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Salto de ski, el consomé de los deportes, solo apetece en Año Nuevo

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Estuve de Erasmus en Suecia. Esto es algo que sabe poca gente porque yo apenas lo cuento, pero hoy de verdad que no tengo más remedio. No en vano, en este exitoso serial polideportivo voy a escribir hoy del salto de esquí, el consomé de los deportes: solo apetece en Año Nuevo.

Estuve de Erasmus en Suecia. No sé cómo funcionará el asunto ahora, pero en mi época a los estudiantes de Erasmus nos trataban como a los abuelos del Imserso. Abundaban las actividades programadas. De repente alguien decía «hay que estar a tal hora en tal sitio», y la juventud inconformista de Europa hacía lo que se esperaba de ella: estar a tal hora en tal sitio.

Nosotros tardamos un tiempo en descubrir que no era obligatorio acudir a todos esos eventos. Si nos lo hubieran dicho en español nos habríamos enterado antes, pero siempre hablaban en inglés o en sueco, es una manía que por lo visto tienen muy arraigada los suecos. Más vale tarde que nunca, lo de enterarnos de que la asistencia era voluntaria, en todo caso, porque voluntarios ni al rancho, que diría mi abuelo. Gracias a eso me ahorré una excursión a unas minas de cobre, alguna cena temática por Navidad y algún otro invento similar que ahora mismo ya no recuerdo. Lo que no evité fue la primera visita guiada por el campus de Högskolan Dalarna, nuestra querida universidad sueca. Eso sí lo recuerdo.

Era agosto y hacía calor, eso por supuesto que lo recuerdo. Paseábamos tan felices y tan tranquilos, nos despistamos un rato y nos dijeron «vamos allá arriba». Yo pensaba que estaban de broma: allá arriba era lo alto de la estructura del trampolín de salto. Porque era agosto y no había nieve, pero a partir de octubre allí mutaba el paisaje y asomaba la temporada de eso que llaman deportes de invierno. En Suecia no se conformaban con tener campos de futbito, pistas de tenis y de baloncesto, o un estadio de atletismo, y todo al aire libre y cubierto. Allí también tenían un trampolín para saltos de esquí, un armatoste inmenso y nada discreto. Tenían todo eso y solo una forma de llegar hasta arriba: escaleras. Se ve que para tecnología suficiente para subir sin cansarte no había llegado el presupuesto.

Alguien dijo que era mejor no mirar hacia arriba, sino simplemente andar, así que eso hicimos. Anduvimos, un peldaño tras otro. Y tras otro. Aprendí una lección: realmente es cuesta arriba el camino al infierno. Al rato desobedecí, miré hacia arriba, y era increíble: todavía faltaban un millón de metros. Alguien dijo entonces que era mejor no mirar hacia abajo, si teníamos vértigo, sino simplemente seguir andando, así que eso hicimos. Anduvimos, un peldaño tras otro. Y tras otro. Aprendí otra lección: lo del infierno es como la utopía pero al revés, lo importante no es la meta sino sufrir por el camino. Al rato volví a desobedecer, miré hacia abajo, y era increíble: casi me caigo del vértigo.

Cuando llegamos arriba ocurrió lo mejor. Nos dijeron «vamos abajo». Creo que a alguno le dio tiempo a poner los brazos en jarra y a mirar al horizonte usando la mano como visera, que es lo que hacen al hollar una cumbre los montañeros, pero básicamente ocurrió eso. Subimos, bordeamos el desmayo y bajamos. Estuve allí nueve meses y no vi a nadie más ni subir ni bajar por aquellas escaleras. Tampoco saltar con esquís desde la rampa, eso desde luego. Han pasado casi veinte años de aquel trágico suceso y, honestamente, aún no lo entiendo. Qué clase de experimento hicieron los suecos con nuestros cuerpos. Quizá nos lo explicaran en inglés o en sueco, entonces, pero no creo.

Quizá ese deporte empezó así, ahora que lo pienso. A mí también me entraron ganas de tirarme por la rampa, cerrar los ojos y pedir un deseo. No lo hice y así nos va. La generación mejor preparada de la Historia: subiendo escaleras para bajar de nuevo.

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