No hay mayor satisfacción para un escalador que sus hijos conquisten la pirámide de cuerdas de un parque infantil. Es un deleite un tanto mezquino porque responde al falso axioma de la transmisión genética. Pensamos que si escala, o corre muy rápido, o se le dan bien las matemáticas, es gracias a esos genes heredados, y no por la capacidad intrínseca del vástago. Digamos que muchos padres entienden a sus hijos como una continuación mejorada de sí mismos. Por eso sufrimos cuando ellos fracasan, porque, en el fondo, sentimos que fracasamos nosotros.
Yo, castigadme, piqué de ese anzuelo.
Mi hija superó el reto cuando tenía tres años. Hice fotos mientras se balanceaba en la cima sin importarle la altura y el riesgo de caída. Entusiasmado, la llevé a mi rocódromo pensando que aquello era el inicio de una carrera deportiva laureada con grandes gestas para la disciplina. Sin embargo, mi hija se negó rotundamente a acercarse a las paredes artificiales. Las presas de colores, el polvo de magnesio flotando en el aire, los cuerpos cayendo pesadamente sobre las colchonetas le resultaron un escenario menos interesante que su Jirafa Sophie, un primer mordedor de bebé al que seguía paseando por el mundo como si fuera su mascota (sucia, roída, la amiga más fiel).
«Aún es pronto» me dije a mí mismo tratando de levantarme el ánimo. Nos fuimos a casa y, lo confieso, estuve de mal humor el resto de la tarde. ¡Dadme un respiro! Que tu hija te destroce un sueño, incipiente, sí, pero sueño al fin al cabo, es algo difícil de aceptar.
Ella seguía demostrando una habilidad especial en los parques de juegos, así que pronto recuperé la ilusión por ese futuro compartido colgados de una cuerda. ¿Cómo hacen otros padres para que sus hijos amen con tanta pasión el fútbol? Exponiéndolos al deporte, viendo partidos, gritándole a la tele y celebrando los goles de su equipo, regalándoles ropa y, sobre todo, el culto a los futbolistas. Todos los niños quieren ser Messi o Ronaldo (tal vez el portugués haya perdido adeptos en los últimos años pero, a falta de un remplazo digno, lo dejo en esta ecuación). Tenía que conseguir que mi hija se apasionara por alguna de las grandes escaladoras de la historia del deporte, que descubriera en ellas la persona que querría ser de mayor.
Mi mujer, que no escala y aborrece los deportes de riesgo, veía con horror el experimento. Háblale de doctoras, de escritoras, de astronautas, incluso de futbolistas o lanzadoras de peso, me suplicaba, pero no la quieras convertir en una suicida. Por supuesto, este adjetivo me dolió personalmente y, con el despecho de un cornudo, doblé mis esfuerzos. Debía actuar con paciencia y método, elaborar un plan a largo plazo que no la espantara, hacerle creer que había sido decisión propia, y no una intriga del psicópata de su padre, el tomar la senda hacia el límite vertical.
Comencé su condicionamiento pavlovliano con las más actual y mediática: Edurne Pasaban, la primera mujer del mundo en conquistar las catorce montañas con más de 8000 metros de altura (Apenas cuarenta personas lo han logrado, de las cuales solo 3 son mujeres). Con fotos y vídeos del programa de TVE Al filo de lo imposible, aproveché para introducirla al Alpinismo y las diferentes formas de escalar según haya roca o hielo. Por supuesto, censuré cualquier información sobre los riesgos de la montaña, mal de altura, aludes, congelaciones y amputaciones de dedos como las que sufrió la propia Pasaban al bajar del K2. Ya habría tiempo para abordar esas cuestiones poco halagüeñas.
Mi hija me escuchaba un rato. Luego me pedía el libro de Pepa Pig, o simplemente se levantaba para jugar en su cuarto con su jirafa sin despedirse.
«Paciencia» me decía con ganas de descuartizar a la muñeca. «Mañana, más».
De Pasabán salté a la primera mujer española en escalar el Everest en 1996, Araceli Segarra, pero se me heló la sangre al saber que su proeza quedó eclipsada por uno de los mayores desastres en la montaña más alta del mundo.
Fue durante su expedición que murieron ocho personas en dos días a causa del mal tiempo y la mala planificación. El periodista Jon Krakauer, miembro de una de las expediciones afectadas, describió el acontecimiento en su libro Mal de Altura (Into thin air, en inglés), pero se olvidó mencionar el hito conseguido por la montañera y su papel en el rescate. Ella, y no el cineasta David Breashears, miembro del equipo IMAX que filmaba la expedición de Araceli, fue quien pintó una X sobre la nieve con zumo de frutas para indicar al helicóptero de rescate dónde recoger al alpinista Beck Weathers, uno de los supervivientes.
Mi hija iba aguantando ratos más largos junto a mi. Le llamaba la atención la nieve, y me llegó a preguntar: ¿para qué suben tan alto? Con lo que yo respondí, sintiéndome la reencarnación de George Mallory: «Porque están ahí». Ella me miró muy seria. Unos segundos de quietud en los que creí ver en sus ojos la primera llama de la pasión montañera. «¿Pero para qué suben si no hay nada?» fue lo que dijo, ya molesta por la falta de una respuesta más concreta. «Suben por la misma razón que tu escalas la pirámide de cuerdas» respondí. Ella, sin cambiar el gesto serio dijo: «No me gusta la nieve».
Una batalla perdida. Pero no la guerra. Decidí alejarme de las altas cotas para centrarme en la escalada en roca. Sin nieve, tal vez encontrara historias más sugerentes para mi hija. Al fin y al cabo, ella hacía lo mismo casi todos los días pero en el parque de juegos.
A medida que buscaba nuevas biografías ilustres, me di cuenta de mi propia ignorancia, de que a pesar de llevar escalando un par de décadas desconocía todos esos nombres y sus gestas, como si no existieran, una falta total de consideración y de respeto a tales deportistas de élite.
Le conté sobre Josune Bereziartu, que fue la primera escaladora en superar rutas 8c, 8c+, 9a y 9a/9a+, liderando la escalada deportiva mundial femenina desde 1997 hasta 2017. Para los profanos, estos números representan el grado de dificultad de una vía de escalada, yendo desde 4, lo más fácil, hasta 9c, la más difícil hasta el momento. Existen solo dos rutas con ese grado: Silencio, abierta por Adam Ondra en 1997, y ADN, bajo el sello de Seb Bouin en 2022. Pero como estos grados los proponen los escaladores, se necesita que otros las completen para confirmar o ajustar ese nivel de dificultad. Por ahora nadie más ha superado esas dos paredes, así que tienen pinta de quedarse con ese grado.
En una entrevista, Josune cuenta que se animó a escalar por primera vez tras ver un episodio del programa de televisión Al filo de lo imposible en el que se veía a Miriam García Pascual y Mònica Serentill trepando en las gargantas del Verdon.
Al investigar sobre estas dos chicas, descubrí que Miriam había muerto escalando el pico Meru en los Himalaya indios, pero que había dejado un libro hermoso sobre su experiencia en la montaña, Bájame una estrella (Ediciones Desnivel). Por supuesto, corrí a la librería a pedirlo y, ocultándole a mi hija que la autora había muerto a los 26 años, lo utilicé como última lectura del día, la que, por fin, la dejaba dormida y con dulces y escarpados sueños.
«En el primer asalto y en un derroche de valor, me di tres ‘sopapos’ por no meter un clavo (…). Metí el clavo y volví a ser una escaladora cobarde y vulgar que no se volvió a caer en el resto de la vía».
En el libro se rompe dedos, mueren escaladores y amigos, mal de altura, caídas, hambre y frío, todo contado con una pasión y sencillez cautivadora, como si no hubiera mejor lugar en el mundo que subida en una montaña a pesar del dolor y las penurias. Sin embargo, fue la correspondencia que Miriam mantiene con su madre la que instaló la primera semilla de duda sobre mi propósito: ¿Me convertiré yo en la Penélope de mi hija?
«Miro montañas y te veo, veo el mar y te veo (…). Y a todos les pregunto: ¿Dónde está mi hija?».
Mi plan funcionaba. En las siguientes visitas al rocódromo, ella mostró interés en las paredes, fue superando los grados básicos, y al cabo de un año ya se atrevía con vías comprometidas, despertando la admiración de escaladores veteranos. Por supuesto, mi orgullo estaba por las nubes.
Le conté la historia de Magda Nos y Mònica Verge, la primera expedición y cordada española solo femenina en subir un ochomil, el Cho Oyu, en 1989, al tiempo que mi hija recibía sus primeras clases de escalada dos veces a la semana con otros niños de su edad. Ella era la única niña del grupo, así que aproveché este desequilibrio para enfatizar la importancia de que siguiera escalando para que, como las pioneras del ochomilismo español, demostrara que una mujer podía llegar tan lejos como un hombre y, en muchos casos, superarlos.
Magda y Mónica tuvieron que lidiar con la desconfianza de patrocinadores y montañeros varones porque en aquella época los prejuicios de género estaban cómodamente asentados en la mentalidad de la sociedad y, de igual modo, en la escalada.
Según cuentan ellas mismas en una entrevista, «Los chicos no querían chicas en sus expediciones (….) Les preguntábamos si podíamos ir con ellos y nos decían que no, que las mujeres dábamos problemas. (…) Incluso si ibas a escalar con un chico tenías que ir de segunda en la cordada. Él tenía que subir y la chica a seguirle y gracias. Como si nos tuviéramos que refugiar en la figura masculina. Y decían que no podíamos ir solas a escalar. No creían que una mujer pudiera hacerlo. Siempre decían que no y ya está. Pues nosotras lo hicimos».
Los fines de semana íbamos los dos a escalar juntos, yo la aseguraba y ella subía y bajaba, subía y bajaba cada vez mejor, ágil y segura de sus movimientos como cuando escaló por primera vez la pirámide de cuerdas del parque infantil. Había conseguido que mi hija amara la escalada. Incluso era ella quien me instruía sobre alpinistas y escaladoras de las que, por supuesto, nunca había oído hablar.
Me contó sobre Wanda Rutkiewicz, una lituana que subió sin oxígeno adicional ocho de los catorce ochomiles hasta que murió en el intento de su novena cumbre, el Kachengunga. Y de la austriaca Geraldine Kaltenbrunner, primera en escalar los 14 ochomiles sin oxígeno adicional. Incluso se atrevió a quitarle méritos a Pasaban por el tema del oxígeno con una soberbia que me hizo reír al principio, morderme las uñas después, cuando comprendí el monstruo que había creado.
Pero si mi hija admiraba a alguien era a la escaladora Ángela Eiter, la primera mujer en superar una ascensión 9b y que posee numerosas medallas en Campeonatos del Mundo, internacionales y de Europa. Sin duda, mi hija había encontrado a su Messi particular. Y no estaba muerta.
Yo la escuchaba maravillado. Hablaba de todas ellas con una admiración encantadora. Sin embargo, el día que me pidió salir al monte con su grupo de amigos, lejos de mi supervisión, dentro de mí comenzó a crecer la inquietud que había logrado suprimir cegado por la obsesión y el orgullo.
Muchas de las grandes protagonistas de la historia del alpinismo y la escalada habían sufrido experiencias durísimas, la muerte incluso, ni más ni menos que los hombres. ¿Por qué había querido que ella subiera tan alto? ¿Buscaba el consuelo a mi mediocridad como escalador? Había empujado a mi hija hacia el vacío, a cumplir un sueño propio y que sabía imposible, demasiado peligroso. Las proezas que me imaginaba años atrás eran ahora accidentes horribles, cuerdas rotas, avalanchas, caídas sin fin. El remordimiento y el miedo no me dejaban dormir. Y ella escalaba cada día mejor, imparable, superando un 7a con quince años, algo que yo jamás había logrado en más de dos décadas de esfuerzo.
«¿Te apetece ir a un partido de fútbol femenino?» propuse un día, como si tal cosa.
Tenía un plan. Si había funcionado con la escalada, ¿por qué no con el fútbol?
El tiempo dirá si fue demasiado tarde.
Nota del Autor: Toda esta historia es inventada menos los nombres y vidas de las deportistas, mi mediocridad como escalador, y que mi hija alcanzó la cima de la pirámide de cuerdas a los 3 años con sorprendente habilidad.
El resto es solo una pesadilla y una advertencia: la escalada es adictiva.
Qué bonita maniobra para desempolvar la apasionante historia de la escalada femenina