Cuando un niño comienza a profundizar en la historia del deporte rey, uno de los detalles que más le llama la atención es el atuendo de los guardametas del primer tercio del siglo XX. Las gorras, las rodilleras y los jerséis; esos suéteres de lana de punto gordo y cuello vuelto. No es para menos.
Practicar deporte con uno de aquellos pulóveres que tanto debían de picar. Tan calurosos en primavera como incómodos y pesados ante un aguacero. Aquellos jerséis —mayoritariamente tejidos en tonos oscuros— eran los que vestían Jimmy Thorpe y sus coetáneos colegas de portería.
James Horatio Thorpe se asomó al orbe unos meses antes de que estallara el conflicto de la Gran Guerra. Fue en Jarrow, una localidad del noreste británico donde naciera siglos atrás el historiador y benedictino Beda el Venerable. Jimmy se decantó por el fútbol y la portería siendo un colegial, y pronto su altura y habilidad le fueron reportando un nombre como cancerbero en Jarrow y sus alrededores. A los diecisiete años fue tentado por el Sunderland Association Football Club, uno de los mejores clubes británicos de la época, y el chiquillo aceptó el reto de formar parte de la plantilla del equipo de reservas de los rojiblancos. En 1930 todo parecía sonreír al joven Thorpe.
Jimmy cruzó su Rubicón futbolístico durante dos temporadas y en la temporada 32/33 fue requerido para atajar los balones del primer equipo. El Sunderland era un equipazo y estaba encuadrado en la máxima categoría balompédica de entonces: la First Division.
Thorpe, un mocetón de 1,88 m de altura, disputó cuatro campañas con los Black Cats durante las que fue progresivamente creciendo en relevancia como arquero hasta el punto de defender la meta de los del noreste hasta en ciento treinta y nueve ocasiones entre Liga y FA Cup. Hasta que el Chelsea llegó de visita.
El 1 de febrero de 1936 el Sunderland recibía en el estadio de Roker Park a los blues londinenses. Los locales comandaban la clasificación después de haber quedado subcampeones la campaña anterior tras el Arsenal, y partían como favoritos ante el Chelsea, una escuadra de músculo que era la antítesis de un equipo de pase como el de Thorpe. El encuentro fue especialmente duro por parte de los visitantes dentro del ya de por sí violento fútbol británico de los treinta. Thorpe disputaba su 52.º partido consecutivo con los Black Cats, algo nada desdeñable teniendo en cuenta los problemas de salud que padecía.
En enero de 1934, Jimmy fue ingresado en un hospital con el objeto de poder diagnosticar qué era lo que hacía que no se encontrara bien cada vez más a menudo. El joven portero permaneció ingresado en el centro durante un mes, periodo en el que se pudo conocer que era diabético. Amén del tiempo en cama, Jimmy se llevó consigo la obligación de pincharse insulina diariamente. Ser insulinodependiente hace noventa años era algo muy serio, nada que ver con quienes hoy conviven con la diabetes llevando una vida sedentaria y ni siquiera con los que compiten ahora al más alto nivel. Thorpe comenzaba a comprar boletos para sostenerse suspendido en el alambre, mas, pese a todo, decidió seguir guardando el arco del Sunderland.
Volviendo al encuentro ante el Chelsea, la crudeza con que se emplearon los jugadores en aquel choque superó la ya de por sí áspera práctica de la época. Hasta siete jugadores sufrieron alguna lesión en el transcurso de los noventa minutos. Los foráneos fueron —según las crónicas— quienes se ensañaron especialmente con los locales; en concreto con Jimmy Thorpe.
Corría el minuto 70 y el Sunderland dominaba con relativa comodidad. Los dos tantos del gran Bobby Gurney y el conseguido por Paddy Gallacher hacían presagiar que los blues no serían capaces de remontar el 3-1. Los allí presentes seguían atentos el transcurso del juego cuando uno de los defensores locales pateó el balón hacia los dominios de su guardameta y Thorpe recibió el esférico rodillas en tierra. Sin tiempo a que este se pudiera levantar, aparecieron un par de delanteros del Chelsea y cosieron a puntapiés al joven de Jarrow. Cuatro fueron las patadas que recibió: tres en el torso y una más en la cabeza. Con Jimmy tendido sobre el césped y casi noqueado, arribaron dos rivales más que no pudieron contribuir al abuso porque fueron frenados por futbolistas rojiblancos. A pesar de todo, Thorpe logró ponerse en pie y se acercó a uno de los postes para sostenerse mientras se frotaba ostensiblemente la parte derecha de su dolorida cabeza. Jimmy, con el rostro teñido de un blanco como el de la cal, puso todo su empeño en continuar jugando el cuarto de hora largo que todavía restaba. En un fútbol en el que no se había introducido el recurso de las sustituciones cabe entender el ímprobo esfuerzo del jugador por continuar y no dejar en inferioridad a su equipo. El árbitro del encuentro, un tal Mr. Warr procedente de Bolton, decidió incomprensiblemente que los violentos protagonistas del negro incidente se fueran de rositas y no atisbó nada inusual en el aspecto del bravo Thorpe.
Por desgracia, el partido aún contaba con algún episodio desagradable más que ofrecer. Mitchell, jugador del Chelsea, fue expulsado por el colegiado —esta vez sí— tras lanzar un perfecto gancho de derecha que impactó en el rostro de un jugador rival al que tumbó. Los capitalinos fueron capaces de marcar dos tantos más por medio de Joe Bambrick ante un Jimmy Thorpe que presentaba claros síntomas de confusión. Algo no iba bien. Con el 3-3 final, Mr. Warr tuvo que ser escoltado hasta los vestuarios por la policía ante la colérica respuesta del público de Roker Park. El iracundo respetable no alcanzaba a comprender la permisividad del colegiado ante la descarada agresión que había sufrido Jimmy ni los gestos obscenos que les había dedicado el expulsado Mitchell camino de la caseta.
La prensa local no tuvo compasión con el cancerbero del Sunderland AFC en sus crónicas del día siguiente. Le culparon de haber encajado el par de goles final sin poner en el fiel de la balanza el linchamiento premeditado del que fue objeto y que resultaba decisivo a la hora de valorar el abrazo a tres del marcador final. Uno de los periódicos cargaba así la mano sobre Jimmy: «La atroz labor del portero le costó un punto al Sunderland». El cronista del Sunderland Football Echo se mostraba más hiriente aún: «Thorpe se ha mostrado en ocasiones excelente como guardameta esta temporada, pero rara vez me satisface cuando tiene que actuar ante balones cruzados. Sus errores del sábado, sin embargo, tuvieron un origen totalmente distinto al descrito, y puedo afirmar que el tercer gol del Chelsea tuvo que ver con que se quedó paralizado al comprobar cómo Bambrick avanzaba a la carrera hacia él».
Durante el transcurso de 1933, Jimmy había ido sufriendo una sorprendente transformación física. El hasta entonces robusto portero fue poco a poco adelgazando al punto de verse convertido en un chico espigado. Sus propios compañeros vivían el cambio de su complexión con desconfianza. Thorpe había encogido, aunque afortunadamente para todos su calidad futbolística no se estuviera viendo influenciada por ello. El episodio diabético era conocido de puertas para dentro, pero ni los rivales ni la prensa eran conscientes de nada más allá de la progresiva delgadez del guardavallas de Jarrow.
Pasada la desagradable batalla con el Chelsea, Jimmy fue sintiéndose peor a cada rato y se lo llevaron al Monkwearmouth and Southwick Hospital. Tras una rápida observación, los galenos del centro sanitario certificaron que Thorpe sufría la rotura de varias costillas así como un feo hematoma en la cabeza cercano al ojo derecho. Su padre no supo de su ingreso de urgencia hasta la mañana siguiente, cuando se enteró por el periódico.
Cuatro fueron los días que Jimmy Thorpe permaneció en el hospital. El equipo médico que celosamente cuidaba del futbolista certificaba el 5 de febrero de 1936 que el meta de veintidós años había dejado de respirar para siempre después de permanecer en un coma diabético. Su padre había dejado la habitación para urgir a su nuera que acudiera a ver a su marido, que parecía pasar por sus últimos momentos. Dejaba esposa y un hijo. Jimmy falleció a causa de una diabetes mellitus y un fallo cardiaco «acelerados por el duro proceder del equipo contrario».
La comunidad de Jarrow se volcó con su ídolo hasta el punto de que la policía local tuvo que intervenir ante la muchedumbre que abarrotaba las calles circundantes a la iglesia donde tenía lugar el funeral. Seis de sus compañeros del Sunderland fueron los encargados de transportar sobre sus hombros el modesto ataúd de roble en el que yacía inerte el cuerpo de Jimmy.
El redactor del Sunderland Football Echo —tan crítico con él setenta y dos horas antes— volvía a escribir en el diario del noreste en un tono totalmente distinto al utilizado en la ocasión anterior: «Conozco a muchos que darían lo que fuera ahora mismo para no haberse expresado en unos términos tan duros como los que utilizaron en un momento tan acalorado como el que se produjo tras la imposibilidad de Jimmy Thorpe de atajar los dos goles en la segunda parte del partido de la semana pasada. No sabían que el hombre cuyos errores fueron maldecidos era realmente un héroe al continuar en juego con lo que estaba padeciendo. Tampoco yo lo sabía, y confieso ahora que habría dado lo que fuera por haberlo sabido y no haber utilizado mi pluma para escribir lo que escribí. No creo que él pudiera llegar a leerlo y, si así fue, estoy contento de no haber contribuido a entristecer sus últimos días por lo que hice, puesto que soy muy consciente de lo sensible que era con todo lo que tenía que ver con su trabajo».
La muerte de Jimmy Thorpe llevó a los responsables del fútbol inglés a reunir a su comité de expertos para decidir acerca de lo acaecido en el terreno de juego. Ese 2 de marzo, tres ancianos de entre setenta y cuatro y ochenta y cuatro años formaban la terna de la comisión decisora. Esperando fuera de la sala, por si unos jueces de edad tan provecta querían conocer su cualificada opinión, se encontraba Mr. Modlin, el médico del club. Empero, nadie llamó al doctor para escuchar su peritaje. Sí pudieron ser escuchados tres agentes de policía presentes en el encuentro y, aunque dieron contada evidencia de la agresión de la que fue objeto Thorpe, no sirvió para nada.
La dureza con la que se empleaban muchos jugadores en aquellos años pudo influir en la decisión del comité de exonerar a los futbolistas implicados y al árbitro del choque. De haber castigado la violencia de los delanteros del Chelsea y sancionado la mala praxis del colegiado, se habrían expuesto a poner patas arriba el sangriento proceder del balompié de las Islas. Tristemente, prefirieron achacar el fatal desenlace a la dolencia diabética de Thorpe y dejar así a May, su viuda, sin compensación económica alguna. El momento financiero por el que pasaba la familia Thorpe era tan delicado que cuando dieron santa sepultura a Jimmy no pudieron costearse una lápida, quedando su tumba inmerecidamente desangelada. Años después, gentes del fútbol local llevaron a cabo una colecta para que así Jimmy Thorpe tuviera la lápida mortuoria que merecía.
Los jueces de la comisión sí redactaron un anexo al dictamen que rezaba como sigue: «Creemos que el árbitro fue muy laxo y urgimos al consejo de administración de la FA a que instruyan a los colegiados para que ejerzan un más estricto control sobre los jugadores y que así se eliminen, tanto como sea posible, futuros accidentes».
Pasadas unas semanas de la tragedia y pese a la falta de voluntad en castigar a quienes tuvieron que ver con el oscuro incidente, la Federación se reunió para legislar en favor de la protección de los arqueros ingleses. Los dirigentes convinieron en abolir la norma que permitía que un jugador de campo pudiera seguir disputando el balón aunque este estuviera entre los brazos del portero e introdujeron en su lugar la imposibilidad de que el atacante levantara el pie ante un guardameta que se hiciera con el esférico entre sus brazos. El fatal episodio de Thorpe contribuyó a que esa modificada regla se transformara tiempo más tarde en otra que impide a cualquier futbolista tocar la pelota si la misma se encuentra entre las manos del guardameta, y que ha llegado hasta nuestros días.
La portería del Sunderland AFC volvió a ser defendida por Matt Middleton —a quien Thorpe había quitado el puesto tiempo atrás— hasta que tras nueve partidos, en un Tees-Wear derby jugado en Ayresome Park, el Middlesborough coló seis goles a Matt. Los del noreste ficharon a toda prisa a un crío de dieciocho años llamado Johnny Mapson y que tan solo contaba con dos partidos de experiencia en el Reading. Mapson terminó la temporada bajo palos toda vez que asombrara a la parroquia deteniendo tres de los cuatro primeros penaltis con los que fueron sancionado los de Roker Park. Los Black Cats se hicieron, en parte gracias a él, con el que fue el sexto y último entorchado liguero de su historia, y Mapson vistió los colores del Sunderland AFC en trescientas cuarenta y cinco ocasiones desde aquel 1936 y hasta 1954.
Cada miembro de la plantilla de aquel magnífico equipo que ganó la Liga del 36 con ocho puntos de diferencia sobre el Derby County y el Huddersfield Town fue obsequiado, como marcaba la tradición, con la medalla de los campeones. A la ceremonia fue invitada la viuda de Jimmy Thorpe para recibir la presea de su esposo a título póstumo dada su indudable contribución a la consecución del título. El propio Johnny Mapson se despojó de su colgante y se lo entregó a May Thorpe en un gesto de extraordinario reconocimiento a quien fuera su predecesor.
El 1 de febrero de 2011, setenta y cinco años después del último partido de Thorpe, el Sunderland AFC recibía en su nuevo feudo —Stadium of Light— al Chelsea para rememorar la figura de Jimmy. Los arqueros de ambas escuadras fueron protagonistas destacados aquella tarde. Tanto el local Craig Gordon como el visitante Petr Cech lucieron un brazalete negro en memoria y homenaje de Jimmy Thorpe. Un Petr Cech que llevaba su ya clásico casco negro desde que años atrás se fracturara el cráneo en un choque con Stephen Hunt, jugador del Reading. Un detalle que se podría atribuir a la casualidad o a un guiño del destino para que nunca quedara en el olvido el último servicio que Jimmy Thorpe prestó al fútbol y que sirvió para que los guardametas fueran más respetados por los rivales desde el día en que murió.