistas tomada desde detrás, tres ciclistas de pie sobre las bicicletas, tan volcados sobre el manillar que parecen cuerpos decapitados retorciéndose. O la imagen de Massignan, el ciclista que coronó el Muro en carrera por primera vez, agonizando en la curva del 25%.

La historia del Muro se lee en el asfalto, y esto no es una metáfora.

Foto: Ander Izagirre.
Foto: Ander Izagirre

La carretera, abandonada durante décadas, fue reasfaltada y renovada en el año 2006 por unos paisajistas. Con esa querencia tan italiana por la épica, convirtieron la carretera en memorial, en monumento, en escenario. Y la pintaron: pintaron la altitud metro a metro, con números blancos sobre el asfalto negro, a partir del 827, 828, 829; y así, cuando los números están muy seguidos, queda claro que la pendiente es terrible.

Por ejemplo, en esa curva de Massignan en la que casi se solapan el 1013, 1014, 1015, 1016: pocos pueden subirla pedaleando. También pintaron declaraciones de ciclistas acerca del Muro, los tiempos de ascensión de 1960, 1961 y 1962 —las tres primeras ediciones, y las tres últimas hasta cincuenta años más tarde— y algunas indicaciones para reconocer las montañas de alrededor.

Esas indicaciones de las montañas no son, desde luego, para los cicloturistas que vienen a probarse. Suben con la cabeza agachada, mirando el asfalto, y si levantan la vista solo es para no salirse y no caerse ladera abajo. Una valla impide el paso de los coches, así que los cicloturistas pueden retorcerse con toda paz y disfrutar agonizando. La mayoría se entusiasma si llega a la cumbre sin bajarse de la bici, algunos participan en la cronoescalada que se celebra todos los años en julio y aspiran a una buena marca.

Vemos a un ciclista de unos cuarenta años, que solo lleva medio kilómetro y se topa con una rampa de cien metros al 23%. Pedalea como si arrastrara árboles, sacude el cuerpo atrás y adelante, empuja con los riñones, con los brazos, con las piernas, cada vez más lento, tan lento que va a caer, pero no, pero gira las bielas una vez más, ya no puede con la siguiente, parece que va a caer pero saca el pie del pedal y se apoya en el suelo en el último instante. Y plagia a Baldini sin saberlo:

Impossibile! —dice. Intenta sonreír, apoya los brazos y la cabeza sobre el manillar, jadea como una locomotora de vapor.

—Tranquilo —le decimos—, Poulidor también se bajó de la bici.

Para reanudar la marcha, necesita que le empujemos.

En la cota 880 aparecen unas frases de Gino Bartali, ganador de dos Tours, tres Giros y tres Lombardías, que se había retirado unos años antes de que se estrenara el Muro de Sormano. Habla de los passistas, de los corredores potentes, con fondo, que no son escaladores explosivos ni velocistas puros. Los ciclistas que antes ganaban a menudo el Giro de Lombardía. Pero con este invento de Sormano: «Un passista no tiene alternativa. Debe llegar al pie del Muro con diez minutos de ventaja por lo menos. Así lo subirá a pie, empleará un cuarto de hora más que quienes lo escalen en bici, llegará a la cima con cinco minutos de retraso y todavía tendrá alguna esperanza».

Un poco después aparece la lista de los diez ciclistas más rápidos en la primera subida de la historia, la de 1960: Massignan (10 minutos y 2 segundos), Daems (10 min y 29 s), Pizzoglio (10 min y 29 s)… En los kilómetros que quedaban hasta la meta de Milán, se reagruparon ocho ciclistas en cabeza, y el belga Daems ganó al sprint. Massignan, el más rápido en el Muro, fue el más lento en la última recta y terminó octavo. Su ascensión al Muro, por cierto, da una media de 10,2 kilómetros por hora: por debajo de esa velocidad es difícil mantenerse sobre la bicicleta.

Al año siguiente, Torriani cambió la llegada. Por primera vez en la historia, el Giro de Lombardía no terminó en Milán sino en Como, mucho más cerca del Muro, para que la carrera no volviera a reagruparse. Otra pintada recuerda en el asfalto los tiempos de aquel 1961: Pambianco (11 min y 20 s), Massignan (11 min y 23 s), Taccone (11 min y 35 s)… La carera llegó mucho más rota: ganó Taccone, delante del pobre Massignan, que no conseguía rematar, y a Pambianco debió de pasarle algo en los últimos kilómetros, porque llegó décimo, a casi cuatro minutos y acompañado por Raymond Poulidor, que había echado pie a tierra.

En 1962 pasó algo extraordinario: Baldini, el que había dicho que el Muro de Sormano era imposible, marcó un tiempo de 9 min y 24 s. La magnitud de esa marca se apreció cincuenta años más tarde, en 2012, cuando la carrera volvió por cuarta vez: Sergio Henao y Purito Rodríguez fueron los más veloces con 9 min y 20 s, solo cuatro segundos mejor que Baldini; Quintana, Nibali, Contador, Urán y Mollema tardaron 9 min y 23 s.

Baldini confesó el secreto de su marca al patrone Torriani: «Si tienes muchos tifosi, en Sormano recibes muchos empujones. Y yo tenía muchos, muchísimos tifosi».

Esa frase no está pintada en el asfalto. Pero fue quizá la más importante de la historia del Muro: fue su epitafio. Torriani, padre del monstruo, lo abandonó a los tres años.

Foto: Ander Izagirre.
Foto: Ander Izagirre

A los cincuenta años resucitó

En 1963 el Giro de Lombardía se fue por otras rutas; en 1975 construyeron una carretera provincial que subía a la Colma di Sormano con un trazado mucho más largo y suave; el Muro absurdo quedó abandonado durante décadas.

Pero los aficionados italianos son mitómanos sin remedio. Y el Ayuntamiento de Sormano, que lo sabe, decidió rehabilitar el Muro en 2006 y presentarlo como atractivo turístico. Los cicloturistas volvieron a subirlo, incluso organizaron una cronoescalada anual, y pronto empezaron a pedir el regreso del Giro de Lombardía.

Los organizadores aprovecharon un aniversario para dar la noticia: en 2012, cincuenta años después de la última vez, los ciclistas volverían a subir el Muro. Pasó primero Romain Bardet, que venía escapado, pero los dos más rápidos fueron Sergio Henao y Purito Rodríguez. Rodríguez acabó ganando la carrera, con un ataque en un repecho cerca de la llegada a Lecco: el Muro estaba demasiado lejos de la meta, servía para romper la carrera pero no para decidirla. En la edición de 2015 el paredón de Sormano vuelve por quinta vez, y parece que servirá para lo mismo. Solo para cribar: desde su cumbre quedarán más de cincuenta kilómetros y dos subidas más.

Los organizadores saben que meter a los ciclistas por Sormano sirve para algo que no tiene que ver con el desarrollo de la competición. Sirve para que se reúna una muchedumbre de tifosi entusiasmados, sirve para que se cuenten de nuevo las historias de Baldini, Bartali y Massignan, sirve para reavivar esa leyenda de la que se alimenta el Giro de Lombardía. Es una de las carreras más antiguas del mundo: se empezó a disputar en 1905, cuatro años antes que el propio Giro de Italia, y forma parte de los Cinco Monumentos (junto con la Milán-San Remo, el Tour de Flandes, la París-Roubaix y la Lieja-Bastoña-Lieja, todas pruebas centenarias).

Un niño hambriento en el Ghisallo

El 27 de septiembre de 2012, dos días antes de ganar la prueba, Purito Rodríguez tuiteó este mensaje: «Visto el Muro de Sormano. Duro no, lo siguiente. Será espectacular Lombardía. Estos italianos se lo saben montar bien y venderlo mejor».

Sí, los italianos lo entienden muy bien: el ciclismo nos atrae porque nos da leyendas, aventuras, héroes exagerados. El ciclismo es una narración. Y las pruebas más importantes del mundo siempre fueron fundadas por periodistas: miles de lectores corrían al quiosco y pagaban por el relato. El Giro de Lombardía lo inventó el periodista Tullo Morgagni en 1905, y lo planteó como una revancha entre los campeones de la temporada italiana: Albini, Cuniolo, Gerbi, Rossignoli, Ganna.

Los periodistas, guionistas del ciclismo, buscaron nuevos giros en la historia. En 1919 se les ocurrió incluir la subida al santuario del Ghisallo, un camino de tierra, empinadísimo para subirlo con aquellas bicicletas tan pesadas. La primera gloria fue para el terrible Girardengo, ídolo temprano de la Italia ciclista. «Desde que atacó a sus rivales, no dio la impresión de sentir cansancio», contó la crónica de La Gazzeta dello Sport. «En la subida fue enérgico, a veces violento, pero siempre constante, poderoso, desatado». La carrera se disputaba en noviembre y Girardengo llevaba guantes gruesos, rodilleras de lana y guardabarros. Después de bajar el Ghisallo, paró en un pueblo para lavarse y entrar en calor a base de café y huevos. En la meta de Milán, Girardengo sacó ocho minutos a Belloni y veintitrés a Suter. El octavo y último clasificado, De Michel, llegó a tres horas y treinta y tres minutos.

Foto: Ander Izagirre.
Foto: Ander Izagirre

El Ghisallo cuajó como escenario de batallas memorables, tanto en el Giro de Lombardía como en el Giro de Italia, y los ciclistas de la comarca peregrinaban a esta montaña. Pedaleaban el camino del calvario, rezaban a la Madonna y le dejaban ofrendas. El 17 de agosto de 1947, en un domingo de romería, subieron tantos ciclistas, ofrecieron tantas maglias, tantas gorras, tantas flores y tantos trofeos a la Virgen, que al rector se le ocurrió una idea: pedirle al papa Pío XII que nombrara patrona de los ciclistas a la Madonna del Ghisallo. Desde entonces, en la ermita se guardan bicicletas de campeones como Coppi, Bartali o Merckx, maillots, medallas, trofeos, banderines. Y en el año 2000 construyeron, junto al santuario, un museo del ciclismo, amplio y moderno, con una extraordinaria colección de bicis, maglias y otros fetiches, y un relato histórico con joyas documentales.

Entre las mil fotos magníficas, hay una curiosa: Felice Gimondi, en 1966, corona el Ghisallo bajo la lluvia y se lleva algo de comida a la boca.

Él escaló esta montaña las dos veces que ganó el Giro de Lombardía (1966 y 1973) y las otras tres en las que subió al podio. También lo hizo vestido con la maglia rosa en dos de sus tres Giros de Italia triunfales (en 1967 y 1976). Pero esas siete escaladas gloriosas solo fueron repeticiones de una aventura infantil. En un libro editado por el museo, escribió Gimondi:

Cuando yo era niño, en los años cincuenta, llegaba septiembre y en mi pueblo no había otro tema de conversación: el Giro de Lombardía. Los hombres se sentaban en los bancos delante de la iglesia y contaban siempre las mismas historias de Bartali y Coppi, el momento en que les vieron pasar por el Ghisallo, qué cara ponían, qué gestos hacían. Era la carrera que se disputaba más cerca, a unos sesenta kilómetros de nuestro pueblo, y los niños tachábamos los días que faltaban. En nuestra fantasía, el Ghisallo era una montaña misteriosa, fascinante, inaccesible. Mi padre y mi tío tenían un camión con el que transportaban gravilla. La víspera del Giro de Lombardía limpiaban la caja trasera, le ponían dos filas de bancos, lo cubrían con una carpa y allí nos sentábamos un montón de gente. Salíamos a las cuatro de la mañana y nos íbamos al Ghisallo, a ver cómo sufrían los ciclistas en esa carretera sin asfaltar, atascados en el barro o ahogados en el polvo. Allí nació mi pasión por el ciclismo.

Y fue el primer puerto que subí en bicicleta. Un día de verano salí con un amigo del pueblo y nos fuimos hasta el Ghisallo, una expedición extraordinaria. Fue una de las subidas más terribles de mi vida, ese día sufrí más que cuando me atacaba Eddy Merckx. De vuelta a casa, desfallecimos. Íbamos muertos, hambrientos, y en la entrada de un pueblo tiramos la bicicleta y saqueamos una higuera. Nos tumbamos en la hierba y nos hartamos a comer higos.

Una década más tarde, cuando coronó el Ghisallo en primera posición y volaba hacia la victoria, Gimondi debió de recordar el desfallecimiento infantil. Y se llevó la comida a la boca.

Foto: DP.
Foto: DP.

3 Comments

  1. Qué bueno es Ander Izaguirre escribiendo sobre ciclismo. Con un estilo al servicio de la historia, y no usando ésta como vehículo del estilo y ocurrencias varias, tratando con el máximo respeto al lector y al deporte del que escribe.

  2. Fantástico artículo. Más de estas historias sobre el pasado del ciclismo!

  3. JUAN MANUEL

    EL MEJOR CONTADOR DE HISTORIAS DEL CICLISMO….SIN DUDA.

Leave a Comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*