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Pedro Luis de Gálvez, el poeta que salvó a Zamora del paredón

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Ricardo Zamora. Foto: DP.
                                 Ricardo Zamora. Foto: DP.

Julio de 1936. Tras el fallido golpe militar, España comienza a desangrase en dos mitades ante la incrédula mirada del mundo. En Madrid se recogen los cadáveres del Cuartel de la Montaña y se suceden los arrestos de todo aquel que pudiese parecer afín a los militares sublevados.

Ante el caos general y la desinformación, los rumores concernientes a las primeras víctimas empiezan a circular con rapidez, sin que nadie pudiese desmentir o confirmar las trágicas historias. Pronto los diarios extranjeros, sobre todo franceses, dan por muerto al guardameta del Real Madrid y de la selección española, Ricardo Zamora, «el divino», el mejor portero de fútbol hasta el momento y toda una estrella internacional del entonces joven deporte de masas.

El primer medio en dar la noticia del presunto fallecimiento del cancerbero fue L’Auto, mientras que el 15 de agosto, L’Echo de Paris, citando a Franz Platko, exjugador y exentrenador del F.C. Barcelona, desde Praga, que afirmaba que «Zamora habría sido fusilado en Madrid por los comunistas por sus relación con los monárquicos». El 17 de agosto se publicaba la noticia en El Mundo Deportivo, aunque sin llegar a poder confirmarse.

Desde Unión Radio Sevilla el general nacional Gonzalo Queipo de Llano arengaba a sus tropas y sembraba el pánico en las filas enemigas con sus amenazas: «¡Morón, Utrera, Puente Genil, Castro del Río, id preparando sepulturas!». El general, ante la enorme repercusión internacional que suscita el asesinato en Granada de Federico García Lorca, acaecido durante la madrugada del 19 al 20 de agosto, utiliza la supuesta muerte de Zamora para equipararla a la del poeta, pronunciando, desde la tristemente célebre emisora sevillana, las siguientes palabras la noche del 20 de agosto:

Así se explica que hayan muerto, según parece, Benavente, Muñoz Seca, los hermanos Quintero, Zuloaga y hasta el pobre Zamora, guardameta nacional. Esta canalla, que no sabe más que rastrear como serpientes, no quiere dejar vivo a nadie que sobresalga en ninguna actividad humana.

En Berlín, Jules Rimet, presidente de la FIFA, presidió un comité ejecutivo de este organismo que comenzó con un minuto de silencio en recuerdo del portero, estrella de la selección española medallista de plata en las Olimpiadas de Amberes 1920. Mientras en la zona nacional se celebraban misas en su recuerdo, en la republicana, el 18 de octubre, se jugaba en Barcelona un amistoso entre las selecciones de Cataluña y Valencia (2-0). En el descanso del encuentro los capitanes de ambos equipos, Vantolrá e Iturraspe, se reunieron con Lluis Companys, presidente de la Generalitat, para pedirle que intercediera ante las autoridades del Madrid republicano para saber qué había sido de Zamora:

«Le dijimos que el hecho de que escribiera en el Ya y fuera monárquico no significa que sea un fascista. Es más, aseguramos que no lo es», explicó el capitán catalán.

Solo tras estas gestiones se empezó a dar por hecho, tras meses de incertidumbre, que Zamora no había sido ejecutado, pero sí que había sido detenido por milicianos del Frente Popular al entrar y registrar la casa en la que el portero se escondía. Los rumores continuaban: desde Bélgica La Vie Sportive aseguraba que Zamora había logrado llegar a México, tras huir de Madrid a Valencia.

Lo cierto es que Zamora se encontraba recluido en la cárcel Modelo y su nombre se encontraba inscrito en la lista de posibles ejecutados, hasta que un poeta malagueño, bohemio y excéntrico hasta costarle la vida, se cruzó en su camino, salvándolo del patíbulo.

Pedro Luis de Gálvez era «ulcerado y bueno», según Cansinos-Assens, y uno de esos malditos de la literatura que pululaban por los cafés de Madrid soñando con la gloria y pegándole sablazos a aquellos que la habían alcanzado razonablemente. Fascinó a algunos de sus contemporáneos, como a Ramón María del Valle-Inclán, Guillaume Apollinaire o Ramón Gómez de la Serna. Un crápula que conquistaría con sus poemas a Borges y acabaría protagonizando, ya olvidado, la novela de Juan Manuel de Prada, Las máscaras del héroe.

Interior del libro Begro y Azul, de Pedro Luis de Gálvez. Foto: DP.
 Interior del libro Negro y Azul, de Pedro Luis de Gálvez. Foto: DP.

Durante los primeros días de la guerra, aquellos en los que Zamora, y tantos otros, fueron llevados a la cárcel, Gómez de la Serna lo vislumbró tras los veladores del café del Lyon d´Or, en la calle de Alcalá, «con un mono u overall de seda azul, al cinto dos pistolas y al hombro un máuser». Aquella noche don Ramón decidió «salir para América, pues al ver a Pedro Luis convertido en un hombre de acción, amparado por las circunstancias, me hizo pensar en lo que podría hacer si sentía sed de venganza».

Las historias de un Gálvez sanguinario y vengativo corrían por Madrid, al igual que lo habían hecho con anterioridad sus sablazos y triquiñuelas para ganarse la vida (como aquella en la que se paseaba por los cafés con la caja de un supuesto hijo muerto al que no podía enterrar por falta de dinero).

De reciente publicación es el libro Reivindicación de don Pedro Luis de Gálvez a través de sus úlceras, sables y sonetos, libro póstumo de Quico Rivas, editado por Zut al cuidado de Juan Bonilla, en el que se pone luz sobre la vida de este personaje rocambolesco y apasionante que fue fundamental para Ricardo Zamora.

Según publicó en su día Gómez de la Serna, en el argentino La Nación, Pedro Luis de Gálvez apareció en la Modelo, suponemos que con su tragicómico atuendo descrito por el inventor de las greguerías, y reclamó la atención de reclusos y milicianos:

«He aquí a Ricardo Zamora, el gran jugador internacional de fútbol —dijo el escritor—. Es mi amigo y muchas veces me dio de comer. Está preso aquí y esto es una injusticia. Que nadie le toque un pelo de la ropa. Yo lo prohíbo», pronunció el poeta con solemnidad antes de besar y abrazar al portero mientras gritaba: «¡Zamora, Zamora!».

Ayudado por de Gálvez, y temiendo volver a ser detenido, se refugió junto a su familia en la embajada argentina, donde era todo un ídolo, hasta marzo de 1937, fecha en la que un acuerdo entre el gobierno argentino y el republicano le posibilitó, junto con otros refugiados, ser evacuado a Marsella en el barco argentino «Tucumán».

Fotografía aportada como prueba en su juicio para demostrar ser un padre cristiano. Foto: DP.      Fotografía aportada como prueba en su juicio para demostrar ser un padre                                            cristiano. Foto: DP.

Ya en Francia, en París, se reencontraría con Samitier, medallista como él en Amberes y refugiado también en el país galo. Con él jugaría un par de años en el Niza, al mismo tiempo que su figura concentraba los recelos de las dos Españas. Para los republicanos, la salida de España del «exmuerto» suponía su inequívoca apuesta por los sublevados. Para estos, una entrevista de Zamora en el periódico francés Sport les causaría un tremendo enfado: «Entiéndanlo bien, jamás iré a Burgos. Si hiciera política sería siempre a servicio del pueblo, a su favor. Decid en España que yo no soy fascista, que mi único deseo es regresar a trabajar».

En Burgos, capital de la España nacional, se amenazó con aplicarle la Ley de Responsabilidades Políticas, de 9 de febrero de 1939, que establecía penas por: «Haber salido de la zona roja después del Movimiento y permanecido en el extranjero más de dos meses, retrasando, indebidamente su entrada en el territorio nacional». A su vez, la República le recriminaba que no volviese a España y «trabajase, como dice, a favor del pueblo».

Con la guerra cercana a su fin, a finales de 1938, Zamora regresa a España. En San Sebastián, tras cruzar la frontera, es retenido, pero se le deja finalmente en libertad, temerosos en el bando franquista de las posibles repercusiones internacionales del arresto. Empezaría entonces el portero una exitosa carrera por los banquillos de diversos equipos españoles, llegando a ser condecorado por el mismo Franco, al igual que antes lo había hacho el primer presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora.

Mientras, de Gálvez sería juzgado y condenado a muerte, quizá más por sus bravuconerías durante la guerra que por sus verdaderas «hazañas» revolucionarias. En el juicio al que se le sometió, y en el que declaró haber salvado la vida de diversas personalidades, como la del escritor Ricardo León, presentó como prueba la fotografía dedicada por Zamora en agradecimiento a su salvador: «A Pedro Luis Gálvez, el único hombre que me ha besado en la cárcel». Fue fusilado el 30 de abril de 1940 en la cárcel de Porlier, Madrid.

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