Historia del ciclismo

Historia del arcoíris de Olano (sin regalos de Indurain)

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Indurain, Olano, Pantani

«Quiero ganar, pero también estoy acostumbrado a no hacerlo»
Miguel Indurain, antes del Mundial de Colombia de 1995.

Mi primer recuerdo ciclista no es poca cosa. Abrí los ojos delante de un mundial lluvioso y mitológico, una carrera de octubre que no alcancé a entender muy bien. Tenía siete años y los ojos grandes. Yo acompañaba a mi padre delante del televisor y juraría que también estaba mi hermano mayor, al que no le cuajó el gusanillo del deporte ni entonces ni ahora. Ese día, quería decir, vimos ganar un mundial a un español. No había pasado jamás. Eran las diez y media de la noche y yo alucinaba, pues menuda carrera tenía que ser aquella, que acababa después de la hora de cenar. No entendí muy bien la mecánica de dar vueltas a un circuito, ni la razón exacta de tanta agonía ni tantos abandonos —apenas una docena de corredores llegaron con vida al final—, pero todo eso volvía al asunto mucho más atractivo. En este sentido, el tubular pinchado de Olano se llevó la palma. Más allá del desenlace final no alcanzo a recordar gran cosa, culpa de la edad, seguramente. Pero sobre todo guardo la tibia sensación de estar delante de un momento único y fundacional, una génesis íntima que siempre establezco como el kilómetro cero de mis recuerdos ciclistas. Además, fue una carrera que merece mucho la pena contar en detalle, porque no fue una carrera cualquiera.

Un mundial para escaladores

El Mundial de 1995 se celebró en Duitama, Colombia. Sobre el papel se presumía claramente como una de las ediciones más duras de los últimos tiempos. Lo era por su distancia, 265 kilómetros por completar en 15 giros al trazado de 17,7 kilómetros de longitud. Lo era por su perfil, con una cota de unos 5 kilómetros presidiendo el espinazo del itinerario, con un desnivel máximo de 315 metros y algún momento al 12%, nada serio si no tuviera que subirse más de diez veces consecutivas a ritmo de muerte súbita. Y sobre todo, lo era por su singular geografía, pues Duitama está situada 2500 metros sobre el nivel del mar, lo que es una verdadera calamidad para el rendimiento vascular del deportista. Incluso llegó a hablarse de un plante por parte de la Federación Suiza y otras escuadras reclamando recortes en el recorrido. Finalmente, ese mundial temido y prometedor comenzaría con normalidad y sin enmienda alguna. Se celebró en el primer fin de semana de octubre y reunió a menos ciclistas extraordinarios de los que espantaría. Faltarían Jalabert, Rominger, Leblanc, Museeuw, Zulle, Berzin o Armstrong. Estarían Indurain, Virenque, Bugno, Pantani, Sorensen, Chiappucci o Rincón. Y añadan un nombre, por supuesto: Abraham Olano. Tan bien lo haría en Colombia el muchacho de Anoeta que sobre todo a partir de entonces le perseguiría sin descanso el fantasma de la sucesión de Miguel.

Tras conseguir la medalla de plata en la disciplina de contrarreloj, en ese mismo Mundial de Colombia y cuatro días antes de la disciplina en ruta, el seleccionador español Pepe Grande lo tenía claro: «Creo que es el Indurain del futuro y en uno o dos años será capaz de ganar cualquier carrera, Tour incluido. Tiene la cabeza de Indurain y sabe sufrir como el que más». Por su parte, Jesús Suárez Cueva, segundo director en el equipo Mapei, declaraba: «La incógnita sobre la sucesión la hemos despejado hoy porque felizmente lo tenemos en España y se llama Abraham Olano».

Abraham Olano en la Setmana Catalana de 1996 (Foto: Cordon Press)

En cualquier caso, el líder indiscutible del equipo español era Miguel Indurain. El corredor navarro venía de ganar su quinto Tour consecutivo y se había preparado a conciencia para asaltar el arcoíris. Era el último gran objetivo de su carrera tras, quizás, los Juegos Olímpicos del año siguiente, y por supuesto el famoso sexto Tour. Para conseguirlo se concentró durante varias semanas en el altiplano de Colorado, Estados Unidos, aclimatándose para la altitud de Duitama y haciendo muchos kilómetros específicos. Fue una preparación concienzuda y metódica, pero presentaba un punto débil: la ausencia de competición. Nada había corrido Indurain desde el amarillo de la ronda francesa y desde que disputara la Vuelta a Galicia en la segunda quincena de agosto. Olano, a grandes rasgos, preparó el mundial al contrario: no hizo preparación específica en altitud pero llegó con mucho rodaje a Colombia tras disputar a tope la Vuelta a España y quedar en segunda posición, tras Laurent Jalabert. Eran dos formas distintas de encarar la prueba y no quedaba muy claro quién llegaría mejor. En todo caso, la especialidad contra el reloj del cuatro de octubre despejó una duda importante: ambos, cada uno a su manera, presentaban un gran estado de forma. Indurain y Olano fueron oro y plata respectivos y muy destacados, y aunque es verdad que la competencia fue más bien parca, la demostración de fuerza de ambos corredores fue realmente contundente. Era una forma inmejorable de empezar el mundial y el doblete dio gran confianza al equipo español. Llegado el domingo, nadie dudaba de quiénes eran los favoritos y de que el coloso Indurain estaba bien posicionado para robarle otra página a la historia.

«El domingo tenemos una nueva cita sobre un trazado duro y nervioso. No se podrá ir atrás porque puedes quedarte cortado y viajar delante del grupo siempre exige un esfuerzo muy grande», analizaba Olano. Mientras, Miguel calificaba la prueba como «una carrera de auténtica supervivencia», además de no olvidar que la disciplina de ruta era «un título que tiene mucha más trascendencia que el que logré el miércoles (contrarreloj) y por el que me he venido preparando un mes». Sería, sin duda, un mundial para escaladores, para el que Indurain tendría que bajar su peso hasta mínimos (78 kilos para un hombre de metro ochenta y ocho), y también una carrera de ultra-resistencia, como lo calificaría el médico del campeón navarro, Sabino Padilla: «Será una prueba de gran fondo, como una maratón. Habrá más de 4500 de desnivel total en las 15 vueltas. Será terrorífico». Ni siquiera muchas de las grandes etapas montañosas del Tour de Francia o el Giro de Italia acumulaban ese desnivel total, ni los casi 90 kilómetros de ascensión que exigía ese Mundial de Colombia.

Circuito Mundial Duitama 95

Santi Durán, enviado especial para El Mundo Deportivo, pasaba revista del equipo español y repasaba la estrategia presumible: «La táctica del equipo la anunciará hoy mismo [sábado siete de octubre de 1995] Pepe Grande, pero sus detalles parecen claros: Indurain será el líder indiscutible; Olano irá por libre. En las primeras vueltas el trabajo de control será para Marino Alonso, Aitor Garmendia y Fernández Ginés. En el umbral de los 150 kilómetros quienes deberán responder serán Marcos Serrano, David García —el propio Indurain defendió su inclusión en detrimento de su hermano Pruden— y Santi Blanco. Por último, cuando lleguen a los 200 km, quienes deberán estar al lado de Indurain serán Ramón González Arrieta y Javier Mauleón, reservándose para las últimas cuatro vueltas Escartín y Jiménez». Por su parte, José Carlos Carabias, corresponsal de ABC, cuestionaba de forma interesante el papel de los equipos en la carrera: «No se prevé un mundial con el dibujo de costumbre. La dureza del circuito de Duitama desarma la teoría de grupo, según la cual un país puede ganar por amplitud de bloque. En este caso, la teoría se desvía hacia una posición más individualista». Nada se sabía, realmente, pues podía pasar cualquier cosa y era un mundial impredecible. La única certeza era que al día siguiente los ciclistas sufrirían como auténticas bestias sobre la altitud colombiana.

Cinco tours para intimidarlos a todos

El domingo amaneció encapotado. Todos advirtieron pronto que la lista de corredores inscritos era un poco desoladora, «impropia de un mundial», en palabras de Carabias. Se alistaron sólo 101 ciclistas representando a 18 países únicamente, de los que al final corrieron 98. Duitama imponía mucho respeto, unido al hecho de competir en octubre en un deporte cuyo calendario empieza en enero y quema sus grandes cartuchos en primavera y verano. Las cábalas numéricas arrojaban claramente un pronóstico: sería un mundial muy seleccionado de principio a fin, y plagado de figurantes. Como en toda cita mundialista, el discurrir de las vueltas iría dejando un reguero incesante de abandonos, ciclistas conscientes de que ya no podrán reengancharse a la carrera ni luchar por ningún objetivo. En Duitama, además, la selección sería más salvaje. 20 corredores terminarán finalmente la prueba y solo una docena disputarán, de algún modo, la victoria final o los puestos de honor. Campeones, aspirantes y gregarios tomarían la salida junto a un considerable porcentaje de acompañantes que, sabedores de que no sería su día de gloria en ningún sentido de la palabra, emprendieron la marcha igualmente animados. La criba sería tan exigente que mantenerse con vida hasta el final —no hablamos de escapadas— garantizaría prácticamente una medalla.

Los favoritos españoles montaron dos platos de 53 y 39 dientes, con piñones entre 12 y 22. Por su parte, se decía que los temibles italianos se habían preparado en exceso (demasiados kilómetros en las piernas), y que además andaban con la casa revuelta, Bugno peleado con Chiappucci, Chiappucci peleado con todos, etcétera. Adicionalmente, todos temían a suizos y colombianos, a los primeros sobre todo en la figura de Pascal Richard y a los segundos sin liderazgos claros pero muy peligrosos por su conocimiento y dominio del terreno. Además, aquel domingo 8 de octubre llovió bastante. Irrumpió en mitad de la prueba un agua temida que venía asomando la nariz desde hacía días en la región de Boyacá. La lluvia no sería determinante, cabe decir, pero sumaría un factor más de dureza al complicado trazado sudamericano, sobre todo en su sector más peligroso y traicionero: el descenso.

«El Mundial comenzó en realidad en el transcurso de la decimotercera [antepenúltima] vuelta, con Puttini y Escartín [escapados] y un grupo de nueve supervivientes en su persecución: Pantani (Italia), Virenque (Francia), Gianetti y Richard (Suiza), Rincón y Ochoa (Colombia) y Jiménez, Olano e Indurain por los españoles», cuenta Santi Durán en su crónica para El Mundo Deportivo. Aún resistía algún ciclista más con los mejores, pero esa era más o menos la selección. Y el mayor responsable de la misma, amén del duro recorrido acumulado, era el propio Marco Pantani, que en la vuelta anterior, la número 12, atacó con decisión cuando la carretera se puso cuesta arriba. Pocos le siguieron. Tampoco quedaban muchos más. Restaban dos giros y pocos ciclistas y la carrera se encaminaba de lleno a su fase decisiva.

Para entonces, los nervios empezaron a notarse. La penúltima vuelta vio como el ritmo tenaz de los italianos dio al traste con la escapada simbólica de Escartín y Puttini. Los cazaron a los pies de El Cogollo, que así se llamaba el puerto que presidía el circuito de Duitama. No tardaron entonces en irse sucediendo las hostilidades. Atacaron Chepe González y nada menos que Mauro Gianetti, pero el «Chava» Jiménez cumplió con brillantez su labor de sofocar demarrajes. Por detrás un incisivo Pantani quiso dinamitar otra vez el grupeto y cambió el ritmo con agilidad. Rincón, Indurain y Olano no dudaron en marcarle de cerca, mientras el grupo volvió a fraccionarse y dejaba atrás a sus viajeros más débiles. Se contaban unas diez unidades, por momentos incluso menos. Entonces, iniciado el descenso, y en un momento de relativa calma, sucedió algo que cambió la carrera.

Abraham Olano en la Vuelta a Aragón del 97 (Foto: Cordon Press)

La lluvia apretó un poco más y Indurain se dejó caer, discretamente, hacia la cola del grupo. Una vez allí, sus aspavientos hacia la zona de los coches dejaron claro que tenía algún problema. La toma de televisión lo aclaró pronto: pinchazo en la rueda trasera del corredor navarro. Nervios. Maldiciones de mala suerte. Una avería mecánica en la penúltima vuelta era un contratiempo peligroso, pero el disimulo de Miguel —siempre fue un maestro escondiendo sus dificultades— y la rapidez en el cambio de bicicleta fueron claves. Además, Indurain siempre bajaba muy bien. No sin riesgo por el piso mojado descendió a gran velocidad para reintegrarse al grupo, que estaba bastante cerca. Y cuando logró contactar, se precipitaron los acontecimientos. El de Villava atacó sin apenas mediar palabra.

Olano y Richard estaban comiendo. Los demás, en similar relajación o asueto. Iba terminándose el descenso y todos contemplaron atónitos como el gran favorito pasó al ataque. Era una acción astuta, pues solo un momento así podría ofrecerle al ciclista más vigilado la ventana necesaria para pillar desprevenidos a sus rivales. Sin embargo, apenas logró hacer daño. Un Konyshev fantasmal que aparecía y desaparecía, se descolgaba y volvía a contactar, lo vio venir desde la cola del grupo y se pegó a su chepa decididamente. Por detrás los suizos apretaron también el paso con las orejas tiesas y no tardaron en abortar la breve cabalgada de Indurain. Entonces, volvió a hacerse la calma, y luego, muy poco tiempo después, llegó el momento de Olano.

Quizá Indurain le guiñó un ojo. Quizá fue un momento de inspiración espontánea. Fue como si el navarro, con su ataque, hiciera un aclarado a su compañero, como si le abriera la puerta con disimulo. Naturalmente, el joven vasco tenía más libertad de movimientos que el navarro. Pero no fue solamente eso. Todo el mundo sabe que el ataque bueno casi nunca es el primero, sino alguno posterior.

Olano arrancó con decisión, e Indurain le cubrió las espaldas de inmediato. Miguel se clavó en la cabecera del grupo, el primero de todos, y se dedicó a mirar constantemente hacia atrás, vigilando que nadie saltara, mientras Abraham se alejaba metro a metro. Ejerció de espantapájaros para su compañero, desplegando una intimidación asombrosa sobre sus rivales. Nadie se atrevía a cambiar el ritmo. Parecían aturdidos, sorprendidos, paralizados ante la figura gigantesca de Indurain, de pie sobre la bici, gran dominador del ciclismo mundial en los últimos años. «Indurain, haciendo labor de gregario ilustre, se encarga de amansar a las fieras», relataba Javier Ares. Bastaba un amago de respuesta del ciclista navarro para que a cualquier valiente se le quitaran las ganas de plantear una réplica. Miguel ralentizaba la marcha todo lo posible y ejercía de stopper, mientras todos los demás se miraban escurriendo responsabilidades. Finalmente, Gianetti se puso a tirar siguiendo órdenes de Richard, pero para entonces la brecha ya estaba abierta. Olano cabalgaba como alma que lleva el diablo y pasaría por meta con 20 segundos de renta. Era una ventaja exigua, pero también un botín realmente valioso en aquellas circunstancias de carrera.

«No dudé en ningún momento en ralentizar el ritmo todo lo que pude cuando arrancó Abraham (…) También es cierto que la indecisión de los rivales en ese momento favoreció que Olano cogiese una ventaja importante, pero el mérito es suyo. Hizo todo el esfuerzo». Olano aprovechó el tramo más llano del circuito —el final y el inicio del mismo— para ganar su precioso hueco. El guipuzcoano era un gran rodador y eso se dejó notar. Llegó a los pies de El Cogollo con 40 segundos de ventaja y una prisa insoportable por cubrir la docena de kilómetros que lo separaban aún de la meta. En adelante, la gran dificultad sería administrar escalando el margen ganado en el llano. «En la última subida noté unos calambres en las piernas. Eso fue al inicio. Pero como subiendo suelo ponerme de pie, al cambiar de posición los dolores fueron soportables. Fui regulando en todo momento, guiándome siempre por los datos que me daba el pulsómetro». Sería el momento más crítico para él, porque por detrás se había roto el embrujo de Indurain y ya todos echaban el resto. La fuga podía llegar o no hacerlo.

Olano, Pantani

«Tan mala suerte no puede ser»

Antes del puerto ya habían comenzado las hostilidades. La escapada era una circunstancia peligrosa y los rivales estaban decididos a contrarrestarla. El trabajo denodado de Casagrande en el llano ajustó las diferencias y llevó al grupo enfilado hasta que comenzaron las rampas. Entonces, el grupo acabó por romperse. Gianetti y Pantani aceleraron sin miramientos, mientras Indurain, Richard y Virenque les siguieron a la zaga. Parecía una selección postrera y definitiva. Pantani, solitario y empecinado, tiraba del quinteto sin atender a razones. No esperó ni pidió relevos. Se empleaba a fondo mientras adelante Olano trataba de regularse al máximo. Sin duda, la amenaza del italiano, mucho mejor escalador, era temible. Por lo pronto, llegaron las rampas más duras de El Cogollo y el ritmo pertinaz de Il Pirata terminó descolgando a Virenque y a Richard. Sacó a ambos de ritmo y también de la lucha por las medallas, que se jugarían solo cuatro hombres. Olano se retorcía de lo lindo. Pantani seguía achuchando. Miguel exhibía su mejor sonrisa de esfuerzo, con el maillot ensuciado y húmedo, y Gianetti aguantaba el tipo con gran esfuerzo. El trío caminaba deprisa y apretó hasta dejar la diferencia al mínimo, en apenas diez o 15 segundos, pero Abraham logró coronar sin desfondarse ni dejarse cazar.

Bajando, Indurain solo daría un brevísimo relevo. Pasó en cabeza para reprochar a una moto que estaba dándoles cobertura y la apartó con un gesto de autoridad. Era otra manera de jugar las bazas de carrera. Luego volvió a su posición. Para entonces, ya apenas llovía y les separaban unos siete kilómetros del final. Olano descendía a pleno pulmón. Sus perseguidores, tanto más. Pero el pescado estaba vendido si no se daba ningún contratiempo. El terreno restante, casi siempre hacia abajo, no era propicio para acortar diferencias por pequeñas que fueran. No por ello Pantani y Gianetti dejaron de insistir en un descenso velocísimo. Incluso les dio tiempo a atacarse entre ellos y llegar a los últimos kilómetros revueltos, Indurain incluido, pero la suerte de la medalla de oro ya estaba echada. El joven Olano había salido con vida de El Cogollo y el arcoíris le esperaba al alcance de la mano. A no ser que…

«Lo primero que pensé fue: yo de aquí no me bajo porque estos se me echan encima. Y así lo hice. Iba con un poco de miedo porque la bici se me cruzaba, pero en aquellos momentos ya me daba todo igual; estaba decidido a llegar a la meta como fuera». Costaba creerlo: ¡un pinchazo en ese momento! Olano hundía la cabeza sobre el manillar y pedaleaba enrabietado, sabedor de su mala fortuna. Su marcha no era tan rápida ni tan segura, pero bajarse a cambiar de bicicleta no parecía una opción. «Tan mala suerte no puede ser», decía Karmele, su mujer, en directo en la Cadena Cope. Por fortuna, el pinchazo había sido prácticamente sobre la pancarta del último kilómetro. No hubo terreno para rubricar la desgracia. Pasadas todas las vallas de meta Abraham cruzaba la línea en primera posición, aturdido, exhausto y apenas atreviéndose a levantar su brazo izquierdo en señal de victoria, sin acabar de soltar su máquina. Y por detrás, el delirio. Un Miguel Indurain imperial remataba la faena ganándole con inteligencia el sprint a sus dos compañeros de batalla. Se invertían las tornas de la contrarreloj, pero el oro y la plata iban de nuevo para Anoeta y Villava.

«Miguel Indurain, ganador de cinco Tours y campeón indiscutible del ciclismo mundial vio cómo Olano se iba y paró el tiempo. Se colocó al frente del reducido grupo de los elegidos que podían optar a la medalla y zigzagueó para taparle carretera a Pantani. Y controló. Se puso casi con los brazos en jarra, diciéndole al mundo: Ahí va el futuro. Démosle paso», escribía Santi Nolla, director de El Mundo Deportivo para el abrir el diario la eufórica mañana del lunes. Por su parte, en páginas interiores Santi Durán acertaba de pleno calificando la peripecia de carrera como «auténtica antología táctica». Todos destacaron el momento del ataque de Olano y señalaron el pinchazo de Miguel como punto de giro del relato.

Abraham Olano en los Juegos Olimpicos Sydney de 2000 (Foto: Cordon Press)

El propio protagonista decía: «Pasé por un mal momento tras cambiar de bicicleta. Es algo normal porque las medidas no son siempre las mismas y empecé a notar calambres. Una lástima, porque hasta ese momento fui muy bien y sin problema alguno». Abraham, por su parte, declaraba que «seguramente, si Miguel no hubiera pinchado no habría atacado (…) Mi ataque estuvo motivado por el pinchazo de Indurain. No tenía más remedio que hacerlo para evitar que Pantani y Gianetti se fueran (…) Ataqué en ese momento porque sabía que si no lo hacía bajando no podría ganar. Necesitaba tiempo para llegar a la subida con ventaja». El análisis táctico de la carrera es complejo y arroja una y mil variantes. Costará ponerse de acuerdo sobre las distintas lecturas y el porqué del paso de testigo entre el favorito español y el líbero del equipo. Una cosa, no obstante, sí debería quedar clara: Indurain no regaló nada a Olano. Su intervención fue grandiosa, digna de los más grandes corredores, pero Abraham se ganó con todo mérito su arcoíris. Su gran cabalgada en solitario, subiendo, bajando y en el llano, lo certifica.

El Mundial de Colombia se cubrió en siete horas y diez minutos. Olano firmó una estadística de 143 pulsaciones de promedio y una frecuencia máxima de 177, mientras que la media total de velocidad de la carrera fue de 37,053 kilómetros por hora. Como ya hemos dicho, solo terminaron 20 corredores. Abraham se convirtió en el primer español en ganar un mundial en ruta, pero declaró que seguiría trabajando para Rominger. Por la prensa de aquellos días flotaba sin parar el nombre del enigmático doctor Ferrari, a quien conoceríamos más adelante.

El equipo español tuvo un papel brillantísimo, con especial mención para José María Jiménez, marcador incansable y pieza clave de las últimas vueltas, por entonces todavía sin palmarés. Se tornaron campeones todos y cada uno de los 98 participantes de uno de los mundiales más duros que se recuerdan, en palabras de los sabios del lugar, junto al de Sallanches de 1980. Lo visto y relatado habla por sí solo, y no hay necesidad de adornarlo con más adjetivos, pero está bien recalcar otra vez que fue una carrera extraordinaria. Personalmente, no recuerdo una prueba tan especial, pero la nostalgia es traicionera y mi disco duro muy pequeño. Renuncio por completo a un juicio lógico con las cosas de la niñez, que son mitología pura, tan engañosa. Y en fin. Cuando mi padre arrancó a aplaudir y a gritar mientras Miguel Indurain cazaba la plata, sospeché que estaba delante de algo grande, y que me gustaba. Por supuesto, no ha vuelto a repetirse nada parecido. A Olano lo seguí viendo correr, unas veces mejor y otras peor, pero a Indurain apenas me alcanza la memoria. Y es una pena, pero esa es otra historia.

 

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