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Cuando Bakero ganó la primera Copa de Europa en Kaiserslautern

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Hristo Stoichkov, Laudrup y Bakero (Foto: Cordon Press)
Hristo Stoichkov, Laudrup y Bakero (Foto: Cordon Press)

Una de las cosas de las que presumía Guardiola en su último año en el Barcelona era la increíble racha de semifinales que llevaba el equipo en Liga de Campeones: cinco consecutivas que llegaron a ser seis al año siguiente con Tito Vilanova y la debacle de Múnich. Pep sabía de lo que hablaba porque había visto al equipo venirse abajo en los momentos clave, en eliminatorias en principio sencillas, abrumado por la exigencia del entorno y la «maldición» que durante años persiguió al Barcelona en la principal competición europea.

Los desencuentros del Barça con la Copa de Europa empezaron en 1960, cuando llegó a la semifinal contra el Real Madrid pero no pudo oponer resistencia alguna (3-1 en el Bernabéu, 1-3 en el Camp Nou). La siguiente participación fue al año siguiente, en 1961, y coincidió con una de las decepciones más grandes de la historia del club: el equipo de Ramallets, Evaristo, Kocsis, Kubala, Czibor y el joven Luisito Suárez llegaba a la final contra el Benfica de Eusebio y compañía. Berna se llenó de aficionados barcelonistas confiando en triunfar en la competición que su máximo rival había ayudado a crear y que venía dominando desde la década anterior.

A los veinte minutos, los azulgrana ya iban ganando 1-0 con gol de Kocsis, pero de repente llegó el caos: empate de Aguas, gol en propia meta de Ramallets, cuatro tiros al poste y una ansiedad desbordada que derivó en el 1-3, ya mediada la segunda parte, resultado que solo podría ser aliviado por un postrero gol de Czibor. La primera de las dos Copas de Europa de Bela Guttmann en el Benfica, un hombre que siempre tuvo el destino de su parte.

Bakero (Foto: Cordon Press)
Bakero (Foto: Cordon Press)

Aquella derrota fue el presagio de años horribles para el Barcelona. Tan horribles que hubo que esperar catorce temporadas para volver a jugar una Copa de Europa, con Johan Cruyff de estrella. El equipo venía de ganar la anterior liga con 0-5 incluido en el Bernabéu y se postulaba como uno de los favoritos para acabar con el dominio absoluto del Bayern de Múnich. No pudo ser.

En semifinales, se cruzó el Leeds, aquel Leeds que ese mismo año se había reforzado con Brian Clough como entrenador y lo había acabado echando a los cuarenta y cuatro días. «Hoy es un día triste…», dijo Clough en rueda de prensa cuando le comunicaron su destitución, «… triste para el Leeds, quiero decir».

Llegamos así a 1986, la cuarta participación en la Copa de Europa del Barcelona y la cuarta gran decepción, esta vez más sonora incluso que la de Berna: tras eliminar al poderoso Oporto y a la Juventus y remontar un 3-0 en semifinales contra el Goteborg, cortesía de Pichi Alonso, el Barcelona llegaba de nuevo a la final, esta vez en Sevilla, con todo el campo lleno de «senyeras» y la sensación de que el título no se podía escapar, que «la primera» ya estaba aquí.

El rival, además, era el Steaua de Bucarest, un equipo, en principio, de segunda fila.

Fue un partido horrible. Sin matices. No salió nada a derechas, ni lo ordenado ni lo épico. Llegados a los penaltis, aún cabía cierto optimismo: Urruti, portero de grandes reflejos, era un especialista en la materia y lo demostró de inmediato, parando el primer penalti que le tiraron los rumanos. Aún tendría tiempo de parar el segundo, lo que le daba todas las papeletas de convertirse en ídolo nacional.

Con lo que nadie contaba era con el hundimiento absoluto de sus compañeros: cuatro penaltis tiró ese día el Barcelona y los cuatro los falló: Alexanco, Pedraza, Pichi Alonso y Marcos. Uno detrás de otro a las manos o el cuerpo de Duckadam, nombre inscrito desde entonces en la leyenda negra barcelonista.

El fatalismo se apoderó de nuevo de la entidad y así fueron pasando las ligas con dominio absoluto del Real Madrid de Mendoza y la Quinta del Buitre. Tuvo que llegar de nuevo Cruyff, esta vez como entrenador, para cambiar las cosas. Le costó dos años algo irregulares, llenos de marejadas y enfrentamientos con los jugadores, junto a algunas decisiones tácticas incomprensibles incluso en perspectiva.

Sin embargo, a la tercera fue la vencida: la revolución se había completado con el fichaje de Stoichkov y la aparición de Guardiola como pivote y el Barcelona ganó con cierta facilidad su primer título de liga en seis años, el que le daba la clasificación a la Copa de Europa, que recibiría ese año por primera vez el nombre de Liga de Campeones.

Preparando el camino hacia el «infierno rojo»

Desde 1953, justo antes del fenómeno Di Stefano, el Barcelona había sido incapaz de ganar dos ligas consecutivas. La regularidad, como bien apuntaba Guardiola en 2012, no era el fuerte del equipo. Quizá por eso no extrañó su manera de comenzar la temporada 1991/92: derrota en Sevilla, derrota en Gijón, derrota en casa contra el Oviedo…

Cuando le tocó jugar contra el Real Madrid de Radomir Antic en el Bernabéu, la desventaja con respecto a los blancos, líderes invictos, era de seis puntos en apenas cinco jornadas. Aquel partido era un «ahora o nunca» que el Madrid no supo aprovechar pese a adelantarse con gol de falta de Robert Prosinecki. El gol de Koeman de penalti en la segunda parte sirvió para frenar la caída y mantener al equipo vivo, en estado crítico, pero vivo: a seis puntos aún del Madrid y a siete del Atleti, nuevo líder.

Aquel empate pareció marcar un antes y un después en la temporada blaugrana: el siguiente rival en liga era el líder y salió del Camp Nou con su primera derrota. Entre semana, el visitante había sido el Kaiserslautern, un incómodo equipo alemán, que se llevó un 2-0 que pudo ser mucho más abultado.

Aquel era el partido de ida de la última eliminatoria antes de empezar con la liguilla de grupos, lo que vendría a ser los octavos de final. Un equipo alemán siempre es un equipo alemán, por supuesto, pero la sensación de superioridad del Barcelona fue absoluta, tanta que El Mundo Deportivo llegó a titular la crónica «El Barça vuelve a ilusionar».

Con un Stoichkov en plena forma, los de Cruyff marcaron dos goles —ambos de Txiki Beguiristáin— y vio como le anulaban otros dos por fuera de juego además de lanzar un balón al travesaño. También es cierto que Hoffman, delantero alemán, mandó fuera un remate a puerta vacía que pudo haber cambiado la eliminatoria.

Tocaba rematar la faena en el Fritz-Walter Stadion, conocido en Alemania como «el infierno rojo». Ese tipo de hipérboles eran habituales en todos los países, pero si jugar contra los alemanes siempre venía acompañado de un pequeño complejo, hacerlo ante una afición especialmente combativa multiplicaba el respeto.

Con todo, el marcador era favorable, el Barcelona venía de jugar dos finales europeas consecutivas —victoria ante la Sampdoria, derrota ante el Manchester United, ambas en la desaparecida Recopa— y, como bien decía Cruyff, un gol en Kaiserslautern le daba prácticamente la clasificación.

Teniendo a gente como Laudrup, Txiki, Salinas o Stoichkov en el equipo, más el talento de Koeman en los lanzamientos a balón parado, ese gol se daba por hecho. De ahí, quizá, partió el primer error.

La desesperación de «Jordi Culé»

El 6 de noviembre de 1991, como era de esperar, el Fritz-Walter Stadion se convirtió en el infierno que apuntaba la leyenda. Bengalas, pancartas y gargantas preparadas para animar como nunca. El Barcelona, un equipo, como hemos visto, con tradición de una cierta frialdad en los momentos decisivos, basado en el talento y la táctica y no en la fuerza y el coraje, salió con su uniforme naranja, un solo delantero (Stoichkov) y tres centrales (Cristóbal y Nando de marcadores, Koeman como líbero).

Bakero en el gol de Koeman de la final de la Copa de Europa de 1992 (Foto: Cordon Press)
Bakero en el gol de Koeman de la final de la Copa de Europa de 1992 (Foto: Cordon Press)

Una jugada más o menos aislada pero significativa puso el 1-0 en el marcador: la regla de oro de Cruyff para defender los córneres era no conceder córneres y el Barcelona ya había regalado cuatro en la primera media hora. Precisamente en ese cuarto, quizá tras falta del delantero, quizá tras error en la salida de Zubizarreta, el Kaiserslautern se adelantaba gracias al cabezazo de Hotic.

Ahí cambió todo: los alemanes se lo creyeron y los catalanes se fueron amilanando, temiendo que su gran sueño, ser campeones de Europa meses antes de albergar unos Juegos Olímpicos, se viniera abajo antes casi de empezar. Llegó la avalancha de balones largos, de corajudos alemanes con sus bigotes prusianos luchando por cada metro del campo… y así, en otro córner cerrado, de los de antes, a pie cambiado, de nuevo Hotic remachaba en el segundo palo ante el desconcierto de un Zubizarreta que había visto días mejores en los balones por alto.

La eliminatoria estaba empatada pero la sensación era de que, con casi toda la segunda parte por delante, aquello se iba a hacer eterno para el Barcelona. «Jordi Culé», aquel monigote animado dibujado por Óscar que utilizaba la TV3 para los partidos, temblaba de miedo y firmaba la prórroga. «Mariano el Sano», el remedo de Forges y Telemadrid, sin embargo, clamaba por el tercer gol alemán.

Y aunque tardó casi media hora, el gol llegó: balón perdido por el Barcelona en campo contrario y pase largo que pilla a toda la defensa descolocada en dirección al rubio Goldbaek, que se mete hasta la cocina y acaba cruzando el balón para conseguir el 3-0. Lo imposible convertido en realidad. «El infierno rojo» ardiendo como nunca. Como única solución táctica, Cruyff sacaba a Guardiola del campo y metía a Nadal para reforzar la medular y poder meter a Bakero de delantero centro, escorando a Stoichkov a su posición natural en la banda izquierda. Quedaban solo quince minutos de eliminatoria.

José Mari Bakero, el hombre con el que nadie contaba

Fueron tres los goles alemanes pero pudieron ser cuatro. O cinco. Lo peor de ver pasar los minutos era la sensación de que el Barcelona ni siquiera dominaba el juego sino que era un pelele indefenso ante las contras alemanas. Una sensación muy similar a lo vivido en Stamford Bridge en 2009, los minutos previos al gol de Iniesta. En el Barcelona, la falta de fe era absoluta. El tradicional fatalismo culé, que veía como Bakero no enganchaba una como delantero, siempre empeñado en tocar hacia atrás, para desesperación de los verticalistas.

Después de tanto fichaje, tanta estrella, tanto amago de «Dream Team», el Barcelona se veía fuera de Europa a falta de solo un minuto para el final del partido. ¿Cuáles habrían sido las consecuencias del fiasco sobre su temporada teniendo en cuenta que el equipo marchaba sexto en la liga?, ¿cuánta paciencia le habría quedado a Núñez con Cruyff para reiniciar un nuevo proyecto? La historia cambió de sentido en un visto y no visto.

Quedaban diecinueve segundos para el final —por entonces no había un tiempo añadido establecido de antemano, todo dependía del capricho del árbitro y jugando en Kaiserslautern con el Kaiserslautern clasificado se podía uno imaginar que no iba a buscarse muchos problemas— cuando Koeman sacó una falta en la mitad del campo contrario. La superioridad alemana en el juego aéreo era absoluta pero aun así, el holandés optó por lanzar el balón a la olla. Es más: en un alarde, lo mandó donde, en principio, solo había dos defensas alemanes, que, quizá por lo incomprensible del centro, se confiaron en exceso.

En ese momento, salido de la nada, entró desde un lateral Bakero para conectar un remate muy improbable: escoradísimo desde el lado derecho de la portería, sin apenas ángulo, aquel hombre de poco más de 1,70, filtró el balón por el único hueco posible, al segundo palo con un extraño efecto de afuera hacia adentro, dejando en nada la media salida del portero alemán. Los jugadores se abrazaban como si hubieran ganado la Copa de Europa. En parte, era verdad. Al menos, desde luego, no la habían perdido.

Bakero quedó sepultado debajo de una pila de camisetas naranjas. El hombre con el que nadie contaba. Un casi adolescente Guardiola salió eufórico en chándal y se puso a dar saltos alrededor sin saber muy bien qué hacer hasta que el árbitro le devolvió al banquillo. Cuando el vasco consiguió salir de la melé, se llevó significativamente la mano a la muñeca, como preguntando al banquillo cuánto más había que aguantar esto antes de poderse ir a casa y celebrar los cuartos de final.

El resto, más o menos, lo conocen. El Barcelona cayó en un grupo accesible, con Benfica, Sparta de Praga y Dinamo de Kiev como rivales. Precisamente un gol de Bakero ante los portugueses certificaba la clasificación en la última jornada. La final sería ante la Sampdoria, campeón italiano pero en medio de un mal año. Con el precedente de 1986 en la memoria, los culés viajaron a Wembley con la idea de, aquest any sí, convertirse en campeones de Europa pero les volvió a tocar sufrir más de la cuenta.

Solo el gol de Koeman en la prórroga, el que han visto ya mil veces repetido, acabaría con el gafe barcelonista. Hubo que esperar treinta y un años desde Berna pero mereció la pena: Gaspart se bañó en el Támesis y Canaletas fue una fiesta. Para rematar, el equipo se vino arriba en liga, ganó sus últimos cinco partidos con autoridad y obligó al Real Madrid, ya con Beenhakker en el banquillo, a ganar en Tenerife si quería ser campeón, algo que, obviamente, no sucedió.

El Barcelona ganaba así el primer doblete en toda su historia y la tendencia apuntaba a que los noventa serían suyos. La cosa se quedó a la mitad: cayeron cuatro ligas más —dos con Cruyff y dos con Van Gaal— pero hubo que esperar otros catorce largos años para ver a Eto´o y Belletti derrotar al Arsenal, esta vez en París.

Aquel mismo año, Bakero volvía, fugazmente, a su Real Sociedad mientras, en México, Guardiola anunciaba su retirada del fútbol y volvía a España para terminar el curso de entrenador.

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