Érase una vez un futbolista, allá por los años setenta, que, de haber nacido en Inglaterra, habría sido nombrado «Sir» por Su Majestad la Reina. Aquel señor, amable, cortés, educado y discreto, disparaba las ilusiones del alma cuando vestía calzones cortos. Llevaba bordado a mano, en el pecho, un oso y un madroño, cosido a la espalda un número, el nueve, y era delantero centro del Atlético de Madrid. Un equipo que entonces no andaba pendiente de si a su estrella se vendía a otro club, más grande, porque entonces el Atlético era un grande. Aquel señor, el yerno deseado por todas las madres, el hombre al que uno siempre le compraría un coche de segunda mano sin desconfiar, representaba era una forma de vida, la caballerosidad. Los valores. Él, que coleccionaba moratones en sus piernas y fabricaba goles de museo, fue protagonista de cuentos heredados de padres a hijos, de goles con entradilla de «papá cuéntame otra vez ese cuento tan bonito», hasta hacerse un sitio entre las familias colchoneras. José Eulogio Gárate, el hijo de Crispín, que arreglaba bicicletas, disciplinaba a las musas a base de goles y conducta ejemplar. Fue el último gran héroe de la hinchada del Atlético, su gran orgullo, el primer caballero del fútbol español. Sinónimo de la palabra elegancia, Gárate jugó a fútbol con esmoquin. Hoy camina por la vida de frac.
Hijo de españoles que emigraron a Argentina por motivos laborales, José Eulogio nació en el cinturón bonaerense de Sarandí, hasta que su familia regresó a España, al País Vasco. Los Gárate se afincaron en Eibar, su hijo se matriculó en Las Mercedarias y comenzó su andadura futbolística en los juveniles del club armero, en el que permaneció hasta su mayoría de edad. Cuando cumplió los dieciocho, mientras estudiaba ingeniería en Bilbao, un conjunto local de Tercera División decidió apostar por él. Aquel equipo era el Indauchu, de categoría amateur, en el que Gárate pudo completar el rodaje de su motor como goleador elegante. Aunque él era, en aquel entonces, hincha del Athletic. «Mi infancia la pasé en el norte y el Athletic fue mi equipo en aquellos momentos. Me gustaba mucho Garay, defensa central y el portero Carmelo, con el que tuve la oportunidad de enfrentarme en Sarriá en un Atlético – Español.
Me tiraban mucho los leones». Fernando Daucik, técnico del Indauchu, sabía que tenía un diamante en su equipo. Que aquel estudiante de ingeniería llegaría muy lejos. Tanto, que le preparó una prueba para que le echaran un vistazo los ojeadores del Atlético de Madrid, que no atravesaba una buena etapa financiera y necesitaba agudizar el ingenio para reclutar nuevos talentos. «Tengo aquí a alguien que os dejará impresionados». En 1966, gracias al ojo clínico de Daucik y a otro ilustre de los banquillos, Domingo Balmanya, el Atlético hacía oficial la contratación de José Eulogio Gárate. «Estaba estudiando la carrera de Ingeniería, estaba en tercer curso. En aquella época el Atlético había sido campeón de Liga y tenía un equipo repleto de internacionales. Llegué con el pensamiento de ser suplente y ver a mis ídolos». Se equivocaba. De medio a medio. El vestuario le recibió con los brazos abiertos y en tiempo récord cayó de pie entre los pesos pesados del Atlético. Introvertido, callado y respetuoso, se integró desde el primer minuto. «Menudo vestuario había en el Atlético. El jefe era Jorge Griffa, del que aprendí muchísimo. Me ayudó con los compañeros y me enseñó a sentir el fútbol y aprender a ganar. A tener mentalización». Tras un par de partidos, se ganó la titularidad. Después, Gárate no sólo sería un buen delantero, sino que se convertiría en el mejor «nueve» de la historia del Atlético, en un mito del fútbol español.
A caballo entre los sesenta y hasta bien entrados los setenta, el Atlético viviría días de vino y rosas. Con Gárate como estandarte del fútbol de altos vuelos, el Atlético cimentó una leyenda de gloria y contragolpe. Primero con gestas esculpidas en oropel, con nombres propios como Adelardo, Collar o Luis Aragonés. Después, con partidos épicos, de fútbol total y de historias con letras de oro, escritas con pie y letra de futbolistas de primer nivel como Irureta, Leal, Salcedo o Reina. Con José Eulogio Gárate como icono del fair play y de la elegancia en estado puro, el Atlético estiró el chicle de su grandeza hasta cotas inimaginables. Desplazó al Barça y amenazó el trono del Real Madrid. Con Gárate como santo y seña, la afición del Atlético disfrutó de un equipo eléctrico. «En aquella época, en cuanto a estilo, nosotros ya éramos muy contragolpeadores. Defendíamos juntos, dominábamos los espacios en el mediocampo y lanzábamos contras rápidas.
Históricamente, es nuestro estilo de juego, nunca deberíamos olvidarlo en el futuro». La era Gárate se saldó con tres Ligas, dos Copas del Generalísimo, un subcampeonato de Europa y una Copa Intercontinental de Campeón del Mundo de Clubes. Con él como referencia, como filosofía de vida, la afición del Atlético alcanzaba el nirvana. El ingeniero del gol hizo soñar al Manzanares durante once años, llenando de ilusión el Paseo de los Melancólicos. José Eulogio Gárate —«Sir» Gárate— consiguió ser tres veces el máximo realizador de la liga, y anotó 109 goles en 241 encuentros. De postre, adornó su currículum siendo el delantero centro titular de la selección española, donde su elegancia con la pelota también se hizo notar. El día de su debut, también. «Balmanya me hizo debutar contra Checoslovaquia. Y además, hice gol. Siempre recordaré ese día. Me hicieron un marcaje muy pegajoso, un defensa parecía chicle pegado a mi, pero tuve suerte y conseguí marcar». Siempre tenía suerte cuando se trataba de marcar. Él lo llamaba así, suerte.
La magia de José Eulogio se acabó en la final de Copa de 1976, en un partido a cara de perro ante el Real Zaragoza, en el que anotaría un gol de cabeza, lanzándose en plancha, que arrancó una ovación del Bernabéu. Sin embargo acabaría abandonando el terreno de juego después de sufrir una entrada de Heredia, cuyos tacos le dejaron una herida en la rodilla. Jugadores, prensa y aficionados no concedieron demasiada trascendencia a aquella patada. Hasta entonces, el buenísimo de Gárate había soportado estoicamente multitud de golpes, patadas, codazos y zancadillas.
«A veces me dolían muchos los huesos después de los partidos, pero hoy día eso no pasaría. Hay una gran diferencia en la rehabilitación muscular de la zona, ya que el seguimiento antes no era tan completo como ahora, con las resonancias y pruebas diagnósticas. Todo diagnóstico se basaba en el tacto y era muy difícil cuando te hacían daño de verdad». Aquella patada del jugador del Zaragoza no debía tener nada de particular, formaba parte de esa colección de moratones que las piernas de José Eulogio habían tolerado, pero esta vez no fue así. Gárate no olvidaría aquella patada el resto de su vida. No volvió a ser él mismo.
El partido ante el Elche lo confirmaría. En ese choque, El «ingeniero» reaparecería, pero su rodilla no terminaba de funcionar como antes. Los médicos del Atlético le aconsejaron que se sometiera a un tratamiento facultativo, pero José Eulogio ya albergaba dentro de sí mismo el peor de los presagios. Su vieja herida de la final copera ante el Zaragoza nunca llegó a cicatrizar del todo. Un hongo acabó por afectar su rodilla y precipitó los acontecimientos. El maldito «Monosporium Apiospermum» había devorado la rodilla del mejor delantero del fútbol español. Gárate, entre lágrimas, trataba de asimilar que debía colgar las botas.
El Atlético de Madrid, que había fichado a dos monstruos del «jogo bonito» como Pereira y Leivinha, dos que habrían formado un equipazo irresistible junto a él, se quedaba sin su emblema, sin su corazón. Todo, por un maldito hongo de nombre impronunciable. «El hongo, por lo visto, se introdujo en mi rodilla por una herida en un lance del juego, y me la infectó. Al parecer, las infiltraciones de cortisona hicieron de caldo de cultivo de esa espora y no paró de desarrollarse. Me traumatizó mucho aquello: no pude volver a jugar jamás».
José Eulogio se despedía del área por un capricho del destino, aunque los médicos advirtieron que pudo haber sido mucho peor, porque Gárate estuvo en peligro de muerte. El delantero corrió el riesgo de padecer para siempre una enfermedad renal, a causa del abuso de antibióticos que hubo que administrarle, para combatir el hongo que le consumía la pierna. Fueron los momentos más duros de la vida de Gárate, porque incluso se llegó a especular con la posibilidad de la amputación. El hongo, el maldito hongo del nombre kilométrico, le había partido la ilusión y le había dejado el alma rota en mil pedazos. Sin embargo, logró escapar con vida de aquel misterioso hongo. Para ello, tuvo que retirarse del fútbol.
Días más tarde, con las muletas como compañeras de viaje, el caballero de la cancha se despedía de su afición en un partido homenaje. El Manzanares se llenó para ver el partido entre el Atlético —que acababa de ganar la Liga— y una selección del País Vasco. Gárate, emocionado, roto por dentro, aparecía con los ojos resecos de tanto llanto. El público del Vicente Calderón rindió tributo no sólo a un delantero centro goleador y elegante, sino a un ser humano grandioso. «Fue un día inolvidable. Iba en muletas y fue una noche de mucho agradecimiento. La afición vino a despedirme y el recuerdo fue maravilloso. Fue un homenaje precioso. Uno de los momentos más emocionantes de mi carrera». La afición del Atlético fue la sangre que latía por las venas del corazón del que hasta entonces había sido su «nueve». Aquel día se agolparon en las gradas del Manzanares, a la orilla del río, sesenta mil almas. Todas se unieron, a coro, en un grito unánime, desgarrado, agradecido, de tres sílabas: «Gá-ra-te, Gá-ra-te, Gá-ra-te…».
Aquel día no sólo acudieron hinchas del Atlético al estadio. Abrumados por la tragedia deportiva de José Eulogio, hasta el Manzanares acudieron hinchas del Betis, del Sevilla, del Rayo Vallecano y muchos, sí, muchos, del Real Madrid. Esa fue la gran cualidad de Gárate. Su mejor secreto. La clave de su éxito. El caballero de la cancha, Gárate, fue tan temido como respetado. Tan admirado como querido. Por su afición y por sus rivales. Aquel día, el reloj de España se detuvo por un instante. Aquel día, la noche que Gárate lloró en una mezcla de rabia y felicidad, de impotencia y de alegría, España entera lloró con el nueve del Atlético de Madrid. Aquel día, toda España fue Gárate. Su inesperado adiós hizo un poco más pequeño el fútbol, y robó una parte del corazón del aficionado. Con la muerte deportiva de Gárate, una parte de la elegancia del fútbol había muerto. Una huella, una filosofía de vida. La del juego limpio.
La del caballero de la cancha. La del tipo que no celebraba los goles para no ofender a los contrarios. La del que se disculpaba con los porteros rivales. La del delantero ejemplar y modélico, solo expulsado una vez en toda su carrera, por un error del colegiado Guruzeta. Gárate dejaba la imagen del yerno deseado por todas las madres. Del hijo pródigo de la afición del Atlético. Le temían muchos, pero le que querían todos. «Fui respetado porque respetaba. No iba a la guerra, iba a jugar al fútbol. Y siempre lo he entendido como un juego, respetando al contrario. Me pegaron mucho, es cierto, pero nunca devolví una patada». ¿Nunca? «Jamás. Mis compañeros se enfadaban conmigo y me decían, pero reparte alguna hombre… Yo me encogía de hombros y les decía ¿y si les hago daño? No puedo dar patadas, no me sale». Y nunca las dio.
A día de hoy, José Eulogio Gárate, apartado del la primera línea de fuego del fútbol, ha dado de baja su abono en el Atlético y pasa su tiempo libre paseando por el parque con sus nietas. Disfruta de la vida de sus hijos, médicos y economistas, y de vez en cuando acude a su desván para ver la camiseta que el Kaiser, Franz Beckenbauer, se intercambió con él en aquella final de la Copa de Europa un maldito San Isidro. Se siente triste por la marcha de su equipo y siente melancolía cuando recuerda ese torrente de recuerdos, ya algo borrosos, sobre su gloria en rojo y blanco. Fuera del día a día del club por su propia voluntad, no acaba de comprender la mudanza a La Peineta («me parecerá bien si a la afición le parece bien»), no se explica la deuda del fútbol español («con la Ley Concursal y las deudas, está la amenaza de la quiebra») y jamás ha sido propuesto para ocupar el cargo de presidente honorífico del club («nunca me han llamado para eso»), a pesar de que Alfredo Di Stéfano siempre defendió que no existía nadie mejor en la historia rojiblanca que Gárate para ocupar dicho cargo.
«Di Stéfano dice eso porque me quiere mucho. No sé. Nunca me lo han ofrecido. El vecino cuida más esos detalles. Al final, el Madrid es el club al que aspiraríamos los atléticos en ese sentido. Aunque sea nuestro adversario y queremos que pierda, muchos atléticos deberíamos tener el sentido de club que tiene el Madrid en este tipo de cosas». Sigue conservando una gran amistad con su ex compañero Adelardo —otro mito rojiblanco—, echa de menos a Agüero en el Atlético, se sintió afligido por la reciente muerte de Juan Carlos Arteche y sueña despierto con el regreso del que debía ser su sucesor, Fernando Torres, al Manzanares. «Estoy convencido de que Fernando volverá al Atleti. Volverá antes de lo que muchos creen». El hombre tranquilo, educado hasta la extenuación, se siente bien pagado por permanecer en la memoria de los aficionados que le siguen parando para pedirle autógrafos. «Siempre digo que no gané mucho dinero con el fútbol, pero me siento millonario en cariño. Cómo me quiere la gente. El cariño de la afición del Atleti vale por todo el dinero del mundo».
Hoy, su Atlético de Madrid, sometido al secuestro de su sentimiento por los ilegítimos dueños, la familia Gil, vive instalado en la mediocridad de unos dirigentes que han convertido un club histórico en una sociedad anónima histérica. Pero la afición de lo que queda del Atlético aún sigue recordando a su caballero de la cancha. A un tipo sencillo, de barrio, educado y sencillo. Sin un triste José Eulogio que echarse a la boca, el Atlético prosigue su larga y agónica travesía del desierto, donde mientras el negocio de dos sigue dando beneficios, miles de hinchas, los de Gárate, siguen recordando los viejos tiempos. En lo más alto del santoral de la sufrida afición del Atlético, José Eulogio sigue levitando sobre la memoria y los corazones de quienes tuvieron el honor de compartir su leyenda. Gárate, sentimiento rojiblanco, forma parte del recuerdo que generaciones de colchoneros transmiten, como el sentimiento de su equipo, de padres a hijos, para recordar que, antes de Gil, hubo un tiempo donde los mejores de Europa vestían de rojo y blanco. Que, en aquella época, los niños del colegio, aunque fueran del Real Madrid, querían ser Gárate en el recreo. José Eulogio, último gran héroe del Atlético de Madrid, y primer caballero del fútbol español, fue la modestia, con el nueve a la espalda. Un cromo que jamás pasará de moda en ninguna colección. Su elegancia, como sus goles, quedaron prendidos en el corazón del fútbol.
Totalmente de acuerdo con el artículo, especialmente al afirmar que en Inglaterra sería Sir.
Fue mi ídolo cuando tenía ocho, nueve años. Recuerdo que lo expulsaron, jugando contra el Español de Barcelona –¡Qué injusticia!, grité, y fui a contárselo a mi padre: ¡Han expulsado a Gárate! La televisión entonces era en blanco y negro, pero mis recuerdos son de aquellos colores, la camiseta más rojiblanca de mi gran equipo. Gárate, en efecto: un caballero, el tío más elegante y sencillo que haya pisado un campo de fútbol. Amor al fútbol y al fair play. Honor a los héroes.