Aparte de un componente ético, encargar a un politoxicómano que escriba un reportaje sobre deportes tiene sus riesgos. Quizá la brillantez del resultado compense al editor; puede que su talento sea tal que éste se conforme con recibir lo que sea. Allá cada uno. Pero si lo que quiere es añadir adrenalina al asunto, también puede adelantar a un tipo así un fajo de billetes por el trabajo. Aunque, bien visto, a ver quién es el guapo que acierta a medir el debe y el haber de esa inversión, del retorno económico encarnado por una gran historia periodística. Si, además, desde la revista se les ocurre garantizar los gastos de un mes de vacaciones, el resultado final del reportaje caminará por el filo de una navaja. Pues así se funcionaba antes, Maricarmen.
Y se asumían los riesgos. Hasta un punto en el que el nuevo periodismo puso a prueba los nervios de las redacciones. Bueno, tampoco fue para tanto.
Durante los fundamentales años setenta, escritores como Hunter S. Thompson habían desarrollado un modo de escribir sobre las historias que se llamó periodismo gonzo. Consistía ―atención a la locura― en zambullirse hasta las corvas en el tema sobre el que se iba a escribir. Además, la objetividad del reportaje pasaba a un segundo plano y la potencia subjetiva del autor acaparaba los párrafos. Se imponía la visión crítica, cierta sátira, y un mucho de ego del escritor. Qué mejor manera de entender el término que con el título del reportaje que dio inicio al citado movimiento: El Derby de Kentucky es decadente y depravado (1970). Ya les digo que el texto y las pinceladas puestas sobre papel, absolutamente ajenas a las carreras de caballos en sí, espantarían hoy a la meliflua sociedad de la cancelación y las sensibilidades.
HST, acrónimo que Thompson había acuñado para sí, como buen cliente de la década del speed y el polvo de ángel, era un periodista tan brillante como adicto a todo lo que se pudiera envasar o embotellar. Para entenderlo, situémonos: habiéndole encargado la revista Rolling Stone que cubriera en 1974 el combate del siglo entre George Foreman y Muhammad Alí, encargo que sería un auténtico caramelo para cualquier escritor, el periodista se agarró tal moco que fue incapaz de asistir siquiera a la velada de boxeo más mítica de la historia. Y adiós reportaje, claro. En la stone debían tener un concepto muy laxo de fechas de entrega por aquella época.
Igual es que había publicaciones, que se vendían a dos dólares, con tales ingresos garantizados por ventas que les compensaba hacer aquellos dispendios. Ese fue el caso de la ya extinta revista Running que, en 1980, convenció a Thompson para que acudiese a escribir un reportaje sobre el maratón de Honolulu. «Irás con todos los gastos pagados además de un excelente bonus. Una buena oportunidad para unas vacaciones», escribió Paul Perry, editor en jefe de una revista que aspiraba a reflexionar sobre el deporte que lo petaba en esos años. Y es que la America de los años ochenta empezaba a acometer una era en la que todo ya daba igual. Salida de la crisis social tras la guerra de Vietnam, asesinado su presidente electo, tambaleantes sus ciudades tras la gran crisis del petróleo de los setenta y arrojada en manos de los conservadores de Ronald Reagan, a los estadounidenses no les quedó otra opción que vivir dentro de una segunda oleada de optimismo basada, en gran medida, en el desfase con las drogas y el consumo extremo de una ficticia etapa de riqueza.
A poco que conocieran a Thompson, y Perry era uno de los que lo conocían más a fondo, ofrecerle el reportaje sobre un maratón parecía tirar el dinero.
Imaginamos que el encargo en sí pretendía que se hablara sobre la nueva droga social de moda: el jogging, la adicción a trotar largas distancias. A Paul Perry, a la sazón medio biógrafo del autor, le iba la marcha. Y estaba convencido de las grandes historias que generaba el boom del correr. Sin ir más lejos y, tras «lo» de Thompson, se embarcaría en más expediciones periodísticas. Entre ellas, un viaje en 1981 en autobús por China y durante un mes, acompañado del escritor Ken Kesey (que había escrito en 1962 Alguien voló sobre el nido del cuco) para contar cómo iba a ser el primer maratón de Beijing.
El bueno de Perry debió pensar que, a cambio de mandar a Thompson a Hawaii, recibiría a cambio una gema periodística. El reportaje vio la luz en la revista de los corredores como The Charge of the Weird Brigade y, años después, tras mucho trabajo editorial espalda con espalda entre Perry y Alan Rinzler, el editor del desastroso y genial periodista, terminó siendo el libro titulado The curse of Lono, una pieza tan delirante y gamberra como irregular. Un manuscrito que Rinzler tuvo que robar al autor y sobre el que elaborar tal proceso de ensamblaje que hiciese posible que alguien lo pudiera leer.
«Querido Ralph, […] Un pringao llamado Perry, de Oregon, nos quiere regalar un mes en Hawaii por Navidad. Y todo lo que tenemos que hacer es cubrir el maratón de Honolulu para su revista, una cosa llamada Running».
Ralph es el caricaturista e ilustrador galés Ralph Steadman. Conocía a Thompson desde su colaboración con él en aquel primer encuentro tan periodístico como alcohólico sobre el Derby de Kentucky y, sobre todo, ilustrando posteriormente la novela Fear and loathing in Las Vegas (1971). Quizá les suene por la adaptación que llevó más tarde al celuloide Terry Gilliam y que estaba protagonizada, entre otros, por Benicio del Toro y por otro buen amigo de nuestro protagonista: Johnny Depp. Conocedor de qué pie cojeaba el periodista, Steadman debió echarse a temblar cuando le dijo que ambos tenían dorsal para correr esas 26 millas (los famosos 42 kilómetros) y que Thompson había pensado en un plan para ganar la carrera.
La hipótesis de trabajo era buena. El objetivo oficial del reportaje era entender «¿por qué corren estos idiotas? ¿Por qué se castigan tan brutalmente por ningún premio? ¿Qué tipo de instinto enfermizo causa que ocho mil personas, aparentemente inteligentes, se levanten a las cuatro de la mañana y machacarse durante 26 millas duras como la madre que las parió por las calles de Waikiki?»
La realidad es que el plan de HST para ganar el maratón de Honolulu es una más de las muchas conversaciones delirantes recogidas en el libro. No hay que leer La maldición de Lono como un libro siquiera relacionado con el deporte. Es en parte género gonzo y en parte una disección sutíl de las flaquezas del ser humano en la década de la coca y los primeros pelotazos inmobiliarios. Hay ironía colonialista, hay picaresca y un desmadre cercano al delirio. Frente a las parrafadas intensas de los libros de viaje de la generación beat, un viento punk refresca este periodismo playero. Es como si Kerouac hubiese invitado a sus viajes a Vivian, el personaje de The Young Ones.
Como no todo va a ser meterse con las debilidades del propio autor, hay que reconocer que los personajes que forman parte del universo gonzo dan un juego descomunal por sí mismos. Un tipo al que tienen que sacar del baño del vuelo y que intima con Thompson por sus lazos comunes con el tráfico local de drogas; una especie de máquina de matar que ejerce de Cicerone con los protagonistas y vuelca su odio contra los samoanos; capitanes de barcos recreativos que alquilan sus naves por quinientos dólares diarios y guían totalmente drogados a los turistas a pescar marlines; gente que nunca desearías ver por el cumpleaños de tus hijos.
También asoma el lobby inmobiliario de la costa de Kona, amenazante ante la posibilidad de que cualquier pirado que salga en las noticias haga caer un castillo de naipes que malvive a la burbuja de los bungalows de vacaciones; pero también el propio clima hawaiano, sale Núñez de Balboa y sus huevos bautizadno como Pacífico al océano más violento y vasto del orbe, el personal de hoteles acostumbrado a ver casi todo, y hasta el olor a Reflex y a heces de la salida de una maratón popular. Todos, personajes a los que nadie espera que asomen en un reportaje sobre un evento deportivo. Aunque hace cuarenta años, siendo realista, sí era posible que lo hicieran.
The Curse of Lono, el resultado de todo aquello, es un libro divertido. Desde la lejanía, lo es. De todos modos, costó dios y ayuda que el reportaje inicial entrase bien por los ojos de la mayoría de los lectores de Running. Dentro de cada grupo existen ciertos complejos y el militante de la carrera a pie suele pecar, sin ir más lejos, de trascendental. La visión crítica de aquella etapa de crecimiento quizá tuviera aún pocas tragaderas como para que, en tu propia casa (y aquella revista tenía que serlo), un payaso borrachuzo tratase tan a la ligera el mundo del deporte recreativo.
Pero Hunter S. Thompson dibujó unas líneas maestras que se diluían entre el tono de pitorreo general. Unos vieron un genio, mientras otros veían un guiri alcohólico al teclado. El maratón de Honolulu de 1980 era un atractivo experimento deportivo que, por alguna razón entre patriótica y de hermanamiento entre culturas, se organizaba desde 1973 el fin de semana conmemorativo del ataque japonés a la isla en la Segunda Guerra Mundial. «Treinta y nueve años después. ¿Qué está celebrando esta gente?», se tortura Hunter. Es innegable que el viejo archipiélago de las Sándwich (posteriormente Hawái) prosperó como punta de lanza de la maquinaria de guerra de Estados Unidos.
«Sólo un loco intentaría explicarte por qué unos miles de japoneses», se preguntaba Thompson aunque realmente eran solamente unos cientos, «corren al lado del USS Arizona, memorial hundido en mitad de Pearl Harbor, junto a otros miles de liberales americanos hidratados con cerveza y spaghetti».
Y tenía ciertas dosis de razón. El hoy masivo evento de Honolulu, con años en los que se han juntado hasta 34.000 corredores, es efectivamente una especie de bandera blanca tendida entre norteamericanos y japoneses. En 1979, tras sólo seis ediciones, había conseguido vender el pack de zapatillas y turismo a un contingente anual de 500 maratonianos del país del sol naciente. Desde el arranque en Japón de la fiebre corredora recreativa ―si es que existe el concepto de algo recreativo en esa sociedad― en el inicio de los ochenta, Hawaii ha sido un destino deportivo y turístico para sus ciudadanos. Con una visión comercial impecable, en Honolulu Marathon no sólo fomentan este hermanamiento sino que, rayando lo enfermizo, detallan en su página web las estadísticas del porcentaje de japoneses que corren cada año. Por lo que sea, sigue en vigor esa extraña obsesión de clasificar y hacer listados por nombres y razas. Y no joke porque, en la edición de 1991, siete de cada diez participantes era nipón.
¿Dejó algo más que delirio en los párrafos de Lono? Juzguen ustedes mismos la perspicacia analítica de Thompson, ametralladora en mano, produciendo unas líneas brillantes.
«Corre por tu vida, amigo, porque eso es todo lo que te queda. La misma gente que quemó sus cartillas de alistamiento [a Vietnam] en los sesenta y se extraviaron en los setenta está ahora metida en el running. Cuando la política les falló y las relaciones personales se demostraron ingobernables; después de caer McGovern y que Nixon enfrente de nuestros ojos», escribe cegado por la verdad reveladora, «después de que Ted Kennedy se enquistara como candidato de por vida y Jimmy Carter fallase a todo el que quiso creer lo que dijera sobre cualquier cosa, y después de que la nación entera se echara en masa a los brazos de la sabiduría atávica de Ronald Reagan».
A las cuatro de la mañana, de noche aún en la zona de salida de aquel maratón de Honolulu de un día húmedo de diciembre de 1980, Thompson vio a «dos generaciones de activistas políticos y anarquistas sociales finalmente convertidos, veinte años más tarde, en corredores». Es una pena que el autor, que se quitó de enmedio en 2005, no llegara a saber que los militares de la isla destinados por el mundo celebraron un maratón de Honolulu simultáneamente en sitios tan edificantes como la base de Tarin Kowt, en Afganistán, o Camp Victory, en Iraq. Leer sus reflexiones habría dado para un epílogo sublime.
Décadas más tarde, sentado en un burgués escritorio de la costa norte de la isla de Kauai, tenemos a Haruki Murakami escribiendo que «al final de ese cúmulo de recuerdos de vivencias normales y corrientes, estoy yo». Ya ven. Nada que ver. El escritor que corre para encontrar método y ser «un tronco a la deriva, arrastrado por las aguas hasta una playa», y que también corrió ese maratón de Honolulu en 1983, frente a un tipo que entrega a una revista para corredores fragmentos como: «Saltamos de la furgoneta de prensa a la altura de la casa de Wilbur y montamos un mueble-bar y durante unos minutos, bajo la lluvia, arrojábamos todo tipo de insultos concebibles a los corredores que pasaban. Estás condenado, tío, nunca lo lograrás. Oye, gordo, ¿qué tal una cerveza?. Corre, puto idiota. Levanta esas piernas. Come mierda y muérete ―este era el favorito de Skinner. Un corpulento corredor en las primeras filas le gruñó: Te veré a la vuelta. No, no lo harás, (contestó Skinner). Nunca regresarás. No lo harás. Ni terminar. Te desplomarás».
Otro estilo. Eso es todo.
Buenisimo.
Muchas gracias, hombre.