Hoy, para más de medio mundo, Rusia es la nación agresora, la terrorista, la reaccionaria, la cruel y sanguinaria. Casi nadie quiere trabar migas con un ruso. Por eso, con la que está cayendo, ¿hay alguien no ruso pero que hoy quiera ser ruso? Sí, hay dos. Ambos son brasileños y ambos juegan en el Zenit de San Petersburgo. Uno se llama Claudinho. El otro, más conocido y ex del Barça, se llama Malcolm y es el segundo goleador de la liga rusa. Vienen a colación porque, justo ahora, en Rusia se reanuda el fútbol tras el clásico parón en blanco (blanco nieve) por los rigores del invierno.
Al parecer, leo que los dos son aspirantes a convertirse en súbditos de la Madre Rusia. El gobierno de Vladimir Putin les va a conceder la nacionalidad. Los dos parecen estar felices y desean prestar juramento de lealtad a la nueva patria. No sé qué será de la suerte patriótica de los otros futbolistas brasileños que juegan en la liga rusa (un total de 17). Los tiempos han cambiado desde Guivanildo Vieira de Souza, la bestia Hulk, brasileño de Campina Grande y ex del Zenit de San Petersburgo. La guerra en Ucrania (tradúzcase por «Operación militar especial en Ucrania») lo ha desplazado todo y en todo sentido. También el fútbol.
De los 17 futbolistas que juegan en Rusia, siete lo hacen con la elástica azulina del Zenit (el equipo de Gazprom). Hace unos años casi todos los brasileños llegados al mundo eslavo jugaban en Ucrania. Y casi todos lo hacían en el adinerado Shakhtar Donetsk del oligarca Ajmétov. Veía uno un partido del Shakhtar y tres cuartos del equipo lucía un bonito acabado cobrizo o marrón glacé en la piel. Pues ahora, por lo visto, sólo juega un brasileño en el Shakhtar: Taylor.
Podría haber un tercer nacionalizado por la vía rápida. Se trata de Quincy Promes, que tiene nombre de rapero de L.A. premiado en los Grammy. Pero es holandés, al cual hay que añadir un par de detalles. El primero es que hoy por hoy resulta ser el pichichi de la liga rusa con el Spartak de Moscú. El segundo es que justo ahora le está juzgando un tribunal de Ámsterdam por intento de homicidio (el chico apuñaló en 2020 a un primo en una reunión familiar y, aparte, está siendo investigado por su supuesta participación en la compra de polvos de talco: 4.000 kilos de cocaína).
Por este segundo detalle, a Promes se le ha ofrecido la posibilidad de hacerse ruso. Así evitaría una condena de cuatro años de prisión en Países Bajos (Rusia no extradita a sus conciudadanos). Promes, con sus 14 goles y seis asistencias (sus datos mientras escribo la presente), se está pensando esto de sentirse ruso. Se entiende que se estaría pensando también esto otro de apoyar como el que más la «Operación militar especial en Ucrania», de dedicar algún gol de bella estampa a los mercenarios Wagner, de hacerse fotos con niños ucranianos secuestrados en el este de su país y acogidos en Rusia por familias mucho más cariñosas, de gritar «Hurrraaaa» al saltar al campo en los partidos, de afirmar que no hay nada más sagrado que la «russkiy mir» como idea de lo ruso, etcétera.
Hoy por hoy, nacionalizarse ruso no es un frío trámite burocrático. Uno jura como ciudadano ruso y, al alimón, está jurando por la rusicidad de la existencia. El páncreas es ruso, igual que el alma. O sea, que Claudinho, Malcolm y quizá Quincy Promes habrán de creerse, entre otras cosas, que Moscú es la III Roma eslava desde la caída de Bizancio y que occidente representa la corrupción de los hijos y toda degradación moral (incluidas las ligas europeas que permiten a sus jugadores lucir el brazalete LGTBI).
Es curioso. Hace un año ningún jugador quería ser ruso o sólo ruso. Cuando estalló la guerra en Ucrania, hubo una desbandada de futbolistas en Rusia. La FIFA les permitió rescindir sus contratos con los clubes del considerado país agresor. Muchos equipos se quedaron en paños menores. El Rubin Kazan perdió a siete jugadores y pasó lo que tenía que pasar: bajó a segunda. Hubo casos de poligamia circunstancial: el ruso Sazonov (Dinamo de Moscú) se hizo también georgiano, Spertsyan (Krasnodar) se volvió armenio como denota su apellido. Y un ucraniano legendario (asistente del entrenador del Zenit), Tymoshchuk, se hizo traidoramente ruso al permanecer callado en su puesto remunerado y no condenar la invasión. Son las cosas.
Veo, por otra parte, que en la liga rusa el Zenit de San Petersburgo es el actual líder. El Torpedo moscovita, en cambio, va último. Llegados a este punto, yo también hago mi peculiar juramento de lealtad a Rusia. Recordar es ser leal con el pasado. Quiero decir, para no dar la brasa, que soy leal a la memoria que tengo de lo ruso y, en concreto, del Torpedo de Moscú, ahora que acabo de citarlo. Podría decirlo al estilo del «Me acuerdo» de Georges Perec. «Me acuerdo del Torpedo y del saque de banda al contrario que realizó Domingo Serrano en un partido de UEFA del 24 de octubre de 1990».
En efecto, recuerdo aquel partido de ida en la vieja UEFA de antaño. Domingo Serrano, lateral derecho del Sevilla, ejecutó un histórico y rocambolesco saque de banda que ofreció en bandeja uno de los tres goles que anotó el Torpedo. La vuelta en Nervión, sobre un campo embarrado a la vieja usanza, acabó con 2-1. El Torpedo de Moscú nos eliminó. El Sevilla seguía forjando su leyenda de equipo mediocre. Me fijo ahora en la clasificación de la liga rusa y veo que, tras 17 partidos disputados, el Torpedo sólo tiene seis puntos. Va a ser verdad que la venganza es un plato que se sirve frío. Una redundancia tratándose de la fría Rusia y, además, estando aún en el presente invierno. Es curioso, ahora que lo pienso, que la nieve haya paralizado allí el fútbol, pero no el envío de carne fresca al matadero de la guerra. ¡Hurraaaaa!