Al poco tiempo de fichar por el Valencia, Romario ya había sido sancionado económicamente en un par de ocasiones debido a su vida dispersa. Lejos de reconducirse o de amilanarse por la aplicación del régimen interno, apareció un día en el vestuario con más de un millón de pesetas, mostró el dinero a sus compañeros y dijo: «Aquí tenéis el pago, por adelantando, de mis multas por todas las noches que voy a salir de farra durante lo que resta de temporada». Detesto al caradura sin gracia, pero me entrego incondicionalmente al caradura con clase. Sirvan estas líneas como pequeño homenaje a los futbolistas que han hecho de la sinvergüencería un arte.
Deberíamos censurar, de entrada, al deportista cantamañanas, al que tiende a la insubordinación y al desapego hacia lo que le rodea. Entre otras cosas porque en las disciplinas de equipo hay una máxima sagrada: el respeto a los compañeros. Y dependiendo del grado de profesionalidad, a un club y a una afición. Además, si no reprobásemos a los cantamañanas no existiría cantamañanas meritorio: es muy sencillo mostrarse descarado cuando a nadie parece molestar la insolencia.
Volviendo a O Baixinho, cuando los periodistas le echaban en cara sus juergas nocturnas por la falta de respeto a sus compañeros, el brasileño, con la mirada de indiferencia y el sosiego que Flaubert identificaba en aquellos que satisfacen diariamente sus pasiones, contestaba «los compañeros que se jodan».
Interpelado en una ocasión sobre su presencia en una discoteca el mismo día en el que había justificado su falta al entrenamiento por un dolor de garganta espetó «yo bailo con las piernas, no con la garganta». Recordemos su profecía recién aterrizado en la ciudad condal para incorporarse al Barcelona: «marcaré treinta goles en esta liga». Después de treinta y ocho jornadas acabó pichichi de la competición, no con veintinueve o treinta y uno, sino con la cantidad exacta de tantos que había prometido diez meses antes.
No fue un pronóstico, sino una decisión, como la que uno puede tomar acerca de la cantidad de comida que va a cocinar para una cena navideña. De un tipo que hace esto no se puede esperar que se pasee por el purgatorio de los seres corrientuchos y se comporte como dicta el protocolo.
Los hay que intentaron bravuconadas parecidas a la del jugador carioca y salieron escaldados. Loco Gatti, controvertido portero argentino, retó a Maradona en la previa de un partido: «A mí ese gordito no me mete un gol». Le cayeron cuatro. El Pelusa (el único que, como Romario, podía planificar los tantos que iba a anotar) dijo posteriormente que tenía pensado marcarle dos goles a Gatti, pero como le llamó gordito le dejó dos de propina.
Otro brasileño ilustre fue Ronaldo Nazario, el mejor futbolista que he visto junto con Maradona —indiscutible número uno en los últimos cuarenta años— y Messi. La mayor parte de su carrera profesional jugó mermado físicamente por varias lesiones gravísimas (siendo aun así superior al resto), por lo que la suya se puede catalogar como una sinvergüencería terapéutica.
Sus polémicas fiestas de cumpleaños, fuentes de leyendas sobre jugosas bacanales en las que según parece jugaban «todos contra todos» constituyeron el tratamiento paliativo contra el dolor en sus articulaciones. Sentía el fútbol de una manera que tantos adalides de la disciplina —jugadores que con ademanes grandilocuentes y afectados presumen de entregar su vida por unos colores— jamás comprenderían.
Sus lágrimas, sin atisbo de teatralización, durante la rueda de prensa en la que comunicó su claudicación ante los problemas en la rodilla que le impedían seguir jugando al fútbol, son una oda al deporte rey. Igual que lo fueron sus impresionantes regates a toda velocidad, dentro y fuera del campo; como el que le hizo a Florentino Pérez cuando este trataba de convencerle sobre los beneficios del recogimiento monacal: «Roni, ¿por qué no sigues el ejemplo de Figo, que siempre se queda en casa por las noches?». A lo que respondió: «Presi, si yo tengo una mujer como la de Figo no salgo de casa de noche ni de día».
Capítulo aparte merece el noctívago salvadoreño «Mágico» González, sobre todo durante su etapa en ese Cádiz que tantos futbolistas emblemáticos ha aportado a nuestra liga. Mágico aprovechaba las explicaciones tácticas en los entrenamientos para compensar su falta de descanso nocturno. Incluso provocó que se retrasase el comienzo de la segunda parte de algún partido. El utillero o el delegado tenían que bajar al vestuario y despertarlo para que se incorporase al envite después de que, a punto de reanudar el árbitro el encuentro, alguien se percatase de que faltaba un jugador. Estuvo a punto de fichar por el Barça de Maradona.
Durante su periodo de prueba deslumbró futbolísticamente, pero el equipo blaugrana se vio obligado a desechar su adquisición debido a su apego a la postura horizontal, como dejó patente cuando en una concentración del equipo sonó la alarma de incendios del hotel y, después de ser desalojado el edificio, hubo que entrar a rescatarlo de entre las sábanas; aunque cuentan que en esa ocasión en vez de durmiendo estaba en brazos de alguien que no era Morfeo.
Recomiendo que no se vean vídeos de este jugador para no echar por tierra el buen concepto que tenemos de los futbolistas actuales, chatarreros del deporte la mayoría si comparásemos sus habilidades con las de Mágico.
Un día que David Vidal lo dejó fuera de la convocatoria el salvadoreño golpeó la puerta del vestuario del cuerpo técnico y, cuando su entrenador la abrió, le mostró un paquete de tabaco y le empezó a dar toques con los pies hasta que consiguió que uno de los cigarros cayera directamente en el bolsillo de la camisa. Recogió tranquilamente el pitillo, se lo puso en la boca, lo encendió y se fue diciéndole a su perplejo entrenador: «Cuando encuentres a uno que haga esto me lo cuentas, míster».
Hubo otros que profesaron el descomedimiento pero sin el talento de los tres magníficos citados. Algunos empezaron la tarea y no la supieron refrendar: Mostovoi, jugador ruso que llegó a formar parte de la mejor plantilla de la historia del Celta, vivió unos principios difíciles en el conjunto vigués. El «Zar», magnífico mediapunta, llegó a un club que en ese momento no tenía un nivel acorde a su calidad.
Durante un partido en el Molinón, cuando su equipo ya no tenía opción de realizar sustituciones, abandonó el terreno de juego. De sus ademanes, semblante y actitud se descodificaba fácilmente el siguiente mensaje: «Con esta banda de picapedreros no me apetece jugar». Mientras toda la afición celtiña asistía atónita e indignada a la deserción, yo, que escuchaba el partido por la radio, interpreté el incidente como un prodigio.
Sin embargo, mis altas expectativas se vinieron abajo. El mito Mostovoi duró diez segundos, lo que tardaron otros iracundos compañeros, entre ellos el carismático Patxi Salinas, en cogerlo en volandas y devolverlo al terreno de juego mientras el ruso se señalaba la pierna, excusando su repentino plantón con una supuesta lesión. Si acometes el acto de sinvergüencería es mejor que llegues hasta el final. No imagino a Romario, Mágico o Ronaldo reculando en una situación semejante.
Otra espantá sin ápice de glamour la protagonizó Míchel en el Bernabéu. El público del coliseo madridista silbaba al componente de la mítica Quinta del Buitre, quien, haciendo pucheros infantiles y con gesto de adolescente consentido, enfiló súbitamente el túnel de vestuarios en medio del encuentro. En una entrevista posterior se coronó al manifestar que había decidido llevar a cabo este acto de rebeldía en el partido anterior.
El desaire, chocarrero, no fue consecuencia de una mala jugada de la espontaneidad incontrolable, hubo premeditación. Si noventa mil almas te abuchean, lo que tienes que hacer es algo parecido a marcar tres goles, pedir un megáfono prestado y desde el medio del campo gritar proclamas irrespetuosas al muy respetable público, arriesgándote con ello, eso sí, a la excomunión del paraíso de los favoritos de tu afición; no puedes buscar la aprobación por el camino fácil de la compasión.
O, si no quieres llegar tan lejos, ejecutas un penalti a lo Panenka en la tanda de unas semifinales de un Campeonato de Europa, como hizo Sergio Ramos —espécimen con luces y sombras en este campo de la insolencia—, callando (callándonos) con distinción y gallardía a todos los que nos habíamos burlado de su tremendo error desde el punto fatídico apenas unas semanas antes.
También hay insurrectos que han ido un paso más allá y se han excedido. Aun haciendo un gran esfuerzo por comprenderlos y justificarlos, se nos complica sobremanera la defensa de episodios violentos. Sin embargo, dentro de estas censurables conductas agresivas hay gradaciones. Yo me quedo con Eric Cantoná y su intento de imitación de Bruce Lee con una brutal patada a un aficionado que, según alegó el jugador francés, le había arrojado té caliente. Reprochemos su acción, quedémonos con la estética del gesto y lo inusual de su reacción y rompamos una lanza en favor de los futbolistas que se pasan la vida aguantando las garrulerías de los aficionados, quienes se amparan en el pago de una entrada para creerse con derecho a todo.
El genial exjugador del Manchester United afirmó posteriormente que su agresión fue poco menos que un acto de altruismo. «Creo que para muchas personas es un sueño poder patear a este tipo de hooligans. Así que lo hice por ellas, para que se sintieran felices». Ocho meses de sanción y la condena social unánime tuvo que soportar el jugador francés. Ya se sabe que el pájaro que se separa de la bandada es el primero al que disparan.
Vale que la disciplina y una conducta adecuada son fundamentales en la alta competición, pero qué aburrido sería todo sin la porción de desfachatez que nos recuerda de vez en cuando que lo genuino todavía puede brotar en este mundo que irremediablemente se inclina cada vez más hacia el gregarismo. Mágico reconocía: «Soy un irresponsable y quizá esté desaprovechando la oportunidad de mi vida, pero tengo una tontería en la cabeza: no me gusta tomarme el fútbol como un trabajo. Si lo hiciera no sería yo. Solo juego por divertirme».
Alguien tan auténtico no merece que se le recuerde como un vago. Se demuestra mucha fuerza de voluntad al sacrificar la posibilidad de convertirse en el mejor futbolista del mundo por querer seguir siendo uno mismo.
Mágico no le llega ni a la suela de los zapatos a Maradona, Romario, Ronaldo o alguno mas de los que salen en éste artículo, es todo una mítica sin sentido por su vida disoluta.
Cantona pateó al hooligan no porque le tirará una taza de té sino porque el supuesto aficionado era un fascista de la extrema derecha que le profirió insultos racistas. Documentese mejor para no blanquear el fascismo por favor.
Siempre tiene que salir un tonto diciendo tonterias. Fdo. Eric Cantona.
Siempre tiene que salir un tonto diciendo tonterias. Fdo. Eric Cantona.