En su autobiografía Yo soy el Diego, una recopilación de boutades a cuál más gorda, Maradona decía de Paolo Maldini: «Se equivocó de profesión, debería haber sido actor, es demasiado lindo para jugar a la pelota». Algo parecido podría haber dicho de Gary Lineker, solo que habría sido un poco cruel, teniendo en cuenta que Maradona privó a Lineker de su mayor gloria: aquel partido de cuartos de final de México 86 que dejó en nada el sexto gol en cinco partidos del inglés, justo el que le convertía en máximo goleador del campeonato.
Y es que Lineker era lindo. Muy lindo. Lo sigue siendo, de hecho, con esa cara de niño que consigue ocultar sus más de cincuenta años. Un Lineker siempre sonriente, simpático, eufórico en el campo después de un gol y elegante a su manera, una manera británica: americana gris y camisa a cuadros azules junto a unos pantalones negros, como si fuera el cantante de Spandau Ballet, para despedirse del Camp Nou en su último partido. Enfrente, el Málaga de Juanito también en su propia despedida; junto al inglés, algo a regañadientes, el hombre que le sacó del área y le pegó a la cal para demostrar que no sabía jugar al fútbol: Johan Cruyff.
Las broncas entre Cruyff y Lineker llenaron una primera temporada del holandés con altos y bajos: una liga mediocre redimida por la Recopa que consiguió el Barcelona ante la Sampdoria, de nuevo con el inglés como extremo y Salinas cazando balones. Uno diría que no se caían bien si no fuera porque Lineker siempre parecía caerle bien a todo el mundo. Cruyff lo intentó vender en diciembre, al Manchester United, para rebañar las migajas del traspaso, pero tuvo que esperar a junio y que su delantero se decidiera por el Tottenham de Terry Venables.
Ahí estaban los dos para la foto, con Alexanco, con un joven Milla, con Romerito, que marcaría aquella tarde su primer y único gol en el Barça. Cuando le preguntan a Lineker por aquel día siempre responde lo mismo: «Había muy poca gente, era un partido poco importante». Quizá habría merecido otra despedida, pero nadie en el club lo entendió así. Tampoco el jugador quiso hacer mucha sangre del asunto. En cuanto se fue, le deseó lo mejor a su exentrenador y se puso a marcar goles como loco en Londres.
La afición sin embargo quedó algo descorazonada, como si les hubieran obligado a elegir entre papá y mamá: el mito recién llegado y la esperanza de los tres años anteriores, el único que hizo pensar que el Barcelona, aquest any sì, podría vencer al Madrid de la Quinta del Buitre. Lineker volviendo locas a las fans que le pedían autógrafos entre lágrimas, en medio de toda aquella locura británica del Barça de los ochenta, con el propio Venables, el escocés Archibald y el galés Mark Hughes como compañeros de viaje.
Una locura que, como suele suceder, se cortó de tajo después de unos resultados hasta cierto punto aceptables: Venables dio la liga, Archibald y Lineker le ganaron la Copa del Rey a la Real Sociedad y, como ya quedó dicho, el inglés participó también en un tercer título: la mencionada Recopa.
Repasando una y otra vez el vídeo de aquella despedida, choca la naturalidad de Lineker, la facilidad con la que todo pasa a su alrededor. El entrenador pudo haberle dado unos minutos para despedirse en condiciones, pero él prefirió alegar unas molestias para evitar polémicas. Quizá, después de todo, nunca pensó que llegaría a jugar tres años en el Barcelona, así que no iba ahora a quejarse de que no fueran cinco. Aquel adiós era, en el fondo, un hito más en la carrera de un jugador sumamente improbable.
De los barrios de Leicester al glamour de Barcelona
No había nada en el juego de Lineker que le hiciera destacar. Cruyff se encargó de dejarlo claro en una entrevista a The Sun en la que le calificaba de egoísta y aseguraba que no era ni Van Basten ni Hugo Sánchez. No lo era. Su aspecto juvenil matizaba una carrera larga y de explosión algo tardía. Chico de la ruda Leicester, jugó en el equipo de su ciudad de 1976 a 1985, la mayoría de las temporadas en campos de segunda o tercera división anegados por el barro y donde la única manera de hacerse valer era defenderse con dureza y contar con un punto de astucia.
Lineker solo aprendió la mitad de la lección: la de la inteligencia, el chico pillo que siempre acude desde atrás para el remate a traición, un solo toque y a otra cosa. En toda su carrera, y quizá eso diga algo de su fama de mal defensor, no le sacaron ni una sola tarjeta amarilla ni por supuesto una roja. Ni en la liga inglesa ni en la española ni en la japonesa ni en una Eurocopa ni en un Mundial. Nunca. Demasiado lindo para hacer eso, diría el Diego.
Todo cambió a partir de 1982 pero fue un cambio muy lento: con veintidós años, su equipo llegaba a semifinales de la FA Cup y al año siguiente conseguía el ascenso a la primera división. A partir de ahí, el vértigo: máximo goleador junto a Kerry Dixon en 1985 con veinticinco tantos, fichaje por el Everton, otro año lleno de goles y por último, el matrimonio con Michelle, su novia de toda la vida, y el Mundial de México 86 en toda su extensión: los seis goles en cinco partidos, la Bota de Oro, el hat trick ante Polonia en la primera fase…
Su presentación al mundo llegaba a los veintiséis años, como siempre lleno de euforia, de entusiasmo. Y Venables no pudo evitarlo: pidió su fichaje para el Barcelona.
Cuando Lineker llegó en agosto de 1986 al Camp Nou, el club aún tenía relativamente reciente la liga de Schuster, Archibald y Urruti. Era, como decíamos, un club de aires británicos y juego directo, ideal para un delantero centro como él: el entrenador y Archibald llevaban en Barcelona desde 1984, mientras Hughes llegaba ese mismo año proveniente del Manchester United. Compañía, desde luego, no le faltaba. Pero si las actuaciones de Archibald y Hughes siempre dieron la sensación de estar por debajo de lo esperado —el galés, de hecho, pasó su segunda temporada cedido en el Bayern de Munich—, la llegada de Lineker a España fue un auténtico huracán que se puede resumir en dos partidos antológicos.
El 31 de enero de 1987, el Real Madrid visita el Camp Nou con el ambiente hostil habitual. Lidera la liga el Barcelona con 36 puntos, uno de ventaja sobre los blancos, entrenados por Leo Beenhakker, y a los tres minutos de partido, Lineker ya ha marcado su primer gol, lanzándose por la hierba para meter la puntera justo antes que Buyo y rematar así un pase lateral.
El estadio se viene abajo y los jugadores se abrazan. Es solo el principio: otros tres minutos más tarde, Carrasco se marcha de tres jugadores del Madrid en uno de sus «eslaloms» habituales y acaba tirando a puerta; Buyo rechaza y el balón le llega a Lineker para que la empuje.
Seis minutos y dos goles. No está mal para un recién llegado.
Aprovechando la evidente falta de concentración de la defensa madridista, otra vez a los tres minutos de empezar la segunda parte, Zubizarreta saca largo, a lo que caiga… y lo que cae es un mal despeje hacia atrás de Chendo que cae en los pies de Lineker para que con cierta sutileza eleve el balón ante la media salida de Buyo. 3-0 y euforia desatada que acaba convirtiéndose en ataque de nervios cuando el Madrid remonta hasta el 3-2 gracias a Valdano y Hugo Sánchez antes de que el árbitro pite el final.
Sin embargo, aunque el aficionado barcelonista le recuerde por ese partido, probablemente haya quien prefiera la exhibición en el Bernabéu el 18 de febrero de ese mismo año, es decir, ni siquiera tres semanas más tarde. En esta ocasión, Lineker no iba de blaugrana sino de blanco y sus rivales no iban de blanco sino de rojo y azul. Jugaban España e Inglaterra un amistoso para medir fuerzas cara a la clasificación para la Eurocopa de Alemania 88.
Fue otro día de exhibición silenciosa, de no aparecer en casi todo el partido pero ir sumando los goles con una tenacidad asombrosa, resumiendo su repertorio en solo noventa minutos: el primero, de cabeza; el segundo, de oportunista en el área; el tercero, de cabeza otra vez y el cuarto, de un gran remate raso fuera del área. Cuatro goles de Inglaterra y cuatro goles de Lineker en Madrid, ante prácticamente la misma defensa que le había sufrido en el Camp Nou.
Todo parecía ponerse de cara y sin embargo no hizo más que empeorar.
La llegada de Johan Cruyff… y de Julio Salinas
Y es que aquella temporada 1986/87, la de los extraños play-offs que la LFP se sacó de la manga, cortesía del presidente del Cádiz, Manuel Irigoyen, acabaría sin títulos y sin pichichi: los veinte goles de Lineker quedaron en nada comparados con los treinta y cuatro de Hugo Sánchez y el Barcelona caería en todas las competiciones.
El año siguiente no fue mejor. Al contrario. La relación entre jugadores y directiva estalló cuando el equipo ya no tenía opciones en liga ni en competiciones europeas y Terry Venables había sido sustituido por Luis Aragonés, «demasiado buen tipo para un club tan grande», en palabras de Gary.
Fueron los meses del «motín del Hesperia», de las esperadas venganzas en forma de traspasos o cesiones y del «todos a una» que permitió al Barcelona ganarle contra pronóstico la Copa del Rey a la Real Sociedad, el primer título de Lineker en el club. Pese a marcar otros dieciséis goles, el inglés no pudo encauzar una temporada desastrosa en la que el Barça quedó sexto, con apenas quince victorias en treinta y ocho partidos y a veintitrés puntos del Real Madrid, campeón por tercer año consecutivo.
En lo personal, las cosas no irían a mejor. Después de una decepcionante Eurocopa con Inglaterra, se descubrió que Lineker tenía una Hepatitis A, de buen pronóstico pero que le impediría hacer la pretemporada con sus demás compañeros.
Lo que en otro momento habría sido un infortunio sin más en un jugador que afronta ya su tercer año en el mismo equipo y es adorado por las gradas se convirtió en una excusa perfecta para justificar los recelos de su nuevo entrenador, Johan Cruyff, recién llegado del Ajax para revolucionar el Barcelona. A fe que lo hizo, Cruyff se trajo bajo el brazo a diez jugadores nuevos: Bakero, Beguiristáin, Serna, López Rekarte, Manolo Hierro, Eusebio, Unzué, Soler, Valverde… y un delantero centro tanque, capaz de aguantar bien el balón para dejarlo a la segunda línea cuando correspondiera, como Julio Salinas.
Pensar que Salinas era mejor delantero que Lineker era un desvarío, pero Johan era hombre de desvaríos y de profundas filias y fobias. En su esquema, los extremos jugaban bien pegados a las bandas, abriendo el campo y el delantero tenía que cumplir dos funciones clave: arrastrar defensas con desmarques constantes y pelearse por ganar la posición y hacer algo así como de hombre boya en waterpolo. Por supuesto, lo de marcar goles se daba por descontado.
Cruyff no estaba convencido de que Lineker pudiera hacer eso. En su opinión, pensaba más en él que en el equipo y no era hombre de sacrificios. Puede que tuviera razón. Para calmar a la grada, acostumbraba a sacarle de titular pero luego le cambiaba sistemáticamente en la segunda parte (hasta diecisiete veces sucedió a lo largo de la temporada). En un giro insospechado, le puso en la banda derecha, como extremo, bien pegado a la cal y listo para desbordar y tirar centros, algo que el inglés no había entrenado en su vida y no sabía hacer.
Los malpensados siguen diciendo que lo hizo para dejarle en evidencia. El propio Lineker lo ha venido a insinuar en algún momento para luego desdecirse: «No, es imposible, ningún entrenador quiere tener en su equipo a un jugador que juegue mal a propósito». El caso es que la historia se enquistó: Lineker jugaba, pero no en su posición, el principio fulgurante de liga acabó en nada y solo el mencionado triunfo en la Recopa calmó las aguas y mantuvo a Cruyff en el puesto.
En cuanto a Lineker, resignación, mucha resignación, ni una palabra por encima de la otra y un intento de despedida algo fallido. Su destino, el Tottenham de Terry Venables.
El Mundial 90 y la pesadilla alemana
El Lineker que llegó a Londres tenía ya veintinueve años y la sensación de un cierto fracaso sobrevolando su reputación. Las islas le dieron de nuevo la vida: acabó máximo goleador de la liga en su primera temporada y volvió a liderar a Inglaterra a las semifinales del Mundial de Italia 90 con cuatro goles y un episodio algo vergonzoso ante Irlanda en el debut.
Aquel pudo ser el gran Mundial de Inglaterra, veinticuatro años después de su único triunfo internacional, en casa, precisamente ante la República Federal de Alemania. En un campeonato insulso, aburridísimo y donde los goles escaseaban, contar con una referencia como Lineker era un activo importantísimo: Inglaterra pasó de grupo, eliminó a Bélgica en el último minuto de la prórroga con gol de David Platt y en cuartos rozó la tragedia ante el Camerún de Roger Milla: Inglaterra perdía 2-1 a falta de siete minutos cuando un penalti forzado y transformado por «Link» —así le llamaban sus compañeros— forzó la prórroga.
Allí, otro penalti, también sobre Lineker, acababa con las esperanzas africanas.
Las semifinales fueron un espanto de juego directo: Alemania se adelantó gracias a un gol de Brehme en la segunda parte y, de nuevo con la espada contra la pared, apareció Lineker para empatar en el minuto 80. Otra vez la prórroga, sin goles, y los penaltis. Ahí empezaba la maldición de Inglaterra: Lineker marcó su gol pero no lo hicieron ni Stuart Pierce ni Chris Waddle, dejando a la estrella del equipo con una frase en los labios que pasaría a la historia: «El fútbol es un juego muy simple.
Veintidós tíos corren detrás de un balón y al final gana Alemania». Los penaltis también eliminarían a Inglaterra en la Eurocopa de 1996 (ante Alemania), en el Mundial de 1998 (ante Argentina), en la Eurocopa de 2004 (ante Portugal), de nuevo en el Mundial de 2006 (frente a Portugal otra vez, gol decisivo de Cristiano Ronaldo) y en la Eurocopa de 2012 (contra Italia, en cuartos de final).
La decepción fue enorme, pero Lineker se sobrepuso como pudo: en 1991 llevó al Tottenham a ganar la FA Cup y en 1992, ya superada la treintena, se quedó a un gol de empatar con Ian Wright por el título de máximo goleador, después de marcar veintiocho goles. Ese mismo año, Graham Taylor, seleccionador inglés, decidió no volver a contar con él y Lineker sintió que su tiempo como profesional se acababa. Se despidió de Inglaterra por todo lo alto, un cabezazo impecable, marca de la casa, en Old Trafford ante el que nada pudo hacer Peter Schmeichel.
El pujante Blackburn Rovers, que conseguiría ganar una liga juntando a Alan Shearer y Chris Sutton años más tarde, intentó su traspaso pero el Tottenham prefirió mandarlo a Japón, al Nagoya Grampus Eight, donde apenas pudo jugar en sus dos años de estancia por problemas recurrentes en el pie. Así acababa la historia improbable de Gary Lineker.
Cuando le pidieron hacer resumen de su carrera, dijo algo parecido a la verdad: «Nunca fui el mejor jugador de fútbol del mundo… pero durante dos o tres años fui el mejor goleador del mundo». No sé qué dirían Hugo Sánchez o Van Basten al respecto, pero concedamos que fue un goleador excelente, demasiado lindo, quizá, para retirarse con un palmarés a la altura de su calidad.
Probablemente el mejor ex-jugador comentarista deportivo.