Disculparán el infumable pareado del título. Pero así están las cosas. La Liga está fea, incluso desagradable. No lo digo yo, lo dice todo el mundo, incluidos los periodistas deportivos. De hecho en este gremio, en armonía con el magnífico ambiente, muchos periodistas se han puesto feos y desagradables (o aún más feos y más desagradables). Me refiero, sobre todo, a los periodistas gritones de las tertulias de la radio, los que nos joden el duermevela por la noche y, para más inri, nos echan años encima obligándonos a levantarnos para orinar.
Enfado, vocerío, mala bilis. Creía uno que el asunto de la crispación española obedecía a los humores que se ventilan en el estadio de la Carrera de San Jerónimo (dígase el parlamento, donde los auténticos hooligans). Pero no, se ve que hay una crispación específica que afecta a todos y cada uno de los equipos de fútbol de España. Se refunfuña por todo. La piel anda fina y escocida. La corrala de Twitter aporta su esplendor a los debates. Se habla de periodismo ultra y de bufanda. Por si no se han fijado bien, los jugadores se están volviendo más teatreros, idiotas y agresivos que nunca en el campo (hay quien dice que es un efecto secundario por estar enganchados a las redes sociales).
Y los árbitros, claro está. Los árbitros siempre fueron carne de enfado. El pueblo, bajo el clásico anonimato de la masa en las gradas, siempre los ha tenido a tiro de salivazo. Yo me incluyo entre los que se desvirgaron por primera vez llamando en un partido «hijo de puta» a un árbitro (mucho después supe que en el Quijote se dice mucho «hijo de puta», «hideputa», «hideperro», «hijo de la puta», etcétera). Con doce años más o menos, insultar en público era como ingresar en el mundo adulto. No recuerdo si mi padre me regañó en mi primera vez o si puso cara mitad asombro y mitad señal de que la vida iba fluyendo con normalidad.
La razón de existir del árbitro era dar escape a los insultos que habíamos inoculado esa semana. No había otra. Pero por entonces, allá por los 80 y 90, el error humano tenía como un componente ontológico que los exoneraba de culpa. Ahí estaba si no la vieja moviola en Estudio Estadio, que obedecía a la voz quirúrgica y analizadora de Quique Guasch, el de la calva dorada con rayos uva. La moviola mostraba a menudo que el árbitro había errado, aunque lo divertido era ver que a veces los invitados al programa no se ponían de acuerdo y uno veía una cosa y otro otra mientras la imagen hacía avanzar y retroceder a los jugadores de forma cómica y continua. La verdad es que el cabreo y la polémica de la jornada tenían su encanto. Incluso uno presumía el lunes en elpatio del colegio de que su equipo había sido el más atracado de la jornada.
Ahora, en cambio, el VAR provoca irritaciones superlativas. La tecnología no está impartiendo justicia, sino que está dando lecciones interpretativas de la justicia. Sólo faltan dos meses para que acabe la Liga. Pues bien, ¿sabe usted hoy por hoy cuándo es mano clara en el área y penalti y cuando no? Yo no. ¿Sabría decirme qué es estrictamente punitivo en el centro del campo con tarjeta roja y cuando es interpretable una misma acción en idéntica zona inocua con tarjeta amarilla? Yo no. ¿Sabría usted aplicar e interpretar el exacto trazado de las líneas en los fueras de juego medidos al milímetro o medio milímetro? Yo no. ¿Sabe usted en qué tipo de jugadas y situaciones claras y nítidas no interviene el VAR? Yo no. Uno podría estar haciéndose preguntas y contestándolas en modo autómata durante dos meses, hasta que acabe la Liga…
El caso Negreira es el cénit de la bronca. El malestar y la sospecha contra los árbitros ha alcanzado ahora un pico histórico (y eso que yo fui testigo del robo de Lamo Castillo a los soviéticos de la CCCP en el Sánchez-Pizjuán en el partido Brasil-URSS del Mundial de España). Por eso, conforme al canon de siempre, hay que culpar sobre todo a los árbitros de que la Liga esté fea y se haya vuelto desagradable. Son ellos quienes se llevan gran parte del peso de la bronca general (igual que aquí llevan ya el peso de cuatro buenos párrafos ya escritos sobre ellos).
Yo no sé si ser patriota es sacar al Cristo de Mena a hombros de la sobreactuada Legión, pagar impuestos con nobleza o apoyar a muerte a nuestro representante en Eurovisión sin despellejarlo en redes sociales. Pero hubo un tiempo, no tan remoto, en el que era de patriotas decir que la nuestra era la mejor liga del mundo. Tal vez fuera cierto que la liga patria era la mejor por su repercusión en el extranjero, sobre todo gracias al dueto de barítonos Messi-Ronaldo (lo que solía traducirse en quejas de la grada en muchos estadios de equipos secundarios: “Estamos hasta los huevos / de Barça y de Madrid / Lolololooooo…”).
Ahora la Premier es indiscutiblemente la referencia. Lastrado tantos años, mientras escribo la presente, el Calcio italiano ha metido a tres equipos (Inter, Milán y Nápoles) en cuartos de Champions, a dos (Roma y Juventus) en la Europa League y a la Fiorentina en la Conference League. La Liga 1 francesa me parece más apetecible por sus noticias de sucesos (lo último, el caso de racismo ultra por parte de Christophe Galtier, entrenador del PSG, el equipo más cenizo y frustrado del mundo). Hasta la Bundesliga ha dejado de ser un lugar frío: por la tele me quedo embobado con las magníficas coreografías que hacen aficionados y jugadores en estadios atestados y llenos de banderolas, pancartas y tifos.
Aquí, mientras tanto, todo se ha empobrecido. La otrora mejor liga del mundo ya no seduce tanto en el orbe amarillo ni en el Magreb ni donde los súbditos de las petromonarquías. Con la Liga, en fin, ya no se liga, que es a lo que yo iba al principio más allá del estúpido pareado. El caso Negreira sí está despertando la curiosidad mediática del mundo. Pero nos falta italianización para convertir la noticia en un sinfín de sucesos rocambolescos, cada vez más enredados e increíbles, que nos lleven a lo hondo de una gran corrupción nacional, con mafias y logias de por medio, donde hasta Inditex o Mercadona se vieran salpicadas por el escándalo. Pero España, ay, nunca será Italia. Hagan la prueba. El morado del Real Valladolid nunca será el morado ‘viola’ de la Fiorentina.