Una de las discusiones que más pereza me da, incluso con personas inteligentes y preparadísimas, es esa en la que el otro sostiene sin ponerse colorado que Real Madrid y Barcelona terminarán dejando más pronto que tarde la competición doméstica de baloncesto para centrarse en la Euroliga, que es, según ellos y por lo visto, donde está el interés deportivo y económico. Sobre lo primero, me opongo fuerte: a blancos y azulgranas siempre se la va a poner como el pescuezo de un cantaor ganarle al otro y más si es en algo tipificado como «competición española» o «competició espanyola», según se mire. Y en lo financiero, que nadie piense que con lo que se recauda en el continente, pese a que se organiza un torneo fantástico, se llega todavía para paliar el pozo sin fondo que son las secciones de la canasta para ambos.
Así es que con la ilusión de un niño que se ponía a grabar en VHS las peleas de sumo entre Fernando Martín y Audie Norris, trinqué de la nevera un tupper con las sobras de las sobras de Nochevieja (muy rica la carne mechá, querida suegra) y sintonicé Vamos en Movistar+. Para luego marcarte un articulito molón, te lo dejan bien picadito la narración espídica de Fran Fermoso, la racionalidad-nirvana de Antoni Daimiel, el empuje espontáneo de Amaya Valdemoro (próximamente entrevistada en esta, su web amiga) y las confidencias a pie de pista que logra Milena Martín, esta vez enfundada en amarillo Laker. Es difícil que a la señora de Jayson Granger (qué parejaza hacen, ¿no?) le quede algo mal, si me permiten el apunte algo machirulo sobre su outfit.
Vale, me hubiese gustado estar en Goya tras asomarme a Cortylandia con los hijos que nunca tendré (creo), que Pedro Bonofiglio me hubiese levantado del asiento con su rollo de speaker-pirómano y luego ir a comentarlo al José Alfredo hasta que nos echasen. Sin embargo, es importante en esta vida saber cuál es el sitio de uno. Y mi el mío estaba en el sofá de casa para degustar un partidazo, al que no le faltó ni una mandarina llullesca desde medio campo al final del segundo cuarto.
Sí. Porque es lo que tienen los Madrid-Barça de la Liga Endesa, esa organización que adoptó hace años la rentable decisión de colocar siempre un pulso así en época navideña. Rara vez decepciona por mucho que haya la sensación de que es un partido que se repite 57 veces a lo largo del año. No. Los dos equipos no salen a cumplir el expediente porque siempre hay heridas que sangran y otras heridas que infligir al otro para que sangren en el siguiente partido. Las del Barça datan de la última final ACB, que perdió con bastante dosis de sorpresa a juzgar por cómo había transcurrido la liga regular y la acumulación de lesiones de los blancos, incluida la cardiaca de su entrenador, Pablo Laso.
En esa serie cimentó su leyenda de hombre-normal-convertido-en-héroe Chus Mateo, que, confirmado en el puesto por un quítame allá esos informes médicos de su hasta entonces jefe, intenta hacer cotidiano el milagro de que su equipo funcione como un reloj los nueve meses de temporada. Esta vez no pasó, pelín atolondrado. El Barça fue bastante superior para especial satisfacción de un Saras Jasikevicius que demostró más flexibilidad de la habitual. Por ejemplo, dejando en el banquillo a Nikola Mirotic durante la mayor parte de la segunda parte. Oscar da Silva, que aunque parezca mentira es alemán, le suplió con creces con especial predilección por el trabajo sordo. El ruidoso lo pusieron ese Nico Laprovittola de eterno movember y sobre todo Cory Higgins. A este último la novedosa metáfora de las heridas que todavía sangran le viene al ralo pelo: su final ACB fue lamentable, tras un año marcado por una inoportuna lesión (¿las hay oportunas?), pero esta vez estuvo sublime de cara al aro rival. 14 de sus 18 puntos en el último cuarto para sellar un 78-87 capicúa que iguala a ambos contendientes en el primer puesto con idéntico balance (11-3), si bien el Madrid sigue líder por aquello del average general. Reconozco que maldije a Fermoso cuando se hizo el gracioso sacando saleroso el tema de que Higgins, que es ahijado de Michael Jordan (amigo de su padre, Rod Higgins), no encontró mejor modo de entrar en el año 23, el número del mito. Me lo pisó, leñe.
Calma con todo. El 26 de enero vuelven a verse, esta vez en la Euroliga y con el premio de que la victoria ayudará al que la consiga a posicionarse muy bien de cara a los intrépidos playoffs. Siempre hay cuentas pendientes. Como la mía en el José Alfredo, supongo.
Culmino mi paja mental sobre el partido conectando con el principio, que es algo que siempre queda muy bien: odio a los que dicen que «nos encaminamos hacia una división europea de la NBA». Pues no, oiga. Llevan ustedes asegurándolo desde que Larry Bird vino a pasearse al Open McDonald’s en 1988, recibimiento del futuro rey incluido. Lo más parecido que ha pasado ha sido que un par de equipos random, como dicen los chavales de hoy, vienen cada temporada a jugar dos partidos amistosos en apenas 24 horas en un lugar tan baloncestístico como Londres (nótese la ironía, que por escrito siempre es más difícil). ¿Un Madrid-Barça de regular season en la European Conference de la en-bi-ei? No. Ni falta que nos hace. A tu madre le vendieron MDMA del malo la noche que conoció a tu padre, chico.