Cuando era niña, pasaba las largas tardes de verano peloteando un Tango del 82 en un claro rodeado de robles, castaños y hayas. La portería estaba entre un avellano de tronco fino y un poste del vallado viejo, el que dividía aquel monte entre sus dos propietarios antes de morir uno de ellos y que pasara a ser comunal. Para mí el fútbol siempre tuvo mucho de árboles, de hojas secas pisoteadas una y otra vez en carrera, de devolver la pared con la corteza seca, de limpiar el cuero de musgo antes de esconder el balón en el desván para que mi madre no lo tirara a la basura, harta ya de tantas rodilleras cosidas en los pantalones de chándal, de tantas zapatillas desgastadas por la punta.
Los árboles, para quien vive rodeada de ellos, son tan comunes que apenas se aprecian. Cuando puse rumbo a Oviedo para estudiar y trabajar allí, empecé a echar de menos la vista por la ventana, el silbido del viento entre las ramas que me despertaba en medio de la noche, el canto de los pájaros flirteando en la copa. Un día, metida en la vorágine de decorar el piso nuevo, acabé por comprar un bonsái. Para quien ha crecido en la inmensidad del bosque, un bonsái representa la forma controlada de la naturaleza. Poder cuidarlo, podar, decorar la maceta, sorprenderse con un nuevo brote o el color de una hoja distinta a las demás, día a día, casi hora a hora contemplando una pequeña muestra de eternidad, es una experiencia distinta pero reconfortante. Aquel bonsái (que se acabó llevando mi ex y me pregunto cómo estará —él, no ella—) era más un propósito vital, recuperar el pasado aunque el tronco no soportase ni el impacto de una pelota de tenis, y encontrar un oasis en el asfalto de una ciudad que me ahogaba. Hoy, reflexionando sobre cómo el fútbol entre árboles se pierde, me doy cuenta de que el fútbol femenino es un bonsái.
Quienes denuestan el fútbol femenino y lo comparan una y otra vez con el masculino viven cegados por la sombra del roble y el castaño, y el bonsai les parece una broma de árbol, minúsculo y delicado, al que hay que prestar demasiada atención para que no se muera. Precisamente por eso a nosotros nos gusta. Si usted es de los que no consumen fútbol femenino y ha leído las últimas columnas que aquí he ido dejando, estará harto ya de tantos cuidados. Que si la batalla por la visibilidad, que si los entrenadores mediocres, la deuda histórica, la paciencia con el avance, la celebración desgarradora de éxitos que son cotidianos en el fútbol tradicional, las batallas de despachos… demasiados tijeretazos en las ramas buscando la forma perfecta del árbol para alguien que no tenga la paciencia y la dedicación a conseguir que algo tan pequeño sea eterno.
La mayoría llegaron cuando el bosque del fútbol masculino ya era imponente, con millones de hectáreas de extensión, casas construidas en los árboles, guardabosques que vigilan que nada amenace al ecosistema y, por qué no, cazadores furtivos escondidos en la maleza para disparar a la fauna autóctona y llevarse trofeos. Aunque crecimos ahí, los espectadores de fútbol femenino somos para ellos el modernillo que no tiene ni idea de la vida y que compensa las carencias con una suerte de adorno inservible. Jamás nos verán como los nostálgicos que en realidad somos, los puristas que aún ahora —cuando la rueda del consumismo y la mercantilización del deporte ya nos ha aplastado a todos— somos capaces de sentarnos delante del televisor o en la butaca de un campo de fútbol a disfrutar de lo pequeño sin necesidad de compararlo con lo inmenso.
El FC Barcelona volvió a meterse en una final de la Champions y lo hizo rodeado de 72.262 espectadores. Anunció al día siguiente la venta de entradas para Eindhoven y se agotaron en minutos. Los del bosque se rieron del precio, a partir de 15 euros, y sacaron una vez más el argumento manoseado de los precios normales. En algún punto al espectador de fútbol español le parece normal pagar doscientos euros por una entrada de un espectáculo de 90 minutos. Fuera de nuestras fronteras es un insulto. Vaya usted a decirle a un alemán que ver un partido de fútbol en la última esquina de un estadio merece el desembolso de cientos de monedas. Dígaselo a un niño que solo quiere ver a sus ídolos, que tendrá que romper el cerdito y gastarse los cuartos de la comunión en ver un partido de primera división, o en el abono anual del equipo de su pueblo en segunda. Lo normal no es eso, igual que tampoco lo es que la tarifa mensual de contratar el fútbol para verlo desde el sofá o desde un bar sea mayor que el recibo de un servicio básico.
El fútbol femenino tiene precios asequibles en sus entradas porque es un producto en expansión, pero también porque está dentro de la realidad de una afición familiar, repleta de niños y niñas, de socios que empiezan a hacerle guiños al equipo femenino de su club, de gente que se desplaza centenares de kilómetros para ver un espectáculo competitivo y a los que no les importa dejarse seiscientos euros en un viaje a Eindhoven con tal de poder vivir la posibilidad de ver a Alexia Putellas levantar su segunda Champions después del año más duro de su carrera.
Puedo entender, porque estuve ahí, que levantar la cabeza y ser incapaz de calcular dónde termina el árbol nuble la visión. El orgullo de sentirse pequeño dentro de la burbuja en la que se ha convertido el fútbol, asumir con tristeza que es normal que un futbolista cobre millones, que las camisetas cuesten cien euros, que los autógrafos se firmen cada vez menos y se revendan más en wallapop, que las gradas se llenen de turistas con fajos de billetes y móvil en mano en vez de aficionados y de niños. Pero aún queda esperanza —una ligera y leve esperanza— en un deporte que está creciendo y aún conserva la esencia de lo que alguna vez fue el fútbol, en el que la creatividad aún no se perdió, la cercanía sigue intacta, y el aficionado y las del césped siguen en sintonía. Cómprense un bonsái y disfruten cuidándolo.
El futbol tiene un serio problema. El 95% de los partidos son insoportables. Muy pocos partidos de liga y las últimas rondas de las competiciones europeas tienen algún interes. El grueso de los partidos es pura morralla, tremebundos tostones insufribles. Me refiero al futbol masculino, ya que es el que he visto toda la vida. En unos años practicametne nadie va a ver un partido entero. EL FUTBOL ES ABURRIDO!!!
Ahora, olvidándonos de cualquier connotacion de genero, centrandonos estrictamente en el espectaculo deportivo, el futbol femenino tiene un problema, ya que llega a dar vergüenza en bastantes ocasiones. Y ello es fruto de un crecimiento forzado y artificial que no ha respetado los tiempos logicos.
Se juntan a veces equipos, que es incomprensible que militen en la misma categoría. Hay resultados bochornosos y el nivel es francamente malo. En otros deportes, por ejemplo el tenis, no hay diferencia entre géneros en el espectaculo que se ve. Si te gusta el tenis tanto masculino como femenino son muy parecidos y se pueden disfrutar igual.
Respecto a los precios del fútbol, no queda otra que dar la razón completamente a lo que dice Alexia. Lo que no es normal lo que se paga por el masculino.
Y para acabar una cosa que no entiendo del femenino… ¿porque no hay entrenadoras mayoritariamente? No tiene sentido que lo dirijan hombres. Jamás puede haber la misma complicidad, en un vestuario donde el entrenador no puede entrar en los momentos oportunos para respetar la privacidad de las jugadoras.
La última pregunta que usted se hace, se la responde usted mismo en sus párrafos anteriores, Hoy por hoy, todavía no hay el suficiente número de entrenadoras del nivel necesario, Por otra parte, recuerde que estanos en el siglo XXI., ¿de verdad piensa usted que un entrenador de equipo femenino o una fisioterapeuta de un equipo masculino no entra en el vestuario de los jugardores/as por una cuestión de cantidad de ropa puesta en un momento determinado? Entre el acoso en un extremo y el exceso de pudor en el otro, hay una franja muy ancha.
Bonito y realista mensaje. Tenemos que cuidar y mimar el «bonsay»del fútbol femenino. La esencia está en el mensaje. Tenemos que cuidar el que no se convierta en puro interés económico como el masculino, que es lo que pretenden los que mandan.
Inteligente, certero, lúcido, esperanzador, ilusionante, maravilloso. Amor al FUTBOL chorreando en cada palabra.
Que miedo a que la esperanza de la que hablas sea, efectivamente, leve. Ayer mismo escuchar a un descerebrado, ya en edad de jubilación, como yo, bajar corriendo las escaleras a gritar » burra» a una colegiada me produjo un tremendo vértigo ante la posibilidad de nos acerquemos al bosque.
Excelente articulo y reflexiones, de principio a fin. No deje de escribir y seguir cuidando el fútbol femenino. Gracias
«Vaya usted a decirle a un alemán que ver un partido de fútbol en la última esquina de un estadio merece el desembolso de cientos de monedas»
Cientos no, pero a mi me clavaron 50 por verlo en el Olímpico desde el último anillo, partido de liga del colista de la Liga Alemana, hace 3 semanas.
Baloncesto, voleibol, hockey a patines, balonmano… Hay deporte femenino desde hace décadas y no se le dedicado ni tres renglones a hablar de ellos en los términos que se hace del fútbol femenino, en tanto a exigencia de visibilidad etc. Ya cansa. En España, quitando el Barcelona, el resto de equipos no le ganarían a ningún juvenil masculino del propio Barcelona o real Madrid. Y dudo que las chicas del barsa puedan hacerlo. Se nos está metiendo por los ojos. Esa es la verdad. Y la razón la estamos viendo: el fútbol femenino es un ariete del feminismo de élite, ese que enarbolan ciertas mujeres a las que lo único que les importa es ser igual a los hombres, pero a los hombres poderosos, millonarios, influyentes etc. Ahí tenemos a Carolina Marín, tal vez la mejor jugadora de la historia de bádminton, que salvo durante un breve espacio de tiempo, donde se tiró de ella porque era imposible ignorarla, no le dan mucha bola.
Bueno, las entradas del fútbol femenino no valen cientos de euros… ahora. Cuando este nuevo negocio esté en auge, también en eso se irán equiparando con el masculino. Entre otras cosas, porque habrá más demanda, pero también porque ellas cobrarán cada vez más (y generarán cada vez más ingresos).
Lo comentaba otro lector, siempre ha habido deporte femenino. Y esto cada vez va a ser menos femenino y más fútbol, que es donde el capitalismo ve el negocio. El mismo capitalismo que ha jodido a la mujer durante tanto tiempo y que ahora potencia ese feminismo de elite que también mencionaba ese lector.
Me parece terrorífico que se babee tanto con las cifras de asistencia a los estadios. Lógicamente son hitos que abren camino y demás, pero están llegando a un punto en que parece que el objetivo sea el siguiente record de público. Ése es un mal camino.
Me gusta el ambiente del fútbol femenino que hay ahora. De hecho, no iría nunca a ver un partido masculino, pero sí iría a uno de ellas. Sin embargo, en redes sociales ya se respira el mismo borreguismo cuando se trata de barça-madrid. Quizás solo sea cuestión de tiempo que este entorno quede tan corrompido como el otro fútbol, el de toda la vida. Esperemos que no.