Van veinte minutos de partido y el Verona ya gana 0-3 en Údine. Ver para creer. El fenómeno ha pasado a ser algo más que una anécdota puntual. Líderes ya en la primera jornada, cuando ganaron 3-1 al Nápoles de Maradona en la caldera del estadio Bentegodi, los hombres del cauto Osvaldo Bagnoli han encabezado la clasificación de la liga italiana en cada una de las diecisiete jornadas disputadas.
Es una sorpresa y a la vez no es una sorpresa, es decir, hasta cierto punto se veía venir: el Verona solo lleva tres años en la Serie A, pero vaya tres años. El primero, acabó cuarto y fue finalista de una Copa de Italia que perdió ante la Juventus. El segundo, se tuvo que conformar con la sexta plaza y una nueva derrota en final de Copa, esta vez ante la Roma de Falcao y Ancelotti.
El campeonato siempre había sido cuestión de tres ciudades: Turín, Milán y Roma, acostumbradas a repartirse el título y las estrellas año tras año. Verona, con su coliseo en miniatura, con su aire medieval, con el recuerdo de Romeo y Julieta siempre acechando al turista, ni siquiera es la capital de su región, el Venetto.
Dominar de esa manera una liga donde los rivales cuentan con jugadores como Platini, Sócrates, Rumenigge, Junior, Passarella o el jovencísimo Michael Laudrup no entraba en ningún pronóstico previo, pero referirse continuamente al equipo como un grupo de «semiprofesionales», como hacen algunos expertos, es muy injusto.
Desde luego, el Hellas es un club modesto. Tan modesto que solo cuenta con diecisiete jugadores en una plantilla confeccionada en su mayor parte por descartes de otros equipos. Ahora bien, es un club bien gestionado, empezando por el director deportivo, Emiliano Mascetti, y acabando por el mencionado Bagnoli, hombre de la Lombardía, con fama de comunista y de práctico, tan práctico y tan esquivo a la prensa que les dio por llamarle «el suizo».
Además, hay dinero. En Italia, en los ochenta, el dinero sobra por todos lados. Aquello es una fiesta constante, especialmente en el norte. Puede que no haya suficiente como para pagar a Lothar Matthaeus, la gran ambición de Mascetti, pero sí para hacerse con los servicios de su compatriota Briegel, un defensa zurdo que acabaría reconvertido a medio centro llegador en Verona, o para fichar al potente delantero danés, Elkjaer Larsen, que había deslumbrado en la Eurocopa de 1984 hasta que España y Arconada se interpusieron en su camino.
Este equipo no es ninguna banda. Estos jugadores no son ningunos aficionados, por mucho que el portero Garella parezca algo pasado de peso y que su gran estilista, Di Gennaro, ya pase con mucho la treintena.
Y así está la cosa en Údine, 0-3 y solo veinte minutos. Parte de las Brigate Gialloblù animando desde una curva lejana, tiempos de ultras y navajazos, cabezas rapadas, caldo de cultivo de la futura Lega Nord… la otra parte bajo el edificio de Radio Adige, en plena Piazza Bra, escuchando la retransmisión en directo en tiempos donde la gran mayoría de partidos no se televisaban y menos aún los del Verona, ¿quién pagaría para ver a Galderisi, a Tricella, a Fanna, a Volpatti… pudiendo ver a Sócrates soltar otro taconazo o a Maradona inventar un regate imposible?
Sin embargo, justo antes del descanso, el Udinese marca el 1-3, obra del brasileño Edinho, y a los catorce minutos de la segunda parte, inopinadamente, el partido va empate. El sueño se deshace. Los profetas entonan el «ya os lo dije» y el devenir del Verona, cordero perseguido por lobos como el Torino, el Inter, la Juve, el Milan… parece que va a ser el mismo que el del Perugia de 1979, el Vicenza del 78, incluso el Cesena o el Ampoli, que llegaron a jugar la UEFA a finales de la década anterior, tiempos de la dictadura juventina, de los árbitros comprados y los partidos arreglados. Apuestas y descensos federativos mientras Dino Zoff levantaba copas de campeón del mundo.
Al líder, por fin, lo han puesto en su sitio, y da la sensación de que la liga, como el partido, se le va a hacer eterna.
Pero no. La maldición apenas dura dos minutos. En vez de venirse abajo, lamentarse, preguntarse cómo es posible que un equipo que apenas ha encajado goles en todo el campeonato de repente encaje tres en quince minutos, el Verona se crece y se crece de la manera que mejor sabe: con coraje y velocidad. «Mi jugada soñada en el fútbol es dar un solo pase y meter un gol», dice a menudo Bagnoli, y lo seguirá diciendo durante casi treinta años.
En el 61, Briegel, el omnipresente Briegel, marca el 3-4. En el 63, llega el gol de Elkjaer para acabar, ahora sí, con el partido. El Verona c´è. Al menos de momento, porque tiene por delante los Alpes y los Dolomitas y va a necesitar algo más que elefantes para atravesarlos.
El té caliente que cambió una liga
Es febrero en Italia y llega la gripe. Durante la semana, hasta seis jugadores del Verona se pierden entrenamientos por la fiebre. El domingo llega el Inter de Milán, el equipo de Rumenigge y de Altobelli, el segundo clasificado, apenas a un punto de distancia. En la ida, los gialloblù habían sacado un valioso empate a cero del Giuseppe Meazza, pero el momento de forma de los de Ilario Castagner es bien distinto ahora. El Bentegodi se llena, más de cuarenta mil espectadores en una ciudad de poco más de doscientos mil habitantes. La curva sur atrona y las banderas ondean al viento como sacadas de una película de Leni Riefensthal.
Sin embargo, los jugadores no pueden con las botas. El Verona resiste y resiste con su clásico 5-3-2, Fanna y Marangon como carrileros, y Garella parándolo todo hasta que, en el minuto 39, Altobelli rompe la lata y lleva al Inter con ventaja al descanso, un 0-1 que le convierte momentáneamente en líder del torneo. Bagnoli se lo toma con calma. Es un zorro viejo. No hay reproches ni broncas. Les ordena a todos tomar un té caliente mientras les explica que el Inter siempre recibe goles, que si son capaces de no encajar un segundo sacarán al menos un empate, que crean en él, que no se vengan abajo.
Y, efectivamente, el Verona parece otro equipo al menos durante los primeros minutos de la segunda parte. Vuelve el juego por bandas y la agitación constante y el barullo en el área. Córner desde la izquierda que saca Di Gennaro, peina Fontolan y Briegel, siempre Briegel, remata en plancha en el segundo palo. Empate a uno. Tocaba nadar y ahora toca guardar la ropa. Pasar el Gavia y abrigarse para el descenso vertiginoso hacia el siguiente coloso. El Inter lo intentará, pero sin éxito. Empate final y una nueva jornada como líderes, la decimonovena consecutiva, solo once para llegar a meta.
Solo que después del Gavia llega el Pordoi, el inmenso Pordoi en forma de Juventus de Turín. La Juve empezó la liga con nueve puntos en ocho jornadas, algo impropio de un equipo que ha ganado seis de los últimos nueve scudettos. Desde entonces, se ha recuperado, claro, pero no parece que vaya a bastar… salvo que le gane hoy al Verona. Trappatoni está peleado con el portero Tacconi, ese hombre pegado a un bigote, y la mente de Platini y de todos está en Heysel, en la promesa de una nueva final de la Copa de Europa.
Es una de esas tardes en las que Garella lo para todo porque es un hombre sin términos medios: lo mismo le regala un gol al contrario con un mal despeje que le quita otro en el último segundo gracias a una estirada improbable. Con todo, las piernas de los jugadores del Verona están cansadas y en el 74 marca Briaschi. De nuevo el desánimo, de nuevo la melancolía… y de nuevo todo dura solo dos minutos, lo que tarda Di Gennaro en empatar con un derechazo imponente desde fuera del área que se cuela por toda la escuadra. Lo han vuelto a hacer. Este es el momento en el que, según reconocerá Bagnoli al final de temporada, el Verona se da cuenta de que sí, que puede ganar la liga. O que si la va a perder, al menos no la va a perder contra la Juventus.
Afrontando el vértigo
Queda aún etapa. Al Inter y a la Juve le siguen la Roma y la Fiorentina y la ventaja sigue siendo de apenas un punto. Mortirolo y Aprica. La Roma de Falcao y de Bruno Conti, la gran estrella italiana en el Mundial de España 82. La Roma que fuera campeona de Italia apenas dos años atrás y finalista, en casa, ante el Liverpool hace tan solo unos meses, hielo que se derritió ante las payasadas de Grobbelaar en los penaltis. El partido es duro y trabado, como todos. La liga italiana es una liga de estrellas pero sobre todo es una liga de empates y muy pocos goles. El de Elkjaer Larsen en el 74 vale la victoria.
Crece el porcentaje y son los rivales los que empiezan a boquear: el Inter cede puntos, igual que el Milan. El Torino aguanta, pero aun está lejos. El Verona tiene que ir a Florencia, a jugar contra Passarella, Sócrates y compañía, solo que esa Fiorentina está deprimida, triste, como su estrella brasileña, que se lamenta de haber dejado atrás el calor y el compañerismo «democrático» de su Corinthians. Los de Bagnoli empiezan perdiendo y acaban ganando en la segunda mitad, una tónica habitual durante el campeonato. Dos goles de Galderisi más uno de Fontolan para firmar el 1-3 y llevarse dos puntos decisivos.
Ha pasado lo peor, en eso todo el mundo está de acuerdo, pero no acaban de creerse la historia. Es el primer año en el que los árbitros no se eligen por designación federativa sino que se sortean. Algo raro tiene que haber en todo esto, demasiadas casualidades en un sistema podrido para beneficiar siempre a los clubes grandes. El Verona recibe al Cremonese, un equipo en puestos de descenso y gana 3-0. Es la jornada 23, quedan siete para el final y su ventaja es de cinco puntos sobre Inter y Torino, seis sobre la Sampdoria, su siguiente rival.
Hablamos del germen de la gran Sampdoria de finales de los ochenta y principios de los noventa. La de Graham Souness, reciente campeón de Europa con el Liverpool, pero sobre todo la de los chavales Mancini y Vialli, los más prometedores de su generación junto a un tal Roberto Baggio que empieza a despuntar en las categorías inferiores de la Fiorentina. Galderisi marca a los seis minutos de partido pero Renica empata cinco minutos después. Ahí se acaba todo. Nadie arriesga y nadie gana… pero el Verona sale con seis puntos de ventaja y seis jornadas por jugarse.
Llega algo parecido al nerviosismo, o, más bien, algo parecido al vértigo. El equipo solo ha perdido un partido en toda la liga, justo al final de la primera vuelta y en el campo del Avellino; un campo lleno de nieve y un rival que siempre se les había dado mal, uno de esos partidos en los que sales derrotado del autobús y ya no te apetece cambiar de opinión. En la jornada 25, sin embargo, llega el Torino a Bentegodi y gana fácil. No tanto en el marcador (1-2) como en el juego. De repente, el equipo de Junior, otra de las estrellas brasileñas del calcio, se convierte en el máximo rival, aunque la ventaja siga siendo de cuatro puntos.
El domingo siguiente, el Verona visita San Siro y todos cuentan con que el Milan le meta mano y se ponga a dos puntos. Berlusconi aún está lejos del palco, aunque no deja de acechar. Hace poco que los rossoneri han visitado la serie B, cortesía del escándalo de amaños de 1980, pero han conseguido rehacerse con jugadores como Mark Hateley y el defensa Franco Baresi. No está Sacchi en el banquillo sino que está el mítico Nils Liedholm. El partido es un monólogo milanista, hasta el punto de que Garella tiene que hacer la mejor parada de la temporada —la mejor temporada de su vida— para despejar con la punta de los dedos un cabezazo y mandar el balón contra el poste. Otro punto de inflexión. Otro «qué hubiera pasado si…» que solventa el Verona. El empate a cero final se vive como un triunfo y con razón. Ni Inter ni Torino ni Sampdoria se acercan. Quedan dos partidos en casa para certificar el título.
«Como hoy perdamos, te vamos a dejar el culo así»
Los rivales son inferiores pero peligrosos. Lazio y Como se están jugando el descenso y eso son palabras mayores. Los romanos se agarran al campo con uñas y dientes pero un gol de Fanna en las postrimerías del partido —cuántos van ya— pone el 1-0 definitivo. Fanna, con su alopecia prematura, el recuerdo de la joven promesa que no pudo triunfar en la Juventus y tuvo que refugiarse unos pocos kilómetros más al este. Ya no hay vuelta atrás: el Verona va a ganar la liga y la va a ganar contra el Como en casa.
De nuevo el Bentegodi se viste de gala: incluso el cómico Jerry Calà, famoso por sus películas de bajo presupuesto y sus apariciones en televisión, decide acudir al campo. Es de Verona y lo manifiesta orgulloso en cada entrevista. Más orgulloso según van pasando las jornadas, más protagonista. Está sentado en la tribuna cuando lo identifican unos miembros de las Brigate Gialloblù. «No te hemos visto por aquí en toda la temporada, Calà», le dicen, y Calà intenta farfullar una excusa de arribista cuando los ultras le dejan las cosas claras: «Llevamos partiéndonos la cara y ganando todo el año. Como justo hoy perdamos, te vamos a dejar el culo así».
Y para escenificar su amenaza, se quedan ahí, de pie, unos pasos a su derecha, vigilantes, como si el estadio fuera suyo, cosa que probablemente sea cierta.
Los minutos pasan y el culo de Calà está en serio peligro. El Verona no consigue el gol que valga el scudetto pero al menos tampoco encaja ninguno que lo ponga en apuro. Un nuevo empate a cero que deja al equipo con cuatro puntos de ventaja sobre Torino e Inter con cuatro puntos por disputarse. Solo la matemática aparta a la hinchada del festejo, que tendrá que prolongarse un año más. Calà esta vez se salva, pero tendrá que poner un millón de liras como señal de buena voluntad para «la organización de los festejos del título».
Siguiente parada: Bérgamo. Probablemente, la última. Entre Verona y Bérgamo hay poco más de cien kilómetros por la A4 y hasta diez mil aficionados del Hellas se suben a cientos de autobuses para llenar medio estadio del Atalanta. Los locales no se juegan nada. Son un equipo modesto que también tendrá su momento de gloria pocos años después, cuando llegue a jugar las semifinales de la Recopa. Hasta el momento, la 84/85 es su mejor temporada y tienen sentimientos encontrados: no quieren amargarle la fiesta a nadie… pero tampoco se van a rendir sin más.
Es un domingo de transistores. Hasta quince mil personas se reúnen esa tarde en la Piazza Bra a escuchar el partido, tarde de lluvia y paraguas, 12 de mayo de 1985. La multitud recibe el gol del Atalanta con un silencio sepulcral aunque saben que el Inter está perdiendo 2-1 en Roma y que el Torino no consigue marcar en el campo de la Fiorentina. Incluso la derrota vale el título, pero el Verona no se va a permitir un final tan poco épico. En la enésima jugada embarullada de la temporada, Galderisi consigue bajar el balón en el centro del área y Elkjaer Larsen chuta de izquierdas con toda su fuerza para empatar el partido y certificar el título por méritos propios.
El locutor grita «Rete, rete, rete, rete» fuera de sí y los aficionados celebran agitando sus paraguas como si fueran un enorme tifo. Verona, campeona. Ahí están todos: el presidente del club, el alcalde de la ciudad, los periodistas que se cuelan en el vestuario e incluso charlan con el árbitro. Otras voces, otros ámbitos. Otros tiempos. Todos están celebrando en calzoncillos, cantando el «gialloblù, gialloblù, gialloblù», imaginándose en la siguiente edición de la Copa de Europa, soñando con el siguiente contrato, la siguiente oferta de la Juve, el Milan, el Inter…
Todos menos el entrenador Bagnoli, que prefiere ausentarse de la fiesta y departir con unos reporteros. «Ya habrá tiempo para celebrar», dice muy serio, su enorme nariz dándole un aire de césar, «tampoco tiene por qué ser todo ahora mismo». «No somos conscientes de lo que hemos hecho», afirma el director deportivo Mascetti. «Con el paso del tiempo, nos daremos cuenta de hasta qué punto esto es histórico».
El milagro que no se repetirá jamás… hasta que se repita
Y así pasó el Verona de la euforia a la realidad de nuevo. Como siempre. Las alegrías y las tristezas en fútbol duran un verano, a menudo incluso menos. Consiguió retener a Briegel y a Elkjaer pero no así al portero Garella, que se fue con Maradona al Nápoles, ni a Fanna, ni a Fontolán, que haría buena carrera en el Milan, ni al joven y talentoso Marangon. El equipo cayó en octavos de final de la Copa de Europa, contra la Juventus, que por fin había conseguido el anhelado título el año anterior y acabó décimo en la liga. Las aguas volvieron a su cauce y cuando Italia se quiso dar cuenta, ya estaba Arrigo Sacchi revolucionando el fútbol.
Bagnoli le fue fiel al Verona y Verona le fue fiel a Bagnoli, pero no hubo revival. En 1990, acuciado por las deudas y al borde de la desaparición, el Hellas bajó a la Serie B. No se le ha vuelto a ver al primer nivel, convertido en el típico «equipo ascensor» que lo mismo te está a punto de bajar a la C que vuelve a subir a la A para pasar ahí un par de temporadas. Por sus filas pasaron Gilardino, Mutu o Camoranesi pero no sirvió de mucho. Después de regresar a la primera división italiana en 2013, el equipo entró en barrena al principio de esta temporada 2015/16, acumulando veintitrés partidos sin ganar hasta que consiguió romper la racha. Tuvo que ser ante el Atalanta. A falta de tres jornadas, ocupa el último puesto de la clasificación. El descenso parece inevitable.
Bagnoli se fue a entrenar al Genoa y luego al Inter, donde fracasó estrepitosamente pero ganó suficiente dinero como para retirarse tranquilamente del fútbol y sus ansiedades. Todo el mundo coincidió entonces en que no se volvería a repetir algo igual, que nunca más un modestísimo equipo de una pequeña ciudad conseguiría ganar una gran liga. No en los tiempos de la ley Bosman y los jeques árabes. No en la época de Sky TV y los contratos multimillonarios.
Hasta que llegó el Leicester City, claro.