Cuando tenía trece años, me inscribí en el equipo de baloncesto del colegio. Sospechaba que el curso de pintura al óleo en el que mi madre me había matriculado no iba a ser suficiente para convertirme en el chaval más popular del instituto, así que encerré el caballete y los pinceles en un sótano oscuro y me compré un balón Spalding. Uno lo bastante caro como para tener que jugar siempre con el balón de los demás.
El año anterior había malgastado mi tiempo libre —el tiempo libre siempre se malgasta— deshonrando el tablero de una cancha próxima a mi casa, y consideré que por fin era tan malo como para merecer un puesto de suplente en el equipo. Salesianos era un colegio con una gran reputación baloncestística. De sus aulas habían salido un par de buenos jugadores. En sus vitrinas, qué diablos, incluso se exhibían varios trofeos. Cuando repartieron la equipación en septiembre, todos nos fuimos a casa habiendo ganado ya la liga.
Jugamos nuestro primer partido en A Rúa. El trayecto de noventa kilómetros en autobús se prolongó durante cuarenta días, con sus mañanas, sus tardes y sus noches en el desierto. El trámite posterior en ningún caso justificaba el sacrificio. Nosotros éramos Salesianos. Ellos, sin embargo, no. Qué menos que haber tenido la decencia de venir a perder a nuestro campo, en lugar de hacernos ir a vencer al suyo. Desconocíamos quiénes se habían creído que eran, pero se iban a enterar de quiénes éramos nosotros. Eso seguro.
La paliza que nos dieron aquella mañana de sábado todavía me duele algunas noches. Si no fuese porque no me fío de mi memoria, juraría haber visto a John Stockton asistiendo a Karl Malone delante de mis narices ese día. Jamás en mi vida he estado tan lejos de casa como durante aquel partido.
Después de cada embestida me volvía atemorizado hacia la grada, esperando que mi padre irrumpiese heroicamente en el campo y se plantase frente al enemigo gritando: «No puedes pasar. Soy un servidor del Fuego Secreto, que es dueño de la llama de Anor. No puedes pasar. El fuego oscuro no te servirá de nada, llama de Udûn. ¡Vuelve a la Sombra! No puedes pasar», permitiéndonos huir a salvo de Moria mientras los contendientes caían a las profundidades del abismo para librar su postrera batalla en la cima del Zirak-Zigil. Por alguna razón u otra, eso nunca sucedió y fuimos destruidos por el Balrog.
Nos merecimos aquella cura de humildad. Difícilmente aprende uno la lección más rápido que pegándose una hostia contra la realidad, y la que nos propinó aquel día el marcador fue contundente y certera, de un dolor y una elocuencia inmisericordes. Creímos, como Jersey Joe Walcott en el 52, que bastaría con vestirse de corto, que es un soplo la vida y que veinte años no es nada, hasta que Rocky Marciano surgió de entre las sombras y nos mandó generosamente a la lona en el knockout más convincente de la historia.
«Que alguien avise a mi familia», debió de pensar también Luiz Felipe Scolari en la semifinal del Mundial de 2014, cuando él y su seleção fueron atropellados en el estadio Mineirão por un Panzerkampfwagen VI Tiger que pasaba por allí, agujereando la portería brasileira con siete misiles. La diferencia es que nuestro linchamiento fue justo y el de la Canarinha no, porque ellos ni siquiera se merecían jugar ese partido.
Brasil comenzó a perder el Mundial en 1950. Creyeron que el Maracanazo los hacía acreedores de alguna suerte de indemnización deportiva, ahora que el campeonato regresaba a casa décadas después, como si el fútbol estuviese obligado a satisfacer deudas. Como si existiese deuda alguna. Y comenzaron su andadura en el campeonato con buen pie, marcando el primer gol del torneo en propia puerta.
Aunque he de reconocer que, en un primer momento, no le di a esa hazaña la importancia que se merecía. El gol que inaugura un Mundial es un acontecimiento singular que sucede una vez cada cuatro años. Uno siempre desea que el azar le sorprenda con la épica o la bella factura y no con la torpeza. Pero Juan Tallón y Diego E. Barros, que son mucho más gallegos que yo, en seguida me hicieron ver el valor de un tanto que pasaría a la historia, precisamente, por su excepcionalidad. Lo cual habría sucedido de forma mucho más enérgica si Alemania no hubiese terminado haciendo Bratwurst con los brasileños, qué duda cabe.
Pero más allá del autogol de Marcelo, no hubo nada en ese encuentro contra Croacia. Ni brillo, ni clase, ni buen juego. «Este no es el fútbol que hizo cinco veces campeona a Brasil», lamentaría Pelé más adelante, después de la victoria sobre Colombia en cuartos de final, denunciando, además, el trato de favor de los árbitros hacia la selección de su país.
Sin ideas ni orden alguno, los de Scolari debieron haber sido apeados del Mundial mucho antes del Mineirazo de la semifinal contra Alemania, pero, por desgracia para ellos, el equipo fue esquivando disparos a ciegas mientras bailaba samba en su autobús, hasta que un puñado de virtudes prusianas repeinadas y de 1,85 metros de estatura media se lo llevó por delante sin ni siquiera decir Guten Tag.
Un penalti inexistente a Fred contra Croacia que determinó el partido, un empate sin goles contra México y la victoria ante una selección de Camerún ya eliminada —eliminada antes incluso de aterrizar en Brasil— fueron el precedente, en fase de grupos, de un enfrentamiento contra Chile en octavos de final en el que Pinilla estrelló el miedo contra el larguero en el minuto 120, habilitando la lotería de los penaltis. Del siguiente cruce, en cuartos, ya dio buena cuenta O Rei.
Por lo que respecta a España, que en los ensayos se contoneaba entre bastidores como las grandes divas, en batín de seda, viendo trabajar a los demás mientras recibía todas las atenciones, su selección tampoco estuvo a la altura del primer acto y volvió a casa de un tomatazo. La misma suerte que debió haber corrido Brasil, cuyas ínfulas prometían un título que su fútbol no podía pagar, hasta que se estrelló por volar demasiado cerca de la final, derritiendo sus alas.
Hace unos años vi una película —de cuyo nombre no quiero acordarme— en la que unos chicos, desafiando a la fatalidad, evitaban milagrosamente un accidente aéreo en el que debían haber muerto. El azar se confabulaba entonces para cobrar su deuda, situándolos en disparatados escenarios letales, ajenos todos ellos a las leyes de la probabilidad, hasta que la acumulación de coincidencias dolosas hacía imposible la supervivencia.
Lo que le ocurrió a Brasil en el Mundial de 2014, en el «Mineirazo» fue algo muy similar. Debieron haber caído antes, mucho antes de donde cayeron, pero fueron regateando al destino partido tras partido, hasta enfurecerlo tanto que decidió escarmentarlos poniéndoles delante a una Alemania tan enorme que el balón estuvo orbitando durante noventa minutos en torno a sus pies.
Hubo un momento, después del quinto gol, que noté cómo algunos jugadores se volvían atemorizados hacia la grada, buscando a sus padres con la mirada, esperando que los rescatasen de las ardientes garras del Balrog. Brasil no se mereció el Mineirazo. No se mereció perder esa semifinal. Pero solo porque nunca se mereció jugarla.