Sobre waterpolo apenas si he sabido nunca nada, al menos algo relevante. Bueno, algo sí. Como que la primera estrella Manel Estiarte jugó en el Pescara italiano, o que la mayor parte de los equipos españoles son o han sido catalanes, o que la final de Barcelona’92 fue traumática para España al perder contra Italia en un último vahído de tiempo. Eso sí, tardé mucho en darme cuenta de que los jugadores no hacían pie en el fondo de la piscina. Al menos fue antes de que empezaran a usarse cámaras subacuáticas en los partidos de waterpolo para que viéramos cómo, de braga náutica para abajo, las piernas de los jugadores, como tentáculos de pulpos, se movían sin parar.
Disculpen si ahora les hablo de mi vida. Es solo un momento, pero pueden dejar de leer sin problema alguno. De niño yo ya apuntaba maneras. Quiero decir que era asmático crónico y había veces que me pasaba un mes sin ir al colegio (ahora ser asmático carece de glamour enfermizo porque casi todos los niños lo son). Yo era estrecho de hombros, lo que añadía mayor lastre a mi pobre capacidad pulmonar. Mientras me daban oxígeno con una mascarilla en la consulta de siempre, el médico le repetía a mi madre lo mismo de la última vez. El niño tiene que hacer remo. El niño tiene que hacer natación. Yo escuchaba aquello con la mascarilla puesta, aliviado en parte y en parte enfadado. El agua era un conflicto. Tenía que ducharme según las reglas impuestas por un mundo absurdo. Detestaba mojarme. Creo que ya de pequeño era algo vago para ciertas cosas. ¿Qué era eso de tener que vestirse y desvestirse uno y mojarse y secarse dos o tres veces por semana en una piscina deportiva? Para jugar al fútbol en el parquecillo junto a casa no hacía falta tanta parafernalia.
El remo y la natación, ya digo. Y el agua dichosa, a la que le hacía tantos ascos (con el agua del bautismo no me di cuenta, aclaro). Así fueron las cosas, hasta que vi por primera vez en la tele un partido de waterpolo. Y no, no fue la final de Barcelona’92. Debió ser un partido de alguna Olimpiada anterior. O tal vez de algún campeonato europeo o del mundo retransmitido por la segunda cadena de la tele (seguramente en la hora inocua de un sábado por la mañana). Pero sí recuerdo que aquel juego de piscina entre hombres con gorrito y una pelota amarilla me sedujo bastante. Me dije que a esto no me importaría jugar si con ello mejoraba mis pulmones (ignoraba por supuesto que los jugadores nunca hacían pie).
La historia de mi relación fantasiosa con el waterpolo se fue depurando y estilizando antes y después de la traumática medalla de plata de Barcelona. Y así llegué, partido tras partido en televisión, a donde quiero llegar ahora. No me refiero a los intríngulis técnicos del waterpolo, ni a que hiciera mía una desaforada pasión por este juego, en teoría pueril e infantiloide, practicado por niños grandes, que medio nadan y chapotean en una piscina, se pasan una simpática pelota de mano en mano e intentan colarla sobre una portería liliputiense. Para mí el waterpolo se me quedó bellamente congelado en la memoria a partir de una estampa.
Más que una estampa es una secuencia. Es la del jugador que logra marcar gol, agita el brazo con el puño cerrado y rabioso, mirando a la grada o al cielo, para luego regresar a nado, todo parsimonioso y elegante, a posiciones de defensa. Es justo esta parte de la secuencia la que siempre me encandiló. O sea, la vuelta a su propia zona de portería por parte del goleador (muchas veces era el hombre-boya), nadando y tomando aire a derecha e izquierda, pero de forma relajada, sin prisas. Nada que ver, por ejemplo, con ese nadar urgente hacia el balón situado en mitad de la piscina, como ocurre al inicio de cada cuarto de partido con el pitido del árbitro.
Y los gorritos. ¿Qué sería de la estampa de un jugador de waterpolo sin su típico gorrito? Curioso artilugio, normalmente blanco y azul (salvo el del portero, que suele ser rojo), con sus dos carcasas sobre las orejas, con sus rendijas para evacuar el agua y, sobre todo, para que los jugadores puedan escuchar lo que acontece durante el partido. Me gustaba ver sobre el gorrito el número de cada jugador, pero sobre todo me entretenía viendo la bandera y las letras del país que defendía, asociada a un código internacional (ESP es España, GRE es Grecia, HUN es Hungría, Cuba es CUB, Eslovaquia es SVK, Dinamarca es DEN, Australia es AUS, Italia es ITA, Estados Unidos es USA, Países Bajos NED, Sudáfrica es RSA, Alemania era GER, etcétera).
Ni que decir tiene que me encantaba ver la enseña de mis países favoritos, por ser casi siempre la de los rivales más enconados. La bandera de Italia siempre me remitía a partido dramático. Me gustaba mucho la bandera griega en los gorritos, con sus franjas azules y blancas (de las que muchísimo después supe que aludían al juego de sílabas del lema nacional de los griegos: «Elefthería i Thánatos» o «Patria o muerte»).
Pero, citados los griegos, sin duda mis países preferidos siempre fueron los balcánicos pata negra, antes y después de Yugoslavia (para los ociosos que hemos visto tanto deporte en la tele fue un trauma generacional la desaparición de su bandera en todos los rótulos con estadísticas y clasificaciones). Ahora, ya que no me queda otra, me embobo viendo en los gorritos las banderas y los escudos de los croatas (CRO), los montenegrinos (MNE) o los serbios (SRB). Para los que hoy seguimos un partido de waterpolo en las olimpiadas o en campeonatos de tronío, la seña más vistosa es sin duda la del escudo croata, con los cuadraditos rojos y blancos (la «sahovnica»). Confieso que aún tengo visiones y que sigo recreándome en la estampa viril y poderosa del jugador que marca el gol, lo celebra con furia y regresa a nado a defender su portería con los detalles ya explicados. En esta visión delirante, se me aparece con fuerza fantasiosa la imagen del mejor goleador de Montenegro, que es además claramente el hombre-boya del equipo y que, por supuesto, se llama sin margen de error Marko Jojovic (todo lo más admitiría Drasko Petkovic).
De entre mi gran colección de ideas inútiles (con la edad uno persevera en este pasatiempo), a veces he pensado en títulos para novelas o para películas que reflejaran de algún modo esta estampa del goleador de waterpolo. Un poco en la línea de «La soledad del corredor de fondo». No sé si una historia ambientada en el waterpolo, siquiera como excusa, podría titularse como «El hombre-boya sentimental». Ahora que caigo, recuerdo que vi hace mucho tiempo una película de Nanni Moretti, Palombella rossa («Vaselina roja»), basada en un jugador de waterpolo (el propio Moretti) que pierde la memoria después de un accidente. Creo recordar que se escuchaba en cierto momento alguna que otra canción de Franco Battiato, quizá fuera E ti vengo acercare (no tengo ganas ni tiempo de confirmarlo, pues he de acabar ya la presente). Sí, acabo diciendo que en mi actual fantasía el goleador montenegrino también lleva barba, como el desmemoriado Moretti de la película.